Susana
Dal Pastro
Mi palabra
preferida.
Mucho más que
una palabra, una vida
Taller de
reparación de motores con sus herramientas, tanque de aceite donde se lavan
partes y repuestos.
Taller de
historias.
Taller de Contame
Mi papá y mi tío
lograron abrir su propio taller alrededor de 1930. Importaban motos inglesas,
que vendían y reparaban. Algunas de esas motos habían sido adquiridas por la
Policía Caminera de la Provincia estableciendo una sincera amistad con los
integrantes de esa unidad.
Más adelante los
hermanos compraron un amplio terrero enfrente de ese taller. Se trataba de una
superficie con forma de “ele”, que unía las entradas y salidas por dos calles.
Yo había nacido en 1947, unos meses antes de
que mi papá partiera. Muchos proyectos quedaron inconclusos y fue necesario
analizar el porvenir de las dos familias.
Mientras tanto, yo crecía en el nuevo y amplio
taller mecánico. En ese tiempo con mi mamá y mis hermanos compartíamos el
espacio con tíos y primos.
Mi prima era la
mayor de la nueva generación. Venía todos los días a verme y me hacía upa.
—¿Me das un beso?
—No.
—¿Me querés?
—No.
—Entonces te
tiro al tanque de aceite.
Me aferraba a su
cuello y ella, conmigo en brazos, atravesaba la puerta del patio que comunicaba
con el taller y se paraba frente al tanque. Yo, temblando de miedo, espiaba ese
abismo misterioso en el que se reflejaba un techo de chapas murmurantes. Esta
escena se repetía todos los días; mi prima venía, saludaba, me alzaba y me
preguntaba “¿me querés?” y vuelta a empezar.
Más adelante mi
tío y primos continuaron con el antiguo taller de rectificación de motores y
motos, y nosotros alquilamos nuestra parte para reparación de camiones y
acoplados. Las dos familias vivimos siempre en una misma manzana de la zona que
limita la República de la Sexta con el Abasto.
Más tarde, alrededor del año 1965, se abrió un
taller de reparación de Volkswagen y Peugeot, “Alemfran”, con mi hermano a la
cabeza.
Motores,
herramientas, aceite, vehículos entrando y saliendo.
A través de los
años mucha gente pasó por el taller, por eso, siempre hubo alguna historia para
escuchar o algo que agregar a lo que ya conocíamos.
Decían que algunos, además de sus autos,
también traían a rectificar sus vidas, cosa imposible la mayoría de las veces;
sin embargo, después de desarmar y volver a armar los motores, había un nuevo
impulso para continuar la marcha. El asado era un sacramento de práctica
semanal para los amigos y clientes. El carbón encendiéndose, las rodajas de
morcilla cruda y el vasito de vino atizaban el fogón. Los chistes, los versos y
las canciones eran el aderezo para el taller de mi infancia. Claro que mi mamá,
mi hermana y yo comíamos solas en la cocina de casa, pero igual escuchábamos.
Los
sábados a la tarde y los domingos, cuando todo era silencio, recorría el taller
rincón por rincón; buscaba la máscara de soldador para mirar el sol y,
aprovechando la soledad, me dedicaba a vestir con lápices de colores, biromes o
lo que tuviera a mano a todas las atrevidas chicas de los almanaques. Me acercaba
al tanque que, ahora, en vez de asustarme, me contaba las historias que latían
en su fondo oscuro.
Cuando el “Rosariazo”,
en septiembre de l969, ante el temor a ataques e incendios de vehículos, los
vecinos se acercaron a nuestro taller sabiendo que encontrarían lugar para
proteger sus máquinas familiares y deportivas. El karting de un amigo de mi
hermano se escondió allí mucho tiempo, pero por otro motivo: su dueño
pertenecía a los Testigos de Jehová y la esposa no tenía que saber que él
participaba en carreras.
El tiempo siguió
andando. Mi hermano se enfermó y también se nos fue.
El taller se
cerró para siempre, pero la puerta a los recuerdos permanece; puerta que se
abre en cada acontecimiento familiar.
Pasaron años
hasta que volví a entrar a un taller mecánico; fue en Villa Gobernador Gálvez a
finales de 1994, época en la que me había transformado en el chofer de la
familia. Me pareció escuchar la voz del mecánico; algo me dijo, pero no
entendí. Reaccioné y pedí disculpas. Le pregunté si me permitía ver el tanque
de aceite. Sonó extraña mi pregunta, pero asintió amablemente. Me asomé a un
inofensivo y calmo tanque de aceite como debe haber sido el de mi niñez.
Tierna y cálida emoción.
Hace tanto.
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