sábado, 6 de septiembre de 2025

Orgullo de potrero



Daniel Jobbel



En el barrio Parque donde crecí, había estrechos senderos, como los de las hormigas, que permitían evitar caminar hasta el final de la cuadra para, si era necesario, doblar la esquina y descubrir nuevos horizontes. Esos caminos, formados por el constante ir y venir de los vecinos, eran verdaderos atajos para llegar más rápido, por ejemplo, al almacén y bar de Los Caruño, en Tiscornia y Richieri, lugar de reunión para charlas y café, para planear un picado o ir más rápido a la parada del colectivo que pasaba por avenida Ovidio Lagos hacia el centro y explorar nuevas oportunidades.

Sin embargo, también podían provocar demoras cuando el delgado hilo de tierra por donde caminabas se transformaba en un espacio mayor, totalmente despoblado de pasto, donde los jóvenes del barrio se reunían para jugar al fútbol, al trompo, a la bolita, o para remontar los barriletes, muchas veces armados con la ayuda de nuestros vecinos, amigos o padres, con cañas, papel de diario y un pedazo de tela para la cola del casero aparato y descubrir el placer de la creatividad. Aquel espacio pelado de vegetación era, paradójicamente, “el campito” o “la canchita” que nuestros viejos conocieron como “el potrero”, un lugar donde la imaginación y la amistad florecían.

Allí, podían forjarse amistades eternas o enemistades transitorias: rivalidades que al poco tiempo desaparecían cuando era necesario sumar otros jugadores para igualar los equipos y aprender el valor del trabajo en equipo. Ser el dueño de la pelota te habilitaba a ciertos privilegios, siempre y cuando tu madre te diera el permiso para salir de la casa después de que una comitiva de jóvenes había golpeado las manos en la vereda para exigir tu presencia junto a la pelota, que usualmente era de cuero, aunque también las había de goma, la “Pulpito” a rayas marrones o un plástico que parecía cemento cuando debías cabecearla y sentir el orgullo de ser parte del equipo.

De darse la situación de que tu padre o madre estuviera presente, pero no te daba el permiso de salir porque tenías que terminar la tarea escolar o ya te habías bañado, no te quedaba otra opción que prestar la pelota si es que no querías sentir como los jóvenes del barrio te reducían de tamaño solo con sus miradas condenatorias y las próximas cargadas, pero siempre con la esperanza de una nueva oportunidad. De darse el caso extremo de que tus padres no estuvieran en la casa y que no tuvieras el permiso de salir a la calle, si los chicos veían que la pelota era lanzada desde el interior para terminar rebotando en la vereda y enseguida te veían asombrados trepar la reja de la puerta de chapa, o saltar el muro de la casa de mis abuelos donde vivíamos, para caer estoico frente a ellos, pasabas inmediatamente a ser el héroe de la jornada. Y la pelota se ponía a rodar para llegar al potrero, un lugar donde la libertad y la aventura esperaban.

Somos eso. Crecimos con los zapatos llenos de polvo, las rodillas raspadas y el corazón apurado, no para mirar una pantalla, sino para terminar la merienda y salir corriendo a la calle, donde lo único importante era un balón y unos amigos.

Somos esa generación que se niega a desvanecerse.

Éramos los que volvíamos caminando del colegio, hablando en voz alta o soñando en silencio, con la mente ya en el próximo juego, en la siguiente aventura, entre un agujero en la arena y un secreto susurrado tras una esquina. Un palo podía ser una espada, un charco se volvía un mar por conquistar. Nuestros tesoros eran bolitas, figuritas, barquitos de papel. La pelota, esa de tantos picados. Y el cielo esperando la noche para ver la luna y contar las estrellas y ver donde ese puntito más brillante estaba Júpiter, nuestro único límite.

No teníamos copias de seguridad, solo recuerdos en la mente y en los carretes fotográficos. Las fotos se tocaban, se olían, se guardaban en cajones, junto a cartas escritas a mano, postales de los abuelos, y dibujos de colores que los padres guardaban como joyas. Llamábamos “mamá” a quien curaba nuestras fiebres, y “papá” a quien nos enseñó a andar en bicicleta. No hacía falta más. Por las noches, bajo las mantas, hablábamos bajito con el hermano en la cama de al lado, riendo por tonterías, con miedo de que algún adulto escuchara y apagara ese pequeño mundo de complicidad.

Esa generación se está convirtiendo en la memoria viva de una época que inspira a las nuevas generaciones a vivir con autenticidad. Nos alejamos en silencio, llevando una maleta invisible: el eco de las risas en la calle, el olor del pan recién hecho, las carreras sin sentido y esa libertad que no conocía notificaciones. Fuimos niños de aquel tiempo. Sesenta, setenta del siglo pasado. Y tal vez, esa sea nuestra mayor fortuna, un legado que podemos compartir con el mundo.

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