jueves, 16 de octubre de 2025

De parto

 

Mónica Mancini*

 

Era junio de mil novecientos cincuenta y seis, una joven de unos veintisiete años, con un embarazo avanzado, comenzó a sentir que había llegado la hora de recibir a su hijo; sus manos, trémulas jugaban con su vientre, yendo y viniendo, tratando de adivinar que donde el piecito, o la cabecita…Cuando se precipito el momento preciso, con su bolso de cuero gastado, cargado de ropa y de ilusiones, fue a la casa de la partera del barrio.

Mi madre me contó esta historia montones de veces, tal como la imagino lo repito y lo comparto. No se por qué motivos estaban solo ella y la partera, quien tenía un evento próximo y en el momento en que las contracciones se hicieron más frecuentes, se fue a la panadería a comprar masas finas. Ella solita y con dolores la pasó realmente muy mal. Y así fue que cuando al fin llegó y la ayudó a que naciera, mi aspecto era bastante patético, muy morada y más feíta que lo que acostumbran a ser los recién nacidos. ¡Y encima de todo… era nena, rompiéndole el sueño a mi padre que soñaba con el varoncito que lo replique!


En casa me esperaba una cuna de madera, pintada de amarillo, con figuritas infantiles, pañales de tela, bombacha de goma y la presencia de mi hermana, la mayor desilusionada con mi aspecto y con mi pasividad. Ella había escuchado muchas veces que tendría una hermanita o hermanito para jugar y eso que veía en la cuna no reaccionaba a su presencia. Tuvo que armarse de paciencia para que podamos convertirnos en las dos compinches que íbamos a ser en un futuro cercano.

“Se le hinchan los pies.

El cuarto mes

le pesa en el vientre

a esa muchacha en flor

por la que anduvo el amor

regalando simiente”.

Llega octubre de mil novecientos setenta y seis, en esta instancia soy yo la embarazada. Ya los bebes no se tenían en la casa de la partera, se acudía a instituciones sanitarias, donde la atención era más completa y se trabajaba mucho con la prevención y la preparación de las madres, especialmente de las primerizas.

Al séptimo mes se comenzaba a hacer una gimnasia preparto, en la que enseñaban a respirar, a jadear, también te daban charlas profilácticas sobre los cuidados que debías tener. Visitaba al medico todos los meses y te exigía una dieta bastante dura, para el hambre y los antojos de la situación.

La preparación también consistía en comprar una caja forrada, muy paqueta y una canastita, para poner la ropa y los cosméticos del bebe respectivamente, todo con puntillas y bordados. Los pañales eran de tela, chiripa, bombacha de látex.

Llegado el momento, acudí al sanatorio, con mucho miedo y todos los enseres necesarios, sosteniéndome del brazo del futuro padre, más nervioso que yo. Muy rápido me llevaron a la sala de partos y fue la primera y mas extraordinaria experiencia que transite, con mucha excitación y ya sin una pizca de temor.

Los que estaban afuera esperando, vieron con ansiedad que se encendió la luz rosa, esa era la manera inmediata de anunciar el género del bebe.

Una vez en la sala y en casa las visitas eran frecuentes y todos la alzaban y besaban sin reparo, compartía espacios comunes y creció sanita y bella.

Y a su manera

volvió al caballo y al carro,

al muñeco de cartón

y los pucheros de barro”.

Junio de dos mil cinco, mi niña cursa los últimos días de embarazo. La emoción de ser abuela no se compara con la de la de ser madre, son dos los corazones que laten en un mismo cuerpo, que se suman al tuyo, que vibra por ellos.

A los tres meses ya sabíamos que era varón, a los seis lo vimos, nadando en el vientre de su madre, descubriendo sus incipientes extremidades, observando su rostro y hasta pudimos tener un CD, para repetir la experiencia todas las veces que se nos ocurra.

Llegado el momento, los preparativos eran más específicos. bolso alegórico con diseños de bebe, bolsas de pañales descartables, ropita de colores variados. Y muchos limites en las visitas y en el cuidado de que el bebe no este en contacto en lugares con muchas personas.

“Si la viese usted

frente al café

jugando rayuela

al atardecer,

es que, a las cinco, su ayer

vuelve de la escuela”.

Todas estas ideas entrelazan mis pensamientos cuando pienso en la línea de la vida, como se transmite generación a generación el cambio y la continuidad. Cambian las circunstancias, pero esta firme la emoción, el prodigio que otro ser aparezca en tu vida para llenarla de una manera casi absoluta. Nos vamos repitiendo, abuela, madre, hija, en un remolino vertiginoso, que nos hace entender que todo no empieza y termina en uno.


             En suma, el milagro de la vida.

“Corre Lagarto...

Pon otra cama en el cuarto.

A empapelarlo de azul

y en agosto de parto”.


* Con ayuda de Joan Manuel Serrat.

Cartas inesperadas

 

Carmen Ramallo

 

Un día, un día cualquiera del año 2017, no recuerdo en qué momento fue porque en realidad sucedió como ese granizo que cae repentinamente sin ser anunciado y te deja helada, así fue cuando sonó el teléfono y del otro lado una voz de hombre no muy grande, más bien joven, preguntó por María del Carmen Ramallo, hija de Santos Hilario. “¿A quién la busca?, pregunté y más o menos así comienza su relato: “Soy Carlos H.... hijo de Florencio, mi papá fue muy amigo del tuyo, vivíamos en Arroyito, mi viejo falleció y al desocupar su departamento encontré unas cartas que seguro te van a importar, ya que tu viejo le escribía al mío, cuando estaba preso en Azul”.

Mientras él me hablaba mi cabeza era un trompo, mil cosas giraban por ella, ya había pasado esa etapa, cada vez que alguien mencionaba a mi papá yo sentía como que me lo iban a traer vivo, pero nunca fue así...

Obviamente, demostré urgente mi interés y acordamos para encontrarnos; él vino a Roldán; primero, pensé en el bar de la esquina de mi casa y nuevamente el fantasma se cruzó (el de la dictadura, el que te perseguía, el que te desaparecía) y pensé, pero no sé quién es y sobre la marcha dije la estación de servicio, donde está el semáforo, a las 16.

Más tarde cuando estuve con mis hijos me decían: “Pero, mamá, ¿cómo sabes que es cierto quien es? Ellos estaban tan intranquilos como yo, pero yo recordaba a esa familia, eran tíos y abuelos postizos, vivían a la vuelta de mi tío Juan (hermano de mi papá).

Esa noche traje a mi mente todo el cariño de esa familia, me veo desde muy pequeña yendo a su casa, por calle French y Cortada Estrada, era la casa de la abuela Celina, muchos domingos familieros, con tío Florencio eran como hermanos con mi papá, los abrazos y la algarabía cuando llegaba mi padre con su familia. Carlos, el joven de las cartas, era un bebé en ese tiempo, recuerdo hacerlo upa y jugar mucho con ese pequeñito; yo debería haber tenido 14 o 15 años aproximadamente, la última vez que lo vi, porque luego nos mudamos a Buenos Aires.

Se me hizo interminable la espera; dormí poco esa noche; ¿qué dirían esas cartas?, ¿cuánto cariño se han tenido para que esta persona sin conocerme sintiera que debían estar en mis manos esas líneas escritas desde lo más íntimo?.

Llegó la hora. Con pasos de incertidumbre, de desconfío, pero con un deseo inmenso de dar ese paso, poro sería como tener un poquito de mi padre, aunque ya sabía que lo habían matado un mes posterior a su secuestro. poco a poco nos fuimos acercando hasta que nos presentamos y entramos al bar.

