martes, 20 de octubre de 2015

Don Luis, mi viejo

Luis Zandri

Cuando nací, el 20 de marzo de 1944, mi padre tenía 39 años. Tenía dos hermanas, Nelly de 12 años y Aurelia de 8. Es decir que yo llegué a este mundo como peludo de regalo.
Esa brecha generacional y el carácter y la forma de ser de mi padre, poco afecto a demostraciones de cariño, hizo que siempre existiera una barrera invisible que me impedía comunicarme con él. Mi interlocutora era mi madre, todo lo hablaba con ella y, por medio de ella llegaba a él.
Mis hermanas no me tenían muy en cuenta, siempre estaban en sus cosas. Yo, simplemente era el revoltoso, díscolo y travieso que las molestaba y las interrumpía en sus ocupaciones con mis charlas, mis juegos y, a veces a propósito, para fastidiarlas, cuando me hacían enojar.
  Mi viejo trabajaba en el ferrocarril Mitre, en las instalaciones ubicadas en el sector de avenida Alberdi, Jorge Canning, Junín y avenida Caseros, y la playa de maniobras cercana al Cruce Alberdi. Él se desempeñaba en las oficinas en tareas administrativas. Escribía con lapicera con pluma y tinta, y tenía una letra preciosa, casi caligráfica. En esa época, tomando las décadas del 40 y 50, trabajar en el ferrocarril era un orgullo, ya que el transporte ferroviario estaba en su apogeo y pagaban muy buenos sueldos.
Trabajaba de lunes a sábados de 7 a 14 horas. Los sábados lo esperábamos ansiosamente, porque cuando salía del trabajo, se dirigía a un almacén de avenida Alberdi entre Junín y Vélez Sársfield, llamado Sabadotto, y traía queso, fiambres y dulces; y por ahí, algún juguetito para mí, lo cual nos ponía muy contentos a todos, porque éramos una familia a la que nunca le faltó nada, pero tampoco sobró, siempre vivimos con lo justo y necesario. Claro, el único que trabajaba era mi padre y su sueldo no daba para más. Mis hermanas comenzaron a trabajar cuando fueron mayores de edad.
Mi viejo tenía un bandoneón marca Luis XV. Era un hermoso instrumento de mayor tamaño que los comunes. La caja era de madera color negro con adornos nacarados, las varillas del fuelle niqueladas y las teclas de nácar. Creo que había muy pocos en el país, y tal vez en el mundo, de esa marca, ya que por su tamaño no era usado por los músicos profesionales. Mi viejo había tocado en su juventud allá por los años 1920 hasta 1930 y pico en la llamada “Guardia Vieja”.
Así que frecuentemente se sentaba en una silla de paja, colocaba el atril con las partituras y tocaba tangos, valses, milongas, pasodobles y, por ahí, alguna tarantela o alguna ranchera.
Teníamos un vecino, Federico Cardinali, que era músico y daba clases de bandoneón, acordeón a piano y contrabajo. Un día se pusieron de acuerdo entre ellos y decidieron que yo iba a estudiar bandoneón; así que, sin comerla ni beberla, apareció el bandoneón sobre mis piernas cuando tenía ocho años y me llegaba hasta el mentón. Entonces, comenzó mi relación con la música, con la cual por varias razones no pude desarrollar una carrera interesante, pero eso no importó para que toda mi vida siguiera ligado a ella, aún hasta la actualidad encarando el estudio del piano. Siempre suelo decir que soy el eterno estudiante y voy a morir estudiando algo.
También le gustaban los pájaros, de manera que tenía 15 o 20 jaulas y un jaulón, con cardenales, cardenales amarillos, jilgueros, mixtos, chilenos, paraguayitos, cabecitas negras y canarios. Los cuidaba mucho, todos los días les limpiaba las jaulitas, les cambiaba el agua y ponía semillas de alpiste o mijo en los comederos. En primavera, a los canarios les agregaba a la jaula una casillita para que hicieran su nido y se reprodujeran.
Nuestra casa tenía un patio en el fondo donde había una enorme higuera, que daba gran cantidad de frutas todos los años. Yo era el encargado de la cosecha, trepándome al árbol o subiendo al techo del galpón que estaba debajo de él. Me entusiasmaba más recoger los higos que comerlos, ya que no me gustaban mucho.
La separación de nuestra casa con el vecino del fondo estaba hecha con chapas, no había pared de ladrillos. En esa época, en los barrios era muy común el uso de chapas o alambrados para dividir los terrenos.
 En la esquina de mi casa, por Juan J. Paso estaba la fábrica de aceite “Santa Clara”, los fabricantes de aceites “Cocinero” y “Patito” y al oeste, la calle paralela era Corazzi (hoy avenida de la Travesía), que era de tierra y al costado pasaban las vías del Ferrocarril Mitre, elevadas sobre un terraplén.
Entre la fábrica y las vías del ferrocarril había un ramal de vías hasta donde llegaban los vagones cargados con bolsas de semillas de girasol utilizadas para la elaboración del aceite. Por medio de una cinta transportadora sinfín las introducían en la fábrica y, en su trayecto, un operario las pinchaba con una herramienta similar a una larga cuchilla curvada, para extraer muestras para su análisis. De manera que en los vagones vacíos y a lo largo del trayecto de la cinta, en los pastos de alrededor quedaban gran cantidad de semillas diseminadas. Eran nuestros terrenos de juego, así que todos los días estábamos con los bolsillos llenos de semillas de girasol, las cuales formaban parte de nuestra dieta.
