jueves, 24 de septiembre de 2020

El frasco de dulce

 José Mario Lombardo

 

Es bueno, en estos tiempos tan difíciles, percibir que, a pesar de las circunstancias, continúa activo el deseo de relatar, de escribir, de recordar.

Lo inesperado que nos reserva el solo hecho de vivir, una vez más se ha manifestado. Aparecieron de repente circunstancias que primero fueron lejanos sucesos en otros países, pero que con la velocidad del rayo nos cayeron encima.

Ahora bien, se me ocurre que esto siempre es así.

Aunque la mayoría de las veces no llegamos a percibirlo, el instante que viene siempre nos presentará situaciones no previstas. La mayoría serán pequeñas señales que acostumbramos adoptar como hechos cotidianos y otras, episodios de cierto interés, o acaso también de suma importancia en nuestra vida, que luego, incorporados a nuestro pasado, se constituyen en sucesos dignos de recordar.

Así uno recuerda.

Estos días, no hay duda que serán recordados, rememorados, analizados. Y seguro que lo tendrán merecido, son sucesos muy pesados, muy duros.

Pero es interesante también que nos preguntemos por los otros, por aquellos que nos ocurren de ordinario en el instante que viene y que, por ser hechos cotidianos, quizás no los recordemos o como se suele decir: “han de caer en el olvido”.

Ese tipo de sucesos, esos hechos cotidianos son precisamente los que trata de rescatar, aquel que acostumbra describir esas pequeñas señales que dejó el “instante que viene”.

Recuerdo el ejemplo del profesor mostrando un frasco de dulce vacío que el llenaba con pelotitas de ping-pong. Entonces, cuando el frasco quedaba colmatado, recurría a las bolitas de vidrio que nos había secuestrado en el bolsillo y que llenaban los vacios que las pelotitas no podían llenar. Luego tomaba unas finas piedritas que había traído de la vereda y otra vez, aquel frasco permitía la entrada de ese material más fino. Después recurría a arena. Después a una fina arcilla y por fin, nos preguntaba si considerábamos que el frasco estaba completo. Nosotros convencidos considerábamos que sí, que ya el frasco no admitía otro elemento.

Así nos demostraba como se colmaba la existencia donde los grandes, los medianos y los pequeños hechos tejían la trama que conformaban nuestro diario vivir.

Ya estaba. Habíamos completado la jornada. No quedaba nada por hacer. Podíamos sentirnos satisfechos. Ya sabíamos que cada jornada, siempre llegaría a su fin con el frasco totalmente lleno.

Pero cuando ya nos sentíamos convencidos de que aquel ejemplo nos había enseñado todo. Cuando sonaba el timbre anunciando el final de la clase, él con un ademán, nos pedía un segundo más, tomaba una jarra de agua y procedía cuidadosamente a verter el líquido en el interior del frasco sin derramar una gota.

La verdad que después, no abundaba en palabras ni sentencias. Simplemente, nos dejaba pensando.

Cuando Hiroshima ardió en una bola de fuego, alguien, en algún lugar estaba cosechando trigo. Cuando desaparecieron la Torres Gemelas yo iba en auto por la autopista Rosario, Córdoba. Cuando Explotó el edificio en Calle Salta, habíamos ido a la Facultad de Ciencias Económicas a buscar unos documentos. Cuando Argentina hacía el gol contra Holanda en el mundial del 78, alguien enterraba libros en el patio de su casa. El 2 de abril del 82, preparábamos a los chicos para ir a la escuela. En la mañana del temblor de Caucete, el lechero nos había dejado las botellas de leche en la puerta. El Sputnik estaba en órbita y pasaba sobre nuestras cabezas mientras íbamos al cine el día jueves porque daban “dos argentinas”…

Vamos poco a poco completando el contenido del frasco. Eso sí, siempre teniendo la precaución de mantener un orden que se desplace desde lo más voluminoso hacia lo casi impalpable pues esa es la manera de lograr que todo quepa. Porque también aparecerán pequeñas partículas como el sabor de una fruta, el partido del domingo, las reuniones de cumpleaños, los amigos del colegio, los viajes de placer, las comidas con amigos y tantas otras cosas mínimas, pero muy importantes que no deben quedar afuera.

Y, así, de acuerdo a las instrucciones del profesor, habremos de completar con mucho esmero nuestro frasco de dulce.

Ahora, seguro que nos vamos a preguntar para cuando el toque final: para cuando el agua.

Bueno, el agua mantengámosla a nuestro alcance y al final, cuando suene el timbre y antes de salir de clase, procedamos a volcarla cuidadosamente en el frasco sin derramar gota alguna.

Ese habrá de ser nuestro relato sobre el “instante que viene”. 

¿De rabonas? ¡Qué me van a hablar!

Daniel O. Jobbel

 

¿Quién no se hizo una chupina? ¡Que tire la primera piedra! Sería una de las pocas, pero tiene una gran anécdota. Siempre había un día melancólico para justificar la rabona, esas faltas sin aviso en el secundario. Una travesura de mocoso, lo sé. Billar y reunión para un faso. Decidir qué y adónde. Cualquier discurso venía como anillo al dedo. Mujeres, café, y fútbol.

