martes, 17 de junio de 2025

Caminatas compartidas

 

Susana Dal Pastro

 

Caminábamos juntas desde siempre. Había mucho que charlar, que compartir, que confesar. Generalmente, íbamos derecho por Laprida hasta Pellegrini; ahí, cambiábamos el rumbo según qué compras debíamos hacer, qué ver, qué trámite realizar.

Entre otras cosas, nos habíamos propuesto gestionar la ciudadanía italiana. Así, empezó una gran aventura. Ante todo, debíamos asegurarnos de que los familiares directos no hubieran renunciado a sus orígenes. En orden llevábamos los requisitos solicitados, pero cada vez que los presentábamos, por obra y gracia de la magia negra, encontraban algún error en el papelerío. Nos pedían un dato nuevo, alguna fecha desconocida, la correcta filiación del abuelo del abuelo del abuelo nacido antes del descubrimiento de América, ya que nuestro apellido no siempre se escribió igual. Debíamos, además, hacer traducir los documentos por traductores autorizados. Había que solicitar turnos y esperar las fechas establecidas para que nos devolvieran los papeles por incompletos.

Desánimo. Desesperanza. Desilusión.

Teníamos que recuperar fuerzas y para eso anclábamos en algún bar del Laguito a disfrutar un buen desayuno y, enseguida, empezaba a sacudirnos la risa.

 Decididas a empezar todo de nuevo, volvíamos por la avenida, siempre movediza y llena de gente. Saludábamos a Nuestra Señora del Carmen y ella nos bendecía desde lo alto. La pasábamos tan bien soñando juntas. Nada nos haría sucumbir.

 ¡De cuántas anécdotas ancestrales nos enteramos! Había personajes importantes en varias ramas de nuestro árbol genealógico.

 Mientras tanto, estudiábamos la lengua italiana. Asistíamos a la Casa Suiza una vez por semana y nos iba muy bien; disfrutábamos las clases; cumplíamos con las tareas. Pasada la hora, camino de vuelta a casa, nos asaltaba el aroma de una panadería con su vidriera colmada de cosas ricas. Cómo pasar por alto esos churros rellenos. Claro que nadie tenía que vernos; de lo contrario, algunas caras largas transformarían el dulce de leche y la crema pastelera en amargura. No lo hacían de malos; sencillamente, nos recordaban los niveles aconsejables de colesterol y otras hierbas que debíamos mantener bajos para una buena salud. Conscientes de que los únicos valores en baja que conservábamos eran los de bolsillo, varias veces intentamos volvernos ricas en alguna agencia de lotería, pero eso nunca pasó.

Un día, el consulado, tras el último papelerío presentado, nos sorprendió con la gran noticia. Luego de muchas idas y venidas nos habían otorgado la tan esperada ciudadanía. ¡Ya éramos italianas! La magia negra devenida en blanca. Nos abrazamos. Celebramos cantando y bailando y con gran alegría nos dijimos: tarea cumplida. Agregábamos más ramas con la esperanza de sumar brotes nuevos a nuestro árbol familiar.

Pasaron muchos años desde entonces.

En el anochecer de ayer, caminando por esas calles tantas veces recorridas, una vidriera me reconoció; encendió sus luces; me hizo un guiño y, enseguida radiante, me invitó a pasar. Un aroma dulce y fresco me recibió. No pude resistir la tentación. La panadería se acordaba de nuestro secreto y se alegraba de verme; yo, de verte. Compré churros rellenos y seguí andando.

Cuántos recuerdos. Algunos caminando conmigo; otros asomados desde lo alto. Todos tiernos. Todos vivos.

Recuerdos de mi infancia

 

Patricia Bessone

 

Hay una historia que, de tanto escucharla, creo que la recuerdo como la secuencia de una película.

Yo era una niña de tres años.

Vivía en un pequeño pueblo del sur de la provincia de Santa Fe.

Era una tarde otoñal. Estábamos de visita en la casa de una tía. Mi mamá tomaba mate con mi tía y yo jugaba en el patio con mi primo.

La casa era antigua y, como toda casa antigua de esos tiempos, tenía en el patio un aljibe o un pozo de agua, no sé qué sería exactamente; o si había sido hecho para recolectar agua de lluvia o para extraer agua de las napas subterráneas. Tenía una tapa de madera y, sobre ésta, macetas con plantas.

Acababa de llegar a la casa un cachorrito simpático y juguetón. Me divertía, pero me daba un poco de miedo que me anduviera mordisqueando las piernas y saltando todo el tiempo. En un momento, cansada de las demostraciones de afecto del perrito, me subí a la tapa del aljibe y mi primo, también.

No fue una buena idea. La tapa, medio podrida, no soportó nuestro peso y cayó; por supuesto, que conmigo y con las macetas. No con mi primo, que saltó ágilmente.

Ante sus gritos, salieron las madres, corriendo asustadas. Se asomaron y nada… Cinco metros de aire y el agua.

Desesperadas, fueron a la vereda, ya que desde el patio se veía que había un empleado de la usina de electricidad subido a una escalera, haciendo reparaciones.

Rápidamente regresaron todos.

Cuando se asomaron nuevamente, estaba yo agarradita a un caño de la pared interna del aljibe, muy tranquila. El señor bajó por una especie de escalera que había en ese pozo. Faltaba un ladrillo cada dos o tres, eso permitía colocar el pie y descender.

Me socorrió él, pero me salvó mi calma.

Yo lo que sí recuerdo de este episodio es la vergüenza que me dio irme de la casa de mi tía vestida con un pantaloncito y una remera de mi primo, cuando yo había llegado con un lindo vestidito.

Nuestra familia ya cumple cincuenta años





María Cristina Piñol



Los primeros pasos



Años 70, Facultad de Medicina de Rosario. Una treintena de adolescentes comenzaban una vida nueva. Mesas de mármol y los ventanales que dejaban ver las Salas del Hospital Centenario,

La vida universitaria implicaba libros enormes, noches sin dormir, mates, risas, llantos, peñas, política, exámenes, recitales, picnics, cafés, centavos en los bolsillos, la mezcla increíble de clases sociales, de costumbres, de “tonadas” provincianas, las diferencias que van nutriendo la vida de quienes la transitan y surgen coincidencias de valores, proyectos y costumbres, que de a poco van acercando a quienes deciden y eligen ser amigos.

Las horas y los días van pasando y con ellos creciendo este nuevo sentimiento, este ir y venir de historias propias y a la vez, sin darnos, cuenta comenzando a construir una nueva que camina hacia el mañana.

De repente, apareció lo que podría haber sido “un tercero en discordia”: el amor. Esos amigos que un buen día se dieron cuenta que había algo más que los unía, que el deseo de estar juntos hoy no era el mismo que el de ayer. Y si, era ese amor que despierta atracción, admiración, deseos, trascendencia, y vaya si trascendió que ¡ya lleva 50 años! Así comenzó esta historia de vida entre Adriana, Víctor y Enzo y yo, cuatro amigos, dos parejas.

Quizás en aquellos momentos no lo percibimos, pero estos núcleos diferentes tenían en común valores de vida. El respeto, el trabajo, la solidaridad y la familia eran los legados que nos iban dejando y que nosotros fuimos incorporando naturalmente.

En 1975, Enzo y yo decidimos casarnos. ¡Nuestro primer gran acontecimiento compartido! Veníamos perfilando el nacimiento de esta “otra familia”.

