martes, 22 de agosto de 2017

Manos

Veo sus manos en todas partes de la casa chorizo. Casa inmensa. De habitaciones tan grandes que parecía que les faltaban muebles. De techos altísimos.
Veo sus manos en las carpetitas tejidas al croché sobre el aparador, los bargueños, los trinchantes, las mesas de luz, las repisas de vidrio de los baños; debajo de floreros, estatuitas de porcelana, veladores, frascos.
Veo sus manos en los repasadores bordados con punto yerba con escenas alusivas a la cocina y al cocinar (aun conservo algunos).
Veo sus manos en el aroma a pan tostado, a torta, a salsas, en su incansable trajinar en la cocina.
Veo sus manos en las servilletas y toallas festoneadas con varetas. Y en los pañuelos con iniciales bordadas y puntillas primorosas.
Veo sus manos en la copa con un jazmín recién cortado de nuestra planta del fondo, en alguna parte del vestíbulo para perfumar la entrada.
Veo sus manos en las bolsitas de tul celeste llenas de flores de lavanda y cerradas con un moño de raso en todos los roperos y cajones de las cómodas.
Veo sus manos encendiendo las casi inútiles estufas a kerosene en cada dormitorio al anochecer.
Veo sus manos tocando “Desde el alma”, porque era la pieza preferida de mi padre.
Veo sus manos en la pequeña bandeja sobre la mesita con el cobertor con una copa minúscula cerca de un porrón de ginebra Bols. Para él que acostumbraba a tomarse un trago todas las noches antes de recogerse. ¿Sería porque “todos los días una copita estimula y sienta bien”, como decía la publicidad?
Y veo sus manos cuando cada noche llenaba con agua caliente los botellones de barro vacíos. Y una a una abría nuestras camas de sábanas heladas y duras de almidón, y hacía rodar las botellas de arriba abajo y de abajo arriba, para calentarlas y después colocarlas a la altura de nuestros pies. Y, en silencio para no interrumpir el sueño, retirarlas muy de madrugada cuando ya estaban frías.
Veo sus manos arropándonos noche tras noche en nuestras camas tibias por el amor de sus manos.
Las manos de mi madre.

Otras costumbres VI. La fiesta continúa (final)

Ana María Miquel

Como por arte de magia, volvieron a poner la mesa en ese comedor tan luminoso y lleno de muebles casi blancos. Cuando nos sentamos, Vera no llegaba y por supuesto no podíamos empezar a comer. Hasta que apareció con Ira trayendo una especie de panqueques con forma de pañuelitos, rellenos de carne y luego fritos en manteca. Deliciosos. Además, llegó con una fuente con los que para nosotros serían capellettinis, que ellos comían con un chorro de aceto balsámico.
En medio de la comida, Ira se levantó y comenzó a hacer espacio en la mesa, porque llegaban más visitas: Anika y Boris con su hija, yerno, sus dos hijos y un primito. La mesa se volvió a estirar y se siguió con lo ya contado con respecto a la comida y las bebidas.
Boris y Vladimir (padre) no dejaban de tomar y de hablar de la pesca y la matanza del cerdo. Cuando hubo que encender luces porque comenzaba a caer la noche, Vera estaba muy enojada con su esposo y desde mi lugar veía cómo lo miraba con cara de pocos amigos, cuando él intentaba tocarle las piernas por debajo de la mesa o abrazarla. También abrazaba y acariciaba la cabeza de Guillermo. Anastasia nos comentó que Vera estaba muy enojada, porque Vladimir se había puesto borracho y que en cualquier momento se iría a recorrer la casa de los vecinos para seguir tomando.
En un momento dado, Guillermo me murmura al oído: “Harán entrega de regalos y habrá discursos. Te corresponde a vos hablar”.
No me asustaba ni me avergonzaba hablar, ya que lo haría en español y pasaría por dos traducciones, tanto Guillermo como Anastasia, sabrían lo que tendría que decir o querían que dijera.
Las dos hermanas se pusieron de pie y comenzaron a aparecer paquetes, que nos iban entregando. Nosotros, que pensábamos que volveríamos livianos de equipaje, nos dimos cuenta que retornaríamos más cargados que antes. La funda de terciopelo para mi inodoro, tiaras de flores para mis nietas, tazas de distintas formas y colores para mi hija, mi marido y mis nietas, cajas de chocolate. Una estructura en forma de violín conteniendo una botella de coñac y otra muñeca de cerámica conteniendo vodka para Guillermo, huevos trabajados con íconos religiosos en mostacillas para mi marido, agarraderas y repasadores para la cocina con figuras de campesinas. Sé que me olvido de cosas, pero la generosidad que tuvieron para con toda la familia me llenó de admiración.
Cuando la casa quedó más tranquila y sin visitas, nos pusimos a tratar de embalar todo lo que nos habían dado –una hace malabares con las maletas–, pero a cada rato entraba alguno para seguir charlando un ratito. Hasta las mellicitas que ya habían puesto a dormir, se vinieron a nuestro lado, y Vera, que iba y venía con cara de pocos amigos pensando en su marido, que al final se había ido a casa de algún vecino. Ella, mientras miraba a mi hijo con toda ternura, lo tomaba de las manos y le decía: “Qué feliz hubiera sido mi papá de tenerte en la casa. Y dile a mi primo que estoy muy enojada con él por no haber venido. Y que haya estado en Polonia el año pasado y que no viniera no se lo perdono”.
Todo se fue aquietando, volvió Vladimir repartiendo besos y abrazos a diestra y siniestra, hasta que lo mandaron a dormir. Y el resto siguió el mismo camino; ya que a la mañana siguiente debíamos levantarnos a las cinco y media de la mañana para partir.
Dormimos unas pocas horas y nos levantamos. Todavía era noche cerrada y Vera ya estaba en la mesa de la cocina preparando panes con manteca. En un momento quedamos Guillermo y yo solos con ella y mi hijo con las pocas palabras que había aprendido sobre la marcha, puso en las manos de Vera unos dólares. No los contó ni los rechazó, los metió en el bolsillo de su batón y la cara se le transformó con una amplia sonrisa.
Llegó el taxi a buscarnos. En realidad, no era un taxi. Era un amigo de Ira que tenía auto y se ganaría unos pesos extras llevándonos a Ternopil, antes de entrar a su trabajo. Menos las mellicitas, todos estaban en la puerta despidiéndonos con lágrimas en los ojos e insistiendo en que volviéramos.
Cuando llegamos a la estación de trenes, Guillermo me informa: “Tenemos solo seis minutos para subir al tren que viene de Odesa. No sabemos si llega desde la derecha o desde la izquierda. Como nuestro vagón es el primero, nos quedamos parados acá en el medio. Cuando lo escuchemos llegar, correremos hacia el lugar que corresponde. Vos solo hacete cargo de tu cartera”.
Esos son los beneficios de viajar con un hijo y gente joven. No sé cómo lograron llegar corriendo con tanto equipaje y tan pesado, y subirlo al tren en menos de seis minutos. Cuando llegué al lado de ellos, tenía la lengua afuera como un perro cansado de correr, pero feliz como pocas veces en mi vida. Había conocido nuevos lugares, nuevas culturas, nuevas costumbres, nueva familia y, por sobre todas las cosas, habíamos logrado develar grandes secretos familiares. 
Ahora pienso: "El que esté libre de culpas, que arroje la primera piedra". O también aquel refrán que dice: "En todas las casas se cuecen habas, pero en la mía cacerolazas".