Además, existían dos zanjones, uno al costado de la calle Corazzi y otro más profundo del otro lado de las vías, en las cuales la fábrica eliminaba las aguas servidas, y detrás del zanjón, a unos cinco metros comenzaban los terrenos del aserradero Muzzio, que se prolongaban unos 200 metros hacia el oeste por Juan J. Paso y, de allí, unos 150 metros al norte.
Todo eso hacía que en toda esa área proliferaran las ratas y desde allí se venían a visitar las casas del vecindario, y a la mía en particular, a comer los higos. Mi viejo era un crack con la gomera, tenía una puntería infalible. Se sentaba en una sillita baja de paja con su arma y una buena cantidad de piedras, que eran las municiones. A medida que iban apareciendo, dirigiéndose hacia la higuera las iba liquidando: “Uno, dos, tres, cuatro…”, contaba en voz alta las bajas del enemigo. Eran muchas y muy difíciles de combatir. Poníamos veneno y tramperas por todos los lugares en que solían andar y mi padre tenía que cuidar muy bien a los pájaros porque si no se encontraba con alguna baja producida por esos bichos repugnantes y astutos.
Él era un buen asador. Era de los que pregonan que el fuego hay que encenderlo temprano, con mucho tiempo para que una vez que estén listas las brasas, ir haciendo el asadito despacio, con poco fuego. Así que arrancaba de nueve a nueve treinta de la mañana para comer al mediodía, generalmente los domingos.
Cerca de la parrilla tenía un galpón con un pequeño banco carpintero y sus herramientas. Mientras hacía el asado o en ratos de ocio, se entretenía haciendo juguetes u objetos decorativos, tenía alma de artesano. Con cualquier material que tenía a mano armaba un autito, un camioncito, un trencito, algún animalito como una tortuga, un pez o un pájaro; en fin, según los materiales de que disponía pensaba que era lo que podía hacer.
Era de carácter nervioso, irritable, muchas veces reaccionaba mal con mi madre produciéndose constantes discusiones, era muy porfiado, siempre pretendía tener razón y cuando hablaba, a veces se extendía demasiado, se iba por las ramas. Lamentablemente, heredé algunas de esas características. Con el tiempo y los años he ido poniendo atención para evitarlo y pude modificar algo de esas manifestaciones negativas.
Él era hincha de Newell’s, no fanático, y desde pequeño me llevó muchas veces a ver los partidos, de manera que yo les fui tomando cariño a esos colores y también soy de “La Lepra”. Cuando tenía 13 años fui a jugar al fútbol al club Lanús, en una filial que tenía aquí en Rosario, y un señor que vivía a tres cuadra de mi casa era quien estaba encargado de la misma junto a otro llamado Wacker. Participamos en la Sexta División de la Asociación Rosarina y cuando nos tocó jugar contra Newell’s le hice un gol de tiro libre desde unos 35 a 40 metros (aclaro que la pelota era número 4, un poco más chica y liviana que la normal) y les ganamos 1 a 0. Al año siguiente, estaba jugando en el club de mis amores por pedido del técnico rojinegro. Jugué 2 años en la Quinta División, un gran gustazo para mí y también para mi padre. Lamentablemente, por la gran cantidad de jugadores que había y por los manejos de los dirigentes, para favorecer a los apradrinados por ellos no pude seguir avanzando, lo cual fue un sueño truncado para mí. Mi viejo me acompañaba a todos los partidos.
En avenida Alberdi y José Ingenieros estaba el Estadio Norte, regenteado por el señor Humberto Natale, donde los viernes y sábados se realizaban festivales de boxeo. Mi viejo me llevaba frecuentemente, junto a su amigo don Federico, mi maestro de música. En esa época era muy común el uso del “don”. A mi padre todos le decían don Luis, y los parientes Luisito, diminutivo que heredé.
Otros hobbies de mi padre eran jugar a las bochas y a las cartas. En distintas épocas de su vida lo hizo en uno u otro lugar. Un tiempo en el Club Industrial, de calle French al 2100, entre Bahía Blanca y República Dominicana, o en el Club Leña y Leña en bulevar Rondeau al 1800; y por último, y donde por más años concurrió hasta que por la edad y razones de salud ya no lo pudo hacer, fue el Club Náutico Sportivo Avellaneda, ubicado sobre la costa del río Paraná, desde Del Valle Iberlucea hasta José Ingenieros. 
A todos esos clubes yo lo acompañaba asiduamente. Me entretenía viendo los partidos de bochas. Cuando íbamos a Náutico Avellaneda, como las instalaciones eran muy amplias, recorría todo el club y muchas veces me arrimaba a algún grupo de chicos y jugaba con ellos. A veces, antes o después de jugar a las bochas, mi viejo se sentaba a una mesa con tres amigos o conocidos del club y jugaban a los naipes: al truco o al mus.
Cuando cumplió 50 años se jubiló. Estaba tan feliz de haberlo hecho, que a todos los conocidos o amigos que encontraba por la calle lo comentaba diciéndole: “¡Felicitame, me jubilé!”. Eran otras épocas.
Un par de años después comenzó a trabajar con un pariente que fabricaba cortinas enrollables metálicas para negocios o empresas y lo hizo durante ocho años, hasta que dejó de hacerlo, porque se corría el rumor de que a los jubilados que trabajaban les iban a quitar el sueldo.
