María Cristina Piñol
A veces se
cruzan películas en mi vida que no solo me emocionan por su contenido o por sus
actores, sino también por los lugares donde están filmadas, los paisajes, las
costumbres, los pobladores y también por su música. Aunque no recuerdo bien a
qué edad vi “Zorba, el griego”, sé con certeza que fue por televisión en blanco
y negro. Basada en la novela de un escritor griego, relata una historia de alto
contenido social y de una amistad inesperada entre un trabajador y un aspirante
a arquitecto, donde el segundo aprende del primero y no de arquitectura sino de
la vida, del trabajo y la amistad. Filmada en la Isla de Creta, su escena final
quedó marcada en mi memoria, el baile en la playa entre Anthony Quinn y Alan
Bates y la música de “Zorba, el griego” se convirtieron en un himno de Grecia
para todo el mundo.
“Yo amo a
Shirley Valentine” es otra película que también vi por tele, pero ya a
color, tendría unos 39 o 40 años y me cautivó. Una mujer cercana a los 50,
casada con un buen hombre pero que trabaja todo el día, hijos grandes que dejaban
ya la casa de los padres y, dentro de ese contexto, ella descubre la soledad.
En momentos inciertos planea un viaje a la isla griega de sus sueños de la cual
tenía pegada una postal en la puerta de la heladera y se va sola, sin compañía
alguna a Mykonos. Aunque piensa en alguna aventura amorosa, en el transcurso de
su estadía las cosas cambian. La belleza de la isla es también protagonista y cuando
vi la escena en la que se la ve a Shirley sola, sentada en una mesita pegadita
al Egeo, me prometí que algún día yo iba a estar allí.
Ese día
llegó y no fui sola sino con mi marido y mis hermanos del alma, a la isla
griega de “mis sueños”, Santorini. Grecia era el último país que visitábamos en
los 30 días de estadía en el Viejo Mundo. El primer destino fue Atenas, esa ciudad
ecléctica que se mece entre las tradiciones ancestrales y la modernidad, ferias
de artesanías locales, mercados municipales y a la par tiendas de grandes
marcas, finas joyerías, cientos de restaurantes y presidida desde lo alto por
la colina de la Acrópolis y El Partenón. Recuerdo cuando subimos a esa colina, un
camino muy empinado cubierto de baldosones de mármoles milenarios, grises,
brillantes y sumamente resbaladizos. Por un momento, me sentí sin fuerzas hasta
que recordé que estaba pisando las huellas de Aristóteles, Platón, Sócrates y comprendí
que era un privilegio estar allí y no tenía derecho a sentirme cansada. Atenas
es historia, arte, tradiciones, política, teatro, filosofía, música,
gastronomía y un pueblo de gente hermosa, cordial y acogedora, donde ni siquiera
el idioma es una barrera, tanto que hasta las cartas de comida en los
restaurantes están traducidas a varias lenguas, entre ellas al español cosa que
no es común en el resto de Europa. A la madrugada del cuarto día nos dirigimos
a El Pireo, puerto del cual partía nuestro Ferry rumbo a Santorini. Estaba
amaneciendo y el azul intenso del Egeo se iba tiñendo de sutiles rayos dorados.
Fueron seis horas de navegación que disfruté intensamente sobre la cubierta regocijándome
con la estela espumosa y blanca contrastando con el intenso y brillante azul.
Y llegamos
al paraíso. Desde el barco se divisa una hilera
de casas blancas por encima del acantilado, es Fira la capital de la isla, y
nuestro ferrry va entrando desde el mar a “La Caldera”, o laguna, que se formó
con la tremenda explosión del volcán en el año 1.600 a.C. y dejó ese acantilado
de casi 300 metros de altura. Cuenta la leyenda que la ciudad perdida de La Atlántida
se encuentra allí debajo y aún existe ese volcán “dormido”. Luego de ese
evento, la isla que era redonda, quedó fraccionada en islotes. Santorini, la
mas grande, tiene la forma de media luna. La parte que se alza sobre el
acantilado es el sector cóncavo de la “media luna” y la más elevada, luego el
terreno va descendiendo hacia la parte convexa, y los pueblos que allí se
encuentran están a nivel del mar. Sin dudas hay sitios que, por su belleza o su
originalidad, son irrepetibles en nuestro mundo, y Santorini es uno de esos
pocos lugares que no tienen con qué compararse.
Arribamos al Puerto de Athinos y estando aún dentro del barco, frente al
inmenso portón que luego se abre y se transforma en la rampa por la cual
descienden las personas a pie y los coches, viví una rara experiencia. Se
escuchaban los fuertes ruidos de los motores, de los frenos y se adivinaba por
los movimientos cómo se iba “acomodando” para el desembarco. Cuando comienza a
abrirse el enorme `portón y a verse la rada, tuve la sensación de estar en otra
película: “Encuentros cercanos del tercer tipo”, bajando de la gran nave extraterrestre.
¡Muy loco!
Las casas eran todas blancas, inmaculadas, a las que los pobladores locales
pintan cada año en temporadas de bajo turismo e igual hacen con las cúpulas
azules. Todo es tan prolijo, tan limpio y tan único, no hay absolutamente nada
que no se mimetice con esa naturaleza increíblemente generosa. Nos hospedamos
en un pueblito llamado Imerovigli, el lugar más alto de la isla. El bus nos
dejó literalmente en “el techo” del complejo, bajamos 60 escalones hasta llegar
a nuestro “departamento”, que era lo que llaman “casas cuevas” construidas
dentro de las rocas. Paredes blancas abovedadas, sin ventanas laterales pero
fresca, acogedora y presidida antes de ingresar por una terraza semi cubierta ,
sillones y una mesita donde todas las mañana servían el desayuno frente al
inmenso mar o bien, cuando caía el sol, una copa de vino. Sí, era un sueño, ver
ese amanecer y el atardecer es algo que aún me llena de emoción. Oia, quizás,
la más bella y famosa de sus ciudades; Fira, la capital hermosa por sus vistas,
sus bares deslizándose por el gran acantilado, pero a ciertas horas del día
atestada de turistas que bajan de los numerosos cruceros que a ella arriban. La
campiña con extensos sembradíos y la curiosidad de los “viñedos” con los cuales
crean el famoso “vinsanto” (vino de Santorini) que no tiene nada que ver con el
de La Toscana, que sí refiere a “vino santo”. En esta isla, en razón de su
clima tórrido y vientos fuertes en algunas estaciones, las vides se enroscan a
ras del suelo para evitar que los vientos las haga colapsar. También están
orgullosos de un “aperitivo”, que te sirven sin cargo antes de comer lo que llaman
“ouzo”. Visitamos sus playas y también fuimos al pequeño Puerto de Amoudi,
donde descansan los botes pesqueros, nos sentamos en una mesa pequeña pegadita
al mar donde como nota de color estaban los pulpitos pescados recientemente
colgados sobre las barandillas y también donde comimos ¡el mejor “volcan de
chocolate” de nuestras vidas!
Cinco años después de este viaje, volví a la Iisla, esta vez con dos de mis hijos. Nos hospedamos en Kamari casi sobre la Playa Negra. Fue un viaje diferente. Kamari es el lugar de los jóvenes, entre la playa y los cientos de restaurantes que recorren toda la costa donde está la movida joven o quizás no tanto… Allí, vivimos la esencia del pueblo griego, la música, los bailes y el bullicio. La comida típica, las tradiciones locales, bailamos el Zorba y “rompimos los platos” de yeso, que te los entregan para que los estrelles contra el piso.
Hoy, 2025, este paraíso estuvo en serios problemas, los sismos azotaron las islas, las personas sean locales o turistas se vieron obligadas a dejar las Cíclades. La soledad y el vacío se ve reflejaba en las fotos que nos llegaban. Entiendo que estos sucesos no son obra del ser humano ni del cambio climático, es la “vida de la naturaleza”. Solo deseo que todo vuelva a la normalidad para que otros puedan disfrutar, ya sea como habitante o como viajero, de este rincón del mundo tan único como majestuoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario