martes, 17 de junio de 2025

Caminatas compartidas

 

Susana Dal Pastro

 

Caminábamos juntas desde siempre. Había mucho que charlar, que compartir, que confesar. Generalmente, íbamos derecho por Laprida hasta Pellegrini; ahí, cambiábamos el rumbo según qué compras debíamos hacer, qué ver, qué trámite realizar.

Entre otras cosas, nos habíamos propuesto gestionar la ciudadanía italiana. Así, empezó una gran aventura. Ante todo, debíamos asegurarnos de que los familiares directos no hubieran renunciado a sus orígenes. En orden llevábamos los requisitos solicitados, pero cada vez que los presentábamos, por obra y gracia de la magia negra, encontraban algún error en el papelerío. Nos pedían un dato nuevo, alguna fecha desconocida, la correcta filiación del abuelo del abuelo del abuelo nacido antes del descubrimiento de América, ya que nuestro apellido no siempre se escribió igual. Debíamos, además, hacer traducir los documentos por traductores autorizados. Había que solicitar turnos y esperar las fechas establecidas para que nos devolvieran los papeles por incompletos.

Desánimo. Desesperanza. Desilusión.

Teníamos que recuperar fuerzas y para eso anclábamos en algún bar del Laguito a disfrutar un buen desayuno y, enseguida, empezaba a sacudirnos la risa.

 Decididas a empezar todo de nuevo, volvíamos por la avenida, siempre movediza y llena de gente. Saludábamos a Nuestra Señora del Carmen y ella nos bendecía desde lo alto. La pasábamos tan bien soñando juntas. Nada nos haría sucumbir.

 ¡De cuántas anécdotas ancestrales nos enteramos! Había personajes importantes en varias ramas de nuestro árbol genealógico.

 Mientras tanto, estudiábamos la lengua italiana. Asistíamos a la Casa Suiza una vez por semana y nos iba muy bien; disfrutábamos las clases; cumplíamos con las tareas. Pasada la hora, camino de vuelta a casa, nos asaltaba el aroma de una panadería con su vidriera colmada de cosas ricas. Cómo pasar por alto esos churros rellenos. Claro que nadie tenía que vernos; de lo contrario, algunas caras largas transformarían el dulce de leche y la crema pastelera en amargura. No lo hacían de malos; sencillamente, nos recordaban los niveles aconsejables de colesterol y otras hierbas que debíamos mantener bajos para una buena salud. Conscientes de que los únicos valores en baja que conservábamos eran los de bolsillo, varias veces intentamos volvernos ricas en alguna agencia de lotería, pero eso nunca pasó.

Un día, el consulado, tras el último papelerío presentado, nos sorprendió con la gran noticia. Luego de muchas idas y venidas nos habían otorgado la tan esperada ciudadanía. ¡Ya éramos italianas! La magia negra devenida en blanca. Nos abrazamos. Celebramos cantando y bailando y con gran alegría nos dijimos: tarea cumplida. Agregábamos más ramas con la esperanza de sumar brotes nuevos a nuestro árbol familiar.

Pasaron muchos años desde entonces.

En el anochecer de ayer, caminando por esas calles tantas veces recorridas, una vidriera me reconoció; encendió sus luces; me hizo un guiño y, enseguida radiante, me invitó a pasar. Un aroma dulce y fresco me recibió. No pude resistir la tentación. La panadería se acordaba de nuestro secreto y se alegraba de verme; yo, de verte. Compré churros rellenos y seguí andando.

Cuántos recuerdos. Algunos caminando conmigo; otros asomados desde lo alto. Todos tiernos. Todos vivos.

Recuerdos de mi infancia

 

Patricia Bessone

 

Hay una historia que, de tanto escucharla, creo que la recuerdo como la secuencia de una película.

Yo era una niña de tres años.

Vivía en un pequeño pueblo del sur de la provincia de Santa Fe.

Era una tarde otoñal. Estábamos de visita en la casa de una tía. Mi mamá tomaba mate con mi tía y yo jugaba en el patio con mi primo.

La casa era antigua y, como toda casa antigua de esos tiempos, tenía en el patio un aljibe o un pozo de agua, no sé qué sería exactamente; o si había sido hecho para recolectar agua de lluvia o para extraer agua de las napas subterráneas. Tenía una tapa de madera y, sobre ésta, macetas con plantas.

