María Cristina Piñol
Los primeros pasos
Años 70, Facultad de Medicina de Rosario. Una treintena de adolescentes comenzaban una vida nueva. Mesas de mármol y los ventanales que dejaban ver las Salas del Hospital Centenario,
La vida universitaria implicaba libros enormes, noches sin dormir, mates, risas, llantos, peñas, política, exámenes, recitales, picnics, cafés, centavos en los bolsillos, la mezcla increíble de clases sociales, de costumbres, de “tonadas” provincianas, las diferencias que van nutriendo la vida de quienes la transitan y surgen coincidencias de valores, proyectos y costumbres, que de a poco van acercando a quienes deciden y eligen ser amigos.
Las horas y los días van pasando y con ellos creciendo este nuevo sentimiento, este ir y venir de historias propias y a la vez, sin darnos, cuenta comenzando a construir una nueva que camina hacia el mañana.
De repente, apareció lo que podría haber sido “un tercero en discordia”: el amor. Esos amigos que un buen día se dieron cuenta que había algo más que los unía, que el deseo de estar juntos hoy no era el mismo que el de ayer. Y si, era ese amor que despierta atracción, admiración, deseos, trascendencia, y vaya si trascendió que ¡ya lleva 50 años! Así comenzó esta historia de vida entre Adriana, Víctor y Enzo y yo, cuatro amigos, dos parejas.
Quizás en aquellos momentos no lo percibimos, pero estos núcleos diferentes tenían en común valores de vida. El respeto, el trabajo, la solidaridad y la familia eran los legados que nos iban dejando y que nosotros fuimos incorporando naturalmente.
En 1975, Enzo y yo decidimos casarnos. ¡Nuestro primer gran acontecimiento compartido! Veníamos perfilando el nacimiento de esta “otra familia”.
Pero la vida, afortunadamente no deja de sorprendernos. Fuimos de viaje de bodas a Bariloche, casi todos éramos “mieleros” y justo allí estaba la tercera pata de nuestra mesa. Y así fue, como llegaron Nora y Roberto a nuestras vidas. Comenzábamos una nueva etapa y, dejando atrás la zona de confort del noviazgo, nos adentrarnos en esa aventura que nadie sabe cómo va a terminar: el matrimonio.
El cariño entre ambas parejas se fue dando tan naturalmente, que ni siquiera alcanzo a recordar un evento puntual que nos haya vuelto a reunir después del regreso a Rosario. Cenas, charlas sobre el viaje, ver las fotos y reírnos de los álbumes de nuestras respectivas bodas. En una de esas comidas que organizamos vinieron también nuestros amigos de “siempre” Adriana y Víctor y, así ,por primera vez nos reunimos los seis.
Un par de meses después yo quedo embarazada y algo parecía no andar bien. Una tarde de febrero, en casa de Adriana se desencadeno el evento. Un embarazo ectópico y una cirugía de urgencia. El sanatorio era un desfile de familia y amigos; y, por supuesto, ellos cuatro al lado nuestro. ¡Un año y medio después se casan Adriana y Víctor y se completó la gran semilla!
Los lazos
Entre 1977 y 1978 comenzaron a nacer nuestros hijos. Día a día se hacían más fuertes en cantidad y calidad las cosas que teníamos en común. Los momentos compartidos se hicieron más frecuentes, la crianza de los hijos, las vicisitudes de la falta de dinero o los trabajos de cada uno. Nos cuidábamos los niños, cuando alguno u otro no podían hacerlo por cualquier motivo. Entre semana nos reuníamos las mamás con los pequeños para que jugaran entre ellos y de paso teníamos grandes charlas sanadoras. Los domingos los pasábamos en mi casa de Roldan. Mi viejo, que era un tipo muy especial, gozaba haciendo jugar a su primer nieto, Bruno y a los “nietos postizos” que la vida le iba regalando. Cuando nuestros hijos mayores comenzaron a balbucear las primeras palabras, debutamos como “tíos”. Todo fue muy natural, íbamos “creciendo” juntos en todos los sentidos. Llegaron más bebes, en ese entonces tres míos, tres de Nora y los primeros dos de Adriana. Los pañales, papillas, llantos, fiebres y cólicos, nos acompañaron durante muchísimos años. Y los niños fueron compartiendo cada vez más actividades, futbol, rugby, gimnasia, cumpleaños, vacaciones, las primeras comuniones y los primeros “asaltos”.
¡Ya éramos un batallón! Seis adultos y ocho niños. ¡Cenábamos en alguna casa los sábados por la noche y, en medio de los gritos y peleas infantiles, había guitarreadas, mates y juegos de cartas hasta la madrugada!