Más o menos a los 60 años comenzó a tener mareos y varias veces se cayó en el club o en la vía pública, síntomas que con los años derivaron en el mal de Parkinson. Cuando comenzó con esos problemas, tenía un amigo llamado Pino que frecuentemente lo traía a casa con su auto desde el club y a veces también lo venía buscar para llevarlo. Más adelante, no recuerdo cuándo, tuvo que abandonar sus salidas por su enfermedad y el temor a las caídas.
Cuando tenía 81 años, un día le pregunté: “¿Querés ir al club?”. Lo llevé en mi auto y estaba muy feliz de reaparecer después de varios años en un lugar tan querido por él. Se encontró con varios amigos y, en un momento, se me ocurrió algo: jugar a las bochas con mi viejo. Se lo propuse y aceptó. Fue un buen momento, porque no había nadie jugando en ninguna de las tres canchas. Tomamos las bochas y comenzamos a realizar tiros de práctica lanzando el bochín y luego tratando de arrimar las bochas lo más cerca posible del mismo. Yo le alcanzaba las bochas para que él no se agachara tantas veces, por las dudas de que no fuera a agarrarle un mareo y se cayera. Después, apareció un señor con su nieto de unos 12 años y también se pusieron a practicar en la cancha de al lado nuestro. Al rato, le digo a mi padre: “¿Querés que les juguemos un partidito?”. Le pareció bien, así que se los propuse y aceptaron. El hombre estaba seguro de que nos iban a ganar y deseaba lucirse con su nieto, pero se llevó una gran sorpresa, mi viejo con sus 81 años no se había olvidado de cómo se jugaba y todavía se las rebuscaba bastante bien; yo puse mi granito de arena y ganamos nosotros, lo cual le dio una gran alegría y a mí también por supuesto, por haber podido jugar, aunque sea una sola vez, junto a mi viejo.
El 11 de agosto de 1983 falleció mi madre, cuando él tenía 78 años. Vivió durante 3 años solo, enfrente de mi casa. Mi hermana mayor, Nelly, se ocupaba de su ropa y de sus medicamentos. Tres años más tarde, después de una inundación que afectó nuestros hogares, mi hermana decidió llevarlo a vivir con ella, porque su casa había quedado con mucha humedad una vez que se retiró el agua y, además, para brindarle mejor atención por su estado de salud. Siete años después la situación se le hizo insostenible, mi viejo había empeorado y ella se estaba enfermando. Llegó un momento que se sintió desbordada y eso le produjo desequilibrios psíquicos, por lo que luego de varias charlas y debates con sus hijas y conmigo, decidimos llevarlo a un geriátrico.
Mi hermana iba todos los días a verlo y, como siempre, se ocupaba de su ropa y sus medicamentos. Yo lo hacía un par de veces en la semana y todos los domingos por las tardes, en las que me quedaba varias horas charlando con él y un compañero de habitación llamado Armando. Era un hombre de unos 45 años, de Buenos Aires. Todo un personaje, una persona muy pulcra, de buen vestir y siempre bien peinado, había sido vendedor de Max Factor, una importante empresa de perfumería y cosméticos y también había sido artista de teatro. Había trabajado con José Marrone y su esposa Juanita Martínez. Tenía un voluminoso álbum con las fotografías de su trayectoria que avalaban sus relatos. Era muy nervioso y a menudo protestaba en contra de la encargada y las mucamas del geriátrico, porque lo molestaban haciéndole bromas. Eran muy dicharacheras y pícaras; pero, asimismo, lo acompañaban a cobrar su sueldo, que era muy bueno, a comprar ropa o calzado, o a algún paseo que quería realizar; claro que él las gratificaba con buenas propinas.
Con el tiempo, llegamos a ser amigos y lo invité a venir a mi casa a compartir un almuerzo con mi familia. En esas tardes de domingo manteníamos largos diálogos con mi viejo, diálogos que durante nuestra vida no habíamos tenido, ya sea por los 39 años que nos separaban o por el carácter de mi padre y su manera de ser, había existido una barrera entre nosotros, que impedía nuestro acercamiento.
 De manera que en el transcurso de los siete años que él estuvo en ese lugar, comenzó a soltarse y a relatarme cosas y hechos de su vida que yo desconocía; y yo, por mi parte, pude hacer lo mismo con él. A pesar de su edad y del Parkinson que lo afectaba desde hacía muchos años, su mente estaba lúcida y, a veces, me repetía cosas que ya me había dicho, pero las contaba exactamente igual, sin cambiar una sola palabra. Algo muy risueño que siempre decía, era que había tenido 144 novias; se ve que mi viejo, en todas las correrías en que anduvo en sus años de músico, a todas las mujeres que se cruzaron en su camino circunstancialmente, las consideraba sus novias.
 De manera que en sus últimos años de vida fue cuando pude acercarme más a él, a su corazón y a sus pensamientos, lo cual fue gratificante para mí, porque ese es el último y vívido recuerdo que guardo de mi padre.
Dáas atrás cuando estaba escribiendo la llamé por teléfono a mi hermana para que me confirmara la fecha de fallecimiento de mi viejo, porque no la recordaba exactamente y me dijo que tenía todo anotado. Al día siguiente, me dio los datos y se llevó una sorpresa porque encontró entre los papeles guardados una poesía escrita por mi padre dedicada a su madre, o sea a mi abuela, a la cual no llegué a conocer. Se llamaba Rosa, por lo que supongo que la escribió en el mes de agosto, y dice así:
“Año 1926, Clase del 1905                           