Acababa de llegar a la casa un cachorrito simpático y juguetón. Me divertía, pero me daba un poco de miedo que me anduviera mordisqueando las piernas y saltando todo el tiempo. En un momento, cansada de las demostraciones de afecto del perrito, me subí a la tapa del aljibe y mi primo, también.

No fue una buena idea. La tapa, medio podrida, no soportó nuestro peso y cayó; por supuesto, que conmigo y con las macetas. No con mi primo, que saltó ágilmente.

Ante sus gritos, salieron las madres, corriendo asustadas. Se asomaron y nada… Cinco metros de aire y el agua.

Desesperadas, fueron a la vereda, ya que desde el patio se veía que había un empleado de la usina de electricidad subido a una escalera, haciendo reparaciones.

Rápidamente regresaron todos.

Cuando se asomaron nuevamente, estaba yo agarradita a un caño de la pared interna del aljibe, muy tranquila. El señor bajó por una especie de escalera que había en ese pozo. Faltaba un ladrillo cada dos o tres, eso permitía colocar el pie y descender.

Me socorrió él, pero me salvó mi calma.

Yo lo que sí recuerdo de este episodio es la vergüenza que me dio irme de la casa de mi tía vestida con un pantaloncito y una remera de mi primo, cuando yo había llegado con un lindo vestidito.

Nuestra familia ya cumple cincuenta años





María Cristina Piñol



Los primeros pasos



Años 70, Facultad de Medicina de Rosario. Una treintena de adolescentes comenzaban una vida nueva. Mesas de mármol y los ventanales que dejaban ver las Salas del Hospital Centenario,

La vida universitaria implicaba libros enormes, noches sin dormir, mates, risas, llantos, peñas, política, exámenes, recitales, picnics, cafés, centavos en los bolsillos, la mezcla increíble de clases sociales, de costumbres, de “tonadas” provincianas, las diferencias que van nutriendo la vida de quienes la transitan y surgen coincidencias de valores, proyectos y costumbres, que de a poco van acercando a quienes deciden y eligen ser amigos.

Las horas y los días van pasando y con ellos creciendo este nuevo sentimiento, este ir y venir de historias propias y a la vez, sin darnos, cuenta comenzando a construir una nueva que camina hacia el mañana.

De repente, apareció lo que podría haber sido “un tercero en discordia”: el amor. Esos amigos que un buen día se dieron cuenta que había algo más que los unía, que el deseo de estar juntos hoy no era el mismo que el de ayer. Y si, era ese amor que despierta atracción, admiración, deseos, trascendencia, y vaya si trascendió que ¡ya lleva 50 años! Así comenzó esta historia de vida entre Adriana, Víctor y Enzo y yo, cuatro amigos, dos parejas.

Quizás en aquellos momentos no lo percibimos, pero estos núcleos diferentes tenían en común valores de vida. El respeto, el trabajo, la solidaridad y la familia eran los legados que nos iban dejando y que nosotros fuimos incorporando naturalmente.

En 1975, Enzo y yo decidimos casarnos. ¡Nuestro primer gran acontecimiento compartido! Veníamos perfilando el nacimiento de esta “otra familia”.

Pero la vida, afortunadamente no deja de sorprendernos. Fuimos de viaje de bodas a Bariloche, casi todos éramos “mieleros” y justo allí estaba la tercera pata de nuestra mesa. Y así fue, como llegaron Nora y Roberto a nuestras vidas. Comenzábamos una nueva etapa y, dejando atrás la zona de confort del noviazgo, nos adentrarnos en esa aventura que nadie sabe cómo va a terminar: el matrimonio.

El cariño entre ambas parejas se fue dando tan naturalmente, que ni siquiera alcanzo a recordar un evento puntual que nos haya vuelto a reunir después del regreso a Rosario. Cenas, charlas sobre el viaje, ver las fotos y reírnos de los álbumes de nuestras respectivas bodas. En una de esas comidas que organizamos vinieron también nuestros amigos de “siempre” Adriana y Víctor y, así ,por primera vez nos reunimos los seis.

Un par de meses después yo quedo embarazada y algo parecía no andar bien. Una tarde de febrero, en casa de Adriana se desencadeno el evento. Un embarazo ectópico y una cirugía de urgencia. El sanatorio era un desfile de familia y amigos; y, por supuesto, ellos cuatro al lado nuestro. ¡Un año y medio después se casan Adriana y Víctor y se completó la gran semilla!