¡Como consideramos que ese caos no era suficiente, a Adri y a mí se nos ocurrió volver a embarazarnos! Y, así, nacieron en abril del 84 mi cuarto hijo, Leonardo, y en noviembre Ezequiel, el tercero de Adriana.
¡Llevábamos ya casi catorce años juntos y con un bagaje impresionante!
¡A fines del 85 Adri y Víctor obtienen su título! Tremenda admiración al verlos recibir el diploma.
Y la vida juntos siguió. Hubo mudanzas, cambios de trabajo, crisis económica. Los lazos seguían tejiéndose entre los niños del modo más natural. Tenían secretos, les encantaba estar juntos, los varones jugaban como todo varón a lo bruto, al punto que en medio de un juego descontrolado hasta se quebraron (hoy se mueren de risa cuando se acuerdan), y las nenas comenzaban a diferenciarse de ellos, con entretenimientos más tranquilos; pero solo por un rato, ya que sin saber cómo terminaban todos trepando, saltando, tirando juguetes, gritando, cantando. ¡Guauuuu! A la distancia hoy pensamos ¿como los soportábamos? Y la respuesta es simple, con amor…
El fortalecimiento
Comenzó 1989, un año de inflexión en nuestras vidas. Mi hijo mayor Bruno tenía 11 años y el mayor de Nora, Mariano 12. Inseparables. Los dos se juntaban y eran dinamita. En mi casa se especializaban en romper con la pelota los tubos fluorescentes y los vidrios y en casa de Nora macetas. Entraban y hacíamos de cuenta que pasaba un huracán, qué paciencia... Fue el verano de los primeros asaltos, bailecitos, noviecitas, música y las primeras picardías.
Adriana y Víctor, que definitivamente, aunque ya médicos no sabían nada de anticoncepción estaban embarazados de nuevo.
Mayo 17, el dolor más terrible nos atravesó. Bruno tuvo un accidente, inmediatamente se le diagnostica muerte cerebral, a la semana, un 25 de mayo por la madrugada se fue. El día 23 había nacido Martin, mi ahijado, hasta ese entonces el menor de Adriana. ¡Sobra decir que lejos fue lo peor que nos paso en la vida! Lo que no sobra es contar la maravilla de tener a nuestro lado a quienes comparten desde lo más profundo de su ser ese dolor. Sentir que quienes te acompañan a toda hora no lo hacen por obligación, sino simplemente porque están tan partidos en pedazos como vos. Fue mi hijo, nos tocó a nosotros, pero en realidad nos tocó a todos. El dolor de mis otros hijos, de mis sobrinos, la contención que esos pequeños se dieron entre sí, sin pensarlo claro, porque no podían pensar, solo sentían, solo querían estar cerca, solo y simplemente se necesitaban. Ellos fueron nuestra tabla de salvación. El poder de resiliencia fue más fuerte y salimos adelante.
Aprendimos mucho. Comenzamos a valorar como nunca el “hoy”, el “nosotros”, a diferenciar el “querer” del “amar”, el querer es egoísta, el amar es dejar ser, dejar crecer, y hasta dejar ir. Supimos que definitivamente estábamos unidos para siempre, no importara donde estemos ni que hagamos, estábamos seguros que todos podríamos contar con todos.
Tomamos conciencia de que éramos familia, simplemente porque así nos sentíamos. Porque teníamos los valores, el respeto y la solidaridad, de una familia; y, a la vez, la hermosa libertad de poder elegirnos todos los días, sin reglas, sin compromisos, solo siendo como somos y transmitiéndolo como podemos.
El mundo de los adolescentes
Y los chicos fueron creciendo. De a poco nos fuimos adentrando en ese mundo complejo y maravilloso de los adolescentes, teníamos algunos en secundaria y varios en primaria. Se acercaban las primeras fiestas de los 15 de las “nenas”. ¡Pero, antes, Adriana, que acostumbraba a darnos las grandes sorpresas, embarazada de nuevo! ¡Y llego la benjamina del grupo, Ferchu, esa enana que nos revoluciono la vida a todos! Para los primeros 15 años que festejamos ya estábamos completos, los tres matrimonios y los once sobrinos-primos-hijos.
Esta banda no compartía ni la escuela, ni el club, y vivíamos en barrios diferentes, por lo que cada uno tenía sus amigos. Pero los fines de semana, ninguno se resistía a la reunión “familiar”. La mesa era cada vez más larga, se sumaba siempre alguno o varios de esos amigos del barrio, o del club y de a poco comenzaron a llegar los novios.
Otro lugar impostergable de unión para los varones, que tenían edades muy disimiles, desde siete años el menor hasta dieciocho el mayor, era la cancha. Todos fanáticos de Ñubel, y el tío Rober los llevaba a ver los partidos. ¡La felicidad que tenían de ir a ver al club de sus amores, juntos y con el tío era emocionante!