Mi querida madrecita                    
desde esta prisión te escribo
donde me encuentro cautivo
y con nostalgia infinita.
Para decirte, no te aflijas,
y menos que te cause llanto,
Al no encontrarme en tus mantos,
Lleno de luz y armonía,     
pues quiero que sea alegría
en el día de tu santo.
No te aflijas madre buena,
Que ya se ha de terminar
El servicio militar,
Que tanto y tanto me apena,
Y entonces estas cadenas
que me tienen postrado,
sean de un golpe cortadas
como una opresión maldita,
y entonces ¡Sí, madrecita!,
he de estar siempre a tu lado”.

Nació el 26 de enero de 1905 y falleció a los 92 años, el 13 de mayo de 1997. Ese hombre fue don Luis, mi viejo, aunque yo le decía “Papi” y cuando lo nombraba “Papito”.

Volver a los relatos

Victoria Steiger

Hoy me pongo… quiero empezar un relato y todos los días elijo otro tema o… se me acabó el tiempo.
Esta vez empiezo con un viaje de muchos, que hicimos con nuestros hijos de vacaciones.
Nosotros, sin chicos, ya habíamos recorrido toda la costa desde San Clemente hasta Necochea. Pinamar fue la playa que más nos gusto.
Claro, nos resultaba caro el destino, ya teníamos cuatro hijos, así que no podía ser un lugar muy chico.
Hoy, no me acuerdo bien cómo fue el contacto. Creo que fue algo así como unos parientes del marido de una de mis hermanas, que tenía una casita en Pinamar y la alquilaba en enero.
Esto parece un cuento “chino”, pero fue así. Las personas que vivían todo el año allá se mudaban a una casita mínima al fondo del terreno y alquilaban la casa de adelante en la temporada de verano.
La cosa es que mi (en ese entonces cuñado) nos convenció de que estaba bueno el lugar y que no íbamos a tener problemas.
Muy contentos terminamos alquilando la casita. La ubicación no era muy buena, quedaba lejos del mar, pero nosotros con todo lo que teníamos que llevar a la playa siempre tendríamos que ir con el auto.
La familia, el pediatra y algunos amigos nos decían sin decirlo que estábamos un poco “locos”, que era más trabajo que vacaciones. El tema del trabajo era lo mismo que en casa: pañales de tres chicos, comida por seis, bañarlos cuidarlos que no se pelearan… etcétera.
Preparación del viaje: valija de los chicos, valija de nosotros, leche en polvo y todos comestibles para el “arranque” sal, aceite, vinagre, especias y lo que entrara en la caja, que además iba en el auto. ¡Con todo lo que se juntaba para el viaje parecía una mudanza completa!
Después de juntar cantidad de cosas, empezamos a empezar a ubicarlas en el baúl del auto. Valijas de comestibles y un paquetón de pañales (época de pañales de tela) y se acabó el espacio… Falta la bañera, la mesa y sillitas, que recibieron para Navidad, sombrilla, sillas de playa y no se qué más, todo en el portaequipaje atado fuerte para que no se vuele.
El viaje fue laargoo. Dormían poco, pero de lo poco que entendían estaban muy entusiasmados.
Al fin, llegamos. Lo primero: la calle de entrada para que vieran el mar.
A todo pulmón gritaban: “¡Vemos el mar, vemos el mar!”. Los más chiquitos acompañaban en su idioma o con risas.
Después, a buscar la casita con las explicaciones que nos dieron. Pinamar era chico en esa época, año 1982.
Ahora, sí, llegamos. La casita estaba prolija sin lujos, pero limpia y lista para instalarse.
Los chicos fueron al jardín de afuera, que tenía puerta con reja para que jugaran sin salir a la calle.
Bueno a descargar, acomodar y … el infaltable: “¿Qué comemos?”
Atacamos la caja de comestibles así que unas galletas, juguito y terminamos de acomodarnos más o menos y salimos a ver qué había cerca.
La zona no era sobre el mar y había despensa, verdulería y carnicería. Nos vino muy bien y compramos lo principal como para preparar la cena y para la playa del primer día.