La suerte de la huida hacia el famoso cine “Sol de Mayo” ya estaba echada. Allí, una de vaqueros: “Por un puñado de dólares”, con Clint Eastwood; Lee Van Cleef; Gian Maria Volonté. ¡Imperdible! Y dos películas iban a hacer que la tertulia fuera cómplice y placentera. Las matinés empezaban a las 13.30 y culminaban antes de las 19, tiempo que nos daba una excusa al llegar a casa: quizás era la famosa séptima hora que se había adelantado o el retraso del colectivo.

En la radio empezaba a sonar “Rasguñas las piedras”, de Sui Generis, un dúo nuevo liderado por un chico de lentes y bigote bicolor, ese de apellido García.

Mientras el país iba por una reconstrucción democrática más... Claro, otra época dura. Había sueños de libertad, de cambio, de nueva era. Hablo de mediados del setenta tres, “la primavera camporista”, el ciclo de la ilusión al desencanto.

El café, el diario y el boleto del bondi valían unos pocos mangos. El “Sol de Mayo” era un cine barato, reo donde podías fumar, atornillarte en la butaca de madera hosca y dura, gritar cualquier cosa y hasta comerte un familiar de mortadela y queso con un moscato en la cantina, justito a un costado.

Los atorrantes del “Sol...” no nos cansamos de recordar aquellos mágicos días de lluvia, con olor a calle mojada, ideales para la chupina, comer maníes, aceitunas, lupines; y, a la salida, inventar una poesía contra el vidrio de un bar para alguna mocosa que pasara por la vereda.

Ese cine nos podía. El “Sol…” era especial, un ámbito casi exclusivo de hombres. Su público era heterogéneo: pobres, acomodados, haraganes y otros mocosos estudiantes como nosotros, oficinistas, bebedores, levantadores de juego y sobre todo laburantes de todo oficio.

Si hasta se podía asistir correctamente vestido o en pantalón, chancletas y camiseta sin mangas, como yo he visto. ¡La vieja y querendona camiseta interlock, esa con la que nuestros viejos salían a la puerta de calle a tomar unos mates en días de furioso calor! ¿Se acuerda, lector?

Imposible olvidar los sábados, de tarde, la famosa línea “Efe”, de Las Delicias (ahora 135) llena de gente, o el colectivo 78, ese blanco con tiras negras (hoy 147). El segundo venía por 27 de febrero, doblaba por Corrientes y al llegar a Pellegrini el chofer anunciaba a los gritos: “¡Sol de mayooo...!”. Todos apresurados bajaban y, así, el fulano casi se quedaba solo, con muy pocos pasajeros.

Los pibes, que íbamos al colegio cerca de allí, ese de calle Entre Ríos y La Paz, nos acostumbramos a la infantería, o sea de a pie las pocas cuadras para hacer el aguante, cafecito por medio, hasta reunirnos todos en el “Saigo” y rajábamos luego para allá, a la facultad de los héroes de la cinemateca.

Un día, previo a la primavera, y de reclamos gremiales y actos políticos como los hubo en esos tiempos, me acuerdo, planeamos una chupina a lo grande, el quinto año del “Comercial Belgrano”, una tarde de lluvia. ¡Todos al cine! Una mentira piadosa... Entre vueltas, algunos que sí, otros que no, otros pocos a otra cosa, los demás adentro. Pero, siempre hay un “pero”. Alguien había soplado, algún buchón y la ingeniería disciplinada se cayó como un castillo de naipes. Llegamos al “Sol de Mayo” una pequeña minoría, cercana a la quincena.

Algo falló; aquel moreno, astuto veterano nos fue a buscar; el queridísimo jefe de preceptores, ¡ese! Digo esto, porque se hacía querer a su modo. Era un gran tipo. Pero ese día la pifió. Fiel a su costumbre con su “Perramus”, casi hasta la botamanga, entró con dos discípulos, en un parate de la película, aunque siempre, aclaro, los films se cortaban, encendieron las luces y gritó: “Todos los del ‘Belgrano’, al colegio inmediatamente, si no serán suspendidos”.

¡Imagínese usted lector! El desparramo, el griterío, los murmullos. Muchos huimos como ratas por tirante. Salieron algunos pocos con el führer de entrecasa, insultos mediante y silbidos de los desconocidos de siempre. Del primer piso del cine llovían generosamente todo tipo de cosas, bolsas con cáscara de maníes, lupines, carozos, puchos encendidos y fluidos varios.

Ya, corte por medio, no escapamos por Pellegrini y alrededores. Antes, creo que vimos parte de un western, con el bueno de Alan Ladd y el malo de Jack Palance; nos perdimos la premier de Clint Eastwood, era bronca y risa a la vez, pero no importaba.

Luego, entre chismes, juramentos, carcajadas, puchos y de quién habría sido el delator; quedaron anécdotas, etcétera, etcétera. ¡Ah! De las suspensiones, hubo reuniones, retos bochornosos, pero nunca se supo nada. Lo que ¡sí!, todos contentos por la huida, la burla y la desventura.

  

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El Croting

 

Marta Inés

 

La llegada del verano anunciaba el tiempo de veredas pobladas de vecinos en el barrio y flexibilizaban un poco los horarios de entrada a casa en la noche y se disfrutaba tanto. Pero lo mejor de la llegada del calor eran los fines de semana consagrados al río.

