Mónica Mancini
La
infancia en el barrio estaba llena de olores y colores. Calles de tierra,
zanjas, flores de bicho colorado, huevos de caracol, mariposas, luciérnagas,
panaderos… y árboles frondosos, plantados, quizás, por los primeros que
habitaron estos espacios alejados del centro. Eran paraísos, jacarandaes,
sauces.
En la
puerta de mi casa había dos paraísos. Mi papá, que tenía una carnicería, los
había unido con un banco de madera, que ofrecía atento a su abundante clientela
para que la espera fuese más placentera.
El banco
también ofrecía sus servicios a nosotras, las nenas que jugábamos a la sombra
de los enormes árboles. En él depositábamos la batería de cocina, las muñecas y
todo lo que se nos ocurría imaginar para entretenernos.
La
primavera se anunciaba con el perfume penetrante y agradable de los paraísos,
que además de ser cómplice con su sombra, también ofrecía sus flores, las
chicas hacíamos bellos y aromáticos collares y los varones usaban los “venenitos”
para las cañitas y las gomeras, además de treparse en situaciones que lo
ameritaban…
Era un
escenario soñado, todo parecía estar en armonía…
Corría el
año mil novecientos sesenta y ocho y, haciendo caso del reclamo de los vecinos,
se anuncia con bombos y platillos que llega el pavimento. Todos se alegraron mucho,
era sinónimo de progreso y de bienestar; basta de barro, de inundaciones, se
acaban las zanjas, los olores desagradables, el aislamiento por el mal tiempo.
Lo que
parecía perfecto para el mundo adulto no lo era tanto para los niños. El primer
golpe fue ver cómo talaban los árboles, que iban cayendo vencidos como gigantes
derrotados, se atravesaban en las calles, estériles, ya sin dar flores ni los
famosos “venenitos”.
Con el
paso de los días fuimos familiarizándonos con la situación y aprovechábamos las
montañas de tierra para saltar con las bicis, para inventar juegos de guerra…
Muchos vecinos tuvieron que sacar créditos larguísimos para poder pagar el pavimento, otros vendían alguna cosita de valor o gastaban sus ahorros.
El progreso era inevitable. Yo vivo todavía en el mismo barrio y camino por las calles pavimentadas, costumbre que no perdimos. Los árboles que plantó la muni en aquellos tiempos ya son robustos y sólidos, la mayoría fresnos. Ya les tomamos afecto, pero nunca podrán reemplazar a aquellos que contribuyeron a crear nuestro propio paraíso.
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