Todo era el trabajo de todos los días como en casa, pero la diferencia era que lo hacíamos en “equipo” y ¡los chicos disfrutaban de su papá todo el tiempo!
Les cuento un día de playa: yo me levantaba temprano y desayunaba tranquila, el silencio de esa hora, era importante. Después, preparaba la leche para todos: cuatro mamaderas, un té con limón y tostadas. Yo me volvía a tentar con un cafecito y alguna tostadita. Repartía las mamaderas y mi marido ya se preparaba las tostadas.
Después, entre los dos cambiamos los pañales de los más chicos o sea casi todos (la mayor cuatro años y la menor seis meses) y si el tiempo estaba lindo, ¡al jardín a jugar!
Después, él, a comprar pan fresco y yo a la cocina a ordenar y hacer milanesas para los sándwiches, no siempre, para no cansarnos, a veces de jamón y queso o alguna carne que había quedado de la cena.
Llenábamos un taper, grande un termo de jugo y otro con café y ¡a la playa!
Nos íbamos a una playa lejos del centro, muy ancha y en esa época, con muy poca gente, un bar y pocas sombrillas y carpas.
La llegada: bajar la conservadora, los termos y los chicos era otro tema. Los chicos bajaban patinando en la arena, yo llevaba “upa” a la chiquita y de la manito a otra. Los “mayores” eran los que patinaban.
Ya en el lugar, se ponía la sombrilla para que el sol no calentara todo y a la chiquita, que era blanquísima, y tratábamos que no le hiciera mal tanto sol. Ella aguantaba poco y la llevaba a la orilla a mojar muy seguido. La cuestión es que de blanca quedó quemadita y pasó a ser la “negrita”. Le gustó siempre el sol y también en casa siguió jugando al sol siempre.
Ah, también teníamos los chiches para la arena. Bueno, todo esto de preparar para la playa era como largo y después jugar allá, ir a mojarlos, que no se nos fueran de la vista, no daba para leer mucho, pero siempre teníamos un libro de lectura “liviana” para algún momento tranquilo.
Enseguida, llega la hora de almorzar, tratar de que se quedaran sentados para que no comieran todo con arena, lo que era casi imposible; pero el sol, el agua, despertaba el apetito y era un momento bastante tranquilo.
Dependía del día, la hora de volver, el viento o si refrescaba mucho o estuvieran “insoportables”.
La vuelta: cargar todo cuesta arriba al auto. Yo me quedaba con todos y mi marido subía las cosas o todos juntos con todo.
Casi todos mojados y con arena por todos lados, sacudíamos uno por uno para subir al auto. No daba mucho resultado pero… nos parecía mejor.
En casa, a preparar para bañarlos, una lucha para que no peleara los”grandes” por ver a quién le toca primero. Cuando la cosa se ponía fea, lo definíamos nosotros y no había vuelta.
Ya todos limpios, otra vez había “hambre”, o era la lechita o alguna cosita para “picar” antes de cenar…
El tema pañales era otra actividad para mi marido. Cada dos o tres días a dejarlos en el lavadero y, mientras, hacía las compras de lo que faltara.
Ahora, recordando un día de playa, ¡me siento cansada como si lo estuviera haciendo! Claro los años pasan y la energía no es la misma de antes.
También como si fuéramos pocos, mi cuñada, nos pasaba a visitar y se quedaba un par de días, mi mamá con mi hermana menor también, todos para ayudarnos y como si esto fuera poco... mi hermano y dos amigos “plantaron” una carpa en el jardín por otro par de días. Por suerte, no todos al mismo tiempo si no, ¡no entramos ni nosotros en la casita!
Así, fueron nuestras primeras vacaciones en el mar, todo ese trabajo de vacaciones no nos espantó. Seguimos viajando al mar ya con cinco chicos hasta 1991. Trece años la mayor y la menor siete.
Después, como ya eran todos “grandes” empezamos a viajar por todas nuestras provincias.
¡Conocimos desde Ushuaia hasta la Quiaca!

Esos viajes dan para varios relatos más, pero por hoy ya lo dejo para otro relato.