Temprano en la mañana ayudaba en las tareas de la casa y, luego del almuerzo, apuraba en el lavado de platos para estar desocupada temprano. La cita era en la esquina de mi casa para emprender el camino al río bajo el sol terrible de la siesta. Había que recorrer las tres cuadras hasta el Parque Alem y luego cruzarlo bajo la generosa sombra del arbolado. El lugar elegido era el Croting, elegante nombre con el que el ingenio popular, o vaya a saber quién, denominaba a la playa de una arenera al norte del acuario.

El rito era siempre el mismo. Elegir lugar, tirar en la arena unas mantas a modo de marcar terreno ocupado y meternos al agua marrón nadando hasta la boya y volver a la playa. Con algún bolso o toalla marcábamos la línea imaginaria que suponíamos la red para jugar al vóley, partido que definiría quien pagaba los bizcochos que serían la merienda. Abundaban las risas y las bromas y la felicidad de estar juntos y jugando.

Cuando dábamos por finalizado el partido juntábamos en un atado los bolsos que quedaban al cuidado de dos vecinas, que disfrutaban sentadas al sol toda la tarde, y nos íbamos caminando por la playa con destino a La Florida. Era hermosa la travesía, aunque a veces pegáramos la vuelta sin llegar a la meta. Cruzábamos las playas de los clubes costeros y otras partes más agrestes sin problemas.

En aquellos años el río sí era de todos.

La última vez que realicé la caminata fue en 1971. Por cuestiones familiares me fui de Rosario y por otras cuestiones viví lejos del país varios años. Volví a Rosario en 1984 y quise hacer el recorrido de la mano de mis hijos, contarles de mis juegos de adolescente en el mismo sitio. No pude. Ya no era el Croting, era el Camping del Sindicato Municipal y debí pagar la entrada. Las playas ya no eran públicas, durante la dictadura se las habían entregado a los clubes y emprendimientos privados.

Noches de verano en mi pueblo



Jorge San Martín



“Lindas en verano

son las noches templadas,

se amanece amigo

cantando vidalas.”

Así empieza la “Chacarera del recuerdo”, de los hermanos Ábalos. Seguramente se inspiraron en las noches de verano en mi pueblo.

Las noches de verano en mi pueblo no eran noches cualesquiera, aunque no amaneciéramos cantando vidalas como sigue diciendo la chacarera, tenían condimentos especiales, muy especiales.

Debo decir que durante mi primera infancia las calles del pueblo eran ... de tierra, anchas, con ese olor tan particular que dejaba el camión regador en las tardecitas para aplacar la nube de polvo que amenazaba con apropiarse de la cuadra.

Me apuraba a cenar para correr a la esquina a juntarme con los demás chicos. Allí, empezaba la “magia”, pero magia de veras, no de esas magias que hacen desaparecer monedas y aparecerlas detrás de alguna oreja. Era la magia de aparecernos cada noche e inventar mágicas aventuras que solo un juego de niños puede lograr.

No corríamos peligro, en esa época no había peligros por correr; además estábamos custodiados. Todos los vecinos del barrio salían, después de cenar, a la vereda para “tomar fresco” antes de ir a dormir, casi todos sentados en sus sillones hamaca de madera con asiento y respaldo de lona, algunos hasta tomando mates. Y nosotros, allí, pequeños magos sin varita transformando la noche, reinventado viejos juegos que cada noche volvían a ser nuevos: la escondida, la rayuela, las bolitas. No se podía ser más feliz. En ocasiones teníamos algún desafío a la pelota con los del otro barrio, que eran los pibes de la otra cuadra, que no jugaban con nosotros, abajo del mismo foco. En esos tiempos, no había luminarias, como ahora, solo un foco en cada esquina colgado de un cable que cruzaba en diagonal la bocacalle.

Por cierto, éramos muy estrictos con el reglamento tácito de pertenencia, nadie tenía en ese grupo menos de siete ni más de once años; los más chiquitos miraban sentados desde la puerta de sus casas a lado de papá y mamá, seguramente esperando ansiosos cumplir los siete para pertenecer; y los más grandes se reunían sentados en el cordón de la vereda frente a la casa del negro Pedro a charlar de “cosas”, junto con las chicas que también pertenecían al grupo. Desde la perspectiva de mis ocho años, no entendía el porqué de esa “mezcla”; cuando tuve once y formé parte de los grandes lo entendí, y vaya que era una excelente decisión… pero esa es otra historia.

¡Jugar a las escondidas de noche era apasionante!, pero cuando se armaba un picadito ¡era la final del Mundial! Cada juego tenía su atractivo particular, los diez o doce niños que les dábamos vida hacíamos eso posible.

Todo marchaba de maravillas hasta que escuchaba la fatídica frase:

—¡Jorgeee…! ¡Vamos, adentro!

—Un ratito más, ¿puedo?

—No.

Listo, se acababa la magia, a dormir sin protestar, porque corría el riesgo de perderme la noche de mañana en la esquina.

Aún hoy, en ocasiones, suelo evocar esos momentos, se me aparecen imágenes, caritas de nenes, muchas risas y también mucha nostalgia.

“Cuando me pongo a hurguetear

los tiempos pasados,

a veces quisiera

de nuevo ser chango”.

Esma

 Hugo Longhi

 

La sangre se le habrá quedado helada a más de uno con apenas leer el título. Escenario principalísimo de la etapa más negra y horrorosa de nuestra historia reciente. Y yo estuve allí.

Me apresuro a pasar el limpiaparabrisas antes de que nos equivoquemos de camino.

Transcurría el último cuatrimestre de 1974 y yo iba al colegio secundario, cursando el tercer año de lo que en aquella época se denominaba ciclo básico.