Los lazos



Entre 1977 y 1978 comenzaron a nacer nuestros hijos. Día a día se hacían más fuertes en cantidad y calidad las cosas que teníamos en común. Los momentos compartidos se hicieron más frecuentes, la crianza de los hijos, las vicisitudes de la falta de dinero o los trabajos de cada uno. Nos cuidábamos los niños, cuando alguno u otro no podían hacerlo por cualquier motivo. Entre semana nos reuníamos las mamás con los pequeños para que jugaran entre ellos y de paso teníamos grandes charlas sanadoras. Los domingos los pasábamos en mi casa de Roldan. Mi viejo, que era un tipo muy especial, gozaba haciendo jugar a su primer nieto, Bruno y a los “nietos postizos” que la vida le iba regalando. Cuando nuestros hijos mayores comenzaron a balbucear las primeras palabras, debutamos como “tíos”. Todo fue muy natural, íbamos “creciendo” juntos en todos los sentidos. Llegaron más bebes, en ese entonces tres míos, tres de Nora y los primeros dos de Adriana. Los pañales, papillas, llantos, fiebres y cólicos, nos acompañaron durante muchísimos años. Y los niños fueron compartiendo cada vez más actividades, futbol, rugby, gimnasia, cumpleaños, vacaciones, las primeras comuniones y los primeros “asaltos”.

¡Ya éramos un batallón! Seis adultos y ocho niños. ¡Cenábamos en alguna casa los sábados por la noche y, en medio de los gritos y peleas infantiles, había guitarreadas, mates y juegos de cartas hasta la madrugada!

¡Como consideramos que ese caos no era suficiente, a Adri y a mí se nos ocurrió volver a embarazarnos! Y, así, nacieron en abril del 84 mi cuarto hijo, Leonardo, y en noviembre Ezequiel, el tercero de Adriana.

¡Llevábamos ya casi catorce años juntos y con un bagaje impresionante!

¡A fines del 85 Adri y Víctor obtienen su título! Tremenda admiración al verlos recibir el diploma.

Y la vida juntos siguió. Hubo mudanzas, cambios de trabajo, crisis económica. Los lazos seguían tejiéndose entre los niños del modo más natural. Tenían secretos, les encantaba estar juntos, los varones jugaban como todo varón a lo bruto, al punto que en medio de un juego descontrolado hasta se quebraron (hoy se mueren de risa cuando se acuerdan), y las nenas comenzaban a diferenciarse de ellos, con entretenimientos más tranquilos; pero solo por un rato, ya que sin saber cómo terminaban todos trepando, saltando, tirando juguetes, gritando, cantando. ¡Guauuuu! A la distancia hoy pensamos ¿como los soportábamos? Y la respuesta es simple, con amor…



El fortalecimiento



Comenzó 1989, un año de inflexión en nuestras vidas. Mi hijo mayor Bruno tenía 11 años y el mayor de Nora, Mariano 12. Inseparables. Los dos se juntaban y eran dinamita. En mi casa se especializaban en romper con la pelota los tubos fluorescentes y los vidrios y en casa de Nora macetas. Entraban y hacíamos de cuenta que pasaba un huracán, qué paciencia... Fue el verano de los primeros asaltos, bailecitos, noviecitas, música y las primeras picardías.

Adriana y Víctor, que definitivamente, aunque ya médicos no sabían nada de anticoncepción estaban embarazados de nuevo.

Mayo 17, el dolor más terrible nos atravesó. Bruno tuvo un accidente, inmediatamente se le diagnostica muerte cerebral, a la semana, un 25 de mayo por la madrugada se fue. El día 23 había nacido Martin, mi ahijado, hasta ese entonces el menor de Adriana. ¡Sobra decir que lejos fue lo peor que nos paso en la vida! Lo que no sobra es contar la maravilla de tener a nuestro lado a quienes comparten desde lo más profundo de su ser ese dolor. Sentir que quienes te acompañan a toda hora no lo hacen por obligación, sino simplemente porque están tan partidos en pedazos como vos. Fue mi hijo, nos tocó a nosotros, pero en realidad nos tocó a todos. El dolor de mis otros hijos, de mis sobrinos, la contención que esos pequeños se dieron entre sí, sin pensarlo claro, porque no podían pensar, solo sentían, solo querían estar cerca, solo y simplemente se necesitaban. Ellos fueron nuestra tabla de salvación. El poder de resiliencia fue más fuerte y salimos adelante.

