Susana Dal Pastro
Toda familia cuenta con su mano santa que
trata amorosamente males físicos, emocionales y espirituales. Y en caso de
peligro de vida de algún recién nacido, si no hay sacerdote dispuesto a
bautizar, esa firme mano santa impartirá el sacramento rociando con agua de la
canilla al enfermito. ¡Y sucederá el milagro!
Mi bisabuela materna, experta en varias
dolencias, curaba dolores de cabeza, mal de ojo, nervios, insolación, tiraba el
cuerito y aplicaba ventosas.
Cualquier dolor provocado por algún golpe
de travesuras, mi abuela, discípula destacada de su mamá, me aplicaba una
rodaja fresquita de tomate para desinflamar la hinchazón. Si me picaba algún
insecto, entonces aplicaba barro sobre el puntito rojo. El alivio más grande
que sentí fue cuando una urticaria me tiñó de rojo fuego casi todo el cuerpo ya
lastimado de tanto rascarme. Decidida, la abuela partió un limón en dos, me
acostó sobre sus rodillas boca abajo y comenzó a acariciarme la espalda con esa
jugosa y perfumada medicina. ¡Un bálsamo tu método!
Mi mamá, digna heredera de la experiencia
familiar, me hacía cruces con su alianza cada vez que un orzuelo me afectaba un
ojo. Después, me lo cubría con un algodón humedecido en té tibio y me aliviaba
un montón.
Cuando iba al campo, mi otra abuela (la nona)
prevenía mi anemia despertándome muy temprano con un pocillo de café calentito
al que le echaba una gota de ferroquina; el desayuno completo venía después
cuando ya estábamos todos levantados. No dejaba pasar la oportunidad de contarnos,
emocionada, la ayuda inmensa que había recibido de una de sus cuñadas en tiempos
muy difíciles y agobiantes; el esposo, mi nono, estaba grave; su tercer
hijo, el tío que no conocí, también y su niño menor, parecía estar en sus últimos
momentos. La nona recibió la visita de la cuñada quien tenía una hija
chiquita. Decidida le dijo a la nona que se llevaba con ella al bebé; lo
atendería y cuando, muriera, lo traería de vuelta. Esta increíble tía comenzó a
amamantar al sobrino alternando el alimento con una yema y agüita de cebada, así
decía la nona. El bebé sobrevivió esa noche, la siguiente y la siguiente
y, con los años, se convirtió en mi papá.
Una tarde inesperada una señora italiana, de paso por Rosario, vino a casa y se presentó como la nena que había compartido su alimento materno con mi papá. Quería conocernos y entregarnos recuerdos de los familiares que habían quedado en el pueblo natal. Fue una gran sorpresa para nosotros. Era linda, elegante, simpática. Cuando se despidió, nos abrazó con la promesa de volver. Nunca más la vimos. Nunca la olvidamos.
Qué efectiva es la medicina casera; vocación pura. Cura todos los males. Sana, sana por fuera. Sana, sana por dentro.
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