martes, 5 de julio de 2022

Los televisores comunitarios



Raquel Arroyo

Tener televisor en el barrio, allá por mediados de los 60, daba un status que poco tenía que ver con la posición social o económica de los dichosos poseedores del aparato. Tenía más que ver con el afán de progresar, de ser un “adelantado” en la época. Y uno de esos fue nuestro vecino de enfrente, el primero que tuvo televisor en el barrio. Vimos llegar un día un camión de la casa de artículos del hogar más conocida de la zona y salimos todos los vecinos. Y don Manuel gritaba contento: “¡Compramos un televisor! ¡Pueden venir a mirar cuando gusten!”. La fiesta no era solo de la familia de don Manuel, sino que era de todos los vecinos. Ellos eran muy generosos, y estaban dispuestos a compartir su alegría y su televisor con el vecindario. Su hija era mi amiga y nos sentamos en la puerta de su casa mientras instalaban la antena.

—Dicen que esta noche ya podremos ver- me dijo Eugenia entusiasmada, mientras comía una mandarina.

—¡Qué suerte tienen!- le dije con un dejo de tristeza.

—Vos también tenés suerte. Y también Alicia, y Oscarcito, todos pueden venir a mi casa. Mi mamá ya está preparando dos tortas, una de naranja y otra de manzana con canela. Son para convidar a los vecinos que vengan a ver la tele.

—¿Pero podemos ir muchos, Euge?- le pregunté incrédula.

—Claro. Todos los que quieran. Lo pusieron en el comedor y viste que es muy grande, así que entramos muchos.

—¿Y cómo se ve?

—Todavía no sé, lo tienen que instalar. Dicen que a la noche dan una película de terror. ¿Querés venir a verla?

Le dije que sí, sin dudarlo un segundo. No me gustaban las historias de terror, pero ver el televisor iba a ser una experiencia única.

Les conté a mis padres el plan que tenía y estaban tan entusiasmados como yo. Me bañé y me puse la ropa de domingo y me senté a esperar que se hiciera la hora. “Más o menos a las nueve”, me había dicho. Eso era después de comer. Faltaba bastante.

La mamá de Eugenia se cruzó hasta casa, para invitar también a mis padres y a mi hermana a ver televisión. A la hora señalada Eugenia pegó el grito desde la casa y ahí fuimos todos. Ya estaba todo organizado en el comedor de los vecinos. Habían acomodado sillas y sillones en semicírculo y algunos almohadones en el piso para los más chicos. Y ahí, en el medio, a la vista de todos, el podio era para “él”. Una vez que cada uno ocupó su sitio, Don Manuel, muy ceremoniosamente, encendió el aparato. Yo esperaba que en ese mismo instante la pantalla se llenara de luces e imágenes, que distintos sonidos comenzaran a llenar la sala. Pero, nada... Nos mirábamos entre todos.

“Tranquilos, tiene que calentarse”, dijo con aires de superioridad don Manuel.

Pasados unos minutos que se me hicieron eternos, la pantalla comenzó a llenarse de imágenes en distintas gamas de grises. Era como el cine, pero más pequeño y en la casa de enfrente.

Éramos como veinte personas entre niños y adultos, todos hechizados con el aparato. Los ojos fijos, las bocas entreabiertas. Todos en silencio. Doña Inés, que era una mujer bastante chabacana y demasiado frontal, dijo que parecíamos todos estúpidos mirando la pantalla. Nos ofreció a cada uno torta de naranja y de manzana para sacarnos del letargo. Pero era difícil conseguirlo. Al rato apareció con una botella de licor de mandarina para los “grandes” y una jarra de granadina para los “chicos”.

“Sírvanse lo que gusten. Yo me voy a la cocina a escuchar la radio. Hoy toca una orquesta típica en Radio Nacional”

Nos quedamos bastante tiempo mirando la tele. Don Manuel se quedó dormido en el sillón. La pantalla se llenó de una especie de piedritas movedizas y un ruido desagradable invadió el comedor.

—¡Don Manuel! ¡Se rompió!- gritamos los más pequeños.

—Tranquilos, terminó la transmisión- dijo con voz amodorrada.

Hubo muchas noches como esa. Nos juntábamos de los vecinos para ver, entre otras cosas, “El muñeco maldito”, yo siempre en la falda de mi papá y tapándome la cara con las manos, y separando los dedos para mirar la pantalla, en esos momentos en que la curiosidad superaba al miedo.

Por las tardes Eugenia me invitaba a ver “Payasín, el amigo de los niños” por Canal 7, aquel payaso que se calzaba las botas de las siete leguas.