Aprendimos mucho. Comenzamos a valorar como nunca el “hoy”, el “nosotros”, a diferenciar el “querer” del “amar”, el querer es egoísta, el amar es dejar ser, dejar crecer, y hasta dejar ir. Supimos que definitivamente estábamos unidos para siempre, no importara donde estemos ni que hagamos, estábamos seguros que todos podríamos contar con todos.

Tomamos conciencia de que éramos familia, simplemente porque así nos sentíamos. Porque teníamos los valores, el respeto y la solidaridad, de una familia; y, a la vez, la hermosa libertad de poder elegirnos todos los días, sin reglas, sin compromisos, solo siendo como somos y transmitiéndolo como podemos.



El mundo de los adolescentes



Y los chicos fueron creciendo. De a poco nos fuimos adentrando en ese mundo complejo y maravilloso de los adolescentes, teníamos algunos en secundaria y varios en primaria. Se acercaban las primeras fiestas de los 15 de las “nenas”. ¡Pero, antes, Adriana, que acostumbraba a darnos las grandes sorpresas, embarazada de nuevo! ¡Y llego la benjamina del grupo, Ferchu, esa enana que nos revoluciono la vida a todos! Para los primeros 15 años que festejamos ya estábamos completos, los tres matrimonios y los once sobrinos-primos-hijos.

Esta banda no compartía ni la escuela, ni el club, y vivíamos en barrios diferentes, por lo que cada uno tenía sus amigos. Pero los fines de semana, ninguno se resistía a la reunión “familiar”. La mesa era cada vez más larga, se sumaba siempre alguno o varios de esos amigos del barrio, o del club y de a poco comenzaron a llegar los novios.

Otro lugar impostergable de unión para los varones, que tenían edades muy disimiles, desde siete años el menor hasta dieciocho el mayor, era la cancha. Todos fanáticos de Ñubel, y el tío Rober los llevaba a ver los partidos. ¡La felicidad que tenían de ir a ver al club de sus amores, juntos y con el tío era emocionante!

Por su lado las “nenas”, compartían las salidas de chicas... ¡Si nos habremos quedado hasta las tres de la mañana charlando entre las mamás esperando la hora para ir a buscarlas!, Pero la noche no terminaba ahí y con mates de por medio nos contaban con quien se encontraban, los amigos cariñosos y nos moríamos de risa todas. Por supuesto, compartían lo que querían, había muchos secretos entre ellas. Fueron tiempos maravillosos. Nuestras casas desbordaban de adolescentes casi a toda hora.

Claro que no todo fue rosa. La adolescencia también es un tiempo de cambios, de despegue, de confrontación, de diferenciación, de conflictos. Esos momentos de zozobra e incertidumbre y siendo once chicos creciendo en grupo, es fácil imaginar que cuando uno terminaba el tránsito de la etapa otros recién se asomaban. Tampoco pensábamos igual los papás acerca de cómo debíamos actuar ante tal o cual situación. Algunos más conservadores otros un poco más actualizados, la cuestión es que entre todos y no sé muy bien como lo hicimos, íbamos aprendiendo los unos de los otros. Además, los chicos son muy diferentes y, como es la etapa donde se forjan más los caracteres, cada uno seguía su propio rumbo, pero ninguno cortó esos lazos que, ya en ese momento, ellos mismos decidían seguir trenzando.

También en esta etapa comenzó el desfile de los noviecitos y noviecitas. Vimos Irse a varios y otros llegaron para quedarse.



Los cambios constantes



Cuando nos dimos cuenta ya teníamos tres de nuestros hijos en la universidad, uno de cada matrimonio. ¿Cómo paso el tiempo tan rápido? ¡Los demás seguían transitando la secundaria, y Fer, la benjamina aun en primaria! ¡Un poco de todo!

