jueves, 14 de noviembre de 2024

Té verde



 

Hugo Longhi

 

Arranco con una afirmación: no me gusta el té. Supongo que es porque me remonta a la infancia, cuando estaba enfermo y mi mamá solucionaba todo con un tecito.

De todos modos, no dejo de reconocer que es una bebida artesanal, la segunda más consumida en el mundo tras el agua, según algunas encuestas. Y varios países se disputan históricamente el liderazgo en cuanto a producción, calidad y beneficios de esta infusión. Léase China, Japón, Corea, India o Vietnam luchan tenazmente por convencernos de que el suyo es el mejor. A todos ellos se les suma Inglaterra que, seguramente, habrá pirateado de estos territorios alguna plantita y desarrolló lo suyo.

Pero mi relación con este brebaje comenzó a cambiar hace unos veinte años a partir de un viaje que realicé a una ciudad europea donde me encontré con un conocido, residente allí, que me llevó de recorrida. En un momento del derrotero me propuso ir a tomar algo. Supuse que hablaba de una cerveza o algo así pero no, adivinen, se refería a una tasa de té.

El tipo se había hecho adicto a los bares y/o restaurantes donde servían sus distintas variedades. En este caso era un lugar al estilo chino.

Obviamente me estaba invitando y era una descortesía rechazarlo; así que respiré hondo, arrugué la nariz y sorbí a desgano mi tacita, mientras él disfrutaba a más no poder las varias opciones que nos ofrecían. Además, me iba explicando un montón de detalles. Entre las ofertadas en la cartilla estaba el té verde. Punto y aparte.

Meses después, y disculpen que vuelva a mi afición a escuchar radios internacionales, pero como dijo alguien, todo tiene que ver con todo. Una de estas emisoras, Radio Internacional de China, organizó un concurso.

El desafío consistía en responder ocho preguntas cuyas respuestas estaban incluidas en artículos que ellos difundían. Solo era cuestión de estar atentos. Nada del otro mundo. Intervendrían oyentes de todas partes e idiomas y había tres escalas de distinciones, primeros, segundos y terceros a los que se agregaba un premio especial consistente en un viaje a la República Popular China con todos los gastos pagos.

La competencia era feroz, el máximo trofeo parecía inalcanzable y aún con ese espíritu de derrota envié mi participación. Omití mencionar que además del cuestionario base existía una última petición, una especie de consulta sobre qué era lo que nos había motivado a tomar parte del certamen.

La radio era la organizadora, pero los gastos los solventaba una provincia del sudeste chino, cuya principal fuente económica era la siembra y explotación del té verde. A sabiendas de esto yo mencioné mi experiencia de meses atrás con mi amigo en la casa de té. Obviamente allí me expresé con términos super elogiosos para con la bebida. Y ya que estoy con las frases hechas, es el momento de recordar aquello de que por interés baila el mono.

Aparentemente a los chinos que tenían que decidir sobre cuáles serían los ocho oyentes tocados con la “barita mágica” les cayó bien mi supuesto fanatismo por el té verde y sí, vuelvan a adivinar, fui uno de esos ocho.

No aguarden detalles del viaje ni mucho menos problemas como los hubo en aquel periplo a Corea años antes. Esta vez todo se desarrolló con normalidad, con comunicaciones mucho más avanzadas y aparte la emisora contaba en aquellos tiempos con una corresponsalía en Buenos Aires, donde dos chicas orientales, muy jóvenes, simpáticas y manejando un excelente español allanaron todos los caminos.

Y así fue como gracias al detestable brebaje pude realizar mi segundo viaje al otro lado del mundo. Algo impensado para mí. Es por tal motivo que deberán seguir soportando que cada tanto hable de diexismo –aquella afición a las radios lejanas– y, a partir de estas últimas dos décadas, hay un lugarcito destacado para el beneficioso e incomparable té verde. ¿O acaso existe una bebida más deliciosa?

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