Una mañana apareció un señor vestido con uniforme de oficial de Marina. Nos comenzó a dar una charla en un tono muy amigable y simpático. Su discurso resaltaba las virtudes y ventajas que tendríamos si continuábamos nuestros estudios en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma). Entre las ventajas habló de que “ganaríamos un sueldo”.

Obviamente para nuestra mentalidad adolescente sonó todo muy tentador y varios nos vimos seducidos al menos a discutir entre nosotros si nos convenía incorporarnos a la Marina de Guerra, nada menos. Pocos días después, ya persuadido, me dirigí, junto con otros compañeros, a la sede local de la Armada, que estaba en calle España casi Rioja. El trámite fue muy rápido y también allí recibimos tratamiento muy atento.

El plan establecía que el ingreso a la Esma sería a fines de enero del año siguiente. Vale la apostilla para indicar que nos encontrábamos en democracia.

En ese ínterin tuve que sortear ciertas disidencias familiares dado que, mientras mi papá estaba sumamente entusiasmado con el tema, tal vez porque entendía que los militares me irían a disciplinar adecuadamente, a mi mamá no le gustaba nada la idea pues perdería de vista a su hijo por mucho tiempo. Ya sabemos cómo son las madres. También hubo otros opinadores, pero finalmente la decisión fue “engancharme” a la Marina. Me iba a convertir en un “Anpa”, Aspirante Naval de Primer Año.

El 31 de enero de 1975, bien temprano, fue la fecha en que me subí al tren en Rosario Norte para dirigirme a Buenos Aires. Era la primera vez que me separaba de mi familia y no quise que nadie fuera a despedirme. En los días previos tuve que visitar al peluquero que le dio fin a la larga melena que lucía en aquel entonces.

Luego de arribar a Retiro, nos subieron a un colectivo de la Armada para, así, llegar a la Escuela cerca del mediodía. Era un día de sol y yo me sentía tranquilo ya que estaba con mis compañeros de colegio. Pero a partir de allí nos dividieron, nos dieron una enorme bolsa donde íbamos colocando diversos elementos que nos entregaban. Ropa, jarro, borceguíes y otros enseres más que mi memoria no registra ahora. La bolsa cada vez pesaba más y la debíamos cargar al hombro todo el tiempo.

Luego pasamos por el peluquero. Parece que mi corte no era lo suficientemente militar. Nos tomaron una foto para la ficha y acá viene lo peor, una vacuna que me dejó el brazo a la miseria; pero, según decían, me protegería contra todos los males.

A esta altura ya se habían terminado los gestos amables. Las caras sonrientes de Rosario se transformaron en gritos amenazantes y órdenes estrictas. Nos dieron de comer un sándwich de milanesa que debió haber sido hecho tres días antes y un huevo duro. La bebida siempre era agua de canilla.

Creo que fue en ese mismo momento en que decidí que mi estadía en ese lugar no iba a ser extensa, más bien estaba concluida; pero como era imposible renunciar, tuve que aceptar el régimen imperante. No tiene mucho sentido narrar lo que fueron mis jornadas allí: nada divertidas, aunque, revisándolas a la distancia, tampoco tan terribles.

En definitiva, tras varios intentos, logré la baja y el portón de Avenida del Libertador a la altura del 8209 se abrió para despedirme del mundo militar para siempre. Solo habían transcurrido veinticinco días.

El relato pega un enorme salto hasta el segundo semestre de 1982 cuando, ya finalizada la guerra de Malvinas, comienzan a conocerse las atrocidades cometidas en la Esma y que yo ignoraba. Veía imágenes en televisión y reconocía lugares. Hasta recordaba nombres de oficiales. No podía creer que yo hubiera estado allí, aunque un año antes del comienzo de esas operaciones. Absurdamente me sentía, en parte, responsable.

Adelanto aún más los almanaques y me ubico en el último cuatrimestre de 2015. Cuarenta años después de aquella juvenil aventura decido volver a ese lugar, ya modificado y convertido en Museo de las Islas Malvinas, Museo de la Memoria y Centro Cultural “Haroldo Conti”.

Me sumo a una recorrida grupal por el ex-casino de oficiales, sede de las torturas. El lugar es frío por naturaleza, casi no entra el sol en esas salas. Las explicaciones del guía le agregan más dramatismo al momento.

Luego, como para despejarme un poco, me invento una caminata por los caminos interiores. Hay sol como aquella mañana de 1975, pero ahora el aire está congelado. Visito mi cuadra, que era el pabellón donde dormía y a veces debía hacer guardia imaginaria. Habrá quien sepa qué es esto último. El salón comedor, la pileta, la canchita de futbol. Todo igual, pero tan distinto. ¿Serán las cuatro décadas transcurridas en mi vida?

También me llego hasta la enorme plaza de armas, que alguna vez me hicieron barrer con el cepillo de dientes, purgando un castigo. El mástil, semejando a uno de fragata, continúa allí, pero perdió su formato original. El silencio acompaña mis pasos.

Me río al buscar un banco de madera donde muy de tanto en tanto nos poníamos a descansar de tanto trajín. Ya no está más. Vaya a saber por qué.

Y me voy. Por el mismo portón, ya sin guardias, me encamino rumbo a la estación Rivadavia a tomar el tren que me acerque a Retiro. Creo que esa visita me sirvió para quitarme las absurdas angustias que se me instalaron cada vez que escuchaba nombrar a la Esma.