Pasados un par de años, y como frutilla del postre que anuncia la finalización de una etapa y el comienzo de otra, nos comunican la primera boda. Los cambios se precipitaban, tomamos conciencia que dejábamos definitivamente atrás pañales, mamaderas, guardapolvos a cuadritos, payasos y velitas, muñecas y soldaditos, estábamos frente a jóvenes, frente hombres y mujeres. Un buen día, el mayor de los “primos”, toma la decisión de ir a vivir a los Estados Unidos. ¡Gran conmoción! Como siempre todo se charlaba, y ahora también los chicos opinaban y con fundamento. La mayoría de los once primos estaban grandecitos y todos apoyaban la decisión, en realidad lo apoyaban a él, argumentando que tenía que vivir su experiencia y que para volver siempre había tiempo. Sabios los chicos… ¡Nosotros, los “grandes” sentíamos que se nos iba un pedacito de cada uno! ¡Y se fue nomas! con una gran despedida de toda “esta familia”, donde abundaron las bromas, los consejos de los más grandes, los besos y abrazos más sinceros y sentidos, y un pequeño “libro”, donde cada uno le escribió algo, y llenamos con fotos de todos para que no se olvide ni de nosotros y sobre todo de quien era él.



Llegaron los nietos y hubo cambios de vida



Sí, fueron llegando esos bebés que otra vez nos cambiaron la vida. Entre el 2000 y el 2013, nacieron once nuevos integrantes, todos de Nora y Rober y de Enzo y yo. Y la historia volvió a repetirse, era como ver de nuevo la película.

Pero como todo en la vida puede cambiar de un momento a otro, en el medio, y casi sin aviso, otra decisión nos sacudió .Una de las tres patas de esta mesa familiar “levó anclas” y decidió irse a vivir al sur, a San Martín de los Andes, ya sea en busca de una vida mejor o de concretar sueños postergados, o simplemente a emprender una aventura familiar y laboral en un nuevo lugar y, salvando las diferencias, emulando a nuestros antepasados. No fue fácil, ni para los que se fueron ni para los que nos quedamos. La verdad, para mí aún es difícil. Pero siempre con el aprendizaje de “amar y no querer”, fuimos de a poco aceptando la distancia, extrañando mucho, adaptándonos a las nuevas formas de comunicación, tratando de viajar lo que más que podemos para estar unos días juntos y comprobar que todo está intacto, que siempre, siempre, siempre nos elegimos como familia, que eso somos, que los chicos siguen siendo primos, que nosotros irremediablemente para ellos somos sus tíos, y que donde sea y desde donde estemos, contamos los unos con los otros. Allá en el Sur, hay más nietos, seis y una que vive en Mallorca con sus papás que también decidieron aventurarse al otro lado del mundo. Hoy podemos confirmar que “la familia de elección” no conoce de distancias.

Muchos nos dicen que nosotros tenemos algo tan especial que es único, a muchos les cuesta entendernos hasta que nos ven juntos.

Feliz de haber formado esta familia.

Parrilla

Hugo Longhi

 

Empecé a trabajar a los diecisiete años. Digamos, llamar trabajo a aquellas primigenias actividades quizás suene algo pretencioso. Se trataba de vender rifas, ayudar a un primo en la colocación de aires acondicionados y hasta alguna incursión en una estación de servicio como playero. De mi más que efímero paso por un taller metalúrgico mejor ni hablo. Aguanté apenas dos horas, debo ser récord mundial en permanencia laboral.

Tal desorden hizo que, más adelante, al ingresar a una compañía de seguros, primer trabajo “en serio”, mi objetivo inicial fue mantener ese puesto cosa que con cierto esfuerzo logré. Solo agregar que al cumplir el año salí a festejarlo con mi familia. Luego pasaría largas cuatro décadas allí.

 

Hubo una época en que parecía que para comer un buen asado había que ir a Granadero Baigorria. Allí, se ubicaban las mejores parrillas. Por aquel entonces, yo también vivía en Baigorria, pero bien al norte, casi llegando a Capitán Bermúdez.

Cierta tarde apareció en la oficina un excompañero, uno de esos tipos que andan en un montón de cosas. La cuestión fue que me preguntó si me animaba a trabajar en una parrilla. Me gustó la idea, era una actividad nueva que supuestamente me iba a dejar una ganancia que, si bien no sería importante, al menos me cubriría los gastos de combustible para el autito que poseía.