Retomó su relato de cómo se había encontrado con lo que él consideraba un tesoro cuando vio esos sobres perfectamente guardados conservados en el tiempo y con el amarillo correspondiente; las tomó con mucho cuidado y las leyó una a una, colmado de emoción; y pensó: “Las deben tener sus hijas”. Pero, a la vez, quería conservarlas porque correspondían a su padre; así que transcribió las misivas y me las envió al mail. También las escaneó para entregármelas.

Para encontrarnos buscó en Facebook, datos sobre sus hijas mencionadas en las mismas y yo no solo vivía más cerca, si no que era una persona activa políticamente.

No me alcanzaban las palabras para agradecerle el hermoso gesto que había tenido. En ellas mi papá le cuenta a Florencio, que estaba preso en Azul que lo acusaban de terrorista. Eso fue en abril de 1959, durante el plan ConIntEs (Conmoción Interna de Estado, durante la presidencia de Arturo Frondizi). También cuenta cómo se defendió ante el tribunal militar. En otras cartas, que habla de su primera hija, del nacimiento de su segunda hija, o sea yo. Cada vez que leo estas cartas me inunda el llanto y la emoción; imagino a mi madre sin el amor de su vida acompañándola a parir, pienso en el llanto de mi padre por no poder estar, la impotencia por estar preso solo por defender su país, su gente, la Navidad sin su familia. Todo ha sido muy injusto.

Fue tomado de la vía pública con otros compañeros, estaba buscando trabajo en un pueblito llamado Barker a 230 kilómetros de Mar del Plata, cuando lo tomaron y lo llevaron a la cárcel de Azul.

Sé por la última carta que comenzó el año 1961 en la cárcel. No sé cuánto tiempo estuvo. Calculo que hasta después de marzo o máximo agosto de ese año, cuando se dio por finalizado el Plan.

Con Carlos acordamos un encuentro en casa, ya que su hermana quería conocernos y ver a mamá; y así lo concretamos el siguiente fin de semana. Fue un momento muy cálido y ameno.

Muchas de las personas que estuvieron presas durante este tiempo (Plan ConIntEs) fueron secuestradas, torturadas y asesinadas durante la aberrante dictadura de 1976 y mi padre fue una de ellas.

Gracias, Carlos, por tu sensibilidad, tu decisión. Gracias, porque ese día lograste que nuestros viejos pudieran volver a encontrarse en nosotros.

¿Cambiaron mi vida las cartas? Sí, todo lo que aportara para conocer más sobre el militante me daban más seguridad y orgullo de ser su hija.

Y permítanme terminar este relato de esta manera en que concibo la vida más llevadera: ¡30.000 compañeros desaparecido presente, ahora y siempre!

Un río de amistad

 

Alberto Castillo

 


            Salvo algunos pasajes no quedaba nada por empedrar.

El tranvía se había extinguido hacía unos años.

El barrio matero y chismoso se estaba apagando.

En ese paisaje deambulábamos esa tarde de sábado en esa primavera tempranamente calurosa.

Nuestro refugio era la costa del río de ese Paraná majestuoso.

Llegábamos sorteando la guardia de Prefectura entre los laberintos de la vieja Refinería y los silos en que almacenaban el cereal.

Aún estaba en plenitud la Junta Nacional de Granos, por lo que era habitual que en los muelles se encontraran amarrados barcos de los diversos países a la espera de llenar sus bodegas con los frutos del granero del mundo.

Ya cerca de los setenta se asomaba la decadencia de ese organismo, que fue determinante en la vida laboral y comercial de Rosario y en particular de Refinería.

Ya acechaban las empresas privadas de exportación de cereales.

Era un día espléndido, atardecía. El sol caía sobre las Islas.

Nosotros mojarreábamos
desde la costa para darle sentido a la tarde.

No picaban ni los mosquitos y recogimos todo para irnos.

Estábamos en eso, cuando de repente Adolfo y el mono Bibi gritaron: “¡Aguanten! Vamos hasta el barco y volvemos”.

Se arrojaron al río marrón desde un poste de amarre, que se erguía a unos metros de la costa.

Los dos eran buenos nadadores y hábiles esquivando espineles.

En el desgastado muelle de madera se encontraba amarrado un viejo barco de carga, enorme, despintado y oxidado en su proa de donde colgaba una cadena con el ancla.

No tendría que haber sido riesgoso para ellos.

Les jugaba en contra su osadía, que no mide consecuencias y ese deseo de alardear delante de nosotros.

Nadaron hasta el barco y los perdimos de vista detrás de esa mole.

Pasaron unos minutos y de repente apareció el Mono gritando y braceando con desesperación: “¡El gringo se fue abajo! ¡Lo empujó la correntada!”

Quedamos petrificados, pasaban los minutos; mirábamos hacia el barco y el Gringo no aparecía...

El primero que reaccionó fue el Flaco Daniel. Corrió hacia la costa y comenzó a empujar hacia el agua la canoa del viejo Pascutti, el Turco lo siguió, remaron como locos; mover ese engendro con forma de canoa no era fácil...

Los minutos pasaban, llegaron hasta el barco, los dejamos de ver.

Los marineros de a bordo se asomaban por la baranda de la cubierta, alertados por el griterío.

Yo atiné a comenzar a subir la escalera de madera para buscar ayuda. Por la mitad me detuvieron unos gritos, miré hacia el barco y observé como Daniel desde el borde de la canoa sujetaba al Gringo de un brazo.

Bajé corriendo y lo vi. Los ojos perdidos, casi no respiraba y su palidez asustaba.

Quedé inmóvil mirándolo. Ese rubio, de una pinta envidiable yacía encogido sobre el barro de la orilla.

Una camioneta de prefectura lo llevó hasta el Hospital Freyre. El más cercano...

A pesar del terror que me invadía lo acompañe.

Lo tomé de la mano durante el trayecto.

Llegó inconsciente

Camilla, médicos....

Quedé en el pasillo; rápidamente fueron llegando todos los muchachos.

Dos días internado. El lunes le dieron de alta.

Dejó de venir al bar y al club.

Pasaron unos días y lo fui a visitar. Lo noté muy cambiado.

Se esforzaba para no darle importancia a lo ocurrido.

Lo seguí visitando. De tanto en tanto caía por el bar de Martínez.

Pasó el tiempo, pasaron los años.

Él se dedicó a estudiar una carrera de economía y administrar un pequeño negocio familiar de papelería.

Tuvo éxito.

A mí me ganó la militancia.

Transcurrió el tiempo.

Una noche en una despedida de soltero de un amigo en común nos volvimos a encontrar.

Los dos habíamos cambiado. Éramos Padres; yo, docente, él un mediano empresario.

Le tendí la mano y él me abrazó fuerte.

Durante la cena, entre risas y recuerdos, surgió nuevamente su “anécdota”. Lo observé incómodo.

Cuando la charla derivó en otros temas, se levantó, pasó detrás de mí y me tocó el hombro.

Tomé los cigarrillos y lo seguí. Intenté prender un cigarro cuando se acercó y comenzó a sollozar.

Me contó con detalles lo que sucedió esa tarde.

Cómo una ola lo arrastró debajo del barco. Cómo intentó subir y se golpeó con el casco. La oscuridad, el terror. La falta de aire. Sentir acercarse la muerte.

Como en un intento final nadó con todas sus fuerzas. Cuando ya se entregaba sintió el brazo del Flaco Daniel que lo arrastraba hacia arriba.

Me volvió a mirar y me dijo: “vos no me salvaste, pero me acompañaste hasta que me salvé”.

