miércoles, 10 de septiembre de 2025

Abuelar

 María Cristina Piñol

 

Una nueva palabra incorporada por el uso, aunque en realidad no existe en la RAE ni en ningún diccionario. Pero… ¿Qué significa abuelar? Entiendo que un nieto no es nuestro hijo, son los hijos de nuestros hijos, son de algún modo los destinatarios de cosas que por juventud, trabajo o inexperiencia no pudimos o no supimos darles a ellos. En los nietos aparecen esas revanchas, esa necesidad de satisfacerlos hasta en el más mínimo capricho, pero no para que nos quieran más, simplemente para ver su felicidad reflejada en la nuestra.

También son los destinatarios de nuestras historias, esas en las que les contamos nuestra niñez y cómo eran las cosas de entonces. Los nacimientos de sus papás, nuestros hijos, las travesuras que hacían, la emoción que sentimos cuando por primera vez que nos llamaron “mamá” y también la primera vez que ellos nos dijeron abuelos.

Generalmente, el nieto es el “compinche” de sus abuelos, es aquel que va a hacer una travesura sabiendo o creyendo saber que jamás les contaremos a sus padres. También los abuelos escuchamos atentamente todo los que ellos nos cuentan y además tenemos la astucia o experiencia de adivinar lo que no nos quieren contar.

Lo abuelos los vemos crecer, cambiar sus facciones, sus formas de vestir y hasta cuando les cambia la voz de niño por la de un adolescente.

Pero todo lo vemos desde afuera, ya lo vivimos con los hijos y ahora solo lo sentimos desde el corazón.

Es muy importante esto de abuelar, esto de mirar con “el corazón” al hijo de sus hijos y no con el ojo de quien tiene que “criar”, “educar” y hasta poner penitencias.

Abuelos y nietos son opuestos y complementarios, los primeros con la experiencia de los años viejos y los segundos con la euforia de los años nuevos. Y surgen los temas como la tecnología, por ejemplo, y el nieto le dice: “¡Ay, abuela! ¿Cómo no sabés nada de la IA o del Chat GPT?”... y, al rato, la abuela le pregunta si sabe quién fue Einstein y qué hizo.

Y a veces surge la sorpresa para ellos de que su abuela si usa la IA o el Chat y, quién te dice que, en una de esas, recurre a alguna de ellas para saber quién fue Einstein. 

Qué lindo es abuelar, qué bello es tener a los nietos cerca, qué hermoso es establecer esa “amistad” cómplice y conocerlos tan bien y quererlos tan desinteresadamente. En la vida vamos obteniendo diferentes títulos, pero sin ninguna duda el título de “Abuelo” está en el top de los logros.

sábado, 6 de septiembre de 2025

Orgullo de potrero



Daniel Jobbel



En el barrio Parque donde crecí, había estrechos senderos, como los de las hormigas, que permitían evitar caminar hasta el final de la cuadra para, si era necesario, doblar la esquina y descubrir nuevos horizontes. Esos caminos, formados por el constante ir y venir de los vecinos, eran verdaderos atajos para llegar más rápido, por ejemplo, al almacén y bar de Los Caruño, en Tiscornia y Richieri, lugar de reunión para charlas y café, para planear un picado o ir más rápido a la parada del colectivo que pasaba por avenida Ovidio Lagos hacia el centro y explorar nuevas oportunidades.

Sin embargo, también podían provocar demoras cuando el delgado hilo de tierra por donde caminabas se transformaba en un espacio mayor, totalmente despoblado de pasto, donde los jóvenes del barrio se reunían para jugar al fútbol, al trompo, a la bolita, o para remontar los barriletes, muchas veces armados con la ayuda de nuestros vecinos, amigos o padres, con cañas, papel de diario y un pedazo de tela para la cola del casero aparato y descubrir el placer de la creatividad. Aquel espacio pelado de vegetación era, paradójicamente, “el campito” o “la canchita” que nuestros viejos conocieron como “el potrero”, un lugar donde la imaginación y la amistad florecían.

Allí, podían forjarse amistades eternas o enemistades transitorias: rivalidades que al poco tiempo desaparecían cuando era necesario sumar otros jugadores para igualar los equipos y aprender el valor del trabajo en equipo. Ser el dueño de la pelota te habilitaba a ciertos privilegios, siempre y cuando tu madre te diera el permiso para salir de la casa después de que una comitiva de jóvenes había golpeado las manos en la vereda para exigir tu presencia junto a la pelota, que usualmente era de cuero, aunque también las había de goma, la “Pulpito” a rayas marrones o un plástico que parecía cemento cuando debías cabecearla y sentir el orgullo de ser parte del equipo.