Y seguía el ritual de las noches, con chicos y grandes viendo la tele.

Pero de a poco los vecinos empezaron a cansarse. Doña Inés seguía en la cocina escuchando la radio, ya no había tortas, ni licor de mandarinas. Y don Manuel decidió que cuando le diera sueño se iría a dormir. Y muchas veces, en lo mejor de la película se levantaba del sillón y decía: “Bueno, será hasta mañana”, mientras se dirigía al televisor y con un certero giro de sus dedos oscurecía la fantasía y nos llamaba a la realidad.

Si bien nuestro vecino estaba en todo su derecho de irse a dormir cuando quería, aun así, nos quedaba un sabor amargo. Nos dimos cuenta de que ya no éramos tan bien recibidos y volvimos a las noches de radio. Hasta aquel día...

Aquel día en el que papá nos dio la noticia tan esperada. ¡Había comprado el televisor! Esa misma tarde llegó el antenista y al día siguiente llegaría el aparato.

Y llegó nomás. Un CBS Columbia. Caja de madera, botones dorados. Hasta era más lindo que el de los vecinos de enfrente. Y hasta una mesita con rueditas para apoyarlo había comprado. Y varios metros de cable que servirían de prolongador desde la bajada de la antena para llevarlo a los dormitorios. Era el sueño del cine en casa.

Y entonces empezó a ser nuestro televisor el comunitario. Se reunían los vecinos en mi casa. Según la programación sería el público. Los señores para ver los partidos de fútbol y el boxeo. Las señoras, para las novelas. Los chicos para las series y los programas infantiles. “Lassie”, “Bonanza”, “Tres destinos”, “Jacinta Pichimahuida”, “El Capitán Piluso”.

Mi mamá compraba la revista “TV Guía” y yo me sabía de memoria la programación de cada hora y de cada día. Y miraba todo. Desde “Telescuela Técnica” hasta “Meditación para la pausa del día”.

Yo tendría alrededor de seis años cuando tuvimos nuestro primer televisor y, aunque era chica, supe de lo mucho que le costó a mi padre pagar cada cuota. Yo lo acompañaba una vez por mes a pagar a la casa de electrodomésticos y me decía contento: “¡Falta una menos!”. Valoro tanto su esfuerzo para darnos lo mejor dentro de sus posibilidades. Y valoro también a mis vecinos que compartieron su televisor comunitario, aunque, claro... todo tiene un límite.

Regresar siempre trae nostalgia



Graciela Bazzana



Asiduamente regreso al pueblo donde nació mi mamá, a 50 kilómetros de Rosario. Allí, viven tíos y primos.

Camino, recorro el pueblo, sus calles, edificaciones, negocios. Todo me trae recuerdos de antaño cuando iba con mis padres.

La primera en visitar era la casa de la tía Rosa: alejada del pueblo, sobre calle de tierra, casita baja, sencilla, rodeada de un alambrado tapado en enredaderas.

Tenía un gran patio con un frondoso roble. Debajo de él, había una mesa de material en la cual todas las tardes se merendaba el clásico mate cocido en gigantescos tazones de loza acompañado con pan casero, manteca y riquísimo dulce hecho con frutas de la estación. ¡Lo más rico que he probado!

Luego seguimos por la casa de mi prima mayor, Norma, una referente de la familia. Vive en el centro del pueblo, calle pavimentada, una de las principales, por donde pasa el colectivo que conecta este pueblo con Rosario. Pueblo decimos, ya declarado ciudad hace unos años. Allí nos quedábamos a cenar y compartir noticias de la familia.

Desde allí nos dirigíamos hacia otra prima, Pocha, gran repostera ella, nos mostraba fotos de los trabajos hechos para los eventos del pueblo. Un cafecito de por medio, las últimas noticias y la visita debía terminar, ya entrada la noche.

Debíamos regresar a casa, dejando a otros parientes sin visitar, pero con la promesa de volver.

Actualmente, solo visito a mi prima Norma, ya que muchos no están.

Llego al pueblo y recuerdo algunos negocios, algunas familias, todo está prácticamente igual.

Me recibe en su casa mi prima, con el mate y algo para picar. Hablamos, luego de un rato vamos a la parte de atrás de la casa en la que tiene un pequeño vivero. Me muestra cada planta y cada flor mientras hablamos de “todo”.

Almorzamos, pasamos una tarde de infusiones con torta hecha por ella.

Compartimos muchos recuerdos de aquellos tiempos, en los que estaban todos, las mesas llenas, las sillas ocupadas, la cocina a full y la familia completa.

Hoy, me inunda una gran tristeza: llegar de visita y encontrar lo material, pero no los afectos.

Me alejo del pueblo hacia la gran ciudad dejando parte de mis afectos y recuerdos, añorando viejos tiempos en los que éramos felices y no lo sabíamos.

Al frío no se lo come el lobo

Diana Kallmann

Llegaron de Galicia, España, expulsados por la Guerra Civil, por el hambre o por ambas cosas. No sé exactamente cuándo ni por qué, mis recuerdos son borrosos, se remontan a mis cuatro o cinco años. Supongo que habrán pisado la Argentina entre 1930 y 1940. Se afincaron en Riglos (La Pampa), en un enorme terreno donde construyeron su casa y otra modesta que nos alquilaban. Tuvieron dos hijos. Cuando llegamos, en los años 50, ya no vivían en el pueblo, se habían ido a Buenos Aires, ya casados. Doña Encarnación y don David vivían solos en la casa grande y alquilaban también alguna habitación que les sobraba a trabajadores eventuales que llegaban al pueblo.

Don David cultivaba verduras en una quinta que en verano daba zapallitos, chauchas, choclos, albahaca, perejil, lechuga, tomates, frutales y todo lo que podía crecer en esas tierras siempre amenazadas por el viento y las heladas invernales. Don David vendía las verduras a la gente del pueblo, algo que a mamá le encantaba porque las cosechaba en el momento en que las pedíamos. Nos mandaba a la mañana a comprar con un papelito, dinero y una bolsa. Lo divertido era seguirlo a la quinta, un lugar prohibido para nosotras porque, pese a que estábamos a pocos pasos, a don David no le gustaba que anduviéramos por allí. Nos encantaba ver los almácigos a la luz brillante de la mañana. Lo seguíamos haciendo equilibrio entre una hilera y otra para no pisar los canteros, bajo la mirada siempre vigilante del viejo. Cuando regresábamos con la bolsa, mamá celebraba el aroma de las verduras recién cortadas y las desplegaba en una mesada del patio para lavarlas, entre baldes y coladores.

Doña Encarnación permanecía recluida en su cocina casi todo el día. De allí salían olores sabrosos y desconocidos para nosotras. Hacía papas fritas en grasa, algo que no se usaba en nuestra casa, y guiso de lentejas. Atraídas por el aroma, nosotras comenzábamos a revolotear por allí y ella nos convidaba sus delicias.

En verano hacía dulces y conservas para el invierno. Como era de esperar, sobraban las frutas y verduras. A diferencia de su marido, doña Encarnación era generosa y le gustaba darlas a quienes las apreciaban. Cuando el viejo hacía la siesta, ella abría la ventana que daba a nuestro patio y susurraba, “Doña Cata, doña Cata”, llamando a mamá para entregarle una fuente repleta de los frutos de la quinta. No aceptaba el agradecimiento de mamá, levantaba una mano y decía “hala, hala”, como indicando que no tenía nada que agradecer.

Años después me pregunté si don David habrá sido tan temible como lo imaginábamos nosotras. Serio, enjuto, un tanto hosco, hablaba poco y parecía que solo se comunicaba con las plantas. Sin embargo, a pesar de todos sus reparos en el verano nos dejaba bañarnos en el tanque australiano que estaba cerca de los cultivos, amparado por una higuera. Pasábamos largas horas allí con mi hermana y nuestra amiga Irma, divirtiéndonos y saltando como locas. Supongo que sabía que sacábamos higos de las ramas que daban al tanque, pero nunca nos dijo nada. Creo que cuando se cansaba de nuestros gritos abría el agua del molino, que salía helada, pero nosotras no nos achicábamos y seguíamos en el tanque hasta agotarnos.

Cuando salíamos, alrededor de las seis o siete de la tarde, mamá nos esperaba con una ensalada de tomates y aceitunas verdes que nos encantaba. Nunca más encontré el sabor de aquellos tomates de la quinta.

Doña Encarnación conversaba en la ventana con mi mamá, escuchaba sus voces, pero nunca presté atención a lo que decían. Creo que ella recordaba cosas de su España natal y se las contaba a mamá, que a su vez hablaría del campo donde se crió. El clima y las cosas cotidianas seguramente formaban parte de esas conversaciones. Mientras jugábamos, escuchábamos frases y palabras sueltas que no nos interesaban.