“No me diste discursos, te quedaste al lado mío, aún recuerdo tu mano tomando la mía en la camioneta de Prefectura”.

“Hoy que estoy mejor, que vuelvo a reír, que vuelvo a soñar, sé que fue gracias a mí, pero fundamentalmente gracias a ustedes. Sé que le debo la vida a Daniel, que me rescató; pero sobre todo a vos, porque te quedaste a mi lado en medio de la oscuridad y no me soltaste.

Y entonces yo también entendí

La verdadera amistad no se basa en lo que das; sino en resistir juntos cuando el otro no puede dar nada.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Mariposa pecosa

María Alejandra Furiasse

 

Hacer teatro, entrar en ese mundo mágico donde nuestro yo queda desplazado para dar lugar y luz a otros personajes a representar según el libreto.

¡Cuánto encanto! ¡Qué placer! Instantáneamente se me dibuja una sonrisa en mi cara y mis ojos se achinan .

Atesoro en mi corazón cuando salí de “mariposa pecosa” junto a un grupo de mamis en el escenario del Colegio Latinoamericano durante la fiesta de finalización del año lectivo. Una malla enteriza con corazones de colores y alas de tul color turquesa y lentejuelas. Los ensayos en la casa de Blanca, la mamá de Josefina, los cafecitos, las charlas, las risas compartidas. Aún conservo la canastita con forma de cilindro elíptico de metal con tapa decorada con motivos navideños que nos regalaron los directivos de la institución por nuestra participación. Aún hoy, cuando nos encontramos con Betty, me sigue llamando Mariposa pecosa. 

En la Escuela “Gabriela Mistral”, cuando representamos un cuento infantil y salí de “gallina” en una obra donde todas éramos animales de granja y recuerdo que me hice el traje de papel crepé. Una pollera corta anaranjada con calzas amarillas y una remera de mangas largas blanca y en la cabeza una cresta sujetada con invisibles, y un pico hecho de cartón pintado de amarillo con un elástico finito para anudarlo detrás de las orejas.

Pensar en una gallina, en el gallinero inevitablemente me llevó a mi niñez y a sus cacareos coc coc. Cuántas veces habré ido a juntar los huevos, silenciosamente, en puntitas de pie y sorprendiéndome cuando en lugar de blancos encontraba de color.

Los diferentes colores de sus plumas, sus ojos, esas miradas atravesadas por todos los rayos del sol. 

En otro acto la temática fue los trabajos y los trabajadores. Mi papel era de “enfermera” en mi querida Escuela 1080, usando el guardapolvo blanco de una alumna que me lo prestó para esta representación escolar. Y una cofia blanca con una cruz roja por delante hecha con papel glasé . 

En el Teatro “El Círculo”, también con un grupo de madres y padres del Jardín “Mi mundo”, donde concurría mi hijo Gianluca, salí de Superpoderosa Bombón. Tuve que pedir ayuda a una costurera para la realización del vestido de tafeta sin mangas, escote redondo pequeño, color fucsia bordado con lentejuelas; y, para la cabeza, utilicé una peluca anaranjada larga con moño rosado.

Cuántos momentos de deleite pensando cómo iban a disfrutar los peques cuando lo vieran. Entre esos peques también estaban mis hijos.

Hacer teatro antroposófico en el subsuelo de la librería que estaba en la calle Entre Ríos una vez por semana, los días jueves. Y ahí conocí a hermosas personas. La peque, una chica veinteañera con quién también compartimos un taller de teatro, risas y naturaleza en Funes un día sábado. Y la consigna era jugar como niños .

Los niños toman el juego muy seriamente y se divierten y disfrutan. Vivir con el cuerpo, la mente y el alma. Todo unido. Improvisaciones movilizadoras hasta lograr emocionarnos. Picnic, mates y rayitos de sol entre los troncos enormes de los árboles.

Uno de los juegos que hicimos fue saltar a la soga con la particularidad que iban sumándose personas a la par mientras saltábamos. Juegos de disociación con pelotas. Hermoso.

La señora venezolana tan alegre.

 El joven traductor de idioma chino, entre otros. 

Para la apertura del ciclo escolar del año pasado del jardín de infantes organizamos una obrita sencilla con un duende y un hada muy especial, Amparo, hija de Carolina, amante de la danza desde sus siete años. Bella. Personajes que no necesitaban hablar para comunicarse. Miradas. Gestos. Bailes. Estrellitas diminutas y purpurina mágica danzando en el aire para dar comienzo a un nuevo año lectivo. Feliz de haber sido duende por un día con traje prestado verde brillante con un lazo a la cintura y una boina al tono con una flor, porque los peques y las familias lo recordaron durante todo el año.

Y en este momento, estoy ensayando para hacer la obrita de teatro junto a algunas mamis y papás del jardín para el día de las infancias. 

Costureras sin dedal cosen poco y cosen mal

 

Susana Dal Pastro

 

Verano. El patio rojo brillante de mosaicos, matizado de macetas con helechos, begonias, santateresitas, enamorada del muro y, asentada en el suelo, la parra de uva chinche. Rodeada por sillas y sillones, la mesita de hierro y granito se adorna con carpeta bordada y flores en su centro. Desde temprano, cubierto por el toldo, este patio se engalana para albergar a las costureras.

Por ahora somos nada más que seis; perdón, siete con Juanita que, inquieta como siempre, rezonga porque la despertamos de su siesta.

Ya todas con sus labores y dedales en mano. El dedal de Tere es de plata y tiene un punto dorado del que sobresale una Virgencita. Sobre la tabla y por turno, la plancha va y viene soplando sonoro y tibio vapor.

Cuando la altura de las paredes y la parra alcanzan para evitar el sol, mamá recoge el toldo para que haya más luz y aire fresco . Y empieza la desesperación de mi negrita Janny, que llegó a la familia cuando yo era bastante chica todavía; el nombre vino con ella y le sienta muy bien, pero cuando el patio queda huérfano de toldo, Janny se desespera y corre de aquí para allá ladrando a los gatos que la miran desde el alto borde de los techos con inalterable indiferencia.

La profesora de corte y confección es mi hermana. Ella sabe; fue a cursos de costura durante varios años. Me hizo lindos vestidos y tableó rigurosamente con tiza, centímetro e hilvanes la pollera blanca que está terminando para mí. Es la pollera de tablas perfectas y bien marcadas que voy a usar durante toda la temporada. Mientras tanto me toca pasar el punto flojo al elegante chemisier que Tere va a estrenar el día de su cumpleaños. Ojo, tengo que enhebrar la aguja con el hilo blanco muy largo para no quedarme sin hebra enseguida. Cada puntada es un rulito que sigue el molde marcado con tiza y alfileres.

Chiche empezó a engordar así que el jumper de lanilla tiene que ser amplio para que le dure hasta el nacimiento del bebé en junio, pleno invierno.

Ya fui a comprar las facturas. Empieza la ronda del mate. Mamá aparece con la bandeja. Aplausos. Hoy hay un bocado más: ravioles fritos con azúcar. Ricos, distintos y nutritivos. Más aplausos.

Juanita no aguanta más. Grita: “Rica la papa, rica la papa. Pedrito rico. Rica la papa”. Le alcanzo un pedacito de medialuna; la toma con una patita y empieza a comerla.

Mi pollera blanca tiene que tener el ruedo perfecto. Me subo a la mesa grande y mi hermana me pide que gire muy despacio, mientras ella marca el contorno con un marcador. ¡Cuidado! Que no se manche. Desocupen, por favor. Me canso, porque tengo que estar bien derecha y eso me cuesta. ¡Al fin lista la tarea! Ahora, solo queda coser el ruedo a mano en punto cruz.