Nada tengo que ver con ese lugar. Le dediqué apenas veinticinco días de mi vida y fue antes del horror. Nunca más.

Confesiones de una hembra despechada

 Mónica Mancini

 

Yo me declaro insatisfecha de la vida que llevo.

Me trajeron a este lugar siendo muy pequeña, me colmaron de mimos y de atenciones, mis primeros meses fueron los más felices. Ella me alimentaba con infinito amor, no me dejaba llorar ni balbucear un deseo, los adivinaba con solo mirarme. Recuerdo cómo entendía mis miradas: yo revoleaba mis ojitos, sacudía con encanto mis pestañas y, ahí, estaba ella, ávida por cumplir mis caprichos.

Él llegaba de su trabajo ansioso por encontrarse conmigo, me tomaba entre sus brazos y me decía palabras cariñosas, yo no alcanzaba a entenderlas, pero no me cabía la más mínima duda de que me transmitía su amor, su nostalgia por pasar todo un día sin mi presencia. Después, la interrogaba a ella sobre todo lo que había hecho durante el día, mis travesuras, mi alimentación, mis horas de sueño.

Cuando recibían visitas, yo era el trofeo que mostraban henchidos de orgullo. Las conversaciones giraban alrededor de la aventura que significaba tenerme en su casa. Hasta yo intuía que más de uno manifestaba un poquito de aburrimiento a través de un bostezo o de un cambio brusco de tema. Pero ellos parecían no notarlo, tan felices y orgullosos narraban apasionados los pequeños detalles de nuestra convivencia, que ignoraban airosos los mensajes subliminales que les enviaban sus invitados.

Ni hablar de nuestros viajes. Yo me acomodaba en el medio, cómoda. Elegía las paradas qué hacíamos. A mí me encantaba detenerme y conocer cada lugar, ellos accedían gustosos, me complacían y sabían muy bien qué hacer para tenerme contenta. Recuerdo con melancolía sus comentarios indignados cuando alguien me ignoraba o no se percataba de mi hermosura, de mi inteligencia. Qué tiempos aquellos de mi reinado.

Un día ella se fue presurosa, hasta emocionada, él la acompañó. Cargaron bolsos y me dieron algunas explicaciones insuficientes, en ese momento empecé a preocuparme. Me dije a mi misma que me debía tranquilizar, que yo era el eje de sus vidas, su lucecita, la razón de su existir… pero la inquietud no me abandonó del todo y no me equivocaba, para nada.

Pasados unos pocos días volvieron, pero no estaban solos, traían algo envuelto entre sus brazos, algo que parecía muy valioso, lo miraban con adoración y estaban pendientes de ese bulto oloroso, ruidoso. Además, una gran cantidad de objetos llenaron la casa, muy coloridos, muy puntillosos… hasta ocuparon mis espacios preferidos sin previo aviso, sin pedirme autorización.

Es así como empezó mi tragedia, como se dio inicio a mi decadencia, a la falta de popularidad en mi propio hogar. Parecía una pesadilla, pero no lo era, era la cruda realidad. Dejé de comer, escondía sus objetos más preciados, los miraba con desazón; pero parecía que habíamos dejado de entendernos, que hablábamos lenguas diferentes.

Repito y lo seguiré repitiendo una y otra vez: Me declaro insatisfecha con esta vida que llevo, mi rutina es recordar y recordar mi época de esplendor, y regodearme en los momentos felices. Pero, en fin, hoy por hoy aprendí a sentir un poco de felicidad cuando el “intruso” juega conmigo y me tira el palito para que se lo lleve y hasta me emocioné cuando me dijo “ba-bau” la primera vez. Hay que reconocer que tiene su encanto. 

Disimulando estos tiernos sentimientos, lo miro con indiferencia y me voy a dormir a mi “cucha” a continuar soñando con mi pasado glorioso.

martes, 30 de junio de 2020

Momento

Susana Olivera

Elegí la mandarina más grande y brillante, de esas a las que se les puede quitar la cáscara fácilmente. La pelé y la comí.
Nada extraordinario en esto. Y tampoco en lo que siguió: llevar los platos y la copa a la cocina, lavarlos y ponerlos en su lugar.
La sobremesa solitaria me llevó a prender el televisor y buscar el noticioso.
¡Pero, qué olor a mandarina ha quedado en mis manos, en los puños de mi abrigo! Lo siento en toda mi ropa.
Y sonrío. No me desagrada y me lleva a volar atrás, a muchos años atrás. Y sigo sonriendo. Recién casada. Estrenando mi casa y la vida.
Pero no podía dejar de ir a los almuerzos de mamá, sola con ella en la cocina tibia de olores y sabores, y compartir un rato con el más pequeño de mis hermanos a quien extrañaba mucho. Necesitaba esa reunión diaria.
Por entonces, yo tenía veinte años y trabajaba en la Cultural Inglesa. Salía a las once y debía regresar a las dos de la tarde. Mi marido almorzaba en la fábrica y mi padre en su oficina, mis hermanos en la escuela. Así que el momento era mío. Totalmente.
Y era un momento feliz, porque recibía las caricias de mi madre y disfrutaba las picardías de mi hermano menor.
Para el final del otoño el postre era mandarinas. Nos encantaban. Pero… el olor que quedaba en las manos…
Mamá puso el plato de postre con una mandarina para cada uno. Sin tenedor y cuchillo.
—Yo no como la mandarina, mamá. Gracias- dije rechazando el plato.
—Pero, ¿por qué? Están muy dulces y te encantan.
—Porque me queda un olor terrible en las manos y tengo que irme ya a la Cultural.
—Vos sabés que trabajo con el público y ese olor…
—Pero no hay problema. Dame. Yo la pelo. ¿Querés que te separe los gajos?
—Tomá. Comelos con este tenedor así no los tocás.