lunes, 14 de agosto de 2017

Son todas historias

José Mario Lombardo

Las historias, los recuerdos, se manifiestan o se presentan de distintas maneras. Unas se ofrecen al relato de improviso, como si hubiesen estado esperando el momento de dar el presente. Otras se generan ante la visión de algo que las relaciona: un árbol, una fruta, el vecino, una calle, la noche, una canción.
También suelen aparecer cuando uno comienza a escribir sin una idea determinada, pero obedeciendo al vago presentimiento de que algo saldrá a la luz, en alguna parte de la página en blanco. Con el final, al concluir el relato sobre esa historia que en realidad nunca termina, se intuye que no es la presentida. Que es otra.
Entonces uno vuelve a insistir:
Frente a mi casa había un paraíso. No era muy alto. La horqueta desde donde nacía su ramaje estaba a poca altura, por eso sería que resultaba muy fácil trepar en él.
Trepar un árbol es sentirse parte. Cuando uno se encuentra acaballado en una de sus ramas, sabe que es algo árbol, algo pájaro, algo aire y en la altura, puede llegar a percibir que desde allí la visión es otra, es la visión del árbol y del pájaro.
Ese paraíso fue testigo de la construcción de la casa de mi infancia. Estoy trepado en su copa y el árbol me cuenta aquello que una vez vio:
Vio como mi padre con mi abuelo y mis tíos trazaron cimientos, levantaron muros de ladrillos, colocaron aberturas, revocaron con cal y barro las paredes, techaron con pendiente a un agua las habitaciones, instalaron agua y luz y festejaron en el patio, con un asado, la culminación de la obra de todos:
Nuestra casa.
En la entrada, el paraíso de la vereda, el cerco del frente y la palmera en el pequeño jardín, sombreaban y definían el lugar de los juegos y de las reuniones. El corredor, cerrado con una estera de tablillas de madera, permitía el acceso a la cocina y a las dos habitaciones, y un pasillo lateral conducía hacia el patio trasero, por donde se accedía al baño, a la bomba de agua y al gallinero.
Los cielorrasos de la casa eran de tejuela de ladrillo. Esos cielorrasos se construían con un entramado de tirantes y alfajías de madera y sobre esa especie de plataforma, se acomodaban las tejuelas (las tejuelas son del mismo material que el ladrillo común: moldeadas en barro ligado con bosta y cocidas en horno, como el ladrillo). Una vez colocadas las tejuelas, solía aplicarse sobre ellas una capa de tierra para absorber tanto la humedad de condensación del techo de chapa como para aislar de las temperaturas extremas a los ambientes.
Los pisos de la casa eran solados de baldosa calcárea. (La baldosa calcárea es la que conocemos en los patios con pisos de dibujos moriscos y en las baldosas comunes que vemos en las veredas).
La casa estaba pintada con cal. La pintura se preparaba en tachos donde se mojaba la cal con abundante agua para lograr hidratarla; luego, cuando se colaba el blanco líquido que parecía leche, se le agregaba algún fijador, que solía ser clara de huevo. Los colores se lograban agregando colorantes en polvo. Nuestra casa era blanca. Toda blanca.
La cocina, lugar de trabajo, de reunión, comedor diario y guarida de juegos en el invierno, tenía un fogón, una mesada de cemento un aparador y una mesa de pino con sillas de paja. Después, con el tiempo, colocaríamos una cocina a kerosene y varias cosas más. Unos cuantos artefactos más.
Aquí vemos cómo el árbol de la vereda, el paraíso, me llevó a mi casa: el otro paraíso.
 Y así son las cosas, como sospechábamos al principio, uno cree que la historia es esa, pero se encuentra con la otra. Cuando termina el relato, cuando parece que ya es necesario poner el fin, descubre que no es así, que el fogón se transformó en cocina, que vino la estufa y se acabó el brasero, que no hay lechero pues tenemos el sachet, que no viene el querosenero pero nos llega la factura del gas y en fin, que la historia continúa y que nunca es la misma.

 Pero siempre es la misma.

Otras costumbres V. Otras visitas

Ana María Miquel

Amaneció lluvioso, mirando hacia el campo una bruma lo envolvía todo. Cuando fuimos a la cocina, Vera seguía preparando panes con manteca mientras compartíamos un desayuno como el día anterior; pero hoy no faltaba nadie y todos estaban con sus mejores galas.
Vera anunció que iríamos al cementerio a visitar a los muertos.
Tomó un ramo de flores blancas, que había en una ventana desde que llegamos, y pidieron dos taxis para poder repartirnos.
Cuando llegamos al cementerio, caminábamos en fila india entre las tumbas subiendo y bajando lomadas. Ya había un poco de barro en los senderos y el olor a humedad y a flores inundaba el aire.
Llegamos a la tumba de Román, ese hijo querido que estaba haciendo la carrera militar y en un verano se tiró con un compañero a un lago para cruzarlo, pero no pudo llegar a la otra orilla. No saben cómo fue, si un para cardíaco, un aneurisma o calambres; pero cuando su amigo logró llegar con él a la otra orilla ya estaba muerto y tomando una coloración azulada.
Ese día habían ido los cuatro hijos con Ira también, a pasar un día de campo y pescar.
Mientras Vera hablaba entre hipos y sollozos, Anastasia traducía al inglés y Guillermo al español. No pude dejar de llorar a medida que me llegaban las palabras y veía cómo se desarrollaba la escena con semejante dolor. Vera dijo que Vladimir (hijo) entró en la cocina y anunció: “Román ya no está con nosotros”. Ella sintió que el mundo se abría a sus pies. Todos estábamos en absoluto silencio y las traducciones eran un murmullo. Comentó que al principio venía todos los días a “verlo”; después, una vez por semana; y, ahora, una vez por mes. Pero ese dolor sigue estando y nadie le sacaría su pena del alma. Sacó un trapo de una bolsa que llevaba en la mano, limpió el mármol negro de la tapa y acarició la lápida. Luego, puso agua en el florero y una rama de las flores blancas. Cada uno rezó en silencio y, persignándonos, seguimos a las otras tumbas.
Guillermo me llevaba tomada del hombro compartiendo mi dolor. Ese dolor que una madre puede sentir cuando la vida se lleva a un hijo antes que a ella, debe ser desbastador y el que no lo vive no puede llegar a comprenderlo.
Llegamos a la tumba de Pedro (fallecido en el 2016), quien descansaba con su esposa de un lado y su madre del otro. Aquí, Vera siguió los mismos pasos que en la tumba de Román.
Salimos del cementerio y, por supuesto, fueron hablando con cuanta gente se encontraban. Caminando llegamos al centro de Ternopil. Iríamos a visitar el Castillo de Terebovlya, donde también había trabajado Vladimir (padre) y ahora lo hacía un sobrino.
La ciudad de Ternopil, en ese momento, la pasamos de largo y fuimos directo al castillo. Para que yo fuera más liviana en el andar, Guillermo se hacía cargo de mi bolso, aunque estuviera casi vacío. Cuando llegamos a la plaza, comenzamos a subir a la entrada del castillo, pero Guillermo e Iván habían desaparecido. Nos quedamos esperándolos y luego de un rato aparecieron muy sonrientes y Guillermo cargando mi bolso.
Entramos a los jardines del castillo, el cual estaba en la cima de un cerro que subimos caminando por un camino de cornisa y que no tenía ningún tipo de protección sobre el vacío, ya que era todo bosque. Sentíamos el olor a resina que despiden los árboles, había dejado de llover, aunque todo seguía húmedo y nublado. Nadie hablaba. La subida era muy empinada. En un descanso, tomó la palabra Vladimir (padre) para explicarnos que el edificio del castillo había desparecido con el paso del tiempo, ya que había sido construido en el Siglo VIII; pero la importancia que se le daba era porque una mujer con sus sirvientes y dueña del castillo, había repelido la fuerza de las tropas otomanas cuando invadían Europa del este; y que nunca pudieron llegar a él a pesar de haberlo intentado dos veces.
Llegamos a la meseta y había pastos y algunos restos de paredes. Atravesamos una pequeña puerta de hierro ya oxidada y seguimos estando en la meseta. El lugar donde se enclavaba la edificación. Vi que mi bolso pasaba de Iván a Vladimir (hijo), pero no dije nada. Solo me sonreí para mis adentros viendo la solidaridad de los jóvenes.

Vladimir (padre) me tomó de la mano y me llevó hasta el lugar donde estaban los muchachos con Anastasia e Ira, pero por caminos más seguros que los que ellos habían tomado. Cuando levanté la vista estaba rodeada por el cielo, el horizonte y allá abajo los bosques. Comenzamos a descender para llegar a un gran parque, con la estatua en piedra de esa heroica mujer y un gran anfiteatro, donde en el verano se daban conciertos. Mi bolso seguía pasando entre las manos de los muchachos. Un grupo de mujeres barría el suelo de hojas con grandes escobas. Estaban muy alejadas de nosotros.
Viendo los bancos del anfiteatro nos tiramos sobre ellos a descansar. Cuando Guillermo abrió mi bolso ¡oh, sorpresa! Sacó una botella de gaseosa, otra de Vodka, unos enormes sándwiches y frutas. No lo podía creer. Por eso se turnaban en llevar mi bolso, estaba muy pesado y compartían la carga. Ellos sabían lo que había dentro.
Serían como las once de la mañana, pero nadie le hizo asco al vodka ni a las frutas. Sacamos fotos y nos reímos mucho con la buena ocurrencia de hacer un picnic. Allí teníamos el baño del Siglo XVIII, que fue utilizado sin vergüenza por todos.
Luego de reponer energías y estar más alegres, partimos a recorrer la ciudad. Con Guillermo insistíamos en que queríamos invitarlos a almorzar en algún lugar así Vera e Ira descansaban y que queríamos probar los pierogues de Ternopil; pero no hubo manera de convencerlos y que de ningún modo permitirían que gastáramos dinero en comida, cuando en la casa había más que suficiente.
Pedimos que por favor nos dejaran pasar por un supermercado para ver cómo eran. Fuimos Vladimir (hijo), Guillermo, Anastasia y yo. Muy apurados y mientras Vladimir nos decía que no gastáramos, cargamos un carrito con champagne, vodka, chocolates, caviar, café, gaseosas. Mucho más no podíamos comprar, ya que la mayoría de las cosas se producían en la casa.

Muy cargados regresamos a la casa en dos taxis nuevamente. Cuando comenzamos a sacar la compra, ellos la querían llevar a nuestras habitaciones y les dijimos que no, que eran para ellos y la casa. 

domingo, 13 de agosto de 2017

Otra costumbres IV. Las visitas

Ana María Miquel

Nadie nos despertó. Cada uno se fue levantando a la hora que quiso y el punto de reunión, esta vez, era la cocina en la parte vieja de la casa. Allí, sentada a la cabecera de la mesa estaba Vera preparando panes con manteca. En la mesa había huevos duros, fiambres, frutas, tortas, café, té, leche. Guillermo trajo su equipo de mate y, por supuesto, fueron todas las explicaciones sobre la costumbre argentina y lo probaron, aunque creo que no fue del agrado de ello. Preferían beberlo como mate cocido, más parecido a un té.
Todos habían pedido permiso en sus trabajos para estar con las visitas; es decir, nosotros. Hasta las mellicitas faltaron a la escuela. Apareció Vladimir hijo, que venía de su trabajo y se integró a la mesa; mientras que Ira seguía agregando cosas, sobre todo frutas cortadas y peladas. La reunión se prestaba para seguir con las charlas, el ambiente era confortable, no hacía frío. A cada uno que llegaba se le hacía un lugarcito y era como que la mesa se seguía estirando.
Fue el momento de entregar los regalos que llevábamos y decirle a Vera que ella los distribuyera como mejor le pareciera.
Mientras me fumaba mi cigarrillo mañanero, Vladimir (padre), me llevó a ver los corrales y gallineros. Pensaba qué feliz sería mi nieta menor en este lugar. Había conejos de todo tipo, tamaño y color. Hermosas gallinas y un poderoso gallo. La vaca, aparte, en una habitación de la casa vieja. Un cerdo que estaban esperando a Semana Santa para hacer la matanza. Había un sector rodeado de alambres como si fuera un cobertizo, donde se almacenaban troncos y leña, que no era usada en la casa sino para calentar los corrales. Rodeando como en una plaza un monumento, estaba en el centro del lugar un cuadrilátero de cemento con una especie de chimenea y, allí, el fuego no se apagaba nunca. Día y noche se mantiene encendido para dar calor a los animales.
Salimos a caminar un rato por la zona y los integrantes de la familia se paraban con cuento vecino se encontraban para contarles quiénes éramos. Podíamos pasar desapercibidos en una ciudad, pero no en una aldea como esa en que todos conocían hasta el nombre de los animales del amigo.
Cuando volvimos de la caminata, nos dijeron que ya era hora de ir a casa de Marika, la hermana de Vera, quien también quería homenajearnos. Y esa era la casa donde habían vivido Pedro y su esposa; es decir, el hogar familiar. Hacia allá partimos todos juntos nuevamente, subiendo y bajando lomadas.
Era una construcción parecida a la de Vera, con una mesa puesta como la noche anterior y casi con las mismas comidas; pero me dio la impresión que había más soltura económica. También había venido Anika, la otra hermana de Vera, que vive en otro lugar con sus hijas.
Los dueños de casa, Marika y Boris, tenían algo que me llamó mucho la atención y nuevamente llevó mi mente a la guerra. A todas las personas mayores les faltaba algún diente; pero a este matrimonio no, porque los tenían de oro y los lucían con amplias sonrisas. También nos tuvimos que sacar los zapatos. Y ya manejábamos un poco las costumbres del lugar, sobre todo el tema de las bebidas. El almuerzo se extendió hasta las ocho de la noche. Todo el tiempo bajando botellas; pero aquí, gracias a Dios, nos sirvieron abundante café.
Lo diferente fue poder ver fotos de la familia. Por ejemplo conocimos a Vavrech Romaniw. Enseguida, buscaron parecidos con Guillermo, pero creo que no encontraron ninguno.
Se armó un picadito de futbol en el patio, se habló de quién sería el matador del cerdo para la semana siguiente, de las técnicas de pesca y de cómo en los hogares se hacía y fabricaba todo lo que llevaban a la boca. Realmente es toda comida orgánica. Encima, conservada por el frío del lugar. Por ejemplo, en la casa de Vera, en una galería frente a una ventana abierta y con tela mosquitera, se extendía una mesa llena de fuentes de comida tapados con manteles. Ni siquiera la manteca la ponían en la heladera. Y habían cocinado varios días, para no tener que hacer nada cuando nosotros llegáramos.

Pregunté cuál era la temperatura en el invierno y me dijeron que el que acaba de pasar había sido muy benigno, solo veinte grados bajo cero; pero el anterior había sido de treinta grados bajo cero y, por supuesto, todo cubierto de nieve.

Con el alma al sol

Lidia Cieri

Un mes. Un mes que no te veía y ya no te vería más. La casa parecía fría en pleno diciembre de 2011 No la recorrí. Fui derecho al patio. Las plantas mostraban tu ausencia.
La reposera. Mis manos sintieron la madera despintada y mis ojos se clavaron en la lona descolorida. Apreté los párpados cuando mi cuerpo se acomodó en la huella del tuyo. Por un momento sentí tu voz llamando a D’Artagnan, la tortuga, ofreciéndole pedacitos de zapallo. No, solo eran ruidos ajenos a la casa.
Sin pensarlo, tomé el bolso que había dejado en el piso de baldosas, apoyado en la reposera. Allí, estaba el cuadernillo del taller de lectura. Distraída leí los títulos de varios cuentos hermosos y me detuve, no sé por qué, en “Enroscado” de Antonio Di Benedetto. Casi sin darme cuenta empecé a leer. ¿Sin darme cuenta? En el primer párrafo las letras negras me dijeron: “La casa que ha quedado vacía de la madre”.

Miré a mi alrededor y me pregunté por qué este texto había caído en mis manos. Pensé que yo también soy madre, pero en ese momento sentí que allí, en ese patio y hecha un ovillo sobre la vieja lona, era solo hija. Sin derramar ni una lágrima llegué al final y leí: “La claridad radiante le choca: ‘Cómo puede haber tanto sol hoy’”. Y entonces, ahí sí, con los ojos nublados me encaminé hacia tu habitación. Debía sacar tu ropa de allí.

Otras costumbres III. Cada uno con sus pensamientos

Ana María Miquel

Ya era noche muy cerrada cuando nos fuimos a dormir. A Guillermo y a mí nos dieron excelentes habitaciones, amobladas con todo confort. Muebles muy finos y nuevos, que según nos explicaron es con lo que le habían pagado a Vladimir (padre) cuando cerró la fábrica de muebles donde trabajaba. Anastasia durmió cerca de mí en un futón que había en el comedor.
Creo que nos acostamos cada uno pensando en los otros. Por mi parte, puedo decir que los viví como una familia de luchadores, que son capaces de desempeñarse en cualquier tarea y, mientras sea trabajo, lo harán bien.
Vera, muy suelta de cuerpo y sacudiendo su enorme cuerpo en carcajadas, nos había contado que ella estuvo presa en Polonia. Primero, pensamos que nos estaba haciendo un chiste; pero luego nos dimos cuenta de que era verdad. Se iba a Polonia a vender ropa en las calles, como los manteros de la calle Córdoba. Varias veces la había corrido la Policía, pero ella siempre volvía acompañada de alguna de sus hermanas; hasta que un día no solo las corrieron sino que las encarcelaron y deportaron a Ucrania.
Todos en la familia trabajan. Vladimir (hijo) en una empresa de seguridad y es soltero. Román, el que falleció, estaba haciendo la carrera militar. Sergei, en la construcción y decoración de viviendas. Ira, su esposa, en una boutique. Iván (el más chico) en el campo. Vera y su esposo Vladimir trabajan en la granja donde viven y Vladimir, ya jubilado, construye habitaciones, amplía la casa, pesca no por deporte, sino por necesidad, atiende los corrales y gallineros. Vera maneja la cocina, la ropa, las nietas, los hijos, la nuera; mientras estábamos reunidos, por momentos sentíamos mugir la vaca y ella pegaba un salto exclamando: “Me está llamando la vaca”. No recuerdo el nombre de la vaca. Pero este pobre animal estaba muy triste, además de tener sus ubres hinchadas, porque habían tenido que vender el ternero ya que este hijito tomaba demasiada leche y no les dejaba la cantidad suficiente para preparar los alimentos de ellos.
Yo creo que lo vendieron para recibirnos a nosotros. Me da la impresión, ya que el sueldo promedio de un ucraniano es de cien dólares, pero un litro de nafta cuesta un dólar. En consecuencia, la vida para ellos es carísima, mientras que para nosotros nos resultaba muy barato todo, aunque no tuvimos oportunidad de ver muchos negocios.
Vera y Vladimir (padre)
También hablamos de la guerra que está manteniendo Ucrania con Rusia. En Ternopil aún no se sentía el rigor de la contienda; pero en el límite con Rusia la cosa era distinta. Anastasia tiene a su familia viviendo en esa zona y nos explicaba que los soldados ucranianos no tienen armamento; en consecuencia, no atacan a los rusos. Solo se defienden, si los provocan; ya que los rusos tienen armas de última generación. A esta altura de los combates, ya son miles los soldados ucranianos muertos, aunque no se transmita a los medios. A los soldados les pagan 200 dólares por ir a la guerra. El señor Putin pretende quedarse con esa parte rica en petróleo de Ucrania y dejarles a los prooccidentales solo la tierra cultivable, sobre todo con trigo. Por eso, la bandera de Ucrania tiene dos franjas: la de arriba celeste por el cielo y la de abajo amarilla por los campos de trigo.
Durante la cena, Guillermo insistió en que quería llegar a lo que había sido el pueblo de la abuela Eugenia, ya que quedaba a unos pocos kilómetros de dónde estábamos; pero le explicaron que en el lugar donde había nacido la abuela había sido una aldea de doce familias, la cual fue arrasada durante la guerra y que no había quedado nada en pie, ni siquiera restos de casas. Que en estos momentos era campo traviesa. Con mucha tristeza y por falta de tiempo, no pudo llegar al lugar.

Aunque mi cabeza quería seguir funcionando, el vodka la hizo quedarse quieta y dormir plácidamente.

Aquel chalé

Patricia Pérez

Aún recuerdo que el aroma de las coronitas de novia, que perfumaban el pasillo, nos llevaba al fondo del jardín lleno de árboles frutales, castaños y flores. Invitaban a probar todo aquello que estaba a punto.
Recién llegados de Uruguay, donde pasé mis primeros años, comencé a disfrutar de la familia completa.
Mis hermanas tuvieron que quedarse en Argentina, porque el lugar adonde fuimos era inhóspito, y la escuela para trasladarse estaba muy lejos y había que ir en lancha.
Mis padres, con un buen trabajo, se mudaron al vecino país y me llevaron ya que era un bebé. Eso les permitió juntar dinero para hacer a su gusto el chalé de Fisherton, que tantos recuerdos me trae; pero la distancia y la separación de sus otras hijas hicieron que se volvieran.
Así que en esa hermosa casa logramos reunir nuevamente la familia. ¡Cúantos recuerdos que traen a mi memoria ese lugar donde pasé mis primeros años!
Era una casa con frente de ladrillos vistos y tejas en el techo. En el living había un hogar que nos reunía con el frío, ya que el gas no pasaba.
La calle era de tierra y enfrente pasaba el tren.
Muchas veces nos cruzábamos a cortar hinojo, que crecía al borde de las vías.
Otras veces estábamos en el fondo haciendo tortas de barro con tapitas de los frascos o moldes que le robábamos a mamá.
Mis primeros años fueron tan felices en aquélla casa.
Recuerdo una noche de reyes… Yo esperaba ansiosa en mi habitación, y sentí los pasos de los camellos y me tapé con la sábana hasta la cabeza.
En el día habíamos juntado el pasto del jardín.
Mi inicio escolar fue en un jardín inglés, donde la señora Hollver nos enseñaba palabras en otro idioma. Pero llegó el día que tuvimos que irnos de allí.
Todas las actividades de la familia quedaban retiradas y decidieron vender y comprar en un lugar más céntrico.
Nuestras lágrimas rodaron por la calle de tierra. Dejábamos allí hermosos momentos, pero era necesario porque el sacrificio era muy grande para poder llegar a horario. 
Queda en mi retina esa casa que me brindó las castañas que luego tostamos y las flores que aromatizaron mi vida.

