Hugo Longhi
Arranco con una afirmación: no me gusta el té. Supongo
que es porque me remonta a la infancia, cuando estaba enfermo y mi mamá
solucionaba todo con un tecito.
De todos modos, no dejo de reconocer que es una bebida
artesanal, la segunda más consumida en el mundo tras el agua, según algunas
encuestas. Y varios países se disputan históricamente el liderazgo en cuanto a
producción, calidad y beneficios de esta infusión. Léase China, Japón, Corea,
India o Vietnam luchan tenazmente por convencernos de que el suyo es el mejor.
A todos ellos se les suma Inglaterra que, seguramente, habrá pirateado de estos
territorios alguna plantita y desarrolló lo suyo.
Pero mi relación con este brebaje comenzó a cambiar
hace unos veinte años a partir de un viaje que realicé a una ciudad europea
donde me encontré con un conocido, residente allí, que me llevó de recorrida.
En un momento del derrotero me propuso ir a tomar algo. Supuse que hablaba de
una cerveza o algo así pero no, adivinen, se refería a una tasa de té.
El tipo se había hecho adicto a los bares y/o
restaurantes donde servían sus distintas variedades. En este caso era un lugar
al estilo chino.
Obviamente me estaba invitando y era una descortesía
rechazarlo; así que respiré hondo, arrugué la nariz y sorbí a desgano mi tacita,
mientras él disfrutaba a más no poder las varias opciones que nos ofrecían. Además,
me iba explicando un montón de detalles. Entre las ofertadas en la cartilla
estaba el té verde. Punto y aparte.
Meses después, y disculpen que vuelva a mi afición a
escuchar radios internacionales, pero como dijo alguien, todo tiene que ver con
todo. Una de estas emisoras, Radio Internacional de China, organizó un
concurso.
El desafío consistía en responder ocho preguntas cuyas
respuestas estaban incluidas en artículos que ellos difundían. Solo era
cuestión de estar atentos. Nada del otro mundo. Intervendrían oyentes de todas
partes e idiomas y había tres escalas de distinciones, primeros, segundos y
terceros a los que se agregaba un premio especial consistente en un viaje a la
República Popular China con todos los gastos pagos.
La competencia era feroz, el máximo trofeo parecía inalcanzable
y aún con ese espíritu de derrota envié mi participación. Omití mencionar que
además del cuestionario base existía una última petición, una especie de
consulta sobre qué era lo que nos había motivado a tomar parte del certamen.
La radio era la organizadora, pero los gastos los
solventaba una provincia del sudeste chino, cuya principal fuente económica era
la siembra y explotación del té verde. A sabiendas de esto yo mencioné mi
experiencia de meses atrás con mi amigo en la casa de té. Obviamente allí me
expresé con términos super elogiosos para con la bebida. Y ya que estoy con las
frases hechas, es el momento de recordar aquello de que por interés baila el
mono.
Aparentemente a los chinos que tenían que decidir
sobre cuáles serían los ocho oyentes tocados con la “barita mágica” les cayó
bien mi supuesto fanatismo por el té verde y sí, vuelvan a adivinar, fui uno de
esos ocho.
No aguarden detalles del viaje ni mucho menos
problemas como los hubo en aquel periplo a Corea años antes. Esta vez todo se
desarrolló con normalidad, con comunicaciones mucho más avanzadas y aparte la
emisora contaba en aquellos tiempos con una corresponsalía en Buenos Aires,
donde dos chicas orientales, muy jóvenes, simpáticas y manejando un excelente
español allanaron todos los caminos.
Y así fue como gracias al detestable brebaje pude
realizar mi segundo viaje al otro lado del mundo. Algo impensado para mí. Es
por tal motivo que deberán seguir soportando que cada tanto hable de diexismo –aquella
afición a las radios lejanas– y, a partir de estas últimas dos décadas, hay un
lugarcito destacado para el beneficioso e incomparable té verde. ¿O acaso
existe una bebida más deliciosa?
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