Las confidencias, los comentarios, los insistentes sorbos al mate, las corridas agitadas de Janny y los rezongos de Juanita que ya se comió su papa, se acompasan con la música de la máquina de coser. El ritmo de las puntadas combina armoniosamente los sonidos y los silencios. Mientras el pedal oscilante de la Necchi va cambiando de zapatos, las tijeras rumorean sobre la madera de la mesa. Todo es un dulce concierto de voces, de telas, de hilos de colores.

Las costureras siguen trabajando.

Para mí llegó la hora de ir a catecismo. Estoy lista: bañada, perfumada y con ropa de salir. Después de rezar, del examen de conciencia y de la acostumbrada confesión, vienen los juegos en el gran patio anterior a la iglesia que es lo más lindo de la tarde del sábado: jugar con las amigas y, a veces, también con las chicas del Hogar*.

Me despido de las costureras.

“Rezá por todas”, me dicen. Janny me mira y mueve la cola; la acaricio.

 Desde la jaula Juanita me saluda con su más grave y ronca voz: “Chau puta”.

 Risas.

¡Algún día te voy a matar! pienso mostrando una falsa sonrisa.

 

* Hogar del Huérfano, Rosario.

Yo escucho blues

María Elena Molina

 

Tendría que empezar a contarles, casi un secreto.

Con mis amigos, frecuentábamos los bares, donde se escuchaba blues, hace más de 20 años.

Estàbamos unidos por la fascinación de los acordes de la armónica, del bajo, la guitarra, el saxo, el piano… por las voces.

 La música nos convocaba.

El blues siempre vuelve, viene de lejos, nos unía, era un afecto, una pertenencia.

El Blues, una música tan sencilla, desde los algodonales, se fue al mundo y se hizo universal. .

Para nosotros, la ceremonia era en los bares.

Alguien dijo, que el blues vendió su alma al diablo, en un cruce de caminos donde conviven la vida y la muerte. Esos maestros fueron irreverentes, sin preceptos de la iglesia, de la religión, sin miedo al alcohol.

Mis amigos me dicen que ahora tenemos poco tiempo.  

Como los bluseros, quizá también dejamos el alma en un cruce. Y no es cierto, que no tengamos tiempo, sólo tenemos escondidos otros secretos. 

Un ruido a lápiz*

Daniel O. Jobbel

      

Desde hace tiempo llevo mi libreta de anotaciones y un lápiz. “Quien escribe, teje. Al fin y al cabo, con hilos de palabras vamos diciendo, con hilos de tiempo vamos viviendo: los textos son, como nosotros, tejidos que andan”, dijo Eduardo Galeano.

¡Oh viejo loco que quieres desafiar el alambique de la tecnología!, me dijo alguien con cara rara, intransigente. 

¡Jamás! Lo simple y necesario para mí, es tener un lápiz o birome y realizar el viaje, respondí.

Tejo historias, relatos. En un tiempo no muy lejos, cuando escribes hay en el papel un ruido del lápiz o la birome. Un suave roce, apenas imperceptible. Un equilibrio raro entre el codo, ese brazo izquierdo, la mano y el lápiz que en un teclado no se conoce. Me gustaba disfrutar del tacto de las hojas con las yemas de los dedos; y la sintaxis es un juego. Allí, las letras maduran como frutas.

¿Qué hace un futuro jubilado en pos pandemia, septiembre 2021?, mirando hacia la ventana del tiempo, en ese barrio Domingo Matheu... Obvio, cuidarse, vacunas, barbijos de todos los colores y cuál es el mejor, finalizado el aislamiento. Ese exilio interno.

¿Qué significa madurar, eso que parece ir hacia el final?, se diría que, en secreto, se envejece con tanta lentitud, ¿y en realidad marcha hacia su esplendor? Creo que sí. Amar es siempre el te amo, verbo presente y no el te aman..., es amor por la escritura.

Quise probar qué pasaría conmigo, me atreví, y conjugué el verbo amar en todos sus tiempos y pretéritos, y así, en la impronta supe exhalar un suspiro escribiendo. 

En el amor, “Puedes dispararme con tus palabras, puedes herirme con tus ojos, puedes matarme con tu odio, y, aun así, como el aire, me levanto”, escribía Maya Angelou, una poeta norteamericana desconocida para nosotros. Y es darse ánimo, una especie de pulsión. Como el ruidito, esa pulsión es como aprietas el lápiz mismo sobre el papel y como dibujas las letras y el sentido de las mismas.

Hace mucho que no me miraba al espejo y en verdad, esta vez él fue tierno conmigo. Usted lector, ¿nunca se vio al espejo?

A todo esto, sigo disfrazado de mí mismo, ignoro qué significa en realidad porque no soy lo que soy, ¿a qué se parece el disfraz de mí mismo?, no encuentro figura alguna en el mirarme. Suelo ser dos en uno. El escribiente, el que piensa y el otro que dice lo que no hace. Entonces, ¿usted qué piensa? Miradas. Se sabe. Solo miradas. Escribiendo, garabateando, dibujando, haciendo.

Agarro una foto cualquiera. La de ella, quizás mi madre. La mía. Otras. Las de mis parientes, aquellas fotos sepias de algún viaje, ese mocoso con la pelota de trapo, o esa de mi padre en la colimba. Son marcas del disfraz en el espejo. Escribo deshilachadas letras. Tengo mal trazo. Poco importa. Y hago que mires o escuche lo que dice la memoria. Miro, digo, pienso. Observo esa mirada. ¿Qué querrás? ¿Quién es ese tipo? ¿Qué piden aquellos ojos? De seguro sé, que son historias por contar. Así consumo en espera la respuesta, como un cigarrillo que se apoya en el cenicero y se acaba sin haber sido pitado. Luego abro más de un libro por día, Artaud, Pizarnick, Cortázar, algunos que se me viene en mente; busco frases que tengan la llave maestra; o una melodía justa y esa letra a medida, esa de Aute quizás, que me diga por dónde carajo, por dónde. Una posible salida.

¿Y dónde pongo lo hallado? Mi lápiz, la goma de borrar, esas trinchetas, el sacapuntas, las fotos, y mi escritura; lo reescrito o eso por escribir. Lo suyo y lo mío, el de ellos, esos personajes que ya quizás existen en algún relato. Nunca juego bien esta historia del buen escribiente. ¿Qué explicación merece? ¿Nada, ni una musa? Demasiadas comas, punto y coma, tal vez, alguna incoherencia. Sí, es satisfacción por lo vivido.

Entonces. ¿Qué haríamos con un posible jubilado, barbudo y sucio, en la mitad de la calle, haciendo cola en un banco, recitando poemas a la carta, o silbando una loca canción? O quizás, ¿qué pasará si suponemos a ese personaje con una bata y barba larga fuera Gandalf? Ese de Ian McKellen que interpreta al ilusionista más famoso de la trilogía de Peter Jackson basada en la obra de Tolkien. "El Señor de los Anillos". Como buen mago que se precie, confiere ese aire imponente, tan palpable en su poderoso personaje. ¿Sería propenso a risas o penas de un audaz jubilado escribiente? Lo digo así a boca de jarro. No lo tomes tan a la ligera, porque yo río como si tuviera minas de oro en una cloaca.

No es rechazo tampoco. El caracol no rechaza el dedo que le roza, se encoge, y es su manera de defenderse de algo. A simple vista, aunque no seas un caracol; sin embargo, pienso que nos parecemos. Mi coraza es escribir.