Miro el noticioso… Y a pesar de las noticias, sigo sonriendo con el recuerdo. Cálido. Tierno. Pequeño.
Un momento con mi madre. Y sus caricias.

El club


Mónica Mancini

Hoy volví a estar en el club, el de mi barrio, ese que en los setenta cobijaba mi adolescencia abriendo sus puertas para dejarme entrar a los bailes de carnaval.
El club era un patio grande, que se poblaba de mesas que lo rodeaban, tenía un escenario que elevaba a todos los que se lucían con algún arte; pero, en aquellos años, a los de mi edad nos gustaban los rincones, los más alejados, por ahí, cerquita de la cancha de bochas, de los baños, lo más lejos posible de las miradas censoras de los padres, a los que también el carnaval los distraía un poco y paraban con las restricciones.
El carnaval tenía un olor especial, olor a papel picado violeta, que se desteñía cuando los pibes no se conformaban con tirártelo en la cara, sino lo apretaban en la boca para hacerte mal.
A los chicos no nos interesaba mucho la orquesta que presidia desde lo alto. Nos buscábamos con la mirada, para cruzarnos corriendo y escondernos, ¡puro juego!
Años después, en el club ya no jugaba con papel picado, la pista era el lugar elegido para ceder a la tentación del baile. Era toda emoción… la incertidumbre por saber quién iba, quien no.
Los chicos ocupaban el espacio debajo del escenario, nosotras sentaditas como señoritas cerca de la madre; y, entonces, a veces solíamos volver a los rincones, los más alejados, las intenciones ya no eran las mismas.
El club tenía un patio, era casi todo un patio, se improvisaba un mostrador que hacía las veces de bufet, el escenario en un rincón, la cancha de bochas y los baños. Eso era todo. Era justamente un espacio casi vacío para que se llene de emociones, de pasión, de ganas de jugar. No hacía falta mucho más. Como un avance tecnológico había un metegol y un sapo, que colmaban las ambiciones de los pibes.
Pasaron muchos años, muchísimos, durante los que casi me olvide de que existía. Pasaba por la esquina, por la puerta y, algunas veces, volvía a mi memoria el olor al papel picado, que es igual al olor del carnaval o al olor de la infancia.
Algunos hablan de la circularidad de la vida, que damos vuelta y volvemos al punto de partida.
Hoy volví al club, ya no es casi un patio, ni tampoco está el escenario, ni la cancha de bochas. El patio tiene techo y se le colaron dos salones grandes que lo achicaron mucho. El metegol y el sapo desaparecieron. Pero en ese espacio repartido volví a escuchar las voces alegres de los pibes, los aguditos de las chicas, la música de Palito y, al ritmo de “Despacito”, bailé con las amigas del Centro de Jubilados y nos mezclamos con los adolescentes de la secundaria, que nos recibieron con frescura y curiosidad.
Les enseñamos qué era “cabecear”, les contamos cómo era ponerse de novio y lo difícil que resultaba comunicarse cuando estábamos lejos. Les contamos cómo jugábamos en la calle y lo libre que nos sentíamos.
Ellos no necesitaron hablar mucho, porque nosotras ya sabemos bastante sobre sus costumbres, pero nos inundaron de energía, nos sorprendieron con su sinceridad y con su capacidad de reflexión. También nos emocionaron con sus palabras cariñosas.
¡Hoy en el club, me encontré de nuevo con sensaciones que habían quedado atrapadas en sus paredes y me asombré al descubrir el poder de ese espacio inerte, que se quedó ahí, quietito… pendiente, para cobijar a todos los que en su seno deseen rescatar la alegría que, como el sol, siempre está!