De darse la situación de que tu padre o madre estuviera presente, pero no te daba el permiso de salir porque tenías que terminar la tarea escolar o ya te habías bañado, no te quedaba otra opción que prestar la pelota si es que no querías sentir como los jóvenes del barrio te reducían de tamaño solo con sus miradas condenatorias y las próximas cargadas, pero siempre con la esperanza de una nueva oportunidad. De darse el caso extremo de que tus padres no estuvieran en la casa y que no tuvieras el permiso de salir a la calle, si los chicos veían que la pelota era lanzada desde el interior para terminar rebotando en la vereda y enseguida te veían asombrados trepar la reja de la puerta de chapa, o saltar el muro de la casa de mis abuelos donde vivíamos, para caer estoico frente a ellos, pasabas inmediatamente a ser el héroe de la jornada. Y la pelota se ponía a rodar para llegar al potrero, un lugar donde la libertad y la aventura esperaban.

Somos eso. Crecimos con los zapatos llenos de polvo, las rodillas raspadas y el corazón apurado, no para mirar una pantalla, sino para terminar la merienda y salir corriendo a la calle, donde lo único importante era un balón y unos amigos.

Somos esa generación que se niega a desvanecerse.

Éramos los que volvíamos caminando del colegio, hablando en voz alta o soñando en silencio, con la mente ya en el próximo juego, en la siguiente aventura, entre un agujero en la arena y un secreto susurrado tras una esquina. Un palo podía ser una espada, un charco se volvía un mar por conquistar. Nuestros tesoros eran bolitas, figuritas, barquitos de papel. La pelota, esa de tantos picados. Y el cielo esperando la noche para ver la luna y contar las estrellas y ver donde ese puntito más brillante estaba Júpiter, nuestro único límite.

No teníamos copias de seguridad, solo recuerdos en la mente y en los carretes fotográficos. Las fotos se tocaban, se olían, se guardaban en cajones, junto a cartas escritas a mano, postales de los abuelos, y dibujos de colores que los padres guardaban como joyas. Llamábamos “mamá” a quien curaba nuestras fiebres, y “papá” a quien nos enseñó a andar en bicicleta. No hacía falta más. Por las noches, bajo las mantas, hablábamos bajito con el hermano en la cama de al lado, riendo por tonterías, con miedo de que algún adulto escuchara y apagara ese pequeño mundo de complicidad.

Esa generación se está convirtiendo en la memoria viva de una época que inspira a las nuevas generaciones a vivir con autenticidad. Nos alejamos en silencio, llevando una maleta invisible: el eco de las risas en la calle, el olor del pan recién hecho, las carreras sin sentido y esa libertad que no conocía notificaciones. Fuimos niños de aquel tiempo. Sesenta, setenta del siglo pasado. Y tal vez, esa sea nuestra mayor fortuna, un legado que podemos compartir con el mundo.

Llegó el circo

 

Beatriz Palmira Prince

 

Invierno de 2025: hace unos días escucho por radio que Pupy, la última elefanta africana que permaneció en cautiverio durante 32 años, y últimamente estaba en el Eco Parque de Buenos Aires, fue llevada al santuario de elefantes del Matogrosso. Para poder trasladarla hubo un periodo de adaptación, pues debió aceptar la caja donde se haría el viaje de 2.700 kilómetros

Un equipo de veterinarios y cuidadores argentinos y brasileños, estuvieron a cargo del trabajo.

¡A los días vi imágenes de Pupy retozando y revolcándose en el barro bajo la lluvia en su nuevo hogar, me sentí feliz! ¡Basta de animales en los circos y zoológicos!

Viaje hacia atrás en el tiempo y me encontré con los circos que llegaban a mi barrio, “circos pobres” decían algunos. Vivíamos en San Martín al 3900, zona sur de Rosario. Se instalaban en los terrenos baldíos, en los potreros, y llegaba la alegría… Y también para mí el miedo. Veíamos armar la carpa, mis dos hermanos varones ayudaban y yo, la más chica, siempre detrás de ellos, puro ojos, nada me perdía.

Nos acercábamos a las jaulas y me dolía mucho ver a los animales encerrados. ¡Feo!