Así que, por lo tanto, voy a rezongar menos por lo bajo y digo con solo respirar satisfecho, cansado, tozudo, divertido, he vivido a mi modo, sigo escribiendo algo a mano con mi lápiz e ir sacándole punta como si fuera una flecha 'comanche' y mi apuntes ajados, emparchados, tachados, dispersos, pero lleno de honor para mí.

A lo capaz de ser cumplido no apuro las agujas del reloj; me aferro a lo real; escribo y transcribo. Mal o bien. Todavía hay luz para alumbrar ese encuentro. Y sobre todo tiempo.   

Mientras tanto. Envejeces, paseas por los alrededores de los parques, contemplas el ombligo y algo más de las mocosas de la ciudad, que a veces te fue hostil. A cuenta del 'haber', tengo mi lápiz y mi cuaderno de bitácora, digo, soy inmensamente dichoso de ver el sol y guardar una media luna en mis bolsillos. De una cosa convencido: ¡La felicidad existe, pero no es mi culpa! Es debido a ese ruido a lápiz sobre la hoja.

 

*(A mi otro yo). 

Gualeguaychú: tierra de gauchos

 Luis Zandri

 

Desde abril de 2002 hasta agosto de 2007 estuve en Campana )Buenos Aires) como encargado de una carnicería de mi primo Antonio, pero al mismo tiempo teníamos una sociedad de hecho.

En octubre de 2005 le compré el fondo de comercio y pasé a ser el titular del negocio.

En agosto de 2007, Antonio ya había instalado hacía un tiempo dos negocios en Gualeguaychú y estaba haciendo las gestiones administrativas y preparando el salón alquilado para abrir un tercero. Un par de veces me estuvo comentando que, según sus cálculos, no le daban los números de esas carnicerías. Por eso, Antonio puso a un carnicero de su confianza en mi negocio, le dije que se hiciera cargo, que trabajara solo y que nosotros nos íbamos para Gualeguaychú.

De manera que el 27 de agosto estábamos los dos en esa ciudad. Alquilamos una habitación en un hotel, Antonio habló con las dos personas que había dejado encargadas de administrar los dos negocios y luego decidió despedir al cajero del primer negocio abierto, que era el más importante, y yo lo reemplacé. Al correr de los días comprobamos que había buenas ventas y se trabajaba muy bien.

Allá tienen el parque Unzué, que tiene una superficie muy grande, al estilo de nuestro parque Independencia, pero con otras características. Hay un circuito de un kilómetro para correr y hacer gimnasia en varias estaciones en su recorrido. Hay un lago con patos y cisnes, calles pavimentadas y otras de tierra, y está bordeado por un costado por el río Gualeguaychú. Hay también una cancha de fútbol y en un terreno apropiado en el que a veces organizan domas de caballos. En la cercanía de una de las entradas al parque, un gaucho llamado Orellano alquilaba caballos mansos para dar un paseo.

A todo esto, en marzo de 2008, alquilé un local y mi carnicería de Campana, que la había cerrado en enero, decidí trasladarla a Gualeguaychú y, en consecuencia, a fines de abril hice la inauguración del nuevo negocio, con una renovada esperanza de progreso.

Un día fui a una imprenta que nos hacía la papelería de todos los negocios y conocí al dueño llamado Luis Piñeyro. En la charla salió el tema de los caballos y… ¡oh casualidad!, este hombre tenía una chacra en las afueras de la ciudad, saliendo por calle Urquiza, a un kilómetro del regimiento militar y cerca de la ruta 14. Allí, tenía diez caballos. Su familia eran su esposa y cuatro hijos varones mayores.

Me invitó para que fuera los domingos al mediodía, después de cerrar la carnicería, de modo que todos los domingos allá iba yo muy alegre y satisfecho de haber conocido a esta familia, de gente tan buena, sencilla y generosa. Él se instalaba con su esposa el sábado en la chacra, hasta el lunes. El domingo almorzábamos, a veces yo llevaba el asado, y sino la esposa cocinaba pastas, o cualquier otra comida que ella decidía hacer. Después, descansábamos un par de horas y luego salíamos a cabalgar.

A veces, venían algunos amigos de ellos, de manera que se formaban grupos de cuatro a seis jinetes. Eran lugares muy lindos para pasear a campo abierto.

Cuando regresábamos se armaba la infaltable mateada, acompañada con lo que había para hacerlo y después jugábamos al truco y al fútbol tenis con los hijos de Luis.

Yo siempre montaba el mismo caballo, un bayo hermoso, enorme y pesado, pero que tenía un andar cómodo. Solo tenía una maña, que seguramente le quedó cuando lo domaron y nunca se la corrigieron. A menudo, cabeceaba para arriba, lo cual era peligroso para mí, porque en un descuido, si yo me agachaba hacia su pescuezo, podía golpearme la cabeza con serias consecuencias.

Finalmente, llegó el mes de mayo y Luis me propuso que desfilara con una agrupación gaucha. Me dijo que él iba a hablar con el jefe de la misma para que yo pudiera hacerlo. Por supuesto que acepté en el acto su propuesta y después comencé a pensar en la vestimenta y el calzado adecuados para el desfile.

Comencé por comprar una bombacha gaucha entablada de color negro, alpargatas negras y además tenía una camisa blanca muy linda. Luis me facilitó el caballo bayo, ensillado con el recado completo, un poncho rojo y negro y un pañuelo para el cuello también de color negro. Un hombre, que era inspector del Senasa y también un gaucho muy conocido porque participaba en la organización de las domas de caballos, me prestó un sombrero negro y la rastra, que es el cinturón ancho de cuero, con adornos de metal; y Luis completó mi atuendo con un chaleco negro, para parecer realmente un auténtico gaucho.

Y, por fin, llegó el día tan ansiado por mí: el domingo 25 de mayo. Tenía que ir a las diez de la mañana a la casa del jefe de la agrupación llamado Néstor y apodado “Pajarito”. Era un hombre muy alto y delgado, con bigotes, de unos 50 años. Me llevó hasta allí Eloy, uno de los hijos de Luis, en una furgoneta. El caballo bayo me lo llevó al tiro de su caballo, el hijo de una vecina de la chacra de Luis que, a su vez, ellos también desfilaban. La madre, con una yegua tordilla blanca y el hijo con un hermoso caballo overo.

Cuando monté al bayo, todos los integrantes de la agrupación, unas quince a veinte personas, me miraban como pensando: “¿Y este de donde salió, sabrá montar?”. Estaba claro, no me conocían, y yo caí como sapo de otro pozo.

Más o menos a las 11.30 salimos, algunos tramos al paso de los caballos y otros al trotecito lento hacia el corsódromo, que estaba bastante retirado de allí. Cuando llegamos nos ubicamos en una cola, a unos 200 metros de la entrada, ya que adelante estaban las agrupaciones que fueron llegando anteriormente.

Comenzó el desfile cerca de las 14. Primero, lo hicieron los alumnos de las escuelas; después, los soldados del destacamento militar de la ciudad y, por último, las agrupaciones gauchas.

En nuestra agrupación, adelante, iban algunos sulkis y otros carruajes manejados por las mujeres, y después los jinetes, que marchábamos de a dos caballos a la par. A mí me acompañaba un gauchito joven con un caballo zaino.

Salió todo muy bien, no hubo ningún inconveniente. Cuando terminamos y me apeé del caballo me dolía todo el cuerpo, habíamos estado montados de cuatro a cinco horas. Pero eso no me importó. Para mí, ese acontecimiento lo consideré como el “broche de oro” a mi trayecto de jinete, a mis 64 años.