Otras costumbre II. La sobremesa

Ana María Miquel

Todavía el sol estaba alto, serían como las seis de la tarde y propusieron que nos sentáramos a cenar. Le dije a Guillermo que quería ir al baño a lavarme aunque sea las manos y con una sonrisa me comenta: “¿Preferís el baño del Siglo XVIII o el moderno?”. Lo miré extrañada y le respondí: “El moderno, por supuesto”.
Me acompañó a la parte vieja de la casa, previo cambio de chinelas y zapatillas, y me indicó el baño, pegado a la cocina. Era una sala de baño de cinco por cinco metros, con bañera, una cortina grande que separaba el lavabo de la bañera y el inodoro. Por supuesto que no tenían bidé. Grande fue mi sorpresa cuando me fui a sentar en el inodoro y lo encontré calentito. No me había fijado que la tabla estaba cubierta con un tejido de lana. Cuando llegué al comedor comenté mi descubrimiento y Anastasia me explicó que era una costumbre, ya que las tablas son muy frías para las mujeres. Valga la aclaración, cuando nos volvíamos me regalaron una funda de terciopelo para mi inodoro.
Volvamos a lo nuestro. Nos sentamos a cenar: Vera con su esposo Vladimir; sus hijos Iván, el menor; Sergei, casado con Ira y padres de unas mellicitas de tres años de piel transparente y cabello casi blanco; Anastasia, Guillermo y yo. Faltaba el hijo mayor, Vladimir, que estaba trabajando y el segundo Román, que falleció hace unos años ahogado en un río.
Comenzamos a hablar de las delicias que había en la mesa y Vladimir a escanciar vodka en todos los vasos, ya fueran hombres o mujeres y allí vino una explicación de Anastasia. El primer vaso se debe tomar a fondo blanco y el que lo sirvió deja la botella frente a otro integrante de la mesa. Este, cuando ve alguna copa vacía, se levanta y la vuelve a llenar; pero vuelve a dejar la botella a otra persona y, así, sigue la rueda interminable. Y como a mí me enseñaron que es mala educación rechazar comida y que donde fueres has lo que vieres, le empecé a dar al vodka a la par de todos. Era excelente.
Pero también tuvimos otra explicación, porque a mí me llamaba la atención que no retiraran las cosas saladas de la mesa, sino que seguían trayendo comida pero no sacaban ninguna fuente que tuviera algo. Después de un rato trajeron tazas de sopa con cucharadas de crema de leche adentro. Todos los platos seguían en la mesa. Seguíamos tomando vodka, coñac, champagne, vino y muy poca gaseosa. En un momento dado, Ira volvió con Vera a la casa vieja y trajeron tortas espectaculares, que se mezclaban con los platos de carnes ahumadas y pescado, como así también las fuentes con bombones. La explicación fue, que para seguir bebiendo de la manera en que lo hacíamos debíamos, después de cada sorbo de bebida, llevar algo al estómago. Sobre todo algo grasoso ya que esa grasa cubre las paredes del estómago y hace más lenta la asimilación del alcohol en sangre.
* Δ = hombres Ο = mujeres      + = fallecidos        Ο = autora del árbol
Aquí me vino a la mente un dicho que le transmití a Guillermo: “Colesterol, colesterol, bancate este gol”.
La conversación fue muy variada y pasaba del ucraniano al inglés y del inglés al español. A mí las cosas ya me llegaban resumidas. Pero no me amilané y seguía el ritmo de la charla.
En un momento comenzaron las preguntas y luego las confidencias. Por ejemplo, querían saber la vida que habían llevado en Argentina Eugenia, sus dos hermanas y su mamá. Entonces Guillermo propuso que la que tenía que hablar era yo, que conocía un poco más del tema. Fue así, como entre otras cosas les conté que a Eugenia la habíamos cremado cuando falleció. Vera me miró con cara de espanto y pasaba su mirada de Guillermo a Anastasia, hasta que al final preguntó: “¿Son católicos?”. Sí, por supuesto, respondimos. No concebía que no tuviéramos un lugar en el cementerio para ir a visitarla y llevarle flores. La casa de ellos no tenía cuadros, solo imágenes de santos e íconos religiosos.
La noche seguía avanzando pero la reunión estaba muy interesante. Ahora tocaba el turno a nosotros de hacer preguntas: “¿Cómo fue la vida de Pedro y su mamá María?”. Pedro Litynski era hijo de María Litynky, hermana de Victoria Litynski madre de Eugenia, Stacha y Maruka.
Nos explicaron que Pedro se crió al lado de su madre y trabajó desde la más tierna infancia en el campo. Que nunca se separó de su mamá y que su mamá nunca se casó; como así también que, en su momento, Pedro se casó y fue padre de Vera, Anika y Marika. O sea que mi marido es primo hermano de esas tres mujeres; porque…
Aquí saltó la pregunta del millón realizada por Guillermo. “¿Y se sabe quién fue el padre de Pedro?”. A esta pregunta todos se rieron, más que nada Vera, que sacudiendo su osamenta en sonoras carcajadas, le respondió: “Tu bisabuelo Vavrech Romaniw”.
Nos estaban confirmando todo lo que la abuela Eugenia nos había contado en su momento. Vavrech Romaniw había tenido un hijo con su cuñada.
Al avecinarse la guerra, Vavrech Romaniw tomó a su familia legítima: Victoria su esposa y sus tres hijas, y se las trajo a Argentina, con la promesa de que algún día mandaría a buscar a María con su hijo Pedro. En ese entonces, Pedro era un bebé de pecho y Eugenia junto a sus hermanas, niñas de nueve, doce y catorce años (hermanas de Pedro).

Promesa que nunca cumplió. Sí nos contaron que una vez había llegado dinero a nombre de Pedro Romaniw, pero nunca estuvo en sus manos, ya que él se llamaba Pedro Litynski. Llevaba el apellido de soltera de su mamá. Como era la época dura de Europa del Este, ese dinero fue devuelto al remitente y nunca pudieron saber desde dónde lo habían enviado. 

La Facultad

Patricia Pérez

Recién recibida a la escuela de monjas, comencé a asomarme al mundo.
Tenía recién cumplidos los 18 y el país estaba convulsionado.
Mi vida era tranquila, la de una chica a la que sus padres trataron de darle lo mejor, escuela, viajes, vacaciones; y, de pronto, me asomé a un mundo que no conocía.
Comencé la facultad en Filosofía y Letras mi carrera de Comunicación Social.
De ir a la secundaria en la mañana, tuve que habituarme al mundo de la noche, parecía un pollito recién salido de su cascarón.
Todo era nuevo para mí.
Acostumbrada a tener mi aula, de pronto me encontraba corriendo para ocupar una sala, antes de que lo hicieran otros. Así, se estudiaba en la facultad.
De pronto, en la entrada un afiliado a un partido perseguía mi inocencia para invitarme a tomar un café solo con fines políticos; y, lo que es peor aún, mientras estábamos en clase, entraba el Ejército a llevarse a alguien.
Fueron años en que nuestros padres sufrían un montón.
Olvidarse el documento era sentencia de muerte.
Pasé la muerte de Perón en el 74 y el golpe militar del 76.Viví momentos de angustia, cuando me enteraba de que a una compañera embarazada se la había llevado el Ejército.
Recuerdo una vez que volvía caminando a mi casa, ya que vivía a pocas cuadras, nos encerró un auto de la Policía, llamado antes cuartito azul. Nos pidieron documentos. Mi corazón latía a mil y, luego, se bajó un compañero, que tenía un amigo policía, riéndose. Fue una broma de mal gusto.
Otras veces estudiando, el Ejército cercaba las calles y nosotros temblábamos temiendo que el material de estudio fuera razón para llevarnos.
Pero no todo fue malo en aquélla época. Formé un grupo de compañeros y amigos que aún conservo.
Uno de ellos es el padrino de mis hijos.
Y, por supuesto, conocí al amor de mi vida, con una relación de ensueño, que me hizo olvidar muchos momentos malos, compañeros de la facultad, compañeros de la vida.
Ninguno de los dos pudo recibirse; porque la familia llegó primero, pero queremos conservar los gratos momentos y no tanto. 
En esa facultad, empezó nuestra carrera de la vida.