Una mañana de invierno, mamá conversaba con ella en la ventana, supongo que se quejaban del frío, de la helada que había caído y había blanqueado el patio, la quinta y todo lo que nos rodeaba. En casa estaba calentito, papá había acondicionado la estufa de querosén para evitar que diera olor, algo que sentíamos en muchas casas de nuestros amigos del pueblo y nos molestaba. El querosén era el combustible que más se usaba, para calefacción, para la cocina y también para una heladera que prendían en verano y nunca entendí por qué para fabricar frío se necesitaba esa llama.

Pese al frío, ellas estaban conversando en el patio y nosotras aprovechamos para salir un rato. Entre todas esas palabras, de pronto una frase resonó en mis oídos y me impresionó. Doña Encarnación decía: “Y, doña Cata, no nos podemos quejar, llegó el invierno, al frío no se lo come el lobo”. Qué quería decir con eso, porqué hablaba de lobos si nunca habíamos visto uno. Preocupada, le pregunté a mamá dónde había lobos. Me explicó que en España, donde había nacido doña Encarnación, en invierno hacía mucho frío y bajaban los lobos en busca de alimento. Ella se había criado en el campo y había pasado mucho frío. Desde entonces, cada vez que la miraba mientras sus manos se movían en la cocina, me venía a la mente la solitaria imagen de una niña caminando por la nieve, con un pañuelo negro en la cabeza y con mucha ropa. En verdad solo había visto la nieve en las ilustraciones de aquellos enormes libros de cuentos que mis padres compraban a un vendedor que visitaba Riglos todos los meses. Pero desde ese día, doña Encarnación se transformó en la protagonista de todos los cuentos con campos nevados.

 

 

lunes, 4 de julio de 2022

"Paraíso florido"



Graciela Pereyra



Dieciocho tenía ella, él unos años más. De regreso de la Luna de Miel a Tucumán, arribaron a Ceres, esa ciudad pequeña santafesina en el límite con Santiago del Estero adonde él fue trasladado como ferroviario. Pensaron entonces “estamos de paso, nos quedaremos un tiempito y luego volveremos a nuestros pagos”. Un año después yo nacía, la primogénita de la feliz parejita, y tres años después mi único hermano. Y crecimos en la “Diosa del Cereal”, naturalizando todo lo que ocurría en nuestra feliz infancia. Teníamos poco, pero lo teníamos todo. ¿En qué calle vivíamos? No importaba. Nadie nombraba las calles, no era necesario. Si alguien nos preguntaba por algún lugar, le decíamos a tres cuadras de la plaza, de la diagonal a la izquierda, de los Rodríguez la casa que sigue, o queda del otro lado. Esta expresión tenía relevancia para los paseos, porque el ferrocarril atravesaba la ciudad dividiéndola en dos partes, transformándose en referencial, las salidas eran ir al “otro lado”.

Nosotros vivíamos en una casa pequeña con un gran patio que tenía un hermoso paraíso que daba una frondosa sombra y fue testigo de nuestros creativos juegos de la infancia. Ya de grande me enteré de que el nombre de nuestro barrio era justamente ese: “Paraíso Florido”. La gente era amable y simpática. Todo el mundo se saludaba, se charlaba en la vereda y algunas veces invitaban a ver televisión los que tenían el privilegio de tenerla.

Así es, que lejos de abuelos, tíos y otros familiares, los atentos y cordiales vecinos ocuparon un lugar importante en nuestras vidas. En especial, “doña Elena”, una señora alta de tez blanca, ojos azules y linda sonrisa. Ella fue un poco mamá de mi joven mamá. La que la auxilió cuando acongojada por el llanto le contó que se le había quemado su primera comida. La que le prestaba la tacita de azúcar o lo que le hiciera falta. La que con la charla amena mitigaba el dolor de las distancias y las ausencias de familiares que vivían lejos, de mi papá cuando su trabajo lo llevaba a otros lugares. Ella vivía dos casas de por medio de la nuestra, caminito que yo recorría con cierta frecuencia. Una puertita siempre abierta daba a un pequeño jardín a la entrada y un pasillo lateral me llevaba a su cocina. Detrás de una mesa grande, en una pequeña alacena guardaba siempre algo rico con lo que me sorprendía. Por entonces yo era una niña muy tímida. Así fue como una vez, al llegar a su casa, oí que tenía visitas, entonces empecé a caminar hacia atrás para no ser vista y silenciosamente para que ser escuchada. Lo que no había previsto era la presencia, a un costado, de un fuentón con agua al que caí produciendo un gran alboroto. Más allá de su sorpresa y atención, regresé mojada, avergonzada y sin dulces. No fue así otra vez en que Doña Elena sacó de su mágico mueble dos porciones de torta, una para mí y otra para que se la llevara a mi mamá que estaba enferma. De regreso a casa, comí felizmente mi parte y al llegar a la puerta de entrada estaba sentado un pequeño perrito del barrio. Con mi inocencia de niña, pensando que no quería dejarme pasar, con la mano extendida intenté desesperadamente negociar con él con un “tomá tota Lulú… tomá tota Lulú”, sacrificando así la porción de torta de mi mamá. En realidad, con el paso del tiempo, ya no distingo si este es un recuerdo genuino o selectivo de la memoria por la repetición en el tiempo de la graciosa anécdota. Pero sí es claro el recuerdo del cariño inmenso que la niña que fui llegó a sentir por quien, sin tener lazos de sangre, se ganó un lugar importante en mi memoria afectiva.