Pero la vida, afortunadamente no deja de sorprendernos. Fuimos de viaje de bodas a Bariloche, casi todos éramos “mieleros” y justo allí estaba la tercera pata de nuestra mesa. Y así fue, como llegaron Nora y Roberto a nuestras vidas. Comenzábamos una nueva etapa y, dejando atrás la zona de confort del noviazgo, nos adentrarnos en esa aventura que nadie sabe cómo va a terminar: el matrimonio.

El cariño entre ambas parejas se fue dando tan naturalmente, que ni siquiera alcanzo a recordar un evento puntual que nos haya vuelto a reunir después del regreso a Rosario. Cenas, charlas sobre el viaje, ver las fotos y reírnos de los álbumes de nuestras respectivas bodas. En una de esas comidas que organizamos vinieron también nuestros amigos de “siempre” Adriana y Víctor y, así ,por primera vez nos reunimos los seis.

Un par de meses después yo quedo embarazada y algo parecía no andar bien. Una tarde de febrero, en casa de Adriana se desencadeno el evento. Un embarazo ectópico y una cirugía de urgencia. El sanatorio era un desfile de familia y amigos; y, por supuesto, ellos cuatro al lado nuestro. ¡Un año y medio después se casan Adriana y Víctor y se completó la gran semilla!



Los lazos



Entre 1977 y 1978 comenzaron a nacer nuestros hijos. Día a día se hacían más fuertes en cantidad y calidad las cosas que teníamos en común. Los momentos compartidos se hicieron más frecuentes, la crianza de los hijos, las vicisitudes de la falta de dinero o los trabajos de cada uno. Nos cuidábamos los niños, cuando alguno u otro no podían hacerlo por cualquier motivo. Entre semana nos reuníamos las mamás con los pequeños para que jugaran entre ellos y de paso teníamos grandes charlas sanadoras. Los domingos los pasábamos en mi casa de Roldan. Mi viejo, que era un tipo muy especial, gozaba haciendo jugar a su primer nieto, Bruno y a los “nietos postizos” que la vida le iba regalando. Cuando nuestros hijos mayores comenzaron a balbucear las primeras palabras, debutamos como “tíos”. Todo fue muy natural, íbamos “creciendo” juntos en todos los sentidos. Llegaron más bebes, en ese entonces tres míos, tres de Nora y los primeros dos de Adriana. Los pañales, papillas, llantos, fiebres y cólicos, nos acompañaron durante muchísimos años. Y los niños fueron compartiendo cada vez más actividades, futbol, rugby, gimnasia, cumpleaños, vacaciones, las primeras comuniones y los primeros “asaltos”.

¡Ya éramos un batallón! Seis adultos y ocho niños. ¡Cenábamos en alguna casa los sábados por la noche y, en medio de los gritos y peleas infantiles, había guitarreadas, mates y juegos de cartas hasta la madrugada!

¡Como consideramos que ese caos no era suficiente, a Adri y a mí se nos ocurrió volver a embarazarnos! Y, así, nacieron en abril del 84 mi cuarto hijo, Leonardo, y en noviembre Ezequiel, el tercero de Adriana.

¡Llevábamos ya casi catorce años juntos y con un bagaje impresionante!

¡A fines del 85 Adri y Víctor obtienen su título! Tremenda admiración al verlos recibir el diploma.

Y la vida juntos siguió. Hubo mudanzas, cambios de trabajo, crisis económica. Los lazos seguían tejiéndose entre los niños del modo más natural. Tenían secretos, les encantaba estar juntos, los varones jugaban como todo varón a lo bruto, al punto que en medio de un juego descontrolado hasta se quebraron (hoy se mueren de risa cuando se acuerdan), y las nenas comenzaban a diferenciarse de ellos, con entretenimientos más tranquilos; pero solo por un rato, ya que sin saber cómo terminaban todos trepando, saltando, tirando juguetes, gritando, cantando. ¡Guauuuu! A la distancia hoy pensamos ¿como los soportábamos? Y la respuesta es simple, con amor…



El fortalecimiento



Comenzó 1989, un año de inflexión en nuestras vidas. Mi hijo mayor Bruno tenía 11 años y el mayor de Nora, Mariano 12. Inseparables. Los dos se juntaban y eran dinamita. En mi casa se especializaban en romper con la pelota los tubos fluorescentes y los vidrios y en casa de Nora macetas. Entraban y hacíamos de cuenta que pasaba un huracán, qué paciencia... Fue el verano de los primeros asaltos, bailecitos, noviecitas, música y las primeras picardías.

Adriana y Víctor, que definitivamente, aunque ya médicos no sabían nada de anticoncepción estaban embarazados de nuevo.

Mayo 17, el dolor más terrible nos atravesó. Bruno tuvo un accidente, inmediatamente se le diagnostica muerte cerebral, a la semana, un 25 de mayo por la madrugada se fue. El día 23 había nacido Martin, mi ahijado, hasta ese entonces el menor de Adriana. ¡Sobra decir que lejos fue lo peor que nos paso en la vida! Lo que no sobra es contar la maravilla de tener a nuestro lado a quienes comparten desde lo más profundo de su ser ese dolor. Sentir que quienes te acompañan a toda hora no lo hacen por obligación, sino simplemente porque están tan partidos en pedazos como vos. Fue mi hijo, nos tocó a nosotros, pero en realidad nos tocó a todos. El dolor de mis otros hijos, de mis sobrinos, la contención que esos pequeños se dieron entre sí, sin pensarlo claro, porque no podían pensar, solo sentían, solo querían estar cerca, solo y simplemente se necesitaban. Ellos fueron nuestra tabla de salvación. El poder de resiliencia fue más fuerte y salimos adelante.

Aprendimos mucho. Comenzamos a valorar como nunca el “hoy”, el “nosotros”, a diferenciar el “querer” del “amar”, el querer es egoísta, el amar es dejar ser, dejar crecer, y hasta dejar ir. Supimos que definitivamente estábamos unidos para siempre, no importara donde estemos ni que hagamos, estábamos seguros que todos podríamos contar con todos.

Tomamos conciencia de que éramos familia, simplemente porque así nos sentíamos. Porque teníamos los valores, el respeto y la solidaridad, de una familia; y, a la vez, la hermosa libertad de poder elegirnos todos los días, sin reglas, sin compromisos, solo siendo como somos y transmitiéndolo como podemos.



El mundo de los adolescentes



Y los chicos fueron creciendo. De a poco nos fuimos adentrando en ese mundo complejo y maravilloso de los adolescentes, teníamos algunos en secundaria y varios en primaria. Se acercaban las primeras fiestas de los 15 de las “nenas”. ¡Pero, antes, Adriana, que acostumbraba a darnos las grandes sorpresas, embarazada de nuevo! ¡Y llego la benjamina del grupo, Ferchu, esa enana que nos revoluciono la vida a todos! Para los primeros 15 años que festejamos ya estábamos completos, los tres matrimonios y los once sobrinos-primos-hijos.

Esta banda no compartía ni la escuela, ni el club, y vivíamos en barrios diferentes, por lo que cada uno tenía sus amigos. Pero los fines de semana, ninguno se resistía a la reunión “familiar”. La mesa era cada vez más larga, se sumaba siempre alguno o varios de esos amigos del barrio, o del club y de a poco comenzaron a llegar los novios.

Otro lugar impostergable de unión para los varones, que tenían edades muy disimiles, desde siete años el menor hasta dieciocho el mayor, era la cancha. Todos fanáticos de Ñubel, y el tío Rober los llevaba a ver los partidos. ¡La felicidad que tenían de ir a ver al club de sus amores, juntos y con el tío era emocionante!