Fue así como una tarde/noche, al finalizar mi jornada, tomé el ómnibus para regresar a casa, pero me bajé antes para conversar con el dueño de la parrilla “El Bagual”. La propuesta era que yo hiciera de adicionista los días sábados, que era cuando más concurrencia se registraba. Con Rubén nos pusimos de acuerdo enseguida y arrancaría el fin de semana siguiente.

La noche indicada llegué, me señalaron el escritorio donde me ubicaría, en un rincón poco exhibido ante el público. La operatoria era en principio sencilla, cada mozo me cantaba el número de mesa y el menú o bebida que iba sirviendo. Yo anotaba en la factura y al final convertía todo a números, la famosa “dolorosa” que es, por lo general, lo menos grato de una salida gastronómica.

Andábamos a mediados de 1984 y por supuesto nada de calculadoras ni mucho menos computadoras. Tras el nerviosismo propio de cada tarea que se inicia, me fui serenando al observar que no hallaba dificultades. Todo era tranquilidad y armonía hasta que apareció ella.

Hablo de Patricia, la hija del dueño que, si bien nadie lo manifestó así, venía a controlarme, algo muy obvio ya que yo también tenía que encargarme de cobrar y nadie me conocía lo suficiente como para confiar en alguien que manejara dinero.

Patricia era una chica de más o menos mi edad, se presentó con una sonrisa amable y se sentó a mi lado. En los baches en que no disturbaban los mozos me iba contando su vida, bastante particular, por cierto. Tenía dos hijos y estaba separada. “Qué vida vertiginosa”, pensé. Me quedé corto, ella era además bastante desordenada y perdía la calma con suma rapidez.

De todos modos, su vida era su vida y aquí no importaría a no ser que ese despiole personal se trasladaba a lo laboral. Pronto aquella pacífica velada dejaría de serlo. Confundía las mesas, les anotaba consumos a otros, tachaba, se le caían los papeles, nada de lo que hacía parecía hacerlo bien. Y encima siempre le echaba la culpa a alguien. Yo, como novel compañero, nada le reprochaba. Además, era la hija del dueño.

Menciono, por solo citar un incidente, la noche en que pidió que le sirvieran una copa helada, que era gigante y encima con Charlotte, es decir bañada con chocolate. Era para compartir y entre anotación y anotación íbamos metiendo un cucharazo. Creo que no quedó una factura sin mancharse con el marronáceo elemento. No quiero imaginar la cara de los comensales al recibir tal desprolijidad.

Con el correr de las semanas la presencia de Patricia fue raleando lo cual era una tranquilidad para mí. Funcionaba mucho mejor solo que auxiliado por ella. También significaba que Rubén ya tenía confianza plena en mí.

Debo decir que la parrilla en ocasiones se transformaba en cantina ya que iba un señor con su órgano electrónico a ejecutar temas populares para que la gente baile. Soy medio “pata dura”, pero también me animé a sumarme al jolgorio.

Lo cierto es que la parrilla estaba bastante mal manejada, con marcada improvisación. Se cometían errores que molestaban a los clientes, quienes más de una vez se quejaron. Esto hizo que la concurrencia fuera mermando y el negocio decayera. Ante tal circunstancia ya mi presencia no era necesaria y decidí dejar ese puesto. Una lástima ya que la relación con el dueño y su familia era muy buena, pero no podía seguir cobrando por hacer unas pocas adiciones.

No obstante, trabajé en ese lugar durante dos años en que viví innumerables experiencias. Aprendí muchísimo de lo que es un local gastronómico por dentro, el clima laboral que se vivía, muy diferente al de la compañía de seguros, el compañerismo, la solidaridad, el encuentro con algún conocido que asistía y se sorprendía con mi presencia allí entre otras anécdotas.

Finalmente, “El Bagual” cerró y hasta Granadero Baigorria dejó de ser la opción top para las parrillas. Fue un período de mi vida que no merece ser olvidado por lo bueno y por lo otro. La inefable Patricia, por caso, con su corso a contramano, pero siempre simpática y amable. Rubén y su esposa me adoptaron casi como un hijo más. Y los mozos, asadores, cocineras y gamuceros fueron compañeros que no competían conmigo. 

Cada vez que ocasionalmente paso por el local hecho un vistazo desde la ruta. Otro comercio funciona allí hoy, pero para mí significan gratos recuerdos de una época en que quise trabajar de otra cosa. 

Taller


 Susana Dal Pastro

 


            Taller.

Mi palabra preferida.

