Hugo Longhi
Empecé a trabajar
a los diecisiete años. Digamos, llamar trabajo a aquellas primigenias
actividades quizás suene algo pretencioso. Se trataba de vender rifas, ayudar a
un primo en la colocación de aires acondicionados y hasta alguna incursión en
una estación de servicio como playero. De mi más que efímero paso por un taller
metalúrgico mejor ni hablo. Aguanté apenas dos horas, debo ser récord mundial
en permanencia laboral.
Tal desorden hizo
que, más adelante, al ingresar a una compañía de seguros, primer trabajo “en
serio”, mi objetivo inicial fue mantener ese puesto cosa que con cierto
esfuerzo logré. Solo agregar que al cumplir el año salí a festejarlo con mi
familia. Luego pasaría largas cuatro décadas allí.
Hubo una época en
que parecía que para comer un buen asado había que ir a Granadero Baigorria.
Allí, se ubicaban las mejores parrillas. Por aquel entonces, yo también vivía
en Baigorria, pero bien al norte, casi llegando a Capitán Bermúdez.
Cierta tarde
apareció en la oficina un excompañero, uno de esos tipos que andan en un montón
de cosas. La cuestión fue que me preguntó si me animaba a trabajar en una
parrilla. Me gustó la idea, era una actividad nueva que supuestamente me iba a
dejar una ganancia que, si bien no sería importante, al menos me cubriría los
gastos de combustible para el autito que poseía.
Fue así como una
tarde/noche, al finalizar mi jornada, tomé el ómnibus para regresar a casa,
pero me bajé antes para conversar con el dueño de la parrilla “El Bagual”. La
propuesta era que yo hiciera de adicionista los días sábados, que era cuando
más concurrencia se registraba. Con Rubén nos pusimos de acuerdo enseguida y
arrancaría el fin de semana siguiente.
La noche indicada
llegué, me señalaron el escritorio donde me ubicaría, en un rincón poco
exhibido ante el público. La operatoria era en principio sencilla, cada mozo me
cantaba el número de mesa y el menú o bebida que iba sirviendo. Yo anotaba en
la factura y al final convertía todo a números, la famosa “dolorosa” que es,
por lo general, lo menos grato de una salida gastronómica.
Andábamos a
mediados de 1984 y por supuesto nada de calculadoras ni mucho menos
computadoras. Tras el nerviosismo propio de cada tarea que se inicia, me fui
serenando al observar que no hallaba dificultades. Todo era tranquilidad y
armonía hasta que apareció ella.
Hablo de Patricia,
la hija del dueño que, si bien nadie lo manifestó así, venía a controlarme,
algo muy obvio ya que yo también tenía que encargarme de cobrar y nadie me
conocía lo suficiente como para confiar en alguien que manejara dinero.
Patricia era una
chica de más o menos mi edad, se presentó con una sonrisa amable y se sentó a
mi lado. En los baches en que no disturbaban los mozos me iba contando su vida,
bastante particular, por cierto. Tenía dos hijos y estaba separada. “Qué vida
vertiginosa”, pensé. Me quedé corto, ella era además bastante desordenada y
perdía la calma con suma rapidez.
De todos modos, su
vida era su vida y aquí no importaría a no ser que ese despiole personal
se trasladaba a lo laboral. Pronto aquella pacífica velada dejaría de serlo.
Confundía las mesas, les anotaba consumos a otros, tachaba, se le caían los
papeles, nada de lo que hacía parecía hacerlo bien. Y encima siempre le echaba
la culpa a alguien. Yo, como novel compañero, nada le reprochaba. Además, era
la hija del dueño.
Menciono, por solo
citar un incidente, la noche en que pidió que le sirvieran una copa helada, que
era gigante y encima con Charlotte, es decir bañada con chocolate. Era para
compartir y entre anotación y anotación íbamos metiendo un cucharazo.
Creo que no quedó una factura sin mancharse con el marronáceo elemento. No
quiero imaginar la cara de los comensales al recibir tal desprolijidad.
Con el correr de
las semanas la presencia de Patricia fue raleando lo cual era una tranquilidad
para mí. Funcionaba mucho mejor solo que auxiliado por ella. También
significaba que Rubén ya tenía confianza plena en mí.
Debo decir que la
parrilla en ocasiones se transformaba en cantina ya que iba un señor con su
órgano electrónico a ejecutar temas populares para que la gente baile. Soy
medio “pata dura”, pero también me animé a sumarme al jolgorio.
Lo cierto es que
la parrilla estaba bastante mal manejada, con marcada improvisación. Se
cometían errores que molestaban a los clientes, quienes más de una vez se
quejaron. Esto hizo que la concurrencia fuera mermando y el negocio decayera.
Ante tal circunstancia ya mi presencia no era necesaria y decidí dejar ese
puesto. Una lástima ya que la relación con el dueño y su familia era muy buena,
pero no podía seguir cobrando por hacer unas pocas adiciones.
No obstante,
trabajé en ese lugar durante dos años en que viví innumerables experiencias.
Aprendí muchísimo de lo que es un local gastronómico por dentro, el clima
laboral que se vivía, muy diferente al de la compañía de seguros, el
compañerismo, la solidaridad, el encuentro con algún conocido que asistía y se
sorprendía con mi presencia allí entre otras anécdotas.
Finalmente, “El Bagual” cerró y hasta Granadero Baigorria dejó de ser la opción top para las parrillas. Fue un período de mi vida que no merece ser olvidado por lo bueno y por lo otro. La inefable Patricia, por caso, con su corso a contramano, pero siempre simpática y amable. Rubén y su esposa me adoptaron casi como un hijo más. Y los mozos, asadores, cocineras y gamuceros fueron compañeros que no competían conmigo.
Cada vez que ocasionalmente paso por el local hecho un vistazo desde la ruta. Otro comercio funciona allí hoy, pero para mí significan gratos recuerdos de una época en que quise trabajar de otra cosa.
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