Doña Rosa

Teresita Giuliano

Mi mamá tuvo cuatro hijos, todos nacidos en su casa, en su cama. En cada ocasión fue atendida por doña Rosa, la partera del pueblo.
Doña Rosa era todo un personaje y su palabra era ley. Había trabajado junto al doctor Silvestre Begnis, médico rural y cirujano, (gobernador de Santa Fe en el año 1959) a quien la unía una estrecha amistad y se refería a él de una manera campechana, de tal manera que en mi familia solíamos aludir a Doña Rosa como la “che Silvestre”.
Ayudó a nacer a varias generaciones y se la consideraba miembro de todas y cada una de las familias del pueblo.
Experta, autoritaria, carismática, sabihonda, profundamente humana (y cómo no, con tal profesión), recibía el respeto de grandes y chicos.
Era invitada de honor en bautismos, comuniones, cumpleaños y casamientos.
Sus honorarios variaban de acuerdo a las posibilidades de cada paciente. Generalmente cobraba en especie: huevos, gallinas, embutidos, lechones, una carpetita tejida a mano o un pan casero… todo recibía, el que podía le pagaba o le daba algo y el que no, le ofrecía sus servicios para limpiarle el patio o pintarle la casa.
Todos sentían agradecimiento hacia doña Rosa, a quien no le importaba el clima ni la distancia para atender a una parturienta. Iba en sulky, en carro y hasta a caballo a los hogares de la zona rural.
Llegaba con su instrumental en un maletín, dando órdenes a las mujeres de la casa, ocupando a los hombres y con palabras de aliento para su paciente. Más de una vez era invitada a colaborar en la elección del nombre del recién nacido y ella apelaba al santoral o a homónimos familiares, ya que conocía el árbol genealógico de todos.
Una vez cumplida su tarea, dejaba indicaciones y consejos a diestra y siniestra, que se observaban como palabra santa. Las abuelas corrían al gallinero a matar la gallina, que convertirían en sopa para que la nueva madre recupere energías y el flamante padre al almacén a comprar cerveza de malta, que también debía tomar la parturienta para tener mucha y buena leche para el bebé.
  Mi madre solía contarme que con ella ninguna podía sentirse floja, sabía qué decirles y dónde tocarlas para que apuraran “el trámite”, sin demasiados aspavientos.
  Recuerdo cuando nació mi hermano menor, mi mamá en el dormitorio y nosotros esperando en la cocina, pared por medio. No sentí ni un pequeño grito, ni una mínima queja. Con la adultez, recordando ese momento, le pregunté a mamá si no había sentido necesidad de gritar o llorar… ¡estaba pariendo!. Ella me respondió que no podía hacerlo, porque nosotros estábamos muy cerca y que la presencia de doña Rosa y sus palabras la tranquilizaban.
  Doña Rosa murió cuando era muy anciana, manteniendo hasta el final de sus días su porte altivo y orgulloso.
  Ya no hubo más parteras en el pueblo.

