María Cristina Piñol
Hoy
escribo, aunque no soy escritora; y, mientras veo las letras y las palabras
surgir en la luminosa pantalla de la laptop a medida que rozo apenas cada
tecla, pienso en el camino que mi generación ha transitado a través de las
formas y los distintos elementos que fuimos usando desde que empezamos a
dibujar aquellas primeras letras.
Con apenas
cinco años tomábamos el lápiz con dos deditos, dibujábamos garabatos sobre
cualquier papel y nos resultaba mágico ver los colores sobre las hojas, darles
formas a las letras, pintar una casita o un árbol o un pato. También nos daba
curiosidad saber qué tenía el lápiz dentro del cilindro de madera, aquella
famosa mina que si apretabas muy fuerte se rompía sobre la hoja, y usábamos la
Gillette para afilarla hasta que aparecieron los sacapuntas. ¿Y las gomas de
borrar? Esas pequeñas aliadas, que nos salvaban de varios errores y a veces a
falta de ellas tomabas un trocito de miga de pan, la hacías un bollito y
también borraba…
Ya en
segundo o tercer grado comenzamos a escribir con pluma y tinta, casi igual que
cuando los antiguos egipcios escribían sus jeroglíficos sobre el papiro, aunque
ellos usaban una verdadera pluma de ave y creo que de allí viene el nombre.
Trabajar con la tinta era todo un tema, las manchas aparecían por doquier, en
cuadernos, pupitres y guardapolvos. Y llegaron las gomas de borrar tinta, que
más que borrar rompían las hojas, y el papel secante para apoyar sobre lo
escrito para evitar que se desparrame. Pero también podíamos ver cómo
funcionaba esa mecánica, la pluma fina de cucharita se empapaba en el tintero y
al ponerla sobre el papel se transfería el color. Al poco tiempo llegaron las “lapiceras
a fuente”, las primeras tenían un pequeño tanque que se llenaba también en un
tintero presionando un émbolo que succionaba la tinta, luego las de cartucho,
más fácil, aunque el sistema era el mismo, solo que nada más tenías que cambiar
el cartucho que ya contenía la tinta, y le dimos así el definitivo adiós al tintero.
En esa misma época calcábamos los mapas con tinta china hasta que apareció el “Simulcop”
para aliviarnos un poco la vida, ya que contenía mapas y dibujos impresos en
papel manteca, y con solo apoyarlos sobre las hojas escolares, con un poco de
fricción se reproducía la imagen en los cuadernos. Después, llegaron las
biromes, súper prácticas, aunque era difícil borrar lo escrito, pero también
podíamos saber cómo funcionaban.
Ya en la
secundaria comenzamos a estudiar Mecanografía, las viejas Remington u Olivetti
de hierro negro y bien pesadas que tenían dos rollos de cinta que a cada
golpeteo de las teclas sobre ellos iban imprimiendo las letras sobre el papel
enrollado en el carro de hierro. Estas que describo eran solo mecánicas y, al
poco tiempo, llegaron las eléctricas, más livianas y rápidas pero el mecanismo
era el mismo. Todavía en aquella época, los libros contables se escribían a
mano, lo que llevaba a quienes estudiábamos para ser peritos mercantiles, a
cursar una materia llamada Caligrafía, donde entre otras aprendíamos a dibujar
las letras Gótica y Cursiva Alemana, un tremendo fastidio…
Hasta ese
momento, podría gustarnos o no la escritura a máquina, pero insisto que todos
comprendíamos cómo las letras se registraban en el papel, podíamos ver como al
apretar la tecla esta subía hasta el rollo y se imprimía en la hoja, no había
secretos, nada estaba oculto ni por fuera de nuestra comprensión.
Y llegamos
así hasta la gran revolución tecnológica. Hoy, escribimos, leemos, borramos,
tachamos, ensobramos, guardamos, creamos carpetas virtuales eliminamos,
copiamos y hasta firmamos electrónicamente. Sin dudas muy práctica, más rápida
y acorde a cómo va corriendo el tiempo vertiginosamente, con prisa y sin pausa.
Pero pocos
entienden cómo desde las teclas que apretamos aparecen las letras en la
pantalla, cómo se borra con una sola presión, cómo se cambian los estilos de
letras, los espacios, los tamaños del papel, etcétera, etcétera. Y, sí, todo lo
hacemos sin pensar, todo es “operativo”, creo que la curiosidad innata de los
individuos va decreciendo, ya casi nadie se pregunta los por qué y los para qué
de algunas cosas, no importan esas incógnitas, solo lo hacemos y listo.
Los que
nacimos entre los años 50, 60 y hasta 70 somos quizás lo únicos que a veces nos
preguntamos los cómo y los por qué, a los que aún nos quedan atisbos de
curiosidad, aunque de todos modos estemos también inmersos en el mundo
operativo.
Muchísimos siglos han pasado desde los antiguos escribas, otros tantos desde la imprenta de Gutenberg. Lo cierto es que la palabra escrita de una u otra forma se ha mantenido firme, ha logrado trascender en el tiempo y aún sigue vigente, aunque quizás empiece a trastabillar un poco con los audiolibros o los podcasts, y estos se re transformen en la antigua tradición oral.
Sí, me gusta escribir, aunque no soy escritora, pero confieso que hace rato que no escribo a mano, me fue ganando la vorágine de la inmediatez; no obstante, aún imprimo lo que escribo a pesar de tenerlo también en la compu, me gusta el papel, ojear mi carpeta de tanto en tanto y volver a guardarla en mi biblioteca, en la física, esa que alberga viejos libros que también cada tanto vuelvo a leer.
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