Por su lado las “nenas”, compartían las salidas de chicas... ¡Si nos habremos quedado hasta las tres de la mañana charlando entre las mamás esperando la hora para ir a buscarlas!, Pero la noche no terminaba ahí y con mates de por medio nos contaban con quien se encontraban, los amigos cariñosos y nos moríamos de risa todas. Por supuesto, compartían lo que querían, había muchos secretos entre ellas. Fueron tiempos maravillosos. Nuestras casas desbordaban de adolescentes casi a toda hora.
Claro que no todo fue rosa. La adolescencia también es un tiempo de cambios, de despegue, de confrontación, de diferenciación, de conflictos. Esos momentos de zozobra e incertidumbre y siendo once chicos creciendo en grupo, es fácil imaginar que cuando uno terminaba el tránsito de la etapa otros recién se asomaban. Tampoco pensábamos igual los papás acerca de cómo debíamos actuar ante tal o cual situación. Algunos más conservadores otros un poco más actualizados, la cuestión es que entre todos y no sé muy bien como lo hicimos, íbamos aprendiendo los unos de los otros. Además, los chicos son muy diferentes y, como es la etapa donde se forjan más los caracteres, cada uno seguía su propio rumbo, pero ninguno cortó esos lazos que, ya en ese momento, ellos mismos decidían seguir trenzando.
También en esta etapa comenzó el desfile de los noviecitos y noviecitas. Vimos Irse a varios y otros llegaron para quedarse.
Los cambios constantes
Cuando nos dimos cuenta ya teníamos tres de nuestros hijos en la universidad, uno de cada matrimonio. ¿Cómo paso el tiempo tan rápido? ¡Los demás seguían transitando la secundaria, y Fer, la benjamina aun en primaria! ¡Un poco de todo!
Pasados un par de años, y como frutilla del postre que anuncia la finalización de una etapa y el comienzo de otra, nos comunican la primera boda. Los cambios se precipitaban, tomamos conciencia que dejábamos definitivamente atrás pañales, mamaderas, guardapolvos a cuadritos, payasos y velitas, muñecas y soldaditos, estábamos frente a jóvenes, frente hombres y mujeres. Un buen día, el mayor de los “primos”, toma la decisión de ir a vivir a los Estados Unidos. ¡Gran conmoción! Como siempre todo se charlaba, y ahora también los chicos opinaban y con fundamento. La mayoría de los once primos estaban grandecitos y todos apoyaban la decisión, en realidad lo apoyaban a él, argumentando que tenía que vivir su experiencia y que para volver siempre había tiempo. Sabios los chicos… ¡Nosotros, los “grandes” sentíamos que se nos iba un pedacito de cada uno! ¡Y se fue nomas! con una gran despedida de toda “esta familia”, donde abundaron las bromas, los consejos de los más grandes, los besos y abrazos más sinceros y sentidos, y un pequeño “libro”, donde cada uno le escribió algo, y llenamos con fotos de todos para que no se olvide ni de nosotros y sobre todo de quien era él.
Llegaron los nietos y hubo cambios de vida
Sí, fueron llegando esos bebés que otra vez nos cambiaron la vida. Entre el 2000 y el 2013, nacieron once nuevos integrantes, todos de Nora y Rober y de Enzo y yo. Y la historia volvió a repetirse, era como ver de nuevo la película.
Pero como todo en la vida puede cambiar de un momento a otro, en el medio, y casi sin aviso, otra decisión nos sacudió .Una de las tres patas de esta mesa familiar “levó anclas” y decidió irse a vivir al sur, a San Martín de los Andes, ya sea en busca de una vida mejor o de concretar sueños postergados, o simplemente a emprender una aventura familiar y laboral en un nuevo lugar y, salvando las diferencias, emulando a nuestros antepasados. No fue fácil, ni para los que se fueron ni para los que nos quedamos. La verdad, para mí aún es difícil. Pero siempre con el aprendizaje de “amar y no querer”, fuimos de a poco aceptando la distancia, extrañando mucho, adaptándonos a las nuevas formas de comunicación, tratando de viajar lo que más que podemos para estar unos días juntos y comprobar que todo está intacto, que siempre, siempre, siempre nos elegimos como familia, que eso somos, que los chicos siguen siendo primos, que nosotros irremediablemente para ellos somos sus tíos, y que donde sea y desde donde estemos, contamos los unos con los otros. Allá en el Sur, hay más nietos, seis y una que vive en Mallorca con sus papás que también decidieron aventurarse al otro lado del mundo. Hoy podemos confirmar que “la familia de elección” no conoce de distancias.
Muchos nos dicen que nosotros tenemos algo tan especial que es único, a muchos les cuesta entendernos hasta que nos ven juntos.
Feliz de haber formado esta familia.