Ronda de mate



Daniel Jobbel



Todo objeto tiene su historia, su mensaje y es mi debilidad.

El mate me hace acordar los tiempos de la abuela, en esa humilde casa de barrio Parque, o en las chacras de Murphy donde el gusto era diferente.

Allí, se encontraba ese objeto con calma, gratitud y algo simple que nos devuelva al eje de los recuerdos. Respirábamos hondo. Mi abuelo bajaba un cambio con el trabajo del Quiosco, para agarrar con la intención de hacer lo que le toca, pero con cariño. Que el mate sea el puente, la conversación, el abrigo y la esperanza el motor. Vamos juntos, paso a paso, que lo bueno se construye así: con constancia, escucha los pequeños gestos de un placer cotidiano.

La pava empieza a murmurar antes que el barrio. No grita, avisa. Humeante y con paciencia, nos alerta. Ya esperan en la mesa, el mate, la yerba y esa bombilla que vio mañanas peores y mejores, pero sigue firme como gato viejo. El agua no hierve; se queda en ese punto justo donde el vapor no asusta. Calor de mate, no de sopa, ni de guiso.
La yerba cae como llovizna. Se inclina el mate, se sacude suave, se forma una lomita verde y, del otro lado, un hueco. La bombilla entra ahí, donde hay sombra. No se la mueve más: la bombilla, cuando encuentra su lugar, es como un buen consejo mejor no tocarlo.
Primera cebada, tímida. Se deja que la yerba despierte. Se humedece el borde. Después sí, se carga bien, sin exagerar, y el primer mate es del cebador. No por ego: por responsabilidad. Si está lavado, que sea problema de uno; si está rico, que circule. Así empezaba el círculo, en la casa, en esas playas de vacaciones con el termo comiendo arena, o en esos fogones de los picnics de los setenta.

La ronda arranca y el tiempo afloja. El mate ordena la charla: cada sorbo habilita una historia, cada vuelta baja un cambio. Nadie sopla, nadie revuelve, nadie apura. El que no quiere más dice “gracias” y listo; no hace falta editorial de excusa.

A veces el agua se pasa de temperatura y uno aprende a esperar. A veces la yerba no acompaña y se salva con un chorrito de agua fría. El mate enseña paciencia, administración de recursos y una ética mínima: cebar parejo, escuchar cuando otra habla, no tragarse la última palabra ni la última gota.

Un dato: la bombilla se remonta a los pueblos guaraníes, quienes utilizaban cañas de bambú o pajas perforadas para filtrar las hojas molidas de la yerba mate, evitando que le pasaran trozos a la boca. Con la llegada de los jesuitas y la expansión de su consumo, se adoptaron filtros con fibras y luego se desarrolló el metal, culminando en las bombillas de acero inoxidable, alpaca y plata que conocemos.

Prosigo. Hay mates de silencio y mates ruidosos. Existen mates de calabaza, tradicionales y que aportan un sabor único; mates de madera, que ofrecen un toque rústico, diferente sabor; aquellos inoxidables con cuero y todos los que se le pueda ocurrir a algún ignoto. Mates suntuosos. Mates prohibidos. Aquí hago un paréntesis.

En una oportunidad –aporta Daniel Balmaceda, historiador– el gobernador Hernandarias le escribió al rey de España contándole que el mate era un vicio. Que cebar mate demandaba mucho tiempo, entonces la gente trabajaba menos. Así, tomar mate se volvió una conducta perjudicial. Luego, en 1610, el gobernador Negrón se refirió al mate como un vicio abominable y sucio, que era necesario prohibir y otros datos que omito.

Sigo con el ayer contemporáneo. Hay mates amargos, dulces. Mates con bizcochos, mates con tortas fritas y mates a dieta líquida. Mates de obra, de escritorio, de taller y de sobremesa. Todos comparten ese pequeño pacto: una mano que ofrece, otra que recibe, una pausa que se defiende del apuro. El mate auspicia a la amistad.

Cuando la espuma se apaga y la ronda termina, queda un resto de calor en la palma. No es sólo cafeína: es la certeza humilde de haber estado, de haber compartido algo que no necesita explicación. Mañana se repite porque hay rituales que no se negocian y este, por suerte, es uno de ellos.

Llovía en esa ciudad de pobres corazones en la oscura noche de facto, o eso creo, tal vez la memoria juega una mala pasada. Llueve y el aire trae ese olor a calle mojada, a humedad pesada, que invita a bajar el ritmo. Entre ventanas empañadas de esa casa con techos de zinc, una música de Sui Generis quizás; o esa radio despacito que devuelven las noticias. De seguro con el mate bien caliente, se arma una escena perfecta para la charla y la compañía. Nos preguntamos en algún momento: “¿Dónde va la gente cuando llueve?”. Diría aquella canción de Pedro y Pablo.

Éramos los pibes de quedarnos en casa leyendo alguna revista: Skorpio, Intervalo, Humor Registrado; con una manta como abrigo, mirando pasar los paraguas, de subirse gente al colectivo, o de caminar bajo la lluvia con abrigo y alguna capucha. Contar con un lugar preferido para esos momentos era consigna: un rincón cómodo, esa mesa junto a la ventana, esas imágenes breves que te ordena el día luego del mate. Escuchabas los consejos de nuestra madre o abuela: "no se vayan muy lejos que llueve”, y así armamos entre todos, un mapa de refugios y costumbres para las tardes lluviosas.

Si el día estaba gris, no es un problema: el color lo ponemos nosotros. Mate en mano, abrimos la mañana con cosas simples que sí dependen de uno: una charla corta, una canción que nos guste, un gesto amable. No hace falta que todo esté perfecto para estar bien; pero ese objeto el mate con bombilla, alcanza con elegir dónde poner la atención.

Hoy llueve en este septiembre 2025, como ese recuerdo de aquellos tiempos líquidos y fotos sepias que se esparce en mi memoria. Pintamos con nuestros propios lápices: un rato para nosotros, otro para los demás, y cada sorbo de mate como un pequeño “sí” a la vida.

Las fotos parecen poca cosa, pero son objetos que cuentan historia hasta que el tiempo borra lo demás. Igual el mate. El mate viene de nuestros ancestros. Entonces ellos revelan su verdadero peso: se vuelven tesoros, pequeñas anclas que nos sostienen cuando todo lo otro se desdibuja. Cada imagen guarda una voz, un perfume, una risa: fragmentos de vida que nos recuerdan quiénes fuimos y por qué seguimos.

Recuerdos

Mirta Prince

 

Hay momentos vividos, con tanto amor, que resultan inolvidables.

Esos sábados. Visita a los abuelos. Mi mamá, mi tía, Susana y yo.

La abuela, siempre con sus tejidos, que variaban según fuera invierno o verano. Nosotras dos sentadas una en cada lado. El abuelo traía las agujas que simplemente eran rayos de bicicletas. Empezábamos a tejer.

Angelita y Angélica iniciaban la limpieza, ordenar y preparar para bañar a la abuela, que no podía mantenerse en pie.

El abuelo cebaba mate, nos convidaba con batatas asadas en el horno de la cocina a leña.

Es así, cuando aprendí a bicicletear la visita se transformó en diaria, si el estado del tiempo lo permitía.

Pasaron los años, cada vez más ancianos. Nos llamó la atención la negativa del abuelo, a su concurrencia el 12 de octubre al Club Español, ya que siempre asistía y se sacaba las ganas de bailar la jota. Cuando cambiaba su atuendo, ¡qué pinta que tenía!