¡Y empezó la función, el publico espera! Payasos, caídas y risas, el hombre tragafuegos, lanzando llamas por la boca, zancudos, magos, malabaristas, domadores y fieras.

En uno de esos circos conocí el “teatro”, sí, teatro en el circo; los niños sentados en el suelo, no recuerdo si por falta de lugar, o por puro placer, el mejor lugar.

Aparecen dos hombres vestidos de gauchos y discuten; luego, dos mujeres vestidas de paisanas. Yo, ¡fascinada! Pelean, gritan, uno mata al otro, que queda tendido en el suelo, y el que domina se dirige a una y le dice: “¡Adelaida”. Luego, a la otra: “¡Colorada!”. Así, una y otra vez un buen rato.

No se decidía con cuál quedarse, de eso si “me di cuenta”. No recuerdo el final; sí que quedé impresionada, pues me contaban en casa que estuve varios días actuando y repitiendo: “¡Adelaida!, Colorada!”.

Mi mamá y mis hermanos se reían y festejaban mi actuación y yo, consentida, feliz de que me festejasen. Era una obra gauchesca. Luego, vi “Hormiga Negra”, “El ánima de la tapera”, etcétera.

¡Amaba ir al circo!

Una vez, uno de estos circos acampó en un baldío cercano a mi casa. Durante la noche, ya todos por dormir, se escuchaban el rugido del león y el barritar del elefante. Ya en mi cama y con las luces apagadas, ¡pánico sentía!

En mi frondosa imaginación infantil, el león derribaba las puertas del pasillo, luego las de mi casa y llegaba a mi para luego devorarme “las tripas”.

¡Les aseguro que temblaba! En algún momento me dormía y llegaban el día, la luz, la escuela y la calma.

Ya mujer, trabajando en comercios de indumentaria, durante años, un importante productor de espectáculos, en forma de canje, nos proveía de entradas para espectáculos, entre ellos también grandes circos internacionales, parques de diversiones, ópera, teatro, etcétera.

Estamos en vacaciones de invierno, y mientras termino de escribir este relato, escucho un altoparlante que anuncia, horarios y programación del circo “Mundial”.

¡Y nuevamente empezará la función porque el público espera!

 

La casa de los Blanco

 Mirta Prince

 

Llegó la noche, duermo plácidamente y en mis sueños recuerdos de mi niñez surgen por mi mente. Son tan nítidos y tan reales.

Me veo, caminando sola, por esa calle de tierra, de pronto, el puente del arroyo.

Ahí nomás, pasando la esquina de Rivadavia y Alberdi, aparecía la casa de los Blanco, antigua, encantadora, brillante por los rayos del sol.

Tenía paredes de ladrillos, ventanas no muy grandes, postigos semicerrados, puertas de doble hoja, ambientes amplios, pisos de ladrillos, una inmensa galería, con un enrejado de madera o caña, no recuerdo, donde había una enorme glicina, que con sus flores perfumaba y coloreaba de lila el lugar.

La cocina, en invierno, era lugar de mateadas. Allí, la abuela, con sus mágicas manos tejía medias o al croché puntillas o carpetas.

Mientras Félix, el abuelo, anciano de tierna sonrisa, cuidaba su huerta, que parecía una alfombra monocromática de tonos verdes, dado por los cultivos que allí se hallaban.

Los árboles frutales, eran de variable clase: caquis, granadas, ciruelos, duraznos, higueras, mandarinas, naranjas, manzanas, etcétera. En época de floración, me encantaba contemplar a las abejas revoloteando entre sus flores.

La vivienda estaba bordeada de canteros prolijos, limitados por una hierba espesa que limitaba su espacio; veías juntillos violetas, rosas, azucenas, etcétera.

El camino a la bomba de agua era un pequeño sendero, debajo de una glorieta donde había una enredadera de flores rojas que parecían campanillas.

El cañaveral de verdor sombrío servía de límite con el arroyo del lado este de la propiedad.

El arroyo era un hilo de agua que corría entre piedras y vegetación tupida. A pesar de ello, nosotros hicimos muchísimas travesuras o intentos de pesca nunca lograda.

En algunos temporales, propios de la llanura pampeana, se producían inundaciones con torrentes impresionantes que, a pesar de la resistencia de ellos, hubo que sacarlos de la casa.

Fueron muy lindas las juntadas de la prole de primos, las corridas, las escondidas, la caza de sapo. Asustar a las tías era un clásico.

Lo lindo era que ¡estábamos todos! Abuelos, tíos, padres, primos, hermanos.