De Liguria a Villa María

Haydee Sessarego

En 2012 recibo un mensaje privado en Facebook en el que una chica joven me comunicaba con mucho entusiasmo, que éramos primas en segundo grado.
Miro su foto de perfil y le respondo que podía ser mi hija menor, a la sazón de la misma edad de la mía, en esos años.
Anita, así se llama mi prima, me relata acerca de nuestro parentesco. Ahí comienzo a entender y entonces paso a relatarles un retazo de mis orígenes sessareguianos.
Desde que tuve uso de razón escuché hablar dentro de la familia de mi abuelo paterno: Juan Constate Sessarego, nacido en Nervi, Italia. Mi abuelo Juan falleció cuando yo tenía un año. Solo me quedaron de él fotos y relatos que transmitieron mi abuela, su esposa, y los demás miembros de la familia como mis padres y tíos.
Pero vuelvo a la historia que les quiero contar. Mis bisabuelos Francesco y su mujer Madalena Costa se embarcaron en el puerto de Génova, cercano a su ciudad natal, Bogliasco, comuna de Nervi, con rumbo a la Argentina a finales del siglo XIX. Repletos de baúles y enceres, traían consigo al menos a tres de ocho hijos que quedaron vivos hasta la adultez. Con honestidad no recuerdo cuántos hijos en total gestaron esos bisabuelos. Por la documentación que poseo, sé que una hermanita de mi abuelo, apodada Constanza, no llegó a la adultez ya que en los registros de entrada a la Argentina está escrito su nombre, creo que debajo del de mi abuelo, que era el mayor y jamás la nombraron como una tía de mi padre.
Previamente al contacto con Anita, en 2009 recibí un mensaje privado por Facebook y mediante email de Luca Sessarego, un joven de menos de 30 años en ese entonces. Convocaba a reunirnos a todos los “Sessarego nel mondo” en junio de 2011 en Bogliasco-Sessarego. Sí, en el pueblito de montaña mirando al mar donde se originó mi apellido paterno. Fue imposible viajar en ese momento por diversas causas.
Al comenzar a chatear con Anita, me explica que su abuelo Ítalo era un hermano mucho menor de mi abuelo Juan. Su padre Carlos era primo hermano de mi papá de igual modo, 20 años menor que el mío y que vivían en General Pacheco. No podría explicar con justas palabras la emoción y asombro que esta noticia provocó en mí. Ni en mis más remotos sueños hubiese pensado que había primos de papá vivos. Ni hablar del modo requete feliz con que inmediatamente se lo comuniqué a mi familia y especialmente a mis hermanos.
No termina aquí. Anita me cuenta que también tenemos otros dos tíos abuelos en segundo grado, hermanos entre sí, en la provincia de Córdoba, Marta en Córdoba capital y Roberto en Villa María.
Al llegar a nuestro país, Francesco se instaló junto a su familia en Bahía Blanca, ciudad tan portuaria como su querida Génova. ¿Cómo fueron a parar a Villa María? Es todavía un misterio. Ninguno de los que quedamos vivos lo sabemos con certeza. Francesco era arquitecto, lo que en realidad significaba ser maestro mayor de obras. En esa ciudad cordobesa fue donde definitivamente se instaló mi bisabuelo. Allí compró tierras que mandaba a cultivar por sus hijos varones, siendo niños ya que según contaba mi padre, era estilo padre padrone, es decir muy severo y malhumorado.
Mi abuelo era un ser buenazo, muy educado, un autodidacta de la época, muy inteligente y ávido lector. Él le relataba a mi mamá, su nuera: “Mira Elba, mis primeros explotadores fueron mis padres que me mandaban a sembrar con un pan y una cebolla para comer, con frío o calor, teniendo nueve años”. Su padre se quedaba sentado junto a una bordalesa de aceitunas, sin trabajar, pero… vigilando, mandando, ordenando. El abuelo Juan no concebía que se actuara así con los hijos. Más adelante Francesco, ya con hijos mayores y nietos, logró emprender una marmolería que fue y es muy mentada en Villa María. Hoy, hay varias placas firmadas por mi abuelo Juan y su hermano Virgilio en el cementerio local y otros lugares emblemáticos.
Como fue muy común en las familias de la época y máxime de inmigrantes, hubo distanciamientos intrafamiliares Esa vicisitud, agregada el fallecimiento prematuro de mi papá, se sumaron para que los bisnietos sepamos bastante poco de nuestros tíos abuelos.
Los nombres de los que vivieron, los recordé siempre: Virgilio, Ítalo, Enrique, Mario, Darío, Eugenia y Rodolfa. De las dos tías abuelas mujeres el rumor o afirmación familiar consistía en que ambas tenían caracteres fuertes y difíciles.
Darío fue el padrino de mi padre y uno de los primeros aviadores del país. Está denominado como uno de los héroes de la aviación civil en Argentina. Se mata a los 27 años, precisamente en un accidente piloteando su avión. Fue el bohemio de esa la familia. Mi padre, pese a que falleció siendo él muy chico, lo quiso mucho. En Villa María existe un monolito que lo conmemora. 
Mario fue corredor de autos y también es recordado en la historia de ese deporte. A él lo conocí personalmente en casa de mi abuela María, teniendo yo, aproximadamente, ocho o nueve años. Lo recuerdo muy bien. Era muy simpático, lo que se dice un tipo entrador.
Voy y vuelvo en el tiempo pero es lo que me sale espontáneamente.
Facebook mediante comencé, a contactarme y chatear con quién llamo tía Martita, una mujer apenas unos años mayor que yo. Es una amante del arte en todas sus manifestaciones. Nuestra alegría era del tamaño de un mar. Fue en mayo de 2013 que pergeñé la idea de juntarnos todos los que pudiésemos aquí, en Rosario.
Un tema a tener en cuenta fue ¿dónde para tanta gente? Después de barajar múltiples posibilidades, elegí la Casa del Graduado de Ciencias Económicas, de calle Laprida entre Zeballos y Montevideo, un lugar muy cálido.
Convoqué a mis hermanos y familias y a mis primos hermanos junto a los suyos tanto al que vive aquí, Albertito, como a los que viven en distintas ciudades de Córdoba.
En días y noches previas me pasé buscando entre fotos antiguas que escanée para regalar a mis tres tíos abuelos, deleite de tíos, que llegaron desde otros puntos del país.
El broche de oro fue la presencia de Luca Sessarego, que estaba en Argentina y aportó mucha documentación y un libro escrito por él con una investigación en diferentes países adonde emigraron los Sessarego, digno de un cronista historiador. Pesquisó como detective en casas de familias, bibliotecas y parroquias. Su obra, que regaló a cada familia, escrita en italiano, español e inglés se llama “Sessarego si raccontta. Il paese e i suoi emigrante”. Su presencia supuso un lujo que todos valoramos con infinita gratitud.
Y llegó el ¡gran día! El 8 de junio de 2013, un azul y frío sábado soleado, me desperté temprano, desayuné e inmediatamente me dirigí a la plantería. La tarde anterior había encargado algunas flores especiales para adornar la larga mesa.
Me decidí por violetas de los Alpes de colores blanco y rojo e hice envolver cada macetita con papel crepe de color verde. De esa manera, imaginé se formaba la bandera italiana. Sobre el final, las regalé a las mujeres de la familia. Los manteles también fueron de los tres colores.
El menú: antipasto, ravioles caseros con tuco, regados con buen vino. Tampoco faltaron, gaseosas y soda. De postre helados, masas y bombones con el café.
En esa mesa tendida para el familión convergían tantos olores, colores, sabores que retrotraían a tiempos en los que estábamos todos. Pese a esa remembranza que suena a tristeza, sentí algo así como un atadito colmado de buenos momentos que estuvieron presentes hace años y seguían de igual modo, ese día en ese lugar.
Cerca de las 13 estábamos todos y comenzó el intercambio de recuerdos: las fotos con mi abuelo en mi bautismo en la que estaban retratados además papá, su madre, mi madre, las tías demás familiares; fotos de papá estudiando Medicina en su escritorio con una calavera al lado, de su casamiento con mi madre, etcétera. Se armó un álbum de bellas postales, ya que los demás también aportaron lo suyo. Mi hermano Charlie regaló, a cada tío, monedas italianas que coleccionaba nuestro abuelo y que le fueran legadas a él, el nieto primogénito de la familia.
A esta juntada plena de significados la denominé en el álbum de fotos que armé luego en Facebook: “Sessaregueada”. Luego del almuerzo, sobremesa y fotos, la seguimos en casa. Luca se alojó en nuestro hogar por varios días para continuar con sus investigaciones. Fue un día maravilloso y cargado de felicidad y emociones.
Hoy, Luca con 30 años es arquitecto. Se especializa en la puesta en valor de diferentes viviendas y sitios históricos del pueblo Bogliasco-Sessarego. En septiembre de 2014, con su tenaz y prolífera labor de joven muy entusiasta, logró hermanar a la ciudad argentina de Chivilcoy con la suya. La ciudad bonaerense es la que posee más personas con nuestro apellido. Este febrero volvió a casa y nos contó que está en pareja con una chica Sessarego, precisamente de Chivilcoy, de la que no es pariente consanguíneo y viven en el pueblo genovés.
Cuando muchos años antes en septiembre del 2000 recorrí Liguria, bellísima por su geografía, me sumergí entre rocas en el mar que bordea a Nervi, miré al cielo y le dije con mis pensamientos a papá: “Estoy en el lugar donde nos contaban que el abuelo Juan recordaba tirarse junto a su madre desde una roca, a los siete años”. Mis padres habían planificado un viaje a Europa para junio de 1981 y papi deseaba ir donde sus orígenes. No pudo ser. Precisamente en junio, hoy hace, 36 años, le diagnosticaban la maldita enfermedad que lo llevó para siempre.
La “Sessaregueada” fue profundamente charlada, colmada de risas, complicidades y anécdotas. Pero resalto que fue, sobre todo, muy muy disfrutada por toda la familia. Ahora solo falta otra similar, pero en Villa María, la cuna argentina de esta familia de origen tano.

