Hugo Longhi
Sabido es que existe un imaginario punto
cronológico marcado tras la caída del Muro de Berlín, a partir del cual el
mundo cambió. Desapareció –aunque solo en apariencias– la división
Occidente-Oriente y todo se globalizó.
Nuestro país no escapó al ingreso a esa
nueva etapa e iniciamos la controvertida década de los 90, donde todo lucía
perfecto, creíamos que mejorábamos el estándar de vida y marchábamos hacia el
bienestar definitivo.
Por aquellos tiempos se me ocurrió
incursionar en un pasatiempo simple, pero a la vez extraño para la mayoría.
Para no profundizar en detalles que no sean objeto de este relato diré que se
trataba de escuchar emisoras de radio internacionales que transmitían en
español.
Estas radios, que dependían directamente
de sus respectivos gobiernos, también cayeron en la lógica de que manejaban
presupuestos holgados. En ese contexto fue que comenzaron a organizar concursos
de diversos tipos y con variados premios que iban desde un simple llaverito con
el logotipo hasta objetos artesanales que representaban a la cultura ancestral
de su pueblo.
Y hasta en algunos casos dieron un paso
mucho más gigantesco recompensando a sus oyentes con viajes para conocer el
país. Y aquí, finalmente, arranca la historia que deseo compartir.
Los ubico en una medianoche de finales de
mayo de 1996. Regresaba a casa con mi entonces esposa tras una cena con amigos.
Ni bien entramos sonó el teléfono a esa extraña hora. Era un colega, también
oyente, que casi al borde de la desesperación nos avisa que Lilian, mi mujer,
se había ganado un viaje y que la emisora estaba tratando de ubicarla sin éxito,
porque no estábamos en casa. La cosa no comenzaba del todo bien.
El viaje en cuestión era, ni más menos, a
Corea del Sur. Entre los diexistas, que así nos denominamos los que
practicamos el hobby, diríamos la Corea “buena” a diferencia de Corea del
Norte, cerradamente comunista. Por supuesto, todo esto último dicho en un tono
informal.
Bueno, la Corea que fuere significaba un
trayecto hasta el otro lado del mundo, sitio insospechado y que prometía ser
apasionante. Aparte con todos los gastos pagos. Aventura ideal.
Pero, y siempre hay un “pero”, el camino
hacia Seúl no sería nada llano. Resumo a la gran carrera los innumerables
inconvenientes que se presentaron a cada instante.
Luego de los primeros contactos con Radio
Corea Internacional y ya sabiendo que la fecha del viaje sería a mediados de
junio, mi mujer se plantó y no quiso viajar sola.
“Si no venís conmigo, yo no voy”, me
sentenció. A mí, ir me entusiasmaba, pero tendría que pedir permisos en el
trabajo y, sobre todo, pagarme los enormes costos de tarifa aérea y demás. De
nada valió discutir. Cuando la flaca se plantaba era inflexible.
Así que tuve que armar una planificación
para ir con ella. Primero, que la radio me lo autorizara, no hubo problemas; en
mi trabajo conseguí vacaciones anticipadas y el dinero… apareció de algún lado.
Como no tenía mucha experiencia en viajes
y encima el destino no era nada tradicional, opté por gestionar mi pasaje a
través de una conocida agencia de turismo local. Internet recién empezaba a dar
sus primeros pasitos y ayudaría bastante.
La ruta hacia el Oriente se iniciaría en
San Pablo, Brasil, por lo que tuvimos que hacernos cargo del trayecto hasta
allí. Los problemas fueron tratar de conseguir un billete aéreo en el mismo
vuelo que iría Lilian a Seúl, que ya había recibido el suyo por correo.
Korean Air tenía una oficina en Buenos
Aires atendida por un tal Antonio, nombre de fantasía ya que luego descubrí que
era coreano. Tipo difícil si los hay. Con su pasmosa tranquilidad oriental nada
resolvía en el acto.
Los días iban transcurriendo y mi pasaje
no aparecía, al tiempo que mi angustia se iba convirtiendo en desesperación.
Con la chica de la agencia y este tal Antonio estábamos en contacto todos los
días y a cada rato, pero sin mayores resultados. Hasta me propusieron que
llamara a Seúl. ¿A qué hora? ¿En qué idioma? Una locura.
Finalmente, un día antes del vuelo. el
billete estuvo y nos dispusimos a viajar. Ella fue directamente a Ezeiza,
mientras que yo debería pasar por Korean en el centro porteño a retirar el
pasaje que, dicho sea de paso, no estaba allí, sino que debía traerlo un delivery desde algún lugar. También los
dos lugares para el tramo hasta San Pablo.
Yo miraba el reloj y consultaba a Antonio
que nunca tenía respuestas para nada. Cuando la película ya casi terminaba en
desastre apareció un chico en moto y final feliz. ¿Final feliz, dije? Ya
veremos.
Me tomé un colectivo urbano hasta el
aeropuerto que tardó más de lo previsto. Para completar la serie de penurias al
llegar no encontré a mi esposa. La busqué por toda la estación aérea y nada.
Llegó al rato, también retrasado su transporte.
Casi con el horario de partida encima logramos embarcar hasta la escala brasileña. El viaje se desarrolló sin inconvenientes hasta arribar al mostrador de embarque de Korean y allí arrancaría otro de los capítulos dramáticos de esta historia.
Eso se los contaré otro día.
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