Hoy muchos no están, tampoco la casa, lugar de reunión familiar. Tampoco el arroyo, nuestro lugar de regocijo. Fue entubado hasta la desembocadura del río Arrecifes, siendo hoy la avenida Juan Perón.

No puedo negar que siento emoción, tristeza, alegría al recordarlo, porque ellos eran seres irrepetibles y muy queribles.

jueves, 4 de septiembre de 2025

Sombrero

Hugo Longhi

 


¿Es correcto comenzar un relato con una pregunta? Bueno, ya lo hice. De todos modos, no es ese interrogante el que deseo develar sino saber para qué sirve un sombrero. Puedo recibir diversas respuestas, la mayoría cargadas de lógica, pero yo quiero encontrar ingenio. Y allá voy en su búsqueda.

Año 2000, para algunos, un nuevo siglo. Más allá de la polémica, era un momento ideal para hacer un cambio de rutina. Y en mi caso se me dio por empezar a estudiar un terciario a la noche. Sería Publicidad la carrera elegida.

Inscripto en un instituto privado fui desde siempre el mayor de los alumnos del curso. Obvio, tenía cuarenta y uno. El resto se podía segmentar en dos grupos, uno con chicos de entre veintisiete a treinta y el otro directamente de dieciocho, recién salidos del secundario.

Me encontré con materias bien variadas que iban desde Economía a Sociología, de Estadísticas a Historia del Arte o de Marketing a Inglés. Pero basta de preludios y salgamos a la cancha.

Cierta vez una profesora nos solicitó un trabajo práctico grupal. Se trataba de diseñar y construir un sombrero. Debería ser uno singular, jamás antes visto y que sirviera para… para la mayor cantidad de usos que nuestra imaginación nos permitiera.

La primera tarea que necesitábamos encarar era la de conformar los equipos y en mi caso, casi por decantación, surgió juntarme con los de más edad. De tal modo Cecilia, Luis, Facundo y yo nos pusimos rápidamente de acuerdo. Y de ahí al trabajo.

Decidimos convocarnos un sábado a la tarde en la casa de la abuela de Luis, en el barrio del Abasto. Estaría sin ocupantes a esa hora y era lo suficientemente grande y cómoda como para movernos tranquilos. Comprados los elementos básicos para armar el bendito elemento, digamos cartón, cartulina, pegamento, cintas, pintura, etcétera. Nos abocamos al armado que no diferiría mucho de un sombrero básico, solo que este sería de copa más alta, bastante parecido al sombreritus de Hijitus, para que se entienda.

Esa parte la terminamos relativamente rápido y eso nos dio aliento y energías para seguir. Pero, claro, ahora se vendría lo más complicado, usar nuestra creatividad para transformar el objeto en algo diferente, impactante, recordable.

Por suerte, el grupo funcionaba muy bien, nos llevábamos bárbaro, nos reíamos mucho y trabajábamos coordinadamente. A veces, cuando alguien quedaba liberado por no ser necesario para tal o cual detalle, se ocupaba de cebar mates o cuestiones así.

Para decidir los pintorescos usos que tendría el sombrero empleamos una técnica recientemente aprendida en el aula, el brainstorming o lluvia de ideas. Consiste en que cada uno manifieste lo que se le ocurra, lo que le venga a la cabeza, aun cuando pueda parecer loco, absurdo o irrealizable.

Desde ya que un solo sábado no alcanzaría para alcanzar todos los objetivos. Fueron requeridos uno o dos más, siempre en el mismo recinto. Mientras tanto, durante la semana, íbamos intercambiando opiniones, sugerencias u ocurrencias nuevas, las que se apuntaban por escrito y se desarrollaban a la hora de poner manos a la obra.

Acá debo aclarar que por desgracia la memoria me juega una mala pasada y no recordaré las múltiples aplicaciones que, insertas en el sombrero, servirían más allá de ser parte de una pieza de vestuario algo anticuada.

Le anexamos una calculadora, un cenicero, poseía flechitas para indicar el sentido del tránsito, era también recipiente para copas, teléfono celular, reloj, estuche para anteojos, una capa desplegable para lluvias y otras más que tendría que consultar con mis compañeros que hoy día andan dispersos por allí. Bueno, creo que ya se habrán dado una idea de cómo venía la cosa.