Estos hitos muy importantes en la configuración de mi identidad más la colaboración con la fecha muy significativa, despertaron mis sentimientos para a escribir este relato.

Una canción

Patricia Pérez

“Ay mi amor… sin ti no entiendo el despertar
 ay mi amor, sin ti mi cama es ancha
 ay mi amor, que me desvela la verdad
Entre tú y yo la soledad, y un manojillo de escarcha”



El piso del patio del fondo era irregular. Atrás se encontraban los cuartuchos para guardar cosas.
Allí, escuchábamos el Winco con sus discos de pasta, que las púas hacían saltar los sonidos de mi alma.
Era verano y estábamos terminando el año de facultad.
La luna intensa alumbraba las piedras del patio y las estrellas hacían un techo sobre nuestras cabezas.
El “Nano Serrat” estaba en su esplendor y cualquier ocasión era buena para escucharlo.
Estábamos conociéndonos y las coincidencias eran muchas. Admiradores de Joan Manuel, pasábamos largas horas escuchando ese LP (long play) que tenía canciones para deleitarnos.
Pero había una especial que erizaba nuestra piel, al oírla corría por nuestro cuerpo la emoción.
Era la historia de un amor imposible “Romance de Curro ‘el palmo’”, un bufón y una gitana; pero ¡era tan hermosa!

Pasaron los años, aún admiradores de Serrat, está impresa en nuestros corazones aquella canción, que en el verano del 75 nos transportó a un mundo de fantasía.