Chiquita

Graciela Voskerichian

Ella entró a mi vida por insistencia y perseverancia. Nunca vi tanta lealtad como en esa perra, incluso más que en un ser humano.
Linda no era. Negra, peluda, descuidada, un día se apostó en la puerta de mi casa y nunca más se corrió de ese lugar, hasta que logró entrar en casa unos meses después.
Hacía dos meses, mi tía María nos había traído un perro, Rabito, porque en su barrio le habían dado con un balín. No era un perro fácil, le gustaba la calle y las perras. Abríamos la puerta del patio y se iba corriendo. Era como una luz. Desaparecía un rato y después saltaba para que lo dejásemos entrar.
Claro, en esa época existía “la perrera”, que apenas la escuchábamos, y si ese mujeriego animal se nos había escapado, salíamos corriendo a buscarlo. Era de terror. Saltaba para salir, saltaba para entrar. Saltaba cuando tenía hambre. Y, así, todo el tiempo.
Un día, me acuerdo que llovía, me pidieron que hiciera un mandado, yo tendría doce o trece años. Al salir de casa la veo a ella, que con cara acongojada me pedía ayuda. Vi esa perra y me enamoré de su mirada, tan tierna y tan triste.
Lo primero que hice fue intentar darle de comer. Abrí la heladera y escuché un grito de: “Ni se ocurra darle de comer a esa perra, que no nos la vamos a sacar más de encima”. En esa época no había comida para perros y estos comían las sobras.
Por supuesto, esperé el momento para poder sacar algo y dárselo, igual que encontrar algún recipiente para darle agua. La cuestión fue que con el tiempo Chiquita estaba delante de la puerta y Rabito en el patio.
Por esas cosas de la vida, cuando Rabito se escapaba, no la miraba. Se ve que no le gustaba, e iba por su presa, alguna otra perra.
El caso es que, cuando alguien llegaba a casa, no lo dejaba tocar el timbre, le gruñía. Gruñía a todos y ladraba, menos a nosotros, los que habitábamos esa casa.
Un buen día un amigo hizo un gesto hacia mí, en broma, y la perra lo mordió. Calculo que entendió que me iba a hacer algo. Y ahí empezó la disputa en casa que si entraba la perra qué íbamos a hacer con Rabito y que afuera no se podía quedar. Una semana con esa cantinela.
Y la tipa logró entrar. La pusimos en el patio para ver qué pasaba. Nada. No se miraban.
Hasta que un día la perra se alzó (mucho yo no entendía de qué hablaban los grandes, alzar para mí era hacer upa). Por supuesto que Rabito la perseguía por todo el patio, dando vueltas a la redonda y ella nada, sentada o buscando la manera que no se le acercara.
Fueron pasando los años, muchos. Puedo decir que no eran amigos ni amantes. Solo dos perros que compartían el mismo espacio. 
Un día ella enferma y muere a los dias. A la semana Rabito se fue con ella. No lo cuento desde la tristeza sino del lado del afecto raro que tuvieron mis primeros perritos.

Relatos de cuarentena. Camotes asados: la fogata de San Pedro y San Pablo

H. B. Carrozzo

En estos días de cuarentena uno comienza a buscar en sus memorias y en sus amigos los recuerdos de otros tiempos. Y así me surgió uno que estaba olvidado.
Todos los 29 de junio se recuerda el martirio de los apóstoles Simón Pedro y Pablo Tarso y se realiza desde el siglo I d.c. Dicha ceremonia consiste en una pira o fogata donde se quema un muñeco.
Por ello, en cada barrio se realizaba una fogata donde se quemaba un muñeco de lona. En nuestro barrio “República de la Sextadonde las calles eran, por los años 50 y 60, muy tranquilas la celebración se podía realizar en la calle con poco peligro. Cada grupo de vecinos hacía su propia fogata; es decir, había varias en el barrio. La competencia era ver cuál era la mayor y quién armaba el mejor muñeco.
La actividad comenzaba una semana antes, ya que la tarea no era cosa simple porque había que obtener madera para la fogata, protegerla de los depredadores (los muchachos vecinos) y había que preparar un muñeco que se quemaba en la hoguera. Este se hacía con bolsa de arpillera relleno con aserrín y lo confeccionaba don Bras, papá de una de las chicas del grupo. La cara se la dibujaba con carbón.
El lugar elegido por nosotros (bueno, por nuestros padres) era frente a una casa que estaba deshabitada desde hacía años por lo que no se molestaría a nadie. Era la misma que usábamos de arco sur en nuestro “estadio” de futbol.
Así, el día 29 se acarreaba el material que se había recolectando y juntando en nuestro depósito de calle Rio Bamba al 200. Y se comenzaba la obra de ingeniería, colocar los palos más largos a modo de esqueleto, luego se colocaban las ramas cerrando los laterales y en el medio se agregaba el resto del material. Al final de la obra y previo al inicio del fuego se colocaba el muñeco.
Al principio nos extrañaba la colaboración desinteresada de nuestros mayores y la predisposición a alentar una actividad de por sí peligrosa. ¡En fin!
Llegado el crucial momento, a eso de las siete de la tarde, y con la presencia de todos los participantes y de nuestros padres, se procedía a encender la fogata. Había que iniciar el proceso después de nuestros competidores para que durara más, lo que significaba que la nuestra era la más importante.
Bailábamos y cantábamos alrededor de la fogata durante bastante tiempo. “Viva San Pedro y San Pablo” y otros cánticos que no recuerdo. Seguramente también algún cantico futbolero haciendo referencia a Leprosos y Canallas.
Ya cuando la fogata se iba extinguiendo, nuestros padres nos mandaban a dormir con la excusa de que el calor nos haría mal.
“¡Se van a hacer pis en la cama! ¡A dormir!”, nos decían y nos mandaban a dormir nomás, previo comer algún sándwich que ya habían preparado con anterioridad.
Pero la cosa no terminaba allí ya que nuestros queridos y desinteresados padres sacaban todo tipo de vituallas para ser adecuadamente cocinadas. ¡Con nuestras brasas! ¡Con nuestro esfuerzo!
Así desfilaban camotes, que se hacían sobre las brasas, asado, chorizos y morcillas que se hacían sobre las parrillas. Se armaban mesas con tablones y sillas descaradamente frente a nosotros. Obviamente, no faltaba algún tintillo adecuado para la ocasión. ¡Que desinteresados eran nuestros padres!
Es que ellos también querían festejar como cuando eran jóvenes.
En fin, una celebración que con el andar de los años se fue diluyendo hasta casi desaparecer. Quizás es otra mártir de la modernidad.
Algunos de nosotros, amigos de la infancia y adolescencia en calle Colón al 2200, todavía la recordamos.


