María Cristina Piñol
Tarde de
invierno de 1969 en Rosario y un grupo de amigos de 16 y 17 años, reunidos
alrededor de una mesa. El mate, la pava, la yerba, algunas tortas fritas y
bizcochitos Campeón para pasar el rato. Un par de guitarras, un bombo legüero y
zambas, chacareras, coplas, cuecas, que iban y venían entre las cuerdas y las
voces de los pibes que, no necesariamente afinadas, completaban esa escena bien
criolla y auténtica.
El
folclore era parte de nuestras vidas. Desde muy chicos en la escuela nos
enseñaban a cantar las canciones de nuestras tierra, aquellas que nos contaban
historias, nos mostraban nuestros diversos paisajes, nos incorporaban palabras
que no sabíamos, porque en la ciudad no se decían, e instrumentos musicales
poco usuales para nuestros ojos y oídos tan citadinos, como la quena, el arpa,
el charango o el acordeón. Tras la música venían los bailes con hermosas
coreografías y cada alumno vestía un traje típico; los gauchos con botas,
chiripá, sombrero, camisa y pañuelo al cuello; las paisanas con amplias
polleras que se meneaban al ritmo de una zamba y coloridas ropas de coyas para
bailar un carnavalito. Era un orgullo participar y lucir esos trajes.
Imbuidos
de esta cultura, que nos hablaba de la diversidad de las personas y las
costumbres de nuestro país, llegamos a la adolescencia. En las radios, en
programas de televisión y en todas las disquerías, sonaban Los Chalachaleros,
Los Fronterizos, Atahualpa Yupanqui, Jorge Cafrune, Jaime Dávalos, Los
Trovadores del Norte (tan rosarinos como nosotros) y comenzaban a asomar
Mercedes Sosa, Víctor Heredia, César Isela y tantos, tantos otros que nos
acompañaron por el camino.
Promediaba
el año 1971 y la vida me hizo un gran regalo, aquel amigo que al tiempo se
convirtió en hermano y hoy a más de 50 años de ese momento sigo agradeciendo que
aún sea parte fundamental en nuestras vidas. Un pibe salteño de una ciudad
pequeña llamada Tartagal, pegadita casi a la frontera con Bolivia y al Chaco salteño.
Con él y su familia el folclore se volvió un arco iris, lo conocimos desde
adentro, desde las vísceras, en los modos, en las tonadas, en las costumbres,
en los sabores y en las palabras. Al año, también se mudaron sus padres a
Rosario y se fueron sucediendo los domingos de asados, empanadas con papas, carne
cortada a cuchillo, tamales y vino patero.
Don Juan
José, su papá, había sido maestro de escuela casi toda su vida allá en el
norte. Participaba siempre en nuestras reuniones, nos hablaba de su tierra y de
su gente y contaba decenas de espeluznantes anécdotas con pumas, gatos monteses
y yaguaretés; nos relataba atardeceres mágicos y también hablaba de las muchas carencias
que padecían. Después de los almuerzos comenzaba la guitarreada y fue en uno de
esos días que de repente escuchamos, algo lejano, un sonido de percusión lento,
acompasado, cada vez más fuerte y de la nada una voz gruesa y vibrante cantando
la copla “Soy de Salta y hago falta”, al ritmo de los golpes en “la caja” que
alzaba sobre su mano Don Juan José. Aún se me eriza la piel al recordarlo.
Por todo
esto que viví y sentí hoy me pregunto: ¿Qué pasó? ¿En qué momento y por qué
perdimos el folclore en las grandes ciudades? ¿Cuándo se borró de la escuela
primaria la cultura de nuestras raíces? ¿Por qué los medios masivos de
comunicación dejaron de propagar nuestra música nativa?
Lo mismo pasó
con el tango, que también es folclore, y hoy casi ni se escucha salvo en programas
de radio retro y no aparecen nuevos cantores.
Esto
ocurre solo en las grandes ciudades como Rosario, Santa Fe, Buenos Aires, en algunas
localidades de la larguísima costa atlántica y en otras de nuestro bellísimo
sur, porque apenas te corrés un poquito hacia el interior encontramos cientos de
recitales, festivales, fiestas camperas y todo ese rico encanto nativo de nuestra
tierra adentro.
En mi ciudad
suelen verse invitaciones a recitales o fiestas folklóricas, no con mucha
asiduidad y con muy poca difusión. Quienes concurren deben ser de nuestra edad
o a lo sumo de la generación de nuestros hijos. Los más jóvenes no se interesan,
porque simplemente no conocen, nadie les enseño lo que significa y lamentablemente
lo ven como “cosas de viejos”.
El resto
de Sur y Centro América continúan orgullosos de sus raíces y el folclore nativo
de cada lugar tan heterogéneo como el crisol de razas que conforma sus pueblos,
continúa siendo muy relevante, lo podemos ver en una infinidad de fiestas
alegóricas y aún hoy cruzando sus fronteras con cantantes y compositores que ruedan
por el mundo mostrando sus costumbres, tonadas; y llenando estadios con
públicos ávidos de escuchar y cantar sus ritmos. Eso también pasaba, aunque hace
ya varios años, con grandes exponentes de nuestro folclore, que recorrían el
mundo entero llevando y mostrando nuestras raíces.
Chile ofrece uno de los más importantes festivales de música de todo el mundo, Viña del Mar, y fue allí este año, donde un grupo folclórico argentino llamado “AHYRE” se llevó dos “Gaviotas de Plata”, el primer premio a la “Mejor canción” y a la “Mejor interpretación”, y tres de sus integrantes fueron hace tiempo fundadores de los Huayras.
¿Por qué perdimos el folclore en las ciudades y dejaron de difundirlo en las escuelas y en los medios de comunicación? Seguramente son preguntas que deben tener varias respuestas que ignoro, pero creo que ninguna debe ser lo suficientemente válida como para sepultar este espacio fundamental de nuestra cultura.
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