Mucho más que una palabra, una vida

Taller de reparación de motores con sus herramientas, tanque de aceite donde se lavan partes y repuestos.

Taller de historias.

 Taller de Contame

 

Mi papá y mi tío lograron abrir su propio taller alrededor de 1930. Importaban motos inglesas, que vendían y reparaban. Algunas de esas motos habían sido adquiridas por la Policía Caminera de la Provincia estableciendo una sincera amistad con los integrantes de esa unidad.

Más adelante los hermanos compraron un amplio terrero enfrente de ese taller. Se trataba de una superficie con forma de “ele”, que unía las entradas y salidas por dos calles.

 Yo había nacido en 1947, unos meses antes de que mi papá partiera. Muchos proyectos quedaron inconclusos y fue necesario analizar el porvenir de las dos familias.

 Mientras tanto, yo crecía en el nuevo y amplio taller mecánico. En ese tiempo con mi mamá y mis hermanos compartíamos el espacio con tíos y primos.

Mi prima era la mayor de la nueva generación. Venía todos los días a verme y me hacía upa.

¿Me das un beso?

No.

¿Me querés?

No.

—Entonces te tiro al tanque de aceite.

Me aferraba a su cuello y ella, conmigo en brazos, atravesaba la puerta del patio que comunicaba con el taller y se paraba frente al tanque. Yo, temblando de miedo, espiaba ese abismo misterioso en el que se reflejaba un techo de chapas murmurantes. Esta escena se repetía todos los días; mi prima venía, saludaba, me alzaba y me preguntaba “¿me querés?” y vuelta a empezar.

Más adelante mi tío y primos continuaron con el antiguo taller de rectificación de motores y motos, y nosotros alquilamos nuestra parte para reparación de camiones y acoplados. Las dos familias vivimos siempre en una misma manzana de la zona que limita la República de la Sexta con el Abasto.

 Más tarde, alrededor del año 1965, se abrió un taller de reparación de Volkswagen y Peugeot, “Alemfran”, con mi hermano a la cabeza.

Motores, herramientas, aceite, vehículos entrando y saliendo.

A través de los años mucha gente pasó por el taller, por eso, siempre hubo alguna historia para escuchar o algo que agregar a lo que ya conocíamos.

 Decían que algunos, además de sus autos, también traían a rectificar sus vidas, cosa imposible la mayoría de las veces; sin embargo, después de desarmar y volver a armar los motores, había un nuevo impulso para continuar la marcha. El asado era un sacramento de práctica semanal para los amigos y clientes. El carbón encendiéndose, las rodajas de morcilla cruda y el vasito de vino atizaban el fogón. Los chistes, los versos y las canciones eran el aderezo para el taller de mi infancia. Claro que mi mamá, mi hermana y yo comíamos solas en la cocina de casa, pero igual escuchábamos.

 Los sábados a la tarde y los domingos, cuando todo era silencio, recorría el taller rincón por rincón; buscaba la máscara de soldador para mirar el sol y, aprovechando la soledad, me dedicaba a vestir con lápices de colores, biromes o lo que tuviera a mano a todas las atrevidas chicas de los almanaques. Me acercaba al tanque que, ahora, en vez de asustarme, me contaba las historias que latían en su fondo oscuro.

Cuando el “Rosariazo”, en septiembre de l969, ante el temor a ataques e incendios de vehículos, los vecinos se acercaron a nuestro taller sabiendo que encontrarían lugar para proteger sus máquinas familiares y deportivas. El karting de un amigo de mi hermano se escondió allí mucho tiempo, pero por otro motivo: su dueño pertenecía a los Testigos de Jehová y la esposa no tenía que saber que él participaba en carreras.

El tiempo siguió andando. Mi hermano se enfermó y también se nos fue.

El taller se cerró para siempre, pero la puerta a los recuerdos permanece; puerta que se abre en cada acontecimiento familiar.

Pasaron años hasta que volví a entrar a un taller mecánico; fue en Villa Gobernador Gálvez a finales de 1994, época en la que me había transformado en el chofer de la familia. Me pareció escuchar la voz del mecánico; algo me dijo, pero no entendí. Reaccioné y pedí disculpas. Le pregunté si me permitía ver el tanque de aceite. Sonó extraña mi pregunta, pero asintió amablemente. Me asomé a un inofensivo y calmo tanque de aceite como debe haber sido el de mi niñez.