Por su lado las “nenas”, compartían las salidas de chicas... ¡Si nos habremos quedado hasta las tres de la mañana charlando entre las mamás esperando la hora para ir a buscarlas!, Pero la noche no terminaba ahí y con mates de por medio nos contaban con quien se encontraban, los amigos cariñosos y nos moríamos de risa todas. Por supuesto, compartían lo que querían, había muchos secretos entre ellas. Fueron tiempos maravillosos. Nuestras casas desbordaban de adolescentes casi a toda hora.

Claro que no todo fue rosa. La adolescencia también es un tiempo de cambios, de despegue, de confrontación, de diferenciación, de conflictos. Esos momentos de zozobra e incertidumbre y siendo once chicos creciendo en grupo, es fácil imaginar que cuando uno terminaba el tránsito de la etapa otros recién se asomaban. Tampoco pensábamos igual los papás acerca de cómo debíamos actuar ante tal o cual situación. Algunos más conservadores otros un poco más actualizados, la cuestión es que entre todos y no sé muy bien como lo hicimos, íbamos aprendiendo los unos de los otros. Además, los chicos son muy diferentes y, como es la etapa donde se forjan más los caracteres, cada uno seguía su propio rumbo, pero ninguno cortó esos lazos que, ya en ese momento, ellos mismos decidían seguir trenzando.

También en esta etapa comenzó el desfile de los noviecitos y noviecitas. Vimos Irse a varios y otros llegaron para quedarse.



Los cambios constantes



Cuando nos dimos cuenta ya teníamos tres de nuestros hijos en la universidad, uno de cada matrimonio. ¿Cómo paso el tiempo tan rápido? ¡Los demás seguían transitando la secundaria, y Fer, la benjamina aun en primaria! ¡Un poco de todo!

Pasados un par de años, y como frutilla del postre que anuncia la finalización de una etapa y el comienzo de otra, nos comunican la primera boda. Los cambios se precipitaban, tomamos conciencia que dejábamos definitivamente atrás pañales, mamaderas, guardapolvos a cuadritos, payasos y velitas, muñecas y soldaditos, estábamos frente a jóvenes, frente hombres y mujeres. Un buen día, el mayor de los “primos”, toma la decisión de ir a vivir a los Estados Unidos. ¡Gran conmoción! Como siempre todo se charlaba, y ahora también los chicos opinaban y con fundamento. La mayoría de los once primos estaban grandecitos y todos apoyaban la decisión, en realidad lo apoyaban a él, argumentando que tenía que vivir su experiencia y que para volver siempre había tiempo. Sabios los chicos… ¡Nosotros, los “grandes” sentíamos que se nos iba un pedacito de cada uno! ¡Y se fue nomas! con una gran despedida de toda “esta familia”, donde abundaron las bromas, los consejos de los más grandes, los besos y abrazos más sinceros y sentidos, y un pequeño “libro”, donde cada uno le escribió algo, y llenamos con fotos de todos para que no se olvide ni de nosotros y sobre todo de quien era él.



Llegaron los nietos y hubo cambios de vida



Sí, fueron llegando esos bebés que otra vez nos cambiaron la vida. Entre el 2000 y el 2013, nacieron once nuevos integrantes, todos de Nora y Rober y de Enzo y yo. Y la historia volvió a repetirse, era como ver de nuevo la película.

Pero como todo en la vida puede cambiar de un momento a otro, en el medio, y casi sin aviso, otra decisión nos sacudió .Una de las tres patas de esta mesa familiar “levó anclas” y decidió irse a vivir al sur, a San Martín de los Andes, ya sea en busca de una vida mejor o de concretar sueños postergados, o simplemente a emprender una aventura familiar y laboral en un nuevo lugar y, salvando las diferencias, emulando a nuestros antepasados. No fue fácil, ni para los que se fueron ni para los que nos quedamos. La verdad, para mí aún es difícil. Pero siempre con el aprendizaje de “amar y no querer”, fuimos de a poco aceptando la distancia, extrañando mucho, adaptándonos a las nuevas formas de comunicación, tratando de viajar lo que más que podemos para estar unos días juntos y comprobar que todo está intacto, que siempre, siempre, siempre nos elegimos como familia, que eso somos, que los chicos siguen siendo primos, que nosotros irremediablemente para ellos somos sus tíos, y que donde sea y desde donde estemos, contamos los unos con los otros. Allá en el Sur, hay más nietos, seis y una que vive en Mallorca con sus papás que también decidieron aventurarse al otro lado del mundo. Hoy podemos confirmar que “la familia de elección” no conoce de distancias.

Muchos nos dicen que nosotros tenemos algo tan especial que es único, a muchos les cuesta entendernos hasta que nos ven juntos.

Feliz de haber formado esta familia.

Parrilla

Hugo Longhi

 

Empecé a trabajar a los diecisiete años. Digamos, llamar trabajo a aquellas primigenias actividades quizás suene algo pretencioso. Se trataba de vender rifas, ayudar a un primo en la colocación de aires acondicionados y hasta alguna incursión en una estación de servicio como playero. De mi más que efímero paso por un taller metalúrgico mejor ni hablo. Aguanté apenas dos horas, debo ser récord mundial en permanencia laboral.

Tal desorden hizo que, más adelante, al ingresar a una compañía de seguros, primer trabajo “en serio”, mi objetivo inicial fue mantener ese puesto cosa que con cierto esfuerzo logré. Solo agregar que al cumplir el año salí a festejarlo con mi familia. Luego pasaría largas cuatro décadas allí.

 

Hubo una época en que parecía que para comer un buen asado había que ir a Granadero Baigorria. Allí, se ubicaban las mejores parrillas. Por aquel entonces, yo también vivía en Baigorria, pero bien al norte, casi llegando a Capitán Bermúdez.

Cierta tarde apareció en la oficina un excompañero, uno de esos tipos que andan en un montón de cosas. La cuestión fue que me preguntó si me animaba a trabajar en una parrilla. Me gustó la idea, era una actividad nueva que supuestamente me iba a dejar una ganancia que, si bien no sería importante, al menos me cubriría los gastos de combustible para el autito que poseía.

Fue así como una tarde/noche, al finalizar mi jornada, tomé el ómnibus para regresar a casa, pero me bajé antes para conversar con el dueño de la parrilla “El Bagual”. La propuesta era que yo hiciera de adicionista los días sábados, que era cuando más concurrencia se registraba. Con Rubén nos pusimos de acuerdo enseguida y arrancaría el fin de semana siguiente.

La noche indicada llegué, me señalaron el escritorio donde me ubicaría, en un rincón poco exhibido ante el público. La operatoria era en principio sencilla, cada mozo me cantaba el número de mesa y el menú o bebida que iba sirviendo. Yo anotaba en la factura y al final convertía todo a números, la famosa “dolorosa” que es, por lo general, lo menos grato de una salida gastronómica.

Andábamos a mediados de 1984 y por supuesto nada de calculadoras ni mucho menos computadoras. Tras el nerviosismo propio de cada tarea que se inicia, me fui serenando al observar que no hallaba dificultades. Todo era tranquilidad y armonía hasta que apareció ella.

Hablo de Patricia, la hija del dueño que, si bien nadie lo manifestó así, venía a controlarme, algo muy obvio ya que yo también tenía que encargarme de cobrar y nadie me conocía lo suficiente como para confiar en alguien que manejara dinero.

Patricia era una chica de más o menos mi edad, se presentó con una sonrisa amable y se sentó a mi lado. En los baches en que no disturbaban los mozos me iba contando su vida, bastante particular, por cierto. Tenía dos hijos y estaba separada. “Qué vida vertiginosa”, pensé. Me quedé corto, ella era además bastante desordenada y perdía la calma con suma rapidez.

De todos modos, su vida era su vida y aquí no importaría a no ser que ese despiole personal se trasladaba a lo laboral. Pronto aquella pacífica velada dejaría de serlo. Confundía las mesas, les anotaba consumos a otros, tachaba, se le caían los papeles, nada de lo que hacía parecía hacerlo bien. Y encima siempre le echaba la culpa a alguien. Yo, como novel compañero, nada le reprochaba. Además, era la hija del dueño.

Menciono, por solo citar un incidente, la noche en que pidió que le sirvieran una copa helada, que era gigante y encima con Charlotte, es decir bañada con chocolate. Era para compartir y entre anotación y anotación íbamos metiendo un cucharazo. Creo que no quedó una factura sin mancharse con el marronáceo elemento. No quiero imaginar la cara de los comensales al recibir tal desprolijidad.

Con el correr de las semanas la presencia de Patricia fue raleando lo cual era una tranquilidad para mí. Funcionaba mucho mejor solo que auxiliado por ella. También significaba que Rubén ya tenía confianza plena en mí.

Debo decir que la parrilla en ocasiones se transformaba en cantina ya que iba un señor con su órgano electrónico a ejecutar temas populares para que la gente baile. Soy medio “pata dura”, pero también me animé a sumarme al jolgorio.

Lo cierto es que la parrilla estaba bastante mal manejada, con marcada improvisación. Se cometían errores que molestaban a los clientes, quienes más de una vez se quejaron. Esto hizo que la concurrencia fuera mermando y el negocio decayera. Ante tal circunstancia ya mi presencia no era necesaria y decidí dejar ese puesto. Una lástima ya que la relación con el dueño y su familia era muy buena, pero no podía seguir cobrando por hacer unas pocas adiciones.

No obstante, trabajé en ese lugar durante dos años en que viví innumerables experiencias. Aprendí muchísimo de lo que es un local gastronómico por dentro, el clima laboral que se vivía, muy diferente al de la compañía de seguros, el compañerismo, la solidaridad, el encuentro con algún conocido que asistía y se sorprendía con mi presencia allí entre otras anécdotas.

Finalmente, “El Bagual” cerró y hasta Granadero Baigorria dejó de ser la opción top para las parrillas. Fue un período de mi vida que no merece ser olvidado por lo bueno y por lo otro. La inefable Patricia, por caso, con su corso a contramano, pero siempre simpática y amable. Rubén y su esposa me adoptaron casi como un hijo más. Y los mozos, asadores, cocineras y gamuceros fueron compañeros que no competían conmigo. 

Cada vez que ocasionalmente paso por el local hecho un vistazo desde la ruta. Otro comercio funciona allí hoy, pero para mí significan gratos recuerdos de una época en que quise trabajar de otra cosa. 

Taller


 Susana Dal Pastro

 


            Taller.

Mi palabra preferida.

Mucho más que una palabra, una vida

Taller de reparación de motores con sus herramientas, tanque de aceite donde se lavan partes y repuestos.

Taller de historias.

 Taller de Contame

 

Mi papá y mi tío lograron abrir su propio taller alrededor de 1930. Importaban motos inglesas, que vendían y reparaban. Algunas de esas motos habían sido adquiridas por la Policía Caminera de la Provincia estableciendo una sincera amistad con los integrantes de esa unidad.

Más adelante los hermanos compraron un amplio terrero enfrente de ese taller. Se trataba de una superficie con forma de “ele”, que unía las entradas y salidas por dos calles.

 Yo había nacido en 1947, unos meses antes de que mi papá partiera. Muchos proyectos quedaron inconclusos y fue necesario analizar el porvenir de las dos familias.

 Mientras tanto, yo crecía en el nuevo y amplio taller mecánico. En ese tiempo con mi mamá y mis hermanos compartíamos el espacio con tíos y primos.

Mi prima era la mayor de la nueva generación. Venía todos los días a verme y me hacía upa.

¿Me das un beso?

No.

¿Me querés?

No.

—Entonces te tiro al tanque de aceite.

Me aferraba a su cuello y ella, conmigo en brazos, atravesaba la puerta del patio que comunicaba con el taller y se paraba frente al tanque. Yo, temblando de miedo, espiaba ese abismo misterioso en el que se reflejaba un techo de chapas murmurantes. Esta escena se repetía todos los días; mi prima venía, saludaba, me alzaba y me preguntaba “¿me querés?” y vuelta a empezar.

Más adelante mi tío y primos continuaron con el antiguo taller de rectificación de motores y motos, y nosotros alquilamos nuestra parte para reparación de camiones y acoplados. Las dos familias vivimos siempre en una misma manzana de la zona que limita la República de la Sexta con el Abasto.

 Más tarde, alrededor del año 1965, se abrió un taller de reparación de Volkswagen y Peugeot, “Alemfran”, con mi hermano a la cabeza.

Motores, herramientas, aceite, vehículos entrando y saliendo.

A través de los años mucha gente pasó por el taller, por eso, siempre hubo alguna historia para escuchar o algo que agregar a lo que ya conocíamos.

 Decían que algunos, además de sus autos, también traían a rectificar sus vidas, cosa imposible la mayoría de las veces; sin embargo, después de desarmar y volver a armar los motores, había un nuevo impulso para continuar la marcha. El asado era un sacramento de práctica semanal para los amigos y clientes. El carbón encendiéndose, las rodajas de morcilla cruda y el vasito de vino atizaban el fogón. Los chistes, los versos y las canciones eran el aderezo para el taller de mi infancia. Claro que mi mamá, mi hermana y yo comíamos solas en la cocina de casa, pero igual escuchábamos.

 Los sábados a la tarde y los domingos, cuando todo era silencio, recorría el taller rincón por rincón; buscaba la máscara de soldador para mirar el sol y, aprovechando la soledad, me dedicaba a vestir con lápices de colores, biromes o lo que tuviera a mano a todas las atrevidas chicas de los almanaques. Me acercaba al tanque que, ahora, en vez de asustarme, me contaba las historias que latían en su fondo oscuro.

Cuando el “Rosariazo”, en septiembre de l969, ante el temor a ataques e incendios de vehículos, los vecinos se acercaron a nuestro taller sabiendo que encontrarían lugar para proteger sus máquinas familiares y deportivas. El karting de un amigo de mi hermano se escondió allí mucho tiempo, pero por otro motivo: su dueño pertenecía a los Testigos de Jehová y la esposa no tenía que saber que él participaba en carreras.

El tiempo siguió andando. Mi hermano se enfermó y también se nos fue.

El taller se cerró para siempre, pero la puerta a los recuerdos permanece; puerta que se abre en cada acontecimiento familiar.

Pasaron años hasta que volví a entrar a un taller mecánico; fue en Villa Gobernador Gálvez a finales de 1994, época en la que me había transformado en el chofer de la familia. Me pareció escuchar la voz del mecánico; algo me dijo, pero no entendí. Reaccioné y pedí disculpas. Le pregunté si me permitía ver el tanque de aceite. Sonó extraña mi pregunta, pero asintió amablemente. Me asomé a un inofensivo y calmo tanque de aceite como debe haber sido el de mi niñez.

Tierna y cálida emoción. 

Hace tanto. 

Porque lo digo yo

Mónica Mancini

 

En los años sesenta y setenta, en los que transcurrieron mi infancia y adolescencia existían reglas, hábitos, usos y costumbres, que estaban instituidos y nadie se atrevía a discutirlos o cuestionarlos; al menos, así era en mi hogar.

El tema horarios era tal cual un cronograma de cualquier emprendimiento laboral. Almuerzo a las 12 en punto, ni un minuto más ni uno menos; cena a las 20 en invierno, en verano se cometía la extravagancia de llegar hasta las 20.30. Con el desayuno y la merienda se podía variar por las actividades de cada uno, que eran distintas.