El tranvía

Carmen Gastaldi

…tilín, tilín…, talán, talán…
 pasa el tranvía por Tucumán…

De madera, aparentando ser de metal, con dos plataformas o cabeceras, una en cada extremo, dibujando estas un medio hexágono y otras veces un medio octógono. Cuatro puertas, con escaleritas para ascender o descender. Pasamanos, oscilando arriba, pendiendo de una barra fija de extremo a extremo, otros, como manivelas de bronce, en los espaldares de los asientos. Los asientos, construidos con brillantes listones de madera y, con la cualidad de cambiar su orientación, según el motorman lo condujera desde una u otra plataforma.
“Motorman”, el vocablo inglés que se usaba para referirse al conductor. Este era el que manejaba y siempre iba, por lógica, en la plataforma delantera. El otro personaje era “el guarda”, que viajaba recorriendo los asientos, vendiendo los boletos; o sea, cobrando el pasaje por el viaje. Luego, se quedaba atrás, que era por donde subían los pasajeros.
 Los tiradores sobre el techo, lo conectaban a la red eléctrica, gracias a la cual andaban. Las ruedas de metal, sobre los rieles o también llamados vías férreas, que se extendían a lo largo, a ras del empedrado por todas las calles por las que circulaban.
Las ventanillas, ¡las disputadas ventanillas!, que podías subir en esos días en que el calor agobiaba, permitiendo que corriera el viento. Estaban provistas de cortinas, que acomodabas según te molestara el sol.
Eran sumamente ruidosos y algunos tenían recorridos tan largos que se hacían esperar mucho en las esquinas y cuando llegaban, muchas veces pasaban de largo, porque llevaban tantos pasajeros, que algunos viajaban colgados.
A muchos de estos pasajeros, les gustaba viajar en esta situación para no pagar boleto. Se ascendía por atrás y se descendía por adelante. Entonces, los colgados, muy amablemente, se bajaban en todas las esquinas para ceder el lugar a los que subían y, por supuesto, seguir viajando gratis.
Cuentan que fue pasando mediado del siglo XIX que aparecen, por primera vez, en Rosario los tranvías tirados por caballos. Desde entonces pasaron muchos inviernos, muchos veranos, como siempre, el tiempo pasó implacable.
Recién los conocí y los utilicé allá por fines de la década del 50. La línea 6, que desde Rosario Norte, llegaba hasta Gaboto y Necochea, me llevaba hasta la escuela, a la casa de mis tíos…. La tomaba en Virasoro y Necochea, por esta hasta avenida Pellegrini, por la senda central, en la que la gente esperaba para subir o para descender, luego tomaba Balcarce y al llegar a Santa Fe, descendíamos todas las chicas del “Normal” y del “Urquiza”. Seguía su viaje casi vacío. Luego, a la vuelta, subía en Alvear y Santa Fe, volvía a tomar Pellegrini, cuando doblaba en Necochea, al llegar a la altura de calle La Paz, la doble vía se convertía en una. Entonces, si veníamos con suerte, pasábamos sino había que esperar que pasara el que venía en sentido contrario, ya que desde 27 de Febrero solo había una vía para transitar hasta La Paz o viceversa.
 Te cuento que los viajes en el “6” eran como la previa, pero la previa de la escuela. Todas las chicas del “Superior”, del “Rivadavia”, de la “Dante”, del “Urquiza” y del “Normal” viajábamos en el mismo horario. Por supuesto, también los varones, a los que se sumaban los del “Poli” y los del “Nacional 1”. En los horarios de entrada y salida de las escuelas, casi éramos los únicos pasajeros. Nos amontonábamos en los asientos a los que muchas veces les cambiábamos la orientación del respaldo para quedar enfrentadas y poder cuchichear mejor. El motorman y el guarda nos tenían gran paciencia. Las risas, las conversaciones de una punta a la otra, los chistes, las cargadas con algún chico… Ellos eran más discretos. Nosotras, ¡siempre alborotadas!
 El 7, el 8 y el l8 cruzaban partes del centro y luego tomaban por avenida San Martín hacia el sur. El 5 y el 25 pasaban ida y vuelta por Salta. En la ida llegaban hasta el control pasando por avenida Alberdi y bulevar Rondeau. Te dejaban justo en la calle de la bajada para el balneario La Florida.
 El 22, por 27 de Febrero, llegaba hasta el puerto, que, para esa época, tenía allí una entrada para la gente. Los domingos, las familias, los mates, las cañas de pescar eran también pasajeros de esta línea. No había tantos autos y los que había eran de las clases más pudientes. Era una sociedad con una gran brecha, casi no existía la clase media, los trabajadores circulaban en bicicletas o en el tranvía.
 El 11 te llevaba hasta el barrio Saladillo, zona sudeste de la ciudad, de frigoríficos, barrio de las “Quebradas del Saladillo”, pequeños saltos de agua del arroyo, que en el verano convocaban mucha gente. Cada barrio tan peculiar, tan distintos entre sí eran recorridos por tranvías. Por sus ventanillas, podías ver esta peculiaridad. Por ejemplo, las largas cuadras del Saladillo, albergando algunas casas sencillas, pero la mayoría de ellas eran y algunas siguen siendo, pequeños castillos, ubicados en los centros de los terrenos, rodeados de parques, con bancos, escalinatas, esculturas y. apenas un poquito más allá, pasando la escuela Aristóbulo del Valle, en las calles transversales a las avenidas, muy cercana al arroyo, la “villa” comenzaba a mezclarse con el suntuoso paisaje casi inglés.
 En los años 80, trabajé en esa escuela, que dado la gran población infantil de la zona, teníamos que funcionar en tres turnos. Allí vi mezclarse a los niños de un Hogar de Huérfanos, los de familias muy pobres y los otros, los de las grandes mansiones…
 Muchas líneas que yo no recuerdo, tal vez porque nunca las usé, pero sí recuerdo que los tranvías, con su andar y su campanilla, rompían el silencio. ¿Será por eso que los sacaron de nuestro paisaje cotidiano?  Adentro, toda una aventura. Estudiantes, obreros, oficinistas, docentes, ¡todos usábamos el tranvía! También, los carteristas, los aromas indeseados y los “arrimadores”…

Casalegno (Memorias de un ferroviario)

Susana Olivera

“El vino della cresta me fa girà la testa”.

Toda una colonia de lombardos y piamonteses en Casalegno.
Como todas las noches, después de la cena, se había reunido en la vinería, un despacho de bebidas con unas tres mesas y una barra, un grupo de muy alegres amigos. Esa costumbre era cosa de hombres y entre copa y copa y canciones en lombardo y piamontés hablaban de las cosechas, de los precios del maíz y el trigo, de las lluvias y las sequías. Había algunos ferroviarios; a ellos les interesaban la carga y descarga de los trenes, las horas de llegada y partida… los jornales… Por entonces, por 1940.
Yo los conocía a todos, porque diariamente iban a la estafeta postal que estaba bajo mi responsabilidad. Iban a ver pasar el tren, a comprar el diario, a contarse sus novedades…

“El vino della cresta mi fa girà la testa…

Mucha alegría, muchos cantos… cada canción ameritaba una copa…

“Mi son stuffata di té, non te voglio più vedè…”
“E allora con la bionda y con la nera me ne vado a passeggià…
 E bè e bè, lo hai voluto te”…
Eh, Genaro, contá cómo te fue la semana pasada en Rosario…- pidió Diógenes Troccoli, con un guiño picaresco a su compañero de mesa. Diógenes tenía una chacra y lo ayudaban en los cultivos sus seis hijos varones.
Me fue bien… me recibieron bien… Mi novia, como era domingo, había preparado una rica tallarinada con buena salsa y…
No, yo quiero saber cómo llegaste a la casa de tu novia…
Ah eso… Bueno fue un lío. Yo nací y viví siempre acá, así que Rosario… bueno… No fue fácil.