Tierna y cálida emoción. 

Hace tanto. 

Porque lo digo yo

Mónica Mancini

 

En los años sesenta y setenta, en los que transcurrieron mi infancia y adolescencia existían reglas, hábitos, usos y costumbres, que estaban instituidos y nadie se atrevía a discutirlos o cuestionarlos; al menos, así era en mi hogar.

El tema horarios era tal cual un cronograma de cualquier emprendimiento laboral. Almuerzo a las 12 en punto, ni un minuto más ni uno menos; cena a las 20 en invierno, en verano se cometía la extravagancia de llegar hasta las 20.30. Con el desayuno y la merienda se podía variar por las actividades de cada uno, que eran distintas.

La recreación estaba destinada a los jueves y a los domingos, eso se debía a que mi papá tenía carnicería y esos eran los únicos días que no abría el negocio.

Los jueves por la tarde íbamos al cine , actividad de la que el era muy fan y nos la contagiaba. Demás está decir que sus favoritos eran los del wild west o, como decíamos vulgarmente, “las de pistoleros”, que abundaban en esa época; aunque también nos llevaba a ver los estrenos de Disney. Aún recuerdo mi llanto desconsolado cuando el cazador mata a la mamá de Bambi. Eso lo acobardó un poco, pero continuamos por años con esa rutina. Íbamos a los cines del centro Radar, Gran Rex, Heraldo, Monumental, también a los de nuestro barrio, como Mendoza, Roma Echesortu; y, si daban películas interesantes, nos llegábamos hasta el Nilo, el Victoria, hasta a veces me llevaba al San Martín, donde casi no iban chicas.

Los domingos, en cambio, la actividad era mas en contacto con la naturaleza, aunque también una rutina. Mientras en casa mi mamá amasaba y preparaba el estofado, menú fijo de ese día, nosotros íbamos al parque Independencia, al laguito, dábamos una vuelta en la lanchita a motor con un enorme copo de nieve pegajoso, que nos apurábamos a terminar; y, entonces, con el palito hacíamos olitas en el agua. A veces también nos subíamos a los juegos, pero papá no era muy amigo de los que iban rápido, siempre prudencia al máximo. Era común que acote que ese paseo era un gran esfuerzo que hacia por sus hijas, ya que, para un canalla como él, ir al parque de la lepra era un deshonor.

Cuando llego el tiempo de ir a los bailes de Carnaval, que eran a los únicos que nos permitían, debíamos hacerlo con nuestra madre, generalmente al club del barrio que quedaba a la vuelta y había horario estricto de regreso.

Cuando llegó el tiempo de los novios, aun existía el “pedido de mano”. Se concretaba una cita, donde la interesada no estaba presente y se formulaba un interrogatorio al pobre muchacho, que supongo habrá tenido deseos de salir corriendo. Se estipulaban días de visita y se aclaraba que en las salidas debía estar acompañada por la hermanita, en este caso, la hermanita era una servidora. Mis salidas con mi hermana y su novio, para mi eran una tortura, me aburría; además, a ellos les molestaba y era evidente que preferían estar solos; no obstante, él era amable conmigo e intentaba mantenerme callada. En nuestra primera salida al cine, me compró ocho chocolates “Aero”, la segunda cuatro, la que siguió dos y hasta el día de la fecha nunca más. Supongo que deseaba asegurarse de mi discreción. Cuando la comprobó termino el chantaje.

Eran reglas, que como todas lo mejor que tienen, más aun cuando es en la adolescencia, es transgredirlas; así que nos hicimos expertas en crear trampas para esas salidas, que nos favorecían mutuamente.

En repetidas ocasiones intentábamos convencer a papá para mover algunas costumbres, pero era imposible, la famosa respuesta “porque lo digo yo” era toda la fundamentación que se nos daba ante los cuestionamientos.

La organización de una familia, sus reglas, sus costumbres en nuestra infancia eran bastante diferentes a lo que vemos hoy. No estoy segura si fue mejor o no. Creo que en el momento histórico y cultural en el que nosotros fuimos chicos nos ofrecieron lo que creían que era conveniente para nuestra formación y nuestro futuro.  

Hay mucho más para contar de esos años, pero como siempre me decía mi papá: “Moni, de a poco, no te apures tanto”.