La recreación estaba destinada a los jueves y a los domingos, eso se debía a que mi papá tenía carnicería y esos eran los únicos días que no abría el negocio.

Los jueves por la tarde íbamos al cine , actividad de la que el era muy fan y nos la contagiaba. Demás está decir que sus favoritos eran los del wild west o, como decíamos vulgarmente, “las de pistoleros”, que abundaban en esa época; aunque también nos llevaba a ver los estrenos de Disney. Aún recuerdo mi llanto desconsolado cuando el cazador mata a la mamá de Bambi. Eso lo acobardó un poco, pero continuamos por años con esa rutina. Íbamos a los cines del centro Radar, Gran Rex, Heraldo, Monumental, también a los de nuestro barrio, como Mendoza, Roma Echesortu; y, si daban películas interesantes, nos llegábamos hasta el Nilo, el Victoria, hasta a veces me llevaba al San Martín, donde casi no iban chicas.

Los domingos, en cambio, la actividad era mas en contacto con la naturaleza, aunque también una rutina. Mientras en casa mi mamá amasaba y preparaba el estofado, menú fijo de ese día, nosotros íbamos al parque Independencia, al laguito, dábamos una vuelta en la lanchita a motor con un enorme copo de nieve pegajoso, que nos apurábamos a terminar; y, entonces, con el palito hacíamos olitas en el agua. A veces también nos subíamos a los juegos, pero papá no era muy amigo de los que iban rápido, siempre prudencia al máximo. Era común que acote que ese paseo era un gran esfuerzo que hacia por sus hijas, ya que, para un canalla como él, ir al parque de la lepra era un deshonor.

Cuando llego el tiempo de ir a los bailes de Carnaval, que eran a los únicos que nos permitían, debíamos hacerlo con nuestra madre, generalmente al club del barrio que quedaba a la vuelta y había horario estricto de regreso.

Cuando llegó el tiempo de los novios, aun existía el “pedido de mano”. Se concretaba una cita, donde la interesada no estaba presente y se formulaba un interrogatorio al pobre muchacho, que supongo habrá tenido deseos de salir corriendo. Se estipulaban días de visita y se aclaraba que en las salidas debía estar acompañada por la hermanita, en este caso, la hermanita era una servidora. Mis salidas con mi hermana y su novio, para mi eran una tortura, me aburría; además, a ellos les molestaba y era evidente que preferían estar solos; no obstante, él era amable conmigo e intentaba mantenerme callada. En nuestra primera salida al cine, me compró ocho chocolates “Aero”, la segunda cuatro, la que siguió dos y hasta el día de la fecha nunca más. Supongo que deseaba asegurarse de mi discreción. Cuando la comprobó termino el chantaje.

Eran reglas, que como todas lo mejor que tienen, más aun cuando es en la adolescencia, es transgredirlas; así que nos hicimos expertas en crear trampas para esas salidas, que nos favorecían mutuamente.

En repetidas ocasiones intentábamos convencer a papá para mover algunas costumbres, pero era imposible, la famosa respuesta “porque lo digo yo” era toda la fundamentación que se nos daba ante los cuestionamientos.

La organización de una familia, sus reglas, sus costumbres en nuestra infancia eran bastante diferentes a lo que vemos hoy. No estoy segura si fue mejor o no. Creo que en el momento histórico y cultural en el que nosotros fuimos chicos nos ofrecieron lo que creían que era conveniente para nuestra formación y nuestro futuro.  

Hay mucho más para contar de esos años, pero como siempre me decía mi papá: “Moni, de a poco, no te apures tanto”.

miércoles, 28 de mayo de 2025

Mi hermanito

Carmen Ramallo

 

Pronto a cumplir cuatro años llegaría el regalo tan ansiado, mi hermanito. Por fin, saldría de la pancita de mamá, ya dejaría de acariciarla a ella, para tocar a mi muñeco de carne y huesos. Sabía que faltaba poco, porque salían corriendo al médico y nosotras íbamos de mi tía Delia o bien mi prima Fani, quien vendría a cuidarnos.

Sería María Eva o Juan Domingo. Cuánta ansiedad para esos tiempos, 1964; al menos, por estos lados no existían las ecografías. Había que esperar nueve meses. Una madrugada mamá comenzó con dolores y salieron rápido a Rosario en busca de mi hermanito; para mí, le iban a hacer una puertita en la panza para sacárselo (lo de la cigüeña era un cuento). Ya no dormí… 18 de septiembre, sería una fecha motivacional para todos.

Por la tarde, mi papá nos llevó al sanatorio a conocerlo, porque fue Juan Domingo. Yo quería agarrarlo, no sé qué sentiría mi hermana, pero yo estaba feliz. Creo que mi papá, para esa época fue el hombre más feliz de la tierra, aunque siempre supe que por culpa de mi abuela materna no fui María Eva; pero mi papá tuvo su general en la familia. Jajaja.

Aún recuerdo el día en que llegaron a casa, escuchamos el auto y todos corrimos para recibirlos. Es cierto que se olvidaban de la mamá cuando llegaba un bebé a la familia, sin contar que una semana fue un desfiladero de gente. Hoy pienso: pobre mi madre. Cuántas cosas ignorábamos sobre el descanso de la madre, la intimidad de la familia, el inicio de esa vida al exterior. Algo ha cambiado hoy.

Mi hermanito fue lo más, como dicen los chicos hoy. Él era mi muñeco de carne y hueso. Sabía llorar, hacer, pipí, tomar la teta y también la mamadera.

Me gustaba sacarle el chupete y ponerlo en mi boca hasta que comenzaba a llorar: “No llore mi bebito”, le decía; y pensar que yo era pequeña. Cumplí mis cuatro años nueve días después de su nacimiento. No recuerdo si hubo fiesta. Sin rencores, yo ya tenía mi regalo por anticipado.

Solía sentarme en una sillita de madera y paja y miraba embelesada, cuando mi mamá lo amamantaba. Cuando pasaron unos meses le pude dar la mamadera. Escribo y me parece estar viviendo ese momento, lo amé con toda mi alma.

Cuando cumplió su primer, año sé que hubo mucha gente, familiares, amigos, personas que yo no conocía desfilaron todo el fin de semana (sí, dos días duró el festejo, contaba mi mamá), como dice el refrán “la casa es chica, pero el corazón es grande”; y así era nuestra casa era de madera forrada en hojalata y una parte de ladrillos, pero siempre había concurrencia porque mi padre era secretario General de la UOCRA en Rosario, pero con la honestidad de aquel entonces, donde la militancia era un compromiso con el otro.

No me quiero ir del tema este primer escrito, de mi historia se lo dedico a él a mi hermano.

Un día, entre tantos recuerdos lindos, como llenarlo con maicena hasta la cabeza para cambiarle un pañal, jajaja, se enfermó. Tenía cuatro años y convulsionó repentinamente, nuestras vidas ya no serían las mismas. Ellos, muy abocados a mi hermanito, su diagnóstico era Epilepsia. Al principio me asustaba mucho, pero a veces sucedía cuando no estaba papá, y tenía que reaccionar ir en busca de mi tía para que acompañe a mi madre al médico. Con el tiempo, aprendimos a controlar la situación. No había que asustarse, porque él volvería en sí, cansado de sus ataques, pero volvía a ser él. Volvía estar con nosotros, conmigo.