Hasta aquí todo genial, pero faltaba la otra parte de la tarea. Se nos había solicitado también que, una vez terminado el artefacto, deberíamos generar una forma de difundir y promocionarlo para su venta. En definitiva, estábamos estudiando Publicidad. El camino se tornaría más tortuoso a partir de este punto .

Arrancamos haciendo una especie de volantes plegables, donde se explicaban las utilidades del producto en cuestión. Yo era el encargado de redactar todos los textos dado que, pese a que recién estábamos en primer año, ya había decidido elegir Redacción Publicitaria como especialidad.

A la etapa de comunicación gráfica la superamos rápido y sin mayores inconvenientes; pero, claro, los demás equipos también harían algo parecido y se trataba de competir y superarlos. Fue así como Luis, que poseía una cámara filmadora portátil, sugirió grabar un aviso fílmico. Todo un desafío.

Trabajando a contrarreloj pues los días iban corriendo más rápido que nosotros, armé los textos a ser leídos en el corto comercial que realizaríamos un domingo a la mañana. Constaría de dos partes, una en la que Cecilia, la dama del grupo, mostraría, sombrero en mano, los beneficios del mismo, al tiempo que Luis, además de ser el camarógrafo, leía el texto respaldatorio, que yo sostenía a la usanza de un apuntador. Por supuesto que aparecieron problemas de todo tipo.

Por ejemplo, Ceci cayó con una remera con la inscripción “Bariloche” en el pecho lo cual de por sí distraía bastante y corría la atención que debía estar centrada en el sombrero. Además, se movía mucho y se salía de cuadro. Debido a esto se ganó algún reproche del “director” Luis.

Mal que mal la toma salió aceptable. Era un día de sol y elegimos como escenario la terraza de la añosa casa. El spot se completaba con la actuación estelar de Facundo, que iba a tratar de convencer a los potenciales interesados de por qué optar por este particular objeto. Luis estuvo nuevamente a cargo de la cámara y yo mantuve mi puesto de apuntador.

Como sucede en estos casos, hicimos varias tomas para luego quedarnos con la más adecuada. Arrancamos de nuevo en la terraza, primero del lado del sol, luego a la sombra para posteriormente bajar al interior de la vivienda, en posición parado o sentado.

Lástima mi maldita memoria, en una época me acordaba bien de todo lo que debía decir Facu. Empezaba con algo así como “No me diga nada. Seguro que usted sale muy temprano y apurado de su casa”. Iba efectuando un movimiento abriendo bruscamente los brazos como quien quiere dar por definida una situación. En fin, tras tantos intentos creímos que la cosa estaba lista, pero habíamos olvidado un detalle clave.

El sombrero requería tener un nombre y no se nos ocurría el adecuado. Una vez más apelamos a la lluvia de ideas y de todas las ocurrencias la más sensata, por así decirlo, fue la mía que proponía utilizar las primeras silabas de nuestros nombres. Las escribimos en cuatro papelitos y la fuimos ordenando tipo rompecabezas. Quedó HUCELUFA, por Hugo, Cecilia, Luis y Facundo.

Solo faltaba editar el video en VHS ya que, como dije, habíamos hecho muchas tomas. Eso quedó para el mismísimo día de la presentación. Nos reunimos un rato antes de salir para el instituto y tratamos de resolver la situación. Y aquí el diablo metió su inefable cola. Nunca supimos que pasó, pero fue imposible armar el corto definitivo. La desesperación nos alcanzó. Como las agujas del reloj ya nos atravesaban el cuello, hicimos de tripas-corazón y dejamos todo así, teniendo que llevar la cámara y el trípode para la exhibición.

Ya en clase, los demás sombreros no diferían mucho del nuestro. El de los más jovencitos tenía un formato triangular y era plegable pero no cumplía tantas funciones. Donde se suponía que nosotros íbamos a sacar ventajas era en la parte publicitaria con nuestra accidentada película.

Y así fue como la mostramos, previo aviso y pedido de disculpas por la falla. La verdad es que a cada repetida aparición de Facundo parloteando “No me diga nada…” las risas iban en aumento y todo concluyó en estruendosas carcajadas, la profesora y nosotros mismos incluidos.

Objetivo cumplido pese a todo. Fuimos aprobados y nuestros dignos adversarios también. Fue la primera experiencia en una actividad que se tornaría apasionante con el correr de los años y los conocimientos que vendrían. 

Finalizada la agotadora aventura, con toda la dudosa gloria adquirida, nos fuimos los cuatro a celebrar con pizzas y cervezas por avenida Pellegrini. ¿Acaso podíamos tener un premio mejor? 