PD: Hace poco la municipalidad recuperó este festejo en el barrio Saladillo. 

martes, 23 de junio de 2020

De zurda



Daniel O. Jobbel

La monjita me mira y me acaricia. Retira con infinita paciencia de mi mano izquierda el lápiz de color con que hacía garabatos. Yo me niego. Observo sus ademanes. No le sacó los ojos de encima. De buen modo me dijo “dame” y ahí me lo arrancó de la mano para ponerlo en la otra. La diestra. Estamos en problemas. “Vamos Dani con la otra manito”. Me niego nuevamente. Grito. Llorisqueo. Vuelvo a lo mío. Garabatos y líneas bien de zurda sobre la mesa... Ella toma mi brazo izquierdo y trata de ubicarlo detrás, a mi espalda, como queriendo retenerlo con una mano detrás de la sillita celeste y con la regla amenaza desde la otra. Por momento, logra su cometido. Y luego me pide que tome el lápiz con la derecha. Ahí, un grito abrupto la sobresalta. “Así no”, dice. Vuelvo a tomar la goma de borrar con la siniestra. Ella me mira y con la regla da un golpe en la mesa color naranja, cerca de mi mano. Instintivamente volverá a hacer lo mismo. Algo ya hinchado, la miro, y le tiro la goma y todos los lápices de colores que hay sobre la mesa. El vasito celeste plegable voló por los aires. Grito. Lloro. Se me caen los mocos. Preocupada, vuelve sobre sus actos. Amaga. Se calma. Recapacita. Se persigna.
La monja observa. “Perdón Dios”, dice. Otra llega a auxiliarla en el colegio de Zeballos entre Callao y Ovidio Lagos. Corría el otoño de los años 1960. Otros tiempos. Esa otra me entretiene con juguetes de madera, de colores, con figuras que poco me interesaban y le dice: “Este chico tiene problemas. Habrá que hablar con la madre”. A modo de solución ecuánime, hablan con mi madre y dice que mi problemática es que tomo toda con la zurda. Mi madre asustada como toda madre, consulta a mi médico en pediatría. Le dice que no se preocupe, hace un informe al colegio, que todo está bien. Que mi cerebro procesa todo al revés de un diestro: “No lo obligue a ser diestro, respetemos su condición natural”. Yo tendría cinco años más o menos. Me sacan de ese jardín de infantes. Y hay cosas que quedan grabadas en la psiquis, la mente lo guarda de a poco, con recortes, pedacitos, con fantasmas, como un puzle lo guarda y lo rearma, para toda la vida. 
Hace muchos años, mi abuela ayudó a reconstruir esta historia. La monjita su cómplice. La cuento. Soy libre. Feliz. Y zurdo... ¿Y a vos no te pasó? En esos cuadernos Rivadavia o Tamborcito, con esa manga maldita del guardapolvo… 
Quién sea zurdo y no haya emborronado nunca lo que escribía al pasar la mano por la tinta recién dejada, que levante la mano.

El túnel

Hugo Longhi

Esa enorme boca me amenazaba. A medida que avanzaba aumentaba su tamaño y ferocidad. Y finalmente me tragó.
Sería setiembre u octubre de 1969, no podría precisarlo, pero mucho más allá no. Eran mis épocas de guardapolvo blanco y andaba por el quinto grado en la escuela del barrio.
Atrás había quedado la señorita Norma –que en realidad era señora– que me había acompañado en los cuatro años anteriores.
Ahora, nos habían cambiado y nos tocaba la señorita Nilda, que tenía bien ganada fama de severa, gritona y, para aquellos pueriles ojos, malvada. Y también estricta con ciertos temas. Por ejemplo, a los varones nos hacía ir con corbata. En esa escenografía tan precaria, de calles de tierra, a veces barro y siempre bordeada de zanjas, los chicos lucíamos corbata obligados por su inapelable decisión.
Eso era visto con el panorama que manejaba a mis diez años. Un poco más adelante, cuando ya pude controlar mejor mi conciencia, diría que esa maestra fue una adelantada a su tiempo.
Además, era y, aún es a sus ochenta y tantos años, la farmacéutica del vecindario. Por ese motivo, la habían nombrado a cargo de la Cruz Roja en la escuela. Digamos que, si algún chico se accidentaba, ella le daba los primeros auxilios. Como supuestamente necesitaba colaboradores, designaba a tres o cuatro de nosotros en esa función sanitaria y, entonces, debíamos llevar en nuestro brazo izquierdo un brazalete blanco con la internacional insignia color bermellón.
Otro detalle distintivo era que había ideado un boletín o diario, como le llamaba. Se titulaba “La voz del aula” y debíamos confeccionarlo entre nosotros para allí reflejar todas las actividades que desarrollábamos en clase o fuera de ella. Para eso, teníamos que salir, en nuestro tiempo libre, para realizar encuestas callejeras o entrevistas a comerciantes. Luego, imprimíamos ese material en un mimeógrafo, que ella poseía en la parte trasera de la farmacia.
Como toda publicación, esta tenía definidos los roles, desde el de director para abajo. Por supuesto, éramos nosotros los responsables de todo. A mi me tocó ser jefe de redacción, nada menos. Ya por entonces me atraía la “pluma” y ella captó ese perfil.
Cada