Tuve una infancia feliz, con libertad y alegría.

Los chicos jugábamos en las cuatro esquinas, a las escondidas, a la liebre, corríamos sin ninguna preocupación. Las chicas más tranquilas, a la maestra, a la mamá, a las payanas, a hacer tortas de barro con ladrillo molido como repostería, a hacer collares con flores de paraíso. Era común avisar que se iba a jugar a casa de una amiguita o que ella vendría a la nuestra; pero, eso sí, nunca a la hora de la siesta que ¡era sagrada! Todo el pueblo se aquietaba por un par de horas cuando el calor se adueñaba de las calles. Era una costumbre tan arraigada como festejar los carnavales con todo el vecindario. ¡Lluvia de baldes de patios vecinos! La sorpresa y la risa. Las carrozas tan creativas. Era todo tan familiar, la charla en sillones hamaca en la vereda, las bicicletas estacionadas afuera, las puertas sin llaves… mi barrio, mi querido pueblo de la infancia… era todo tan naturalmente familiar, que no se tenía conciencia de que podría ser distinto en otros lugares, en otros tiempos.

Así fue como la vida siguió transcurriendo y el “estamos de paso” quedó desdibujado en el tiempo. Pero aquellos niños que fuimos crecieron y la necesidad de ampliar horizontes llevó a mi padre a pedir traslado a Rosario con su familia, lo que se dio veintiún años después de llegar a esa ciudad cálida y tranquila. No fue fácil el traslado, la casa no se podía vender rápidamente lo que obligó a mi papá a quedarse en Ceres y a viajar; a mi hermano y mi mamá alquilar en Rosario; y a mí, que ya estudiaba en Rafaela, a viajar en búsqueda de mi familia, que circunstancialmente por primera vez estaba separada.

Rosario, hermosa ciudad que me deslumbró, pero también me asustó. En mis primeros viajes en tren, al llegar, recuerdo haber tomado en la estación un colectivo que pasaba por ese lugar. En mi pueblo no había. Estaba completo, lo que me obligó a viajar parada con mi gran valija. La falta de experiencia hizo que me sorprendiera el arranque y la inercia hizo que cayera sentada sobre la falda de la señora que estaba en el primer asiento. ¡Qué papelón! Al levantarme rápidamente sonreí pidiendo disculpas y me sorprendió la falta de respuesta de la señora que seriamente me miraba. Fue difícil adaptarme. No comprendía por qué la gente no se saludaba al cruzarse en la calle, yo lo seguía haciendo aún cuando me subía al colectivo y la gente me miraba de un modo extraño. No comprendía la prisa de tantas personas apuradas caminando por la peatonal. ¿Adónde irían? ¿Qué preocupaciones, historias de vida tendrían? Recuerdo haber sufrido dolor de cabeza durante casi un año por los ruidos y la multitud. Tampoco comprendía la indiferencia de la gente que pasaba rápido al lado de personas tiradas en la calle pidiendo.

Pasaron muchas décadas desde entonces. Y aunque cada tanto voy a mi pueblo natal, hoy amo a esta ciudad de adopción que me dio tanto. Parte de mi familia y muchos amigos nacieron aquí. Vivo en un edificio muy grande, que se transformó en mi propio barrio. Saludo, charlo y convivo. Hoy sí importan los nombres de las calles. Y aunque me costó ponerle llaves a la puerta y duele cada vez más la inseguridad, me acostumbré a los ruidos y a los hábitos de la ciudad. Más allá de toda etimología, hoy siento que el barrio son el alma y sentimientos que radican en uno y comparte con una pequeña sociedad en el lugar que se está y/o uno elige para transitar los días. Sin fronteras, en un pequeño pueblo o en una gran ciudad el barrio es un ámbito que ayuda al crecimiento personal desde la similitud, diferencia y el afecto.