Genaro Giacomelli, un joven ferroviario, bajó la cabeza como pensando, tratando de recordar, o no queriendo hablar sobre algo que seguramente lo dejaba mal parado…

Dale, Genaro, contá… No te vamos a robar a la María, porque nos contés cómo te fue… la primera vez que conocés a los futuros suegros no es fácil…
No, no me fue mal. Cuando llegué, el padre me llevó aparte y me preguntó cuánto ganaba, dónde pensaba vivir… con una voz que parecía un trueno. El hombre es enorme, gordo, con una panza tremenda y unos bigotes negros que apuntan a la izquierda y a la derecha… unos ojos que parece que te desnudan; camina balanceándose y sacando panza… pero no me fue mal…
Contá cómo llegaste…
Yo le dije que esperaba un ascenso y que me iban a trasladar de Casalegno a…
Pero, vos ¿sos sordo? ¿Cómo llegaste a la casa de la María?
Bueno, justo que yo le explicaba eso al padre, la María llamó a la mesa…Así que me lo saqué de encima…Yo ya se los conté cómo llegué, que me dio trabajo…fue mi primera vez en Rosario…
Yo no lo oí- agregó el gallego Cepeda.
Ni yo, ni yo…- fue el coro de los que estábamos en su mesa y también en las mesas vecinas.
Bueno, ustedes saben que yo nunca estuve en Rosario… Yo los quisiera ver a ustedes solos en Rosario, nada más que con una dirección…
Ya lo sabemos. ¿Qué te pasó?- agregó Pantaleón.
Bueno, yo me bajé del tren en la Estación “Rosario Central”. La María me había explicado que tenía que llegar a la calle Corrientes… yo tenía todo anotado en un papel que llevaba en el bolsillo. Lógico, ni idea de cómo llegar a la calle Corrientes, así que empecé a preguntar…
¿Entonces?
El primero, un hombre mayor, muy amable, me dio tantas explicaciones mostrándome el camino con sus dos brazos que no entendí… “siga una cuadra y doble a la derecha, después doble a la izquierda, después siga”… y giraba sobre sí mismo. Volví a preguntar y finalmente llegué. ¡Estaba ahí no más la calle Corrientes!
¿Llegaste a la casa de la María? ¿Así de fácil?- otra vez Pantaleón Bucciarelli se impacientaba.
No, no. La María me había explicado que la casa estaba en calle San Lorenzo, número 989. Releí el papel con las anotaciones y sí, esa era la dirección. Así que pregunté cómo llegaba a la calle San Lorenzo. Con mi papel en la mano, finalmente llegué a San Lorenzo después de varias intentonas… Ahora, tenía que encontrar el número 989. Recorrí la calle y no estaba. Volví a preguntar si era esa la calle. Era.
Se habría equivocado la María o vos anotaste mal- comentó Diógenes.
Pará, Genaro, pará…¡mozo!- interrumpió el gallego-. Otra vueltita de tinto para los amigos. Yo pago. Vos seguí, Genaro. Seguí ahora…
No, no… estaba bien anotado. Volví a recorrerla de esquina a esquina. Yo me fijé bien. Estaba el 988, el 960… Volví otra vez a la otra esquina… 940, 966. Yo tenía anotado 989. No estaba. Me dio la María mal la dirección, empecé a dudar, el papel lo había escrito ella. Creí que yo no estaba en la calle San Lorenzo.
¿Entonces, qué hiciste?
Estaba preocupado. Me esperaban para el almuerzo. Y llegar tarde la primera vez… No va que en la esquina estaba parado un taxi que decía “Libre”… Así que lo tomé y le mostré mi papel con la anotación…
Págueme 50 centavos- me dijo el chofer.
Me extrañó que debía pagarle por adelantado, pero le pagué. Entonces, el hombre se bajó del auto, me abrió la puerta, me tomó del brazo, yo trataba de zafarme porque no entendía nada. “Está loco este ¿qué me agarra del brazo?”, pensé. Me cruzó la calle y recién me soltó en el número 989… ¡Estaba en la vereda de enfrente la casa, en la vereda de los impares! El tipo se despidió muy sonriente y volvió al taxi… Bueno. Por fin… lo importante era que yo estaba en la casa de la María

Una risotada sacudió a todos los presentes… No acababan… golpeaban la mesa con las manos y las copas… Genaro sonreía copa en mano, moviendo su cabeza…
“A cualquiera le pasa”, dijo. “Yo los quiero ver a ustedes en Rosario…”.
Siguieron los cantos: cada vez más entusiastas y en voz más alta: cada vez más tinto en las cabezas.

“E allora con la bionda y con la nera…me nevado al cabaret… e bè, e bè… lo hai voluto te”…