La medicación permitía que no convulsionara, pero siempre le restaba luces o lo ponía hiperactivo. Hoy diríamos que era un niño con TDAH, pero para aquellos tiempos era un niño molesto, terrible, incontrolable… era para una escuela especial… pero los médicos no acordaban… Si me habré peleado con los niños que lo molestaban o se burlaban, porque siempre hacía cosas de un niño dos años más pequeño. Ahí, nacía el bullying, pero de eso no se hablaba. Cuántas cosas cambiaron para bien.

Fue creciendo como gran persona que era, pero en ese peregrinar se nos iba escapando de las manos. Mi padre ya no estaba. Nuevamente quedamos destruidos, se lo llevaron los militares y Juan Domingo creció con mucho dolor y bronca buscando por todas partes donde se le ocurría que tal vez mi padre se había escapado y ahora, como consecuencia de las torturas, tal vez no supiera quién era; y, así, anduvo por la vida hasta que decidió formar pareja. Tuvo dos hermosas hijas, que amó más que a su propia existencia…

¡Pero la vida se había ensañado con nosotros! Y un día, después de haber festejado el Año nuevo, y ¡qué año!, era 2002, terrible, volvimos felices de haber compartido con su familia, en General. Roca, pero con la tristeza que nos empañaba cada vez que debíamos separarnos. Recuerdo su abrazo penetrante y llorando me decía: “Quédate tranquila, hermana, yo ahora voy a hacer un hombre nuevo”. Pasaron diez días de ese acontecimiento y nos llamaron para decirnos que se había ahogado en un canal. No lo podía creer mi madre. Mis hijos, mi marido, todos estábamos viviendo una locura; no podía ser; habíamos estado vacacionado.

Volvimos a General Roca sin plata y con un corralito que limitaba a nuestros amigos a ayudarnos, pero logramos viajar. Fue una pesadilla llegamos y buscamos por dos días su cuerpo, hasta que lo encontraron. No querían que lo viera; pero me abalancé sobre él y allí estaba como si nada hubiera pasado como si sólo durmiera una siesta y estuviera soñando algo lindo. ¿Se habría encontrado con mi padre?

Me quedo con todo lo vivido, el orgullo de haber sido su hermana y el regalo de dos amadas sobrinas, tan bellas personas como él. 

Tal vez sea un taller para contar cosas más gratas, pero esta es mi historia y estas primeras palabras son dedicadas a mi hermanito. que bien honró su nombre y apellido, Juan Domingo Ramallo, 18/09/64-23/01/02.

jueves, 22 de mayo de 2025

¿Por qué me llamo como me llamo?

 Raquel Arroyo

 

Nací ocho años después que mi hermana. Mi padre deseaba fervientemente tener un hijo varón. Todos sus hermanos habían tenido varones y él pensaba que teniendo dos mujeres el apellido no iba a tener continuidad de su lado o quizás era porque quería llevarlo los sábados a la cancha del Charrúa. Creo que la segunda opción es la más probable. Veía como sus hermanos llevaban a mis primos a la cancha y él no querría ser menos. Con el tiempo pudo reivindicarse llevando a mis hijos a ver a su querido Central Córdoba. Eso era lo importante, porque al fin y al cabo el apellido se perdió. Todos mis primos tuvieron hijas mujeres...

Dicen que mi padre estaba sentado en un banco de madera, al lado de la puerta de la sala de partos de la maternidad del Hospital Ferroviario. Dicen también que cuando la partera salió y anunció que era una nena, mi padre se quedó sentado, mirando a la nada. Eso dicen... pero yo no lo creo, ya que fui la preferida de ese hombre inigualable. La partera dijo también que había un problema, la niña había nacido con pie bot, no era grave, pero requería una cirugía a la brevedad para que no dejara secuelas. Dicen que papá olvidó que deseaba un varón en ese mismo momento. Tan frágil y tenía que ser intervenida.

Todo fue bien, aunque siguieron otras cirugías, la de la primera semana de vida fue la más complicada. Ya en la casa había que ir al Registro Civil para anotarme. Los nombres ya estaban elegidos. O al menos uno de ellos estaba elegido. El otro parece que fue una imposición encubierta. Mi abuela paterna, era una española que no pasaba el metro y cincuenta de estatura. Menuda, con su larga trenza enroscada en varias vueltas formando un rodete sujetado con dos peinetas de carey. La abuela Irene tenía un carácter con el cual se imponía sin tener que dar órdenes. Bastaba una mirada para que todos obedecieran, sus hijos, sus nietos, su marido que pasaba cómodamente el metro noventa de altura.

Bueno, estábamos hablando de mis nombres. Y la abuela Irene tiene un papel fundamental en el tema. Parece ser que la gallega había prometido regalar su codiciado juego de té de porcelana con filetes dorados a quien le diera la primera nieta mujer. Todo decía que mis padres debieron ser merecedores de esa vajilla tan preciada ante el nacimiento de mi hermana. Pero no fue así... Dijo que se había olvidado de aclarar que además le tenían que poner su nombre, y mi hermana ya había sido bautizada. Por lo tanto, había perdido el derecho. Parece que la abuela en realidad no quería desprenderse de su juego de té, que no era valioso seguramente; pero para ella tendría algún significado especial. Y buscó excusas para no regalarlo. Y después nací yo; entonces, mi mamá decidió ponerme como segundo nombre el de su suegra. Todavía no sé si fue por el regalo prometido o por darle el gusto a la abuela. Pero solo le dio el gusto, porque el juego de té nunca fue entregado. Parece que la gallega era un poco extorsionadora... Primero, presionaba para que tengan una hija mujer (como si eso fuera posible decidirlo) y luego para que esa niña lleve su nombre; y seguramente ya había decidido que las tacitas de porcelana con filetes dorados iban a quedar en su casa para siempre. Mirá la abuela... Andá a saber qué extraño poder sentía manipulando, ¿no? ¿Quizás secuelas de la guerra?

Como decía, el segundo nombre ya estaba decidido. El primero lo había elegido mi madre. En realidad, mi madre decidía todo. Hablame de patriarcado... Con mi madre y mi abuela, mi familia practicó el feminismo antes de que el mundo siquiera conociera el término.

Volvamos al día de anotarme en el Registro Civil y convertirme oficialmente en ciudadana. Los nombres elegidos e impuestos por mamá y abuela fueron Mabel Irene. Y allá fue papá, con las órdenes de su madre y su esposa. Dicen que papá volvió a la casa ostentando la partida de nacimiento. Dicen también que cuando mi madre la leyó estuvo a punto de desmayarse, de que se le retire la leche y no poder amamantarme nunca más. Mi padre no había seguido sus órdenes y me puso Raquel... Mamá lloraba, decía que era nombre judío y que ella no quería a los judíos. Nunca sé por qué habrá dicho eso, porque ella era buena con todos y nunca la escuché hablar mal de los judíos. Cuando le pidió explicaciones a mi padre, él le dijo que en realidad se había olvidado del nombre que ella había decidido ponerme y sólo recordaba que terminaba con la sílaba “el”. Y que fue lo primero que se le ocurrió. La “historia oficial” fue esa, pero creo que el problema fue otro... Y así quedó, y fui Raquel Irene para siempre. Pero algunas tías dicen que mamá sabía que mi padre en su juventud había tenido una novia llamada Raquel y que en realidad lo del olvido fue puro cuento. Parece que el viejo ya fue decidido a ponerme el nombre de su antigua novia. Me gustaría saber la verdad de por qué me llamo como me llamo, pero ya no hay a quien preguntar...

