Susana Dal Pastro
Del viaje a California pasaron muchos
años. Y parece que fue ayer.
Diciembre de 1990
Habíamos
organizado en casa una reunión solo de padres. Como siempre la pasamos muy
bien. Después, supe que había habido caras largas de los sobrinos porque, por
esta vez, no habían sido invitados.
A los postres mi
esposo tomó la palabra. Por algún motivo que desconozco todos se pusieron
serios. ¿Qué estaría pasando que, de repente, flotaba un cierto misterio en el
ambiente?
Silencio. Lo remarco porque fue notorio.
Todos se
dispusieron a escuchar. Contamos que estábamos pensando en un viaje a
California pasando por San Francisco, El Gran Cañón, Las Vegas… y… y entonces… (Imaginen
el suspenso): “Se nos ocurrió que, si nos dan el permiso, nos gustaría viajar
con nuestros sobrinos también”.
Antes de que mi
esposo terminara de hablar, todos un poco sobresaltados, ya estaban asintiendo
con la cabeza. Ya habían dicho que sí. Ya estaban pensando en los trámites y
preparando las valijas. “Entonces, concluyeron, ¿era por esto que esta noche
los chicos no tenían que estar presentes?”.
Organizamos el viaje. Y allá fuimos.
Apenas empezó el vuelo nos entregaron un
neceser a cada uno con cepillos de dientes, pasta, peines, jabones, perfume,
medias, mantas y ya no recuerdo cuántas cosas más.
Los preparativos, los programas, la
ansiedad hicieron que llegáramos cansados, pero el vuelo fue muy bueno y
tranquilo, y la atención, también. Los chicos aceptaban todo lo que les
ofrecían; rara vez los había visto comer dejando el plato así de limpio. Las
azafatas les ofrecieron jugos y gaseosas; y, después de todo eso, llegaron los
entretenimientos para cada uno hasta la hora de apagar las luces.
Apenas arribados, alquilamos una van
y nos instalamos en un residence que habíamos reservado. Por puro mérito
del jetlag, los sobrinos mayores confundieron la hora de acostarse con
la de levantarse y, ya que no pudieron seguir durmiendo, decidieron caminar y
correr por los jardines del lugar.
Tuvimos lluvia, calorcito y nieve. ¡Rápido!
A poner las cadenas en las ruedas de la van. Ahora sacar, las cadenas.
Ahora, ponerlas otra vez. Las manos tiernas de Adrián estaban duras de frío.
Paisaje lindísimo y colorido, fauna y flora distintas, llamativas.
Visitamos un parque de secuoyas que nos
maravilló; un espacio de esplendor natural que nos enseñó a valorar y admirar
más el medioambiente. Terminado el recorrido y ya saliendo del lugar vi una
expresión de asombro como nunca antes había visto: mi sobrina Adriana se volvía
hacia mí muda, sin aliento, mostrándome el pancho vacío que, a punto de darle
un bocado, una gaviota apareció de repente y le robó la salchicha. Había un
cartel avisando que las aves volaban al acecho, pero lo leímos tarde. Estalló
la risa. Compramos más panchos. El hambre era atroz.
En esos días mi hijo Juan Manuel cumplía
nueve años. Preparé una torta (conservo el molde) mientras los chicos fueron a
comprar globos, velitas y cotillón para celebrar como en casa.
¿Y las Vegas? Fabulosos casinos,
encantadores peluches. Y qué helados. Pasamos cuatro días alojados en el hotel
de uno de esos casinos.
Una noche mi hijo menor, que sufría de
gastritis, se sintió mal y lo llevamos a una guardia. Los demás se quedaron en
las habitaciones con la promesa de no salir. ¡No salir! Fuimos ingenuos.
La
visita a la guardia médica coincidió con una epidemia de influenza. Nos
pidieron paciencia y autorización para verificar el diagnóstico de mi hijo. Lo
acostaron en una cama de la sala de emergencias y estuvimos dos largas horas
esperando los resultados de los análisis. Mientras tanto, el resto de las
personas que esperaban también, al enterarse de que éramos turistas, se
acercaron a nosotros con amabilidad y simpatía.
Al fin nos dieron el alta y volvimos al
hotel. Encontramos a los viajeros menores encerrados en su habitación y los mayores
no estaban. Nos preocupamos y mi esposo preparó un buen reto para cuando
volvieran. Y volvieron. Y tan contentos que no cabían en sí. ¡Salgamos, salgamos!
¡No se pierdan esto!
Y salimos, no más. Descubrimos Las Vegas
de noche. Los inmensos jardines de los casinos con parques temáticos. Detrás de
una gran vidriera vimos un tigre blanco que rugía y mostraba los dientes. No lo
podíamos creer. ¡Qué ciudad! Por supuesto que ante tales escenarios, fotos y
gente recibiéndonos los desobedientes fueron perdonados.
Hubo algo que nunca voy a olvidar; lo
guardé para mí mucho tiempo hasta que un día decidí que era hora de compartirlo
con los viajeros. En una de las tantas autopistas que transitamos, la van
empezó a derrapar. Mi esposo se desesperó y gritó: “¡Agárrense, agárrense!
Desde el asiento del acompañante, me di
vuelta para mirar a los chicos y comprobar que estuvieran bien sentados y con
el cinturón de seguridad abrochado. En el rincón del último asiento, contra la
ventanilla, venía también mi hermano. Me miró, extendió los brazos formando una
ele y estabilizó la van. Me volvió a mirar, me sonrió y se fue.
Volvió la calma. Continuamos la marcha.
Paramos para estirar las piernas, comer algo, jugar y hacer nuestro muñeco. Fue tan lindo ver a todos felices y contentos.
Me aparté. Me arrodillé. Agradecí y escribí el nombre de mi hermano en la nieve blanca.
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