jueves, 14 de noviembre de 2024

Desandando el camino de las letras

 María Cristina Piñol

 

Hoy escribo, aunque no soy escritora; y, mientras veo las letras y las palabras surgir en la luminosa pantalla de la laptop a medida que rozo apenas cada tecla, pienso en el camino que mi generación ha transitado a través de las formas y los distintos elementos que fuimos usando desde que empezamos a dibujar aquellas primeras letras.

Con apenas cinco años tomábamos el lápiz con dos deditos, dibujábamos garabatos sobre cualquier papel y nos resultaba mágico ver los colores sobre las hojas, darles formas a las letras, pintar una casita o un árbol o un pato. También nos daba curiosidad saber qué tenía el lápiz dentro del cilindro de madera, aquella famosa mina que si apretabas muy fuerte se rompía sobre la hoja, y usábamos la Gillette para afilarla hasta que aparecieron los sacapuntas. ¿Y las gomas de borrar? Esas pequeñas aliadas, que nos salvaban de varios errores y a veces a falta de ellas tomabas un trocito de miga de pan, la hacías un bollito y también borraba…

Ya en segundo o tercer grado comenzamos a escribir con pluma y tinta, casi igual que cuando los antiguos egipcios escribían sus jeroglíficos sobre el papiro, aunque ellos usaban una verdadera pluma de ave y creo que de allí viene el nombre. Trabajar con la tinta era todo un tema, las manchas aparecían por doquier, en cuadernos, pupitres y guardapolvos. Y llegaron las gomas de borrar tinta, que más que borrar rompían las hojas, y el papel secante para apoyar sobre lo escrito para evitar que se desparrame. Pero también podíamos ver cómo funcionaba esa mecánica, la pluma fina de cucharita se empapaba en el tintero y al ponerla sobre el papel se transfería el color. Al poco tiempo llegaron las “lapiceras a fuente”, las primeras tenían un pequeño tanque que se llenaba también en un tintero presionando un émbolo que succionaba la tinta, luego las de cartucho, más fácil, aunque el sistema era el mismo, solo que nada más tenías que cambiar el cartucho que ya contenía la tinta, y le dimos así el definitivo adiós al tintero. En esa misma época calcábamos los mapas con tinta china hasta que apareció el “Simulcop” para aliviarnos un poco la vida, ya que contenía mapas y dibujos impresos en papel manteca, y con solo apoyarlos sobre las hojas escolares, con un poco de fricción se reproducía la imagen en los cuadernos. Después, llegaron las biromes, súper prácticas, aunque era difícil borrar lo escrito, pero también podíamos saber cómo funcionaban.

Ya en la secundaria comenzamos a estudiar Mecanografía, las viejas Remington u Olivetti de hierro negro y bien pesadas que tenían dos rollos de cinta que a cada golpeteo de las teclas sobre ellos iban imprimiendo las letras sobre el papel enrollado en el carro de hierro. Estas que describo eran solo mecánicas y, al poco tiempo, llegaron las eléctricas, más livianas y rápidas pero el mecanismo era el mismo. Todavía en aquella época, los libros contables se escribían a mano, lo que llevaba a quienes estudiábamos para ser peritos mercantiles, a cursar una materia llamada Caligrafía, donde entre otras aprendíamos a dibujar las letras Gótica y Cursiva Alemana, un tremendo fastidio…

Hasta ese momento, podría gustarnos o no la escritura a máquina, pero insisto que todos comprendíamos cómo las letras se registraban en el papel, podíamos ver como al apretar la tecla esta subía hasta el rollo y se imprimía en la hoja, no había secretos, nada estaba oculto ni por fuera de nuestra comprensión.

Y llegamos así hasta la gran revolución tecnológica. Hoy, escribimos, leemos, borramos, tachamos, ensobramos, guardamos, creamos carpetas virtuales eliminamos, copiamos y hasta firmamos electrónicamente. Sin dudas muy práctica, más rápida y acorde a cómo va corriendo el tiempo vertiginosamente, con prisa y sin pausa.

Pero pocos entienden cómo desde las teclas que apretamos aparecen las letras en la pantalla, cómo se borra con una sola presión, cómo se cambian los estilos de letras, los espacios, los tamaños del papel, etcétera, etcétera. Y, sí, todo lo hacemos sin pensar, todo es “operativo”, creo que la curiosidad innata de los individuos va decreciendo, ya casi nadie se pregunta los por qué y los para qué de algunas cosas, no importan esas incógnitas, solo lo hacemos y listo.

Los que nacimos entre los años 50, 60 y hasta 70 somos quizás lo únicos que a veces nos preguntamos los cómo y los por qué, a los que aún nos quedan atisbos de curiosidad, aunque de todos modos estemos también inmersos en el mundo operativo.

 Muchísimos siglos han pasado desde los antiguos escribas, otros tantos desde la imprenta de Gutenberg. Lo cierto es que la palabra escrita de una u otra forma se ha mantenido firme, ha logrado trascender en el tiempo y aún sigue vigente, aunque quizás empiece a trastabillar un poco con los audiolibros o los podcasts, y estos se re transformen en la antigua tradición oral.

Sí, me gusta escribir, aunque no soy escritora, pero confieso que hace rato que no escribo a mano, me fue ganando la vorágine de la inmediatez; no obstante, aún imprimo lo que escribo a pesar de tenerlo también en la compu, me gusta el papel, ojear mi carpeta de tanto en tanto y volver a guardarla en mi biblioteca, en la física, esa que alberga viejos libros que también cada tanto vuelvo a leer.

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