martes, 17 de junio de 2025

Caminatas compartidas

 

Susana Dal Pastro

 

Caminábamos juntas desde siempre. Había mucho que charlar, que compartir, que confesar. Generalmente, íbamos derecho por Laprida hasta Pellegrini; ahí, cambiábamos el rumbo según qué compras debíamos hacer, qué ver, qué trámite realizar.

Entre otras cosas, nos habíamos propuesto gestionar la ciudadanía italiana. Así, empezó una gran aventura. Ante todo, debíamos asegurarnos de que los familiares directos no hubieran renunciado a sus orígenes. En orden llevábamos los requisitos solicitados, pero cada vez que los presentábamos, por obra y gracia de la magia negra, encontraban algún error en el papelerío. Nos pedían un dato nuevo, alguna fecha desconocida, la correcta filiación del abuelo del abuelo del abuelo nacido antes del descubrimiento de América, ya que nuestro apellido no siempre se escribió igual. Debíamos, además, hacer traducir los documentos por traductores autorizados. Había que solicitar turnos y esperar las fechas establecidas para que nos devolvieran los papeles por incompletos.

Desánimo. Desesperanza. Desilusión.

Teníamos que recuperar fuerzas y para eso anclábamos en algún bar del Laguito a disfrutar un buen desayuno y, enseguida, empezaba a sacudirnos la risa.

 Decididas a empezar todo de nuevo, volvíamos por la avenida, siempre movediza y llena de gente. Saludábamos a Nuestra Señora del Carmen y ella nos bendecía desde lo alto. La pasábamos tan bien soñando juntas. Nada nos haría sucumbir.

 ¡De cuántas anécdotas ancestrales nos enteramos! Había personajes importantes en varias ramas de nuestro árbol genealógico.

 Mientras tanto, estudiábamos la lengua italiana. Asistíamos a la Casa Suiza una vez por semana y nos iba muy bien; disfrutábamos las clases; cumplíamos con las tareas. Pasada la hora, camino de vuelta a casa, nos asaltaba el aroma de una panadería con su vidriera colmada de cosas ricas. Cómo pasar por alto esos churros rellenos. Claro que nadie tenía que vernos; de lo contrario, algunas caras largas transformarían el dulce de leche y la crema pastelera en amargura. No lo hacían de malos; sencillamente, nos recordaban los niveles aconsejables de colesterol y otras hierbas que debíamos mantener bajos para una buena salud. Conscientes de que los únicos valores en baja que conservábamos eran los de bolsillo, varias veces intentamos volvernos ricas en alguna agencia de lotería, pero eso nunca pasó.

Un día, el consulado, tras el último papelerío presentado, nos sorprendió con la gran noticia. Luego de muchas idas y venidas nos habían otorgado la tan esperada ciudadanía. ¡Ya éramos italianas! La magia negra devenida en blanca. Nos abrazamos. Celebramos cantando y bailando y con gran alegría nos dijimos: tarea cumplida. Agregábamos más ramas con la esperanza de sumar brotes nuevos a nuestro árbol familiar.

Pasaron muchos años desde entonces.

En el anochecer de ayer, caminando por esas calles tantas veces recorridas, una vidriera me reconoció; encendió sus luces; me hizo un guiño y, enseguida radiante, me invitó a pasar. Un aroma dulce y fresco me recibió. No pude resistir la tentación. La panadería se acordaba de nuestro secreto y se alegraba de verme; yo, de verte. Compré churros rellenos y seguí andando.

Cuántos recuerdos. Algunos caminando conmigo; otros asomados desde lo alto. Todos tiernos. Todos vivos.

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