Mi abuela Carmen

Susana Dal Pastro

 

Resistía los pesares con firmeza.

La recuerdo seria dándome indicaciones sobre cómo afrontar ciertas cosas.

También la recuerdo tierna. Me bañaba con jabones perfumados, me llevaba a la calesita y al cine si las películas eran en castellano.

Íbamos caminando ida y vuelta al cine Esmeralda que estuvo muchos años en avenida Pellegrini y Corrientes. Ese cine, todos los lunes ofrecía un programa de tres películas en nuestro idioma, argentinas, españolas y mejicanas. Mi abuela, contenta porque entendía perfectamente todo con los actores del momento: Tita Merello, Sandrini, Zully Moreno, Sarita Montiel, Arturo de Córdoba, Pedro Infante, Jorge Negrete y tantos más.

La abuela Carmen no conoció la escuela, por eso, siempre me alentó a estudiar.

Carmen cuidó y educó su prole lavando y planchando ropa ajena. La honestidad, la pulcritud, la blancura y el aroma de su piel la distinguieron a lo largo de toda su vida. Dueña de una fuente inagotable de agradecimiento, repartía millones de gracias a quienes la ayudaban o la acompañaban o tenían con ella alguna atención.

En familia rezongaba frecuentemente, pero un color en los labios y un toque de perfume la transformaban en una persona afable y comedida.

Todas las tardes durante las cuatro estaciones, la abuela visitaba todas las semanas algún pariente y nos llevaba con ella segura de que nos portaríamos bien. Nosotros vivíamos por calle Maipú a pocas cuadras de su departamento de pasillo, en bulevar 27 de Febrero, al que íbamos todos los días; y, al atardecer de todos los días, nos traía de vuelta. Carmen dominaba el arte de la conversación.

 Al traernos a casa, apenas alcanzábamos la calle, se detenía en la primera parada: los vecinos de la casita del frente sentados en la vereda.

“Nena, saluden”, nos decía. Lo menos que nos llevaba ese saludo, era un rato largo de qué lindo vestido te pusiste hoy, cómo está tu mamá, cómo te fue en la escuela. ¿Qué pasa, no tenés lengua? El argumento dependía del momento y de la época del año; el fastidio de la respuesta, también. Se caminaba otro trecho y llegábamos a la siguiente estación: doña Sara que esperaba junto a su nietita, los últimos chismes.

“¿Usted sabía doña Carmen que la misma noche del velorio de la gallega, el viudo y Laura se fueron a dormir juntos?”. Yo entendí poco ese lenguaje, en cambio, mi hermana se puso colorada y la abuela se inquietó ante la crudeza del comentario. Una mirada suya bastó para saber que era el momento de guardar silencio y alejarnos unos pasos para no escuchar lo que no debíamos.

Y, claro, ahora a justificar el embarazo de la Laura. ¡Qué vergüenza! Con lo buena que fue la gallega para ellos.

Yo le decía a la gallega que se cuidara; estaba muy delgada y tenía las piernas arruinadas; tan joven y linda como era, se lamentaba la abuela.

Otros pasos más y llegábamos a doña Julia: que cuánto cuesta el pan y cuánto, la carne.

Con el tiempo hubo una nueva estación para mi abuela: la esquina de las chicas de la noche. Muy cerca del hotel alojamiento que había en 27 de Febrero y Maipú. Eran cuatro o cinco chicas y, por supuesto, doña Carmen no tardó en hacerse amiga de ellas. Aquí el tema de la conversación presentaba una realidad distinta y ajena, pero doña Carmen escuchaba: si la noche prometía, si la anterior había sido provechosa, si se sentían bien. Apenas si llamó la atención lo redondita que, de repente, se había puesto Lili; le quedaba bien; estaba linda la flaca. Tiempo después, cuando doña Carmen se sorprendió de no verla y preguntó por ella, le dijeron que Lili había tenido una nenita y no aparecería por unos días.

 Carmen daba el parte de los acontecimientos llegando a inquietar a la familia que veía con preocupación el vínculo que se había formado entre ella y sus nuevas nietas.

