María Alejandra Furiasse
Hace quince años estaba haciendo un reemplazo docente
en el colegio “La Inmaculada”, que se encuentra situado en el barrio Belgrano,
pegadito a las cuatro plazas de nuestra querida ciudad de Rosario. Segundo
grado, los peques con siete años, en general, maestra única para dar Matemática,
Lengua, Ciencias Sociales, Naturales y también Formación Ética. Era un grupo
multitudinario de treinta y tres alumnos y alumnas. Entre ellos estaba Tomás,
hijo de Sandra. Después de estar compartiendo dos o tres días juntos en el
colegio, me comenta que su perra bóxer había tenido cachorros y me pregunta si
a mí me gustaría uno: “¿Seño, querés un cachorrito de mi perra bóxer?”.
En realidad, en casa, teníamos a Rengui, a la que
habíamos adoptado con mucho amor, porque Adriana, una compañera de la escuela
Gabriela Mistral donde estuve haciendo algunos reemplazos docentes,
situada enfrente del Centro Asturiano en las calles San Lorenzo y Wilde,
se mudaba a un departamento muy chico y ya no la podía seguir teniendo. Y se
llamaba así porque se había caído de un techo muy pequeñita y una de sus
patitas no le funcionaba bien.
Le respondí que lo iba a pensar.
Decidimos que sí. Tuvimos que esperar unos días más
para que cumplieran los 45 días del destete y ya lo pudiéramos tener en casa.
Fue así como los invité a Tomás y a su familia a que vinieran a casa para
conocer el lugar adonde se quedaría. Teníamos un patio grande con césped,
pileta, un ciruelo repleto de flores blancas y frutos
que inundaban el lugar de un olor dulce almíbar, el parrillero
cubierto y muchas plantas. Muy amorosamente pasó de las manos de Tomás a las
manos de mi hijo Gianluca. Era un pompón bello que correteaba permanentemente.
Pasaban los lunes y los martes, los sábados y domingos. Los junios y julios. Y
también iba creciendo Tomashinio. Era raro ver crecer a este “bóxer”, como me
había dicho en aquel momento, Tomás porque crecía su hocico y ahí nos dimos
cuenta que lo queríamos muchísimo y ya no nos interesaba si era puramente bóxer
o no. Nos había comprado nuestro corazón enteramente. No malgastaba los
ladridos. Sereno. Fiel. Ese pelaje marrón claro, un perro rubio y de ojos
claros de contextura delgada y ágil, muy ágil . Muy gracioso verlo aparecer
debajo de la mesa y que el mantel lo cubriera en partes y por un momento se
disfrazara solo, o que se ocultara detrás de la cortina del ventanal. Como
momento travieso, recuerdo el día que compré una bolsa de almohaditas de
chocolate rellenas de limón en la dietética y lo dejé sobre una fuente de
mimbre sobre la mesa del comedor y mágicamente desaparecieron. Solo quedó la
bolsita abierta de manera desprolija y nos pudimos imaginar quién había sido.
Después de tantos años, nos volvimos a encontrar con Sandra, la mamá de Tomás,
en la chocolatería del Patio de la Madera.
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