Susana Dal Pastro
Caminábamos juntas
desde siempre. Había mucho que charlar, que compartir, que confesar.
Generalmente, íbamos derecho por Laprida hasta Pellegrini; ahí, cambiábamos el
rumbo según qué compras debíamos hacer, qué ver, qué trámite realizar.
Entre otras cosas,
nos habíamos propuesto gestionar la ciudadanía italiana. Así, empezó una gran
aventura. Ante todo, debíamos asegurarnos de que los familiares directos no hubieran
renunciado a sus orígenes. En orden llevábamos los requisitos solicitados, pero
cada vez que los presentábamos, por obra y gracia de la magia negra, encontraban
algún error en el papelerío. Nos pedían un dato nuevo, alguna fecha
desconocida, la correcta filiación del abuelo del abuelo del abuelo nacido antes
del descubrimiento de América, ya que nuestro apellido no siempre se escribió
igual. Debíamos, además, hacer traducir los documentos por traductores
autorizados. Había que solicitar turnos y esperar las fechas establecidas para
que nos devolvieran los papeles por incompletos.
Desánimo.
Desesperanza. Desilusión.
Teníamos que
recuperar fuerzas y para eso anclábamos en algún bar del Laguito a disfrutar un
buen desayuno y, enseguida, empezaba a sacudirnos la risa.
Decididas a empezar todo de nuevo, volvíamos por
la avenida, siempre movediza y llena de gente. Saludábamos a Nuestra Señora del
Carmen y ella nos bendecía desde lo alto. La pasábamos tan bien soñando juntas.
Nada nos haría sucumbir.
¡De cuántas anécdotas ancestrales nos
enteramos! Había personajes importantes en varias ramas de nuestro árbol
genealógico.
Mientras tanto, estudiábamos la lengua
italiana. Asistíamos a la Casa Suiza una vez por semana y nos iba muy bien; disfrutábamos
las clases; cumplíamos con las tareas. Pasada la hora, camino de vuelta a casa,
nos asaltaba el aroma de una panadería con su vidriera colmada de cosas ricas.
Cómo pasar por alto esos churros rellenos. Claro que nadie tenía que vernos; de
lo contrario, algunas caras largas transformarían el dulce de leche y la crema
pastelera en amargura. No lo hacían de malos; sencillamente, nos recordaban los
niveles aconsejables de colesterol y otras hierbas que debíamos mantener bajos para
una buena salud. Conscientes de que los únicos valores en baja que
conservábamos eran los de bolsillo, varias veces intentamos volvernos ricas en
alguna agencia de lotería, pero eso nunca pasó.
Un día, el
consulado, tras el último papelerío presentado, nos sorprendió con la gran
noticia. Luego de muchas idas y venidas nos habían otorgado la tan esperada
ciudadanía. ¡Ya éramos italianas! La magia negra devenida en blanca. Nos
abrazamos. Celebramos cantando y bailando y con gran alegría nos dijimos: tarea
cumplida. Agregábamos más ramas con la esperanza de sumar brotes nuevos a nuestro
árbol familiar.
Pasaron muchos
años desde entonces.
En el anochecer de
ayer, caminando por esas calles tantas veces recorridas, una vidriera me
reconoció; encendió sus luces; me hizo un guiño y, enseguida radiante, me invitó
a pasar. Un aroma dulce y fresco me recibió. No pude resistir la tentación. La
panadería se acordaba de nuestro secreto y se alegraba de verme; yo, de verte. Compré
churros rellenos y seguí andando.
Cuántos recuerdos.
Algunos caminando conmigo; otros asomados desde lo alto. Todos tiernos. Todos
vivos.
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