Y aconteció lo temido. Una noche andaba rondando la Policía y las chicas de la esquina no tuvieron mejor opción que pedir auxilio a doña Carmen. Entraron por el pasillo hasta su departamento y golpearon la puerta. Estaban por entrar cuando, inesperadamente, llegó tío Francisco, y sin titubear, echó a las chicas. El móvil de la Policía esperaba en la vereda y faltó un poquito así para que se llevaran también a la abuela. Uno de esos agentes era del barrio y conocía muy bien a todos los vecinos, por eso no hubo sospechas respecto a Carmen y su hijo y nos salvamos todos de un montón de problemas.

Nada fue igual desde entonces. A la abuela ya no la dejaron andar conversando por ahí. Carmen se volvió triste. El día era largo. ¿Y quién se haría cargo de ella? Sus dos hijas; siempre a su lado.

Amargo escuchar decir a la abuela que habían discutido por un plato de comida. Amargo no comprender que ella era madre para todos, que los quería y que esperaba que vinieran a verla. Esperaba, aún, al que le había dado tantos dolores de cabeza y que llamaban irónicamente “ el hijo pródigo”. Era el menor de todos. De espíritu aventurero, se iba de la casa cada dos por tres. Pasaron años sin tener noticias suyas y, por comentarios, llegaron a pensar que había muerto. Hasta que un día apareció con su esposa mitad araucana y mitad francesa y cinco mocositos peloduro hambrientos, necesitados de contención, de alimento y de escuela. Se improvisaron las camas por todos los ambientes. Lila tuvo que reducir su cucha para ganar espacio.

Un pico de presión casi mata a la abuela, pero había que sobrevivir. Una camada de nuevos nietos clamaba por atención y cariño.

Un día Carmen volvió a salir sola y anduvo perdida varias horas. Muy preocupados, la buscaron por los alrededores y vaya a saber qué ángel la trajo de vuelta.

Mi tía se la llevó con ella. No fue fácil la decisión, pero había que proteger a la abuela y se tomó la medida: cerrar la puerta con llave y ya no permitirle salir.

Doloroso verla callada y quieta detrás de la reja. Sollozaba. Qué pensaría de su nueva forma de vida, encerrada. A veces nos miraba ausente; otras veces nos miraba y se reía. Andaba chiquita y silenciosa en esas cansadas pantuflas hasta que ya no anduvo más. Comía apenas. Si estaba despierta miraba el entorno con asombro como si no supiera dónde estaba o quiénes éramos. Para ella la cama era todo el espacio. Y ahí se quedó hasta aquel día en que, al besarla, me creyó su mamá; se tomó de mi mano confiada y sonriente. Decía que habían venido a buscarla.

¿Quiénes vinieron?

¿No los ves? Papá y mi bebé (su bebé perdido al nacer).

Una brisa nos estremeció a las dos. La abuela soltó mi mano para tomarse de aquellas otras y se fue, cándida.

Santiago

María Alejandra Furiasse

 

Hace aproximadamente veinte años, siendo docente en un colegio religioso me surgió la idea de ser catequista y quién ofrecía esa posibilidad era la iglesia San Francisco Solano, citada en la intersección de bulevar Avellaneda y Mendoza. 

Pude concurrir y realizar los dos primeros años completos. El tercer año no, debido a la distancia, el horario e inconvenientes familiares. 

Fue durante este curso que empecé a escuchar por primera vez sobre la vida del apóstol Santiago y la trascendencia de su legado.

El tiempo pasó.

Más reemplazos siguieron y más personas queridas caminando a la par.

Siete años completos reemplazando en distintas instituciones. 

Levantarme 6.30 a esperar que sonar el teléfono para escuchar que necesitaban un docente en tal o cual escuela. Fluir y esperar lo mejor. Es difícil cuando sos sostén de hogar y estás alquilando. Y fue otra de las pruebas que tuve que sortear: alquilar una casa por diez años consecutivos siendo reemplazante. Y pude, creo que con ayuda divina.

Y también llegó el 18 de febrero, el día de los ofrecimientos de los cargos docentes. Y sí, ¡llegó! 

Soy titular desde 2013, aunque siempre trabajé de la misma manera con vocación, empatía y respeto, capacitándome permanentemente. 

Que el pensar razonando nos ayude a resolver problemas o ecuaciones. Poner palabras a lo que sentimos.

También aprendí mucho enseñando.

Son maestros y maestras los peques-gigantes, si los sabemos mirar y escuchar. 

Y también mis compañeras fueron maestras para mí.

 Un día, en la sala de maestros/as Liliana me dijo: “Dios a veces escribe en reglones torcidos, pero cuida muy bien a sus hijos, a las plantas y a los animales”. Fue después de que se enteró de que me habían depositado mal el sueldo en lugar del mes completo que me correspondía. Me habían depositado tres días trabajados solamente. 