Jorge y la luna

 

Mónica Mancini

 

Lo conocí en la escuela especial, en mil novecientos ochenta y tres siendo muy niño. Lo traía su madre, tomado de la mano; se lo observaba feliz cuando caminaba con ella por las calles pobladas de sonidos urbanos de la ciudad. Hablaba alegremente y se notaba encantado solo por estar asido a su mano. A medida que se iba acercando al lugar donde debían separarse su gesto mutaba, los ojos adquirían un brillo espejado y se forzaban por no arrojar las lágrimas que se acumulaban inquietas por escapar. No se quejaba, se quedaba tieso, inerte y la observaba hasta que se confundía en la multitud.

Percibiendo el sentimiento de desamparo que lo envolvía cada vez que su madre se alejaba, yo pasaba mi mano por su hombro, lo pegaba a mi costado, le hablaba procurando “hacer dulce y alegre mi acento”(1) e intentaba por todos los medios construir un vínculo que le permita conectarse con el ambiente escolar.

Pasado unos meses comenzó a expresarse, solo palabras-frase, enunciadas con esfuerzo, no porque le costaba hablar, sino por la gran inhibición que tenía para mirar a los ojos y decir un deseo. Con el tiempo aprendí a leer su mirada. negra, negrísima. ¿qué mensaje ancestral expresaba? ¿cuántas historias de amor y odio se acumulaban en ella?¿cuántas injusticias vieron a lo largo de todas las generaciones que lo precedieron? ¿eran solo sus ojos, o también los de los” tobas” que fueron alienados a lo largo de la historia?

Jorge vivía en el barrio de los tobas, mal llamados así por los guaraníes que los despreciaban y los denominaban de esa manera por su hábito de despejar la frente: “Tová” significa “frente” en el idioma de ellos y, desde el siglo XVI, cuando ambos pueblos luchaban por el territorio comenzaron a nombrarlos de esa forma, que también adoptaron los españoles cuando se apropiaron de sus tierras.

Jorge en realidad pertenecía a la etnia “qom” , que simplemente quiere decir “hombre”. Él guardaba en su mirada toda la historia de su pueblo, solo había que saber leerla.

Llegado el mes de septiembre organizamos un campamento a Tanti, provincia de Córdoba. Todos los chicos estaban felices por la experiencia. Él también, aunque nunca lo decía, escuchaba con atención los proyectos y contribuía trabajando para los preparativos. Fuimos en tren, él se sentó a mi lado y durante todo el trayecto no abandonó su postura erguida, concentrada. Solo reaccionaba si alguien lo molestaba, no devolviendo la agresión, sino rechazándola con entereza. Entre sus manos sostenía una valijita de cartón donde llevaba sus cosas, la asía con dignidad, como custodiando un tesoro ¿guardaba en ella la tibieza de las manos de su madre acomodando su ropa? Mostraba mucha disciplina en todos sus actos, mirándome cada vez que alguien hacía una propuesta para decidir si la obedecía o no.

Llegamos a la casa que nos habían prestado para pasar unos días. Éramos muchos y la vivienda pequeña; no obstante, eso, nos organizamos como para que la mayor parte del tiempo estuviésemos en los alrededores, para disfrutar del paisaje, ir a bañarnos a los arroyitos, gozar de unos días diferentes, que pocas veces nuestros niños tenían oportunidad de compartir con amigos.

Al arribar la primera noche era necesario desarrollar los hábitos de higiene , después de tantas horas de viaje y de pasear por los caminos de piedras. Habilitamos el baño y de a uno fueron pasando rápido para no agotar el agua del tanque. Cuando llegó su turno se negó terminantemente a meterse en la ducha, reaccionó casi con violencia cuando lo increpamos por su falta de aseo. Fue entonces cuando comprendí que el otro, no siempre es “el otro”, que el parámetro no somos “nosotros” y cuando me empecé a preguntar quienes somos “nosotros” y quienes son “los otros”. ¿Por qué pensamos que lo que hacemos de una forma igual es lo que “debe ser” para todos?

Jorge nos miró, por primera vez, con desprecio. Tomó un balde, lo llenó de agua fría y salió a la noche, mirando con devoción la luna llena que iluminaba el jardín, sacó un pequeño trapito de su valija , lo humedeció en el agua y, cual si estuviera cumpliendo con un rito ancestral , comenzó a limpiar su cuerpo, lentamente, detalladamente… en soledad.

La imagen de Jorge resplandecía bajo la luna. Desde la ventana me quedé extasiada observando como este niño, desplazándose como un artista se movía suavemente conservando lo transmitido por su madre, representando un pasado que no podía ser borrado. Comprendí que no existe la subordinación, que nadie por más armado y fuerte que sea, puede evitar el vínculo cerrado de amor que se hereda después de muchas generaciones.

Desde entonces ya no llamo “toba” al pueblo de Jorge e intento enseñar que se le diga, con el mayor respeto, “qom”, hombre , humano digno y adorador de la naturaleza.

 

P.D Pasados muchos años, más de quince, hice una visita con mis alumnos de la Escuela Especial a la escuela Laboral del barrio de Acindar, con la intención de incorporar a los mayores que ya egresaban al aprendizaje de algún oficio.

Los profes, amablemente, nos guiaban por los distintos talleres explicando los objetivos y tareas específicas. Todo el tiempo yo sentía una mirada permanente hacia mi persona, el portador era un muchacho alto, de unos veinte años, morocho y sigiloso. A distancia no dejaba de observarme. Tenía la vaga sensación de conocer esa mirada, no demoré mucho en reconocer a Jorge, lo que confirmé averiguando su nombre. Él me había reconocido inmediatamente y esperaba que yo lo hiciera. Tremendo fue el abrazo en que nos fundimos sellado por el afecto que habíamos cosechado mutuamente en su paso por la Escuela.

Al recordarlo siempre vuelvo a sentir la misma emoción y respeto por esa persona, que supo ayudarme en mi formación docente.

 

(1) Tomado de “La higuera”, poema de Juana de Ibarbourou.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Sara y Ramón

 Alberto Castillo

 

Llegaron a Rosario a principios de los 50 desde Santa Fe. Él, jubilado ferroviario; ella, siempre acompañando. Alquilaban una pieza al lado de mi casa, inquilinato típico en el corazón de barrio Refinería. Mi barrio, paraíso e infierno de inmigrantes. Su origen, africano, más precisamente descendientes de inmigrantes de Cabo Verde.

A diferencia de la mayoría de los inmigrantes de esa zona del mundo, los caboverdianos llegaron al país voluntariamente.

Cabo Verde es una isla de la costa occidental de África, que fue colonia portuguesa.

Llegaron a Argentina durante el Siglo XIX, y su número aumentó desde 1920 hasta principios de la Segunda Guerra Mundial.

Muchos se dedicaron a trabajar como peones de campo o en la incipiente construcción del ferrocarril.

Don Ramón Gomes era jubilado ferroviario.

Lo que los distinguía de los italianos, gallegos, polacos, judíos, turcos y otros tantos que habitaban el barrio, era su piel oscura.

El límite entre mí casa y las de ellos era un alambrado bajo, oxidado y con agujeros que me permitía sortearlo cuantas veces quisiera.

Quizas su soledad, solo alterada por la esporadica llegada de algún sobrino, hizo qué forjaran un entrañable afecto hacia ese pequeño vecino, que los visitaba diariamente con los más insólitos pedidos.

Doña Sara, experta cocinera, se desvivía por darle los gustos a aquel niño; galletas, budines, postres eran esmeradamente preparados con un ingrediente inigualable: el amor de Sara.

Un buen día, Sara le pide a mí madre llevarme al centro de la ciudad, más precisamente al Banco Nación, de San Martín y Córdoba.

Ramón tenía que cobrar su jubilación.

Mí madre, con cierto recelo y atendiendo mis ruegos, accedió.