¡Sin darnos, cuenta en poco tiempo nos dejó! Fue entonces, cuando ella se mudó a la casa de mis padres y la histórica quinta se abandonó.

Ella no podía movilizarse, sus piernas carecían de la fuerza necesaria para poder caminar.

Pero ella era una gran lectora, y la tele y los nietos de mi mamá hacían que sus días fueran llevaderos.

Mi padre compraba el diario, que ambos leían y comentaban las noticias. Ella leía atentamente las relacionadas a España “su patria”; quería estar informada, cosa que cuando sus otros hijos la visitaban compartían aquellas.

Sabía que la salud de Franco estaba comprometida. Es así que llega la noticia internacional más esperada, precisamente había fallecido el militar y dictador Francisco Franco.

De pronto, se paró y empezó a bailar, nos quedamos duros, no necesitó a alguien que la sostuviera, ayudara, apuntalara. ¡Sola!

Facundo y Paula, mis hijos, de cinco y tres años, no entendían nada. La abuela podía ¡Bailar!

Está noticia corría muy rápido, no podían creerlo. Mis tíos, mis primos, gente que conocía su historia no entendían nada.

Los agoreros se manifestaban, se caía y se quebraba. Después... empezó a explicarnos que fue un maldito con mi pueblo, un militar que luchó contra el gobierno y fue responsable de la Guerra Civil Española.

Seguramente su fallecimiento va a generar alegría en mi patria. Deseo que vuelvan a ser felices. Fueron muchos años de este régimen fascista ¡Al fin el franquismo terminó! ¡Hijos de puta!

Como venía siguiendo la información de la tele, radio y el diario, no dejaba de mencionar el sufrimiento de presos, políticos y familiares suyos que vivían allí.

Desde ese día notamos que hubo en ella cambios en el rostro, la sonrisa que hacía mucho tiempo que no veíamos y su mirada irradiaba mucha paz.

Creo que interiormente extrañaba mucho su terruño natal. 

La loca de la casa

 Mónica Mancini

 

Después de treinta y cinco años de trabajar en la docencia, los últimos quince, en triple turno, parar… ju-bi-lar-se era una situación que me llenaba de pánico. Había proyectado miles de cosas que iba a hacer cuando llegara ese momento tan ambicionado, en periodos de exceso de actividades… Pero cuando se hizo realidad y tuve que ir al correo a mandar el telegrama, escribiendo con claridad la palabra “renuncia”, se me aflojaron las piernas, entendiendo lo definitivo de la cuestión.

No duro mucho la pasividad, enseguida, en enero del dos mil trece me inscribí en un Taller Literario de verano, en la librería Buchin, dando lugar al deseo postergado por falta de tiempo. Era los sábados por la mañana, me encantaba ir y cumplir con las consignas…pero, claro, era una fracción de tiempo muy pequeña, comparado con la envión que yo venía de mi vida de activa.

La señora que dictaba ese taller, escritora y fonoaudióloga, se convirtió rápidamente en mi amiga y ambas descubrimos que teníamos una inquietud coincidente desde hacía tiempo, queríamos hacer un programa de radio. Lo que en un principio pintaba como una utopía, se convirtió en realidad.

Conseguimos un espacio en una FM de Fisherton 106.5 y, a partir de ahí, comenzamos a diseñar nuestro programa, que sería semanal y duraría una hora. El eje se basaría en temas relacionados con las mujeres, pero no apuntando a la de “Utilísima” sino, a aspectos emocionales, profesionales. También nos interesaba mucho la evolución de las mujeres en las distintas etapas de la historia, en los diversos aspectos, arte, deporte, etcétera.

Mi experiencia era solo haber organizado la radio escolar, que transmitía en los recreos y los periodistas tenían entre nueve y doce años; entonces, tuve la necesidad de inscribirme en un curso de Producción Radial, que supervisaba Roberto Lara y lo dictaba Marcela Cesar Fierro, donde aprendí bastante. También en la Universidad de Adultos Mayores hice el curso de Radio y me sirvió mucho.

Y así fue como de nuevo busque mi portafolio y mis carpetitas y comenzamos a armar el programa. Primer paso, ¿cómo lo llamaríamos? Justo había llegado a mis manos un libro de Rosa Montero, “La loca de la casa”, quien, aludiendo a Santa Teresa de Jesús, expresaba “La imaginación es la loca de la casa”. Fue inspirador y ese fue su nombre.

 Conseguimos un par de anunciantes (con sangre, sudor y lágrimas), grabamos una intro del programa con la canción de Edith Piaf “No me arrepiento de nada”. También tuvimos un melómano que nos seleccionaba la música acorde a los temas que tratábamos y arrancamos.

En el primer programa hablamos de Lilith, tema provocador que abrió una polémica con los escasos oyentes que teníamos (familia y amigos).

(Según el folclore judío Lilith fue la primera esposa de Adán, expulsada del Edén, negándose a ser sumisa.)

Desarrollamos temas sobre el rol de la mujer en la prehistoria, basándonos en varios autores, especialmente en Jean Auel (“Los hijos de la tierra”); y, así, sucesivamente, fuimos avanzando con la temática.

Entrevistamos a personas de muy diversas profesiones y situaciones, hablamos con mujeres privadas de la libertad, con la secretaria del sindicato de meretrices, con pastoras, con religiosas, con representantes del LGBT. Todo muy interesante.

El programa duro todo el año dos mil trece, mi primer año de jubilada, y me mantuvo bastante ocupada. No pudimos continuarlo, porque en realidad era un gusto que nos dimos, pero nos ocasionaba muchos gastos y no pudimos sostenerlo.

De todas formas, la loca de la casa sigue activa, imaginando como pasar mejor este tiempo tan deseado como temido, en espacios creativos con personas que disfrutan de escuchar, de aprender y sobre todo de divertirse.

Mi primera peregrinación

 Raquel Arroyo

 

En julio del 96 mi hijo, de diecinueve años, enfermó gravemente. Fueron muchos días de angustia y de incertidumbre. Días de salas, terapia intensiva, cirugías, pronósticos desalentadores... Nada me acercó más a Dios que esa situación, nada me hizo más creyente y acrecentó mi fe que aquellos momentos vividos. Y me aferraba a todo lo que me hacían llegar quienes nos conocían. Una medalla de la Virgen de San Nicolás, un rosario traído de El Vaticano, un lugar en la misa del Padre Ignacio, una cadena de oración y hasta la visita de un señor que decían que tenía ciertos poderes. A todo me aferraba, con mi alma y mi vida. Los días pasaban y no había mejoría. Ya había llegado el mes de agosto y seguíamos en una montaña rusa de sentimientos, alternando esperanza con decepciones.

Uno de esos días aciagos, una enfermera de terapia se me acercó mientras yo esperaba que ocurriera el milagro y me dijo: “Vi que tu hijo tiene una medalla de la Virgen del Rosario de San Nicolás. Si tenés fe en ella, pedile que lo sane y prometele que vas a ir caminando a su santuario. Todos los años se hace una peregrinación, prometele que la vas a hacer”.

Y eso hice, sin siquiera saber de qué se trataba. Lo único que yo podía hacer era mantener mi fe. Y pasados los días, y entre la ciencia y la fe, mi hijo se curó. Y como era joven y fuerte, un mes después estaba recuperado totalmente y volvía a ser el de antes, el de siempre.

Por supuesto que no me olvidé de la promesa que había hecho, pero en un tiempo en que las comunicaciones no eran como ahora, poco sabía de cuándo era esa peregrinación. Hasta que un día de mediados de septiembre, escuché por la radio que el sábado siguiente sería aquella caminata de la que yo iba a ser parte. Le comenté a mi mamá que había llegado la hora de cumplir lo prometido.