Y me hizo bien escuchar esas palabras con la calidez que necesitaba. 

Y al día siguiente fue ella misma la que me entregó un sobre sellado con el dinero correspondiente a un mes entero de trabajo y aquella frase escrita. Y me dijo: “Cadena de favores, solo eso, hoy por vos, quizás vos podés hacer esto mismo por otra persona”. 

Fue un gesto que me tocó el alma y me sigue conmoviendo aún hoy. Pasaron tres meses desde ese día inolvidable y fue ella misma la que necesitó ayuda, porque el chófer de su taxi había sufrido un accidente y entonces fue que preparé un sobre con la misma frase y el dinero que yo había recibido dentro y se lo di de la misma manera. Y fue muy grande su emoción también. 

Ocho años estuve en la querida escuela 816, citada en Cullen y Rueda, detrás del cementerio La Piedad. Y pasar todos los días frente al cementerio me recordaba que tenía que agradecer la vida cada día todos los días. Se trabajaba con el alma en la mano . 

Hace cuatro años mi hijo Omar me cuenta que estaba muy entusiasmado con realizar el camino inglés. 

“¡El camino de Santiago, Dios!”, dije.

Y su entusiasmo fue muy contagioso. Y me puse a investigar más sobre el tema y a soñar despierta con cada imagen encontrada.

Santiago fue uno de los doce apóstoles más influyentes de la historia cuyo trabajo ayudó a expandir la fe cristiana en diferentes partes de España, país en el cual posee un camino con su propio nombre y que cada año recibe a miles de peregrinos de todo el mundo. 

La fiesta de Santiago se celebra cada veinticinco de julio. Y los caminos son rutas de peregrinación que convergen en la catedral de Santiago de Compostela, en Galicia, España. Estas rutas tienen su origen en la Edad Media.

Hay siete caminos principales: 

1. Camino Francés

2. Camino Portugués 

3. Camino del Norte

4. Camino Primitivo 

5. Camino Inglés 

6. Vía de la Plata 

7. Camino de Finisterre y Muxia

Este veinticinco de julio también celebré recordando mi camino hacia Santiago de Compostela habiéndolo caminado y recorrido, con campos florecidos y amaneceres esperanzadores, doblando en una esquina cualquiera y sintiendo que estaba dentro de un cuento con capillas del año quinientos, y las calles con empedrados, las casas y los negocios construidos en algunos recovecos con toques mágicos que despiertan toda la curiosidad para conocerlos.

Recuerdo que, a mi papá, después de que dejó de fumar, (cosa que hizo durante veinte años), le gustaba salir a caminar y llegaba a casa y nos contaba qué cantidad de cuadras había recorrido. Casi siempre iba solo, muy rara vez iban juntos con mi mamá. 

Se distanciaban por:

El poco diálogo, no se mostraban vulnerables expresando lo que sentían. 

El duelo no resuelto de Fabián. Me imagino.

Mamá necesitaba ir al cementerio y le pedía a la tía Chichi que la acompañe.

Papá no quería volver a ese lugar.

Y esa sensación que se sentía en el ambiente a veces, me incitaba a meterme de lleno a la lectura de libros que disfrutaba tanto.

Juana de Ibarbourou y sus poemas. 

“Mi planta de naranja lima”, de Vasconcelos.

Los cuentos de Atalaya.

“Antología del amor”, de Julia Pryluzky

 

Conocerse. 

Saber qué te gusta, qué cosas te dan placer, hace bien. 

Tener proyectos de vida hace bien. 

 Elegir, hace bien.

A mí, durante el quinto año de la secundaria y realizando un trabajo de equipo en la casa de Maife me ofrecieron un cigarrillo para fumar, ya encendido y al unísono me decían: “Tenés que probar!” y fue así como probé.

 El ahogo que sentí fue suficiente para que decidiera que no era para mí. 

Caminar sí. 

Sola o acompañada.

Con amigas. 

Y obviamente siempre invité a mis hijos a caminar, desde que eran niños. 

“¿Vamos hasta el Monumento?”, les decía. Ida y vuelta. Y las charlas compartidas. Y las risas. Y el cansancio. Y alentándolos a cada paso. 

Y siempre volvíamos renovados con ganas de volver a repetirlo. Hoy continuamos haciéndolo y con mucha emoción y felicidad digo que corren maratones y ironman.