Seguramente algo en recompensa por la compañía me esperaba.

En la esquina de Gorriti y Monteagudo tomamos el tranvía 25. Para mí, viajar en tranvía ya era un regalo.

Llegamos al banco, don Ramón se acercó a una caja y, luego de que cambiara unas palabras con el empleado, noté que su rostro se transformó y escuché un breve rezongo ante el cajero que solo respondió con un “¡que pase el que sigue!”.

¡Don Ramón no cobraba ese dia, sino el siguiente!

Salimos en silencio, comenzamos a caminar por calle Córdoba.

Yo algo sospechaba, que rápidamente confirmé.

Doña Sara se acerca, en voz baja y con mucha angustia me dice: “El dinero solo alcanzaba para llegar hasta el banco, habrá que caminar”.

Siempre de la mano de Sara comenzamos el lento retorno. Sara, yo y Ramón tomados de la mano.

A poco de andar alguien me toca el hombro y me acerca unas monedas, y así, en un corto trayecto se sumaron otros. En pocas cuadras lo recaudado excedía el valor de los boletos para volver al barrio. 

Hoy el tiempo me devuelve, intacta pero enorme la visión de esos personajes entrañables, caminando por calle Córdoba aferrados de la mano de un niño.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Diarios de viajes. Roma y El Vaticano





María Cristina Piñol



Muchos de nosotros, y me incluyo porque así lo hice cuando fui por primera vez, leemos previamente “algo” de lo que vamos a ver, y el resto se lo dejamos para que, en este caso, “Roma nos sorprenda”. Aunque lo parezca, no está muy bueno. Lo ideal es previamente ver un mapa, marcar lo que nos interesa y armar un itinerario, de este modo optimizas tiempo y ahorras dinero. Roma es una ciudad grande y tiene muchísimo para mostrar. Tampoco es lo mejor ir “corriendo” de un punto a otro; todo lo contrario, “el camino hacia Coliseo, foros, etcétera, etcétera, se incluye en el ‘paseo’”. Vale preguntarse: ¿Cuántas veces o cuántas ciudades nos permiten pisar, ver y tocar la Edad Antigua, Media, el Renacimiento, la Edad Moderna, Contemporánea y el Siglo XXI todo en un mismo espacio de tiempo y de lugar? Roma es para caminarla y descubrirla a cada paso, para enamorarse de sus calles estrechas, empedradas e intrincadas, para tomar un “ristretto” en la barra de un bar por la mañana codo a codo con un romano que hace una pausa antes de ir a su trabajo, o para compartir la “hora del aperitivo” en las escalinatas de una fuente cuando terminaron el día de “lavoro” y se juntan a charlar vivamente antes de volver a sus casas. También para comer sus “pastas” en un pequeño restaurante típico de alguna callecita perdida, para caminar sin tiempo por el Rioni Monti, el barrio más antiguo de la Roma moderna, o perderse en el animado y bohemio Trastevere asombrándonos con las verdes enredaderas que cuelgan por sus paredes coloridas. Recorrer la ciudad de noche y ver cómo esas luces “amarillas” que encienden el romanticismo, nos van marcando el camino hacia la Plaza Navona con sus esplendidas fuentes que por efecto de la luz resaltan sus esculturas y tiñen de turquesas sus aguas, y ver la Fantástica Fontana di Trevi aparecer de repente detrás de una esquina. Sí, Roma enamora…

Y, como si todo esto no bastara, también se da el lujo de albergar un Estado independiente dentro de sus murallas, El Vaticano.

En uno de los viajes nos hospedamos en un departamento dentro de las murallas del Vaticano, en una calle llamada Alla Fontana dei Borgo Pío, que desembocaba directamente en las Galerías que rodean a la Plaza San Pedro. En esa oportunidad nos asombró ver a muchísimos aspirantes a monjas y a sacerdotes africanos muy jóvenes.

Cuando te encontrás dentro de la imponente Piazza San Pietro, uno se queda pensando… cuánto poder existe en tan poco espacio. El Vaticano es el estado más pequeño del mundo y su forma de gobierno es la Monarquía Absoluta; o sea, que el Papa ejerce absolutamente todo el poder del Estado y esto no se discute. Pero, además, es el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica; o sea, que también ostenta el título y el poder que esto conlleva, al ser el único conductor y referente de toda la grey católica esparcida por el mundo entero. La Iglesia Católica Apostólica y Romana, a todo lo largo de su historia, ha librado muchas batallas en pos de cobijar feligreses en su seno, algunas literalmente guerras armadas como Las Cruzadas, y otras con el nombre de “Misiones Evangelizadoras” en África, Asia, todo el territorio de América e incluso la mayor parte de la que hoy es Europa Occidental. Paralelamente a su gran poder político, también es innegable su poderío económico. Al ser un Estado independiente, reconocido y soberano, casi todos los países tienen una embajada en el Vaticano, por ejemplo. La fortuna que posee, según el dicho popular, bastaría para terminar con el hambre del mundo, y algo de cierto debe haber en esto. Con solo entrar a los Museos Vaticanos, que es lo que “se deja ver” en cuanto a valores económicos, podemos darnos una vaga idea, si a eso le sumamos los tesoros también visibles en la Basílica, y la Capilla Sixtina, más los secretos bien guardados durante siglos, que han desatado miles de novelas, películas y cientos de libros de diferentes historiadores, investigadores y arqueólogos, tendríamos que concluir que el Papa es más poderoso que los gobiernos de los Estados Unidos, China y la ex Unión Soviética juntas. Las bibliotecas de este pequeño gran Estado, guardan un sinfín de manuscritos antiquísimos que según dicen, resumen la historia universal, y son los secretos más preciados de la Iglesia. Pero, a pesar de toda su historia de poder y también dominación, a pesar de no ser profesante de esta ni de ninguna otra religión, básicamente siendo agnóstica, creo que es un lugar imperdible, admirable por su arquitectura, su arte, y también por esa mística pura y real que sienten sus fieles. Eso sí, no tiene ejército (al menos no de manera tradicional), el estado solo es custodiado por la Guardia Suiza.

La Plaza vista desde la Cúpula de la Basílica es toda una alegoría.

Al inicio de la Vía de la Conciliacion, a la izquierda, se ve el Castel Sant’Angelo, el cual se une a los aposentos papales a través de un puente/túnel, y a la derecha cruzando el Tíber se divisa la Cúpula del Panteón. En el centro de la Plaza se encuentra el obelisco egipcio, uno de los tantos robados y llevados a Roma. A ambos lados de la plaza las fuentes gemelas, por encima de la basilica las estatuas de los doce Apostoles, y sobre el techo de las columnatas las figuras de ciento veinte santos. La Plaza fue diseñada por Gian Lorenzo Bernini, y la idea central de su disposicion fue pensándola como una figura humana, donde la Cúpula es la cabeza, y el columnado los brazos abiertos para acoger a los feligreses de todo el mundo y en si, a la humanidad toda. Cada galeria esta compuesta de cuatro filas de columnas enormes, las que forman tres pasillos en su interior, pero, parandose en medio de la plaza junto al obelisco, y mirando ambas galerias, se verá una sola fila por cada una, ya que las otras tres se ocultan perfectamente sobre la primera, según los estudios arquitectónicos, esto es una obra magnificente que solo un genio pudo haber hecho.

Toda Italia es un derroche de historia, arquitectura, naturaleza, costumbres, arte, sabores y colores, volvería cien veces.

Leí en un blog de viajes esta frase que “viajar a Italia es ir en busca de pedazos de uno mismo que no sabías que te faltaban” y es exactamente lo que yo siento.