—Estás segura -me dijo mi madre con gran preocupación- mirá que San Nicolás es muy lejos para ir caminando.

—Tengo que ir, mami- dije con seguridad aparente, pero llena de dudas.

No conocía experiencias de alguien que hubiera ido, y en aquellos tiempos no existía la posibilidad de buscar antecedentes, ni imágenes, ni consejos.

El sábado siguiente, a las dos de la tarde, la peregrinación comenzó su marcha desde la esquina de Ayacucho y Arijón con destino al Santuario. Ahí mismo me enteré que teníamos caminar setenta y dos kilómetros, y que llegaríamos al día siguiente aproximadamente a las ocho de la mañana. Por lo tanto, teníamos por delante dieciocho horas de caminata continua, con cuatro paradas intermedias en las que no estaríamos más de diez minutos en cada una. Mi mente trataba de internalizar todo lo que escuchaba, pero era difícil.

Todos mis pertrechos se resumían en una mochila con dos bananas (fuente de potasio aconsejada por mi madre), un sándwich de queso, una botella de agua, una campera y la pequeña radio a transistores, Pero el cargamento más importante era la fe y la seguridad que me acompañaban.

Y de pronto me encontré caminando con un montón de gente, bajo un cielo inmensamente azul. Me sumé a cantar alabanzas y también canciones folklóricas. Íbamos desde “El Señor de Galilea” hasta “Luna tucumana” sin solución de continuidad. Me sumé a los rezos del rosario. Hablé con personas que no conocía y que perdí luego en el trayecto. Algunas me contaban la razón por la que estaban ahí y yo les contaba las mías. Y a veces llorábamos y a veces nos reíamos. Y no supe cómo se llamaba esa mujer que me contó sus tristezas, ni ese joven que me habló de sus sueños. Nunca me voy a olvidar de sus caras. En ese momento y en ese lugar nos unía la fe y la esperanza.

A las cinco de la tarde hicimos la primera parada. Creí que no iba a ser tan difícil. A las ocho de la noche fue la segunda parada. Apenas llevábamos caminando seis horas, faltaban doce y el cansancio ya se sentía.

A las once de la noche, en la tercera parada, en Pavón, el agotamiento hizo que muchas personas abandonaran la marcha. Traté de no sentarme a descansar porque sabía que iba a ser más difícil. Seguimos la marcha en la oscuridad total de la ruta, ya no había cantos alegres, el único sonido que se escuchaba era el de los bastones golpeando el pavimento y el de alguna letanía lejana. Hubiera necesitado un bastón, pero no lo tenía. Conseguí una rama al costado de la ruta, no me servía de bastón, pero tenerla en mi mano me sirvió para sentir que me agarraba de algo; porque en ese momento, aun rodeada de gente, me sentía irremediablemente sola.

Seguíamos caminando, mis piernas estaban agarrotadas, como si no tuviera rodillas. Temblaba de frío. Alguien se me acercó y me dijo que trate de elongar. Apoyada en un árbol intenté hacerlo. Y de paso lloré, lloré mucho. Era mejor llorar parada que caminando. Miré la hora y era la una de la mañana, quedaban siete horas. En otras circunstancias nadie puede considerar posible que en las condiciones en las que estaba pudiera caminar siete horas más.

Mis piernas habían salido un poco del agarrotamiento, pero el dolor que tenía en los pies era indescriptible, era como si estuviera caminando sobre brasas. A las dos y media de la mañana, llegué a la última parada en Villa Constitución. Entré en una carpa sanitaria, era una imagen patética , era como estar en un sitio asolado por la guerra

Allí, me curaron las ampollas, primero las pincharon y después de ponerle algún desinfectante me vendaron los pies. La persona que me curó me pidió un par de medias limpias para ponérmelas. Pero yo no tenía, ni medias ni bastón, no estaba preparada en absoluto. Me puso las medias sucias de sangre y me miró con tanto cariño, que se sentí que me miraba mi madre.

Regresé al camino, estaba mucho más aliviada, pero el cansancio era extremo. A esa altura, para el lado que mirara, veía entre las sombras gente encorvada, caminando despacio, algunos tirados en la banquina vencidos por el agotamiento. Era una imagen apocalíptica. Pero de repente empezabas a escuchar alguien que comenzaba a cantar. Al pasar por la zona urbana la gente salía de sus casas y alentaba.

A eso de las cuatro de la mañana vi un cartel que decía: “San Nicolás – 12 km”. ¿Era verdad? ¿Faltaban doce kilómetros? ¿Faltaban ciento veinte cuadras? ¿Cómo imaginar que podría hacerlas en las condiciones que estaba? La gente se me adelantaba como si yo estuviera parada. Se me habían endurecido otra vez las piernas, me dolían las ampollas, tenía sueño, tenía frío, me dolían las caderas. A pesar de todo seguía caminando. Hablaba sola, lloraba, me replanteaba actitudes, me proponía cambios. En un momento vi un perro durmiendo en la banquina, tan negro como la noche. Me paré a su lado y le pregunté: “¿Estás bien, negrito? ¿O estás peor que yo?”. El perro se levantó y se puso a caminar a la par de mí. Después de un rato no lo vi más. Creo que no era un perro...

Las primeras luces del amanecer me devolvieron la esperanza. Pero también me permitieron ver que no había nadie a mi lado. Miré para atrás y solo vi una o dos personas como a una cuadra. Ya había entrado en San Nicolás, la mayor parte de la peregrinación ya estaba en el Santuario, yo sería una de las últimas en llegar. Se acercó una camioneta que pertenecía a la organización y me pidieron que subiera, porque ya habían abierto la ruta y era peligroso caminar por ahí. Les agradecí, pero mi decisión era seguir caminando. Un señor se bajó y caminó un rato a mi lado. Se sabe que a esa altura ya no se puede parar bajo ninguna circunstancia, porque cuando uno para no puede seguir. Él lo sabía y por eso caminó a mi lado, mientras me daba ánimo. Delante de mí y a una distancia de unos cien metros iban dos chicas, que también se negaron a subir a la camioneta. Ya estábamos ahí, había que llegar.

 A esa altura lo único que tenía en mi cabeza era la imagen de mi hijo enfermo, acariciando su medallita e inmediatamente veía la imagen de mi hijo recuperado y feliz. Me dije que, si la Virgen había hecho eso por él y por mí, lo que yo estaba haciendo no era demasiado. ¿Qué fue lo que hice? Solo caminar. Y así llegué al santuario. Con el cuerpo maltrecho y la fe intacta. Con la paz interior de haber cumplido la promesa.

Y ésta fue la primera, pero no la última. Hubo diez peregrinaciones más. Con mis hijos, con mi amiga, en grupo y sola en varias ocasiones. Cada una diferente, pero en todas he vivido una experiencia extraordinaria. Fueron los momentos en que más cerca de Dios me sentí, momentos en que me volví tan espiritual que sentí que ni mi cuerpo importaba. Supe que podía hacerlo, no por un desafío físico, sino por un desafío espiritual. 

El camino de la peregrinación es como la vida misma; pruebas constantes, senderos difíciles, oscuridad, nuevos amaneceres, dolores del alma y del cuerpo. Alguien a tu lado que te ayuda, otro que te pone trabas, otro a quien darle una mano. Muchas veces en soledad y otras veces mal acompañado. Pero hay que seguir el camino. Y la idea es no tomar por los atajos, hacerle frente a lo que se presente con fe, con perseverancia y con esperanza.