Por
Ana María Miquel
Cuando
era una niña, le tomaba la mano en la mesa, una mano áspera, grandota y fuerte,
acostumbrada al trabajo duro. Esa mano cubría la mía posándose en ella y encerrándola
toda. Mi mano era pequeñita, la de una nena. Entonces le pedía: “Contame una
historia”, a la vuelta de los años estoy haciendo un curso en el cual yo tengo
que contar una historia y qué mejor que comenzar con la de él, ¿verdad?
Por
lo general, sus historias se relacionaban con su infancia, con indios del norte
de Santa Fe, con escuelas de curas, con anécdotas de campo y algunas de amor.
Recuerdo que yo me quedaba extasiada con sus narraciones.
Este
hombre, nacido en el año 1897 en el departamento de Vera, provincia de Santa
Fe, puedo asegurar que fue el que más me quiso en mi vida y debe ser por ello
que me transmitió muchos de los valores que hoy dirigen mi existencia: la
palabra de una persona es suficiente contrato, dignidad y orgullo se deben
mantener a cualquier precio, amor a la Patria y a los símbolos patrios, ternura y amor
para con los niños, sensibilidad y emoción en los sentimientos, levantarse de
la mesa con un poco de hambre, mantenerse sentada con la cabeza erguida y
contrayendo los músculos abdominales y no sé cuántas cosas más y de distintos
tenores.
Su
gran título en mi vida fue: papá (mientras fui una niña) y Viejo (cuando fui
adulta). Siempre me defendió y aceptó la mayoría de mis decisiones y, al igual
que a mis hermanos mayores, nos guió con mucho amor, pero también siendo demasiado
rígido en algunos aspectos.
Por
ejemplo, siendo niños, cada uno tenía un cuaderno donde él escribía con lápiz
lecturas, poemas, números, todo con su letra caligráfica aprendida en los
colegios de curas y nosotros debíamos pasar la pluma con tinta sobre sus rasgos,
para tener buena caligrafía. A esta altura de la vida, los tres hermanos tenemos
la letra muy parecida. No quería saber nada con que nos vacunaran contra alguna
enfermedad (mi Vieja lo hacía a escondidas), ya que tenía la idea de que al
hacerlo nos estaban inoculando la enfermedad y nos podíamos enfermar. Inclusive,
hubo grandes discusiones matrimoniales cuando hubo una epidemia de poliomielitis,
allá por el año 55 o 56.
Los
tres hermanos nacimos en la casa, bajo su asistencia y la de una partera. Por
supuesto que no era médico, pero yo creo que era un naturista y todo lo
solucionaba con remedios caseros. Mi hermano mayor conoció un médico por
primera vez a los seis años. Mi hermano del medio era tan pequeño al nacer, en
pleno mes de julio y cuando no existía la calefacción actual, que antes de
vestirlo lo envolvía todo en algodón. A mí, me esperaba con unas tablitas
preparadas por él, para entablillarme los pies, ya que nacíamos con los dedos
tocando el empeine. Y atendía a mi mamá también, como si fuera una niña. Antes
de irse a trabajar, le llevaba el desayuno a la cama, el cual consistía en un
hervido de “Quaker”, cereales y no sé qué otras cosas para que pudiera tener
leche suficiente para amamantar. Era tal la cantidad de leche que tenía que
siempre amamantaba a su hijo y a algún otro bebé.
Trabajó
siempre relacionado con el campo y la maquinaria agrícola: en la Facultad de
Agronomía de Buenos Aires, en la Escuela Agrícola de Miramar, en la Facultad de
Agronomía de Mendoza, etcétera. Luego, seguía trabajando en la casa y haciendo
todas las tareas que fueran necesarias, desde cultivar flores, huerta, criar
animales, hacer trabajos de albañilería o de herrería y mientras trabajaba
tenía a alguno de nosotros a su lado y nos hacía repetir las tablas y el
abecedario. Por ser hijo de un francés y una alemana, cuando se declaró la Segunda Guerra Mundial lo
llamaron del gobierno francés para que se incorporara a las filas. Por supuesto
que se transformó en desertor. Pero primero estaba su familia, en el transcurso
de la guerra, nacimos los tres hermanos.
Los
varones debían estudiar en el Liceo Militar, costara el sacrificio que costara.
El mayor de sus hijos, fue becado durante toda su carrera y abanderado del
establecimiento. El segundo fue medio becado, en consecuencia, él iba a
trabajar en bicicleta y se hacían todos los ahorros necesarios dentro del hogar
para poder pagar la media beca que faltaba; y yo debía ser Maestra Normal
Nacional.
Cuando
terminaron el Liceo, debieron trabajar para pagarse sus carreras universitarias
y además aportar a la casa la mitad del sueldo. Uno es abogado y el otro licenciado
en Ciencias Políticas y Sociales. Y yo: Maestra Normal Nacional. Cuando me
entregaron el título, que para él era todo un orgullo, me abrazó y me dijo: “Hasta
aquí llegué. De ahora en adelante deberás lograr vivir por tus propios
esfuerzos”.
Al
querer ir a la Universidad igual que mis hermanos, se opuso terminantemente, ya
que pensaba que a la Universidad iban las mujeres a buscar marido y a mí no me
hacía falta eso.
No
conoció el cine sonoro, hasta que sus cuñados lo llevaron a un cine al aire
libre que había en Mendoza a ver “El trueno entre las hojas” con Isabel Sarli.
Pero no lo movilizó para seguir yendo, consideraba que el cine era una pérdida
de tiempo. Prefería escuchar el “Glostora Tango Club” y, luego, “Los Pérez
García” por la radio.
Cuando
empecé a trabajar como maestra en el medio del campo en Mendoza, en las noches,
además de lustrarme los zapatos para el día siguiente, me preguntaba: “¿Ana, hiciste
los deberes para mañana?”. Se refería a la planificación diaria de clases que
se pedía en aquella época. Después, se levantaba a las cinco de la mañana para
servirme el desayuno y acompañarme a la parada del colectivo.
Se
ofendió mucho conmigo cuando compré el televisor para la casa. Era un regalo
que él quería hacerle a mi mamá. Cuando uno de mis hermanos hizo colocar el
teléfono y éste sonaba, se paraba a mirarlo y le decíamos: “¡Atendé!”. “Para
qué, si no es para mí”, respondía. Con el tiempo aceptó el teléfono y también
el televisor. Si mi mamá tenía que salir y estando él ya jubilado, le dejaba
encargado que viera tal novela y luego se la contara. Alcanzó a conocer dos
nietos, hijos de mi hermano mayor.
Han
pasado muchos años desde su muerte, pero releo lo escrito y siento que podría
seguir escribiendo sus historias y enseñanzas, con la misma ternura con que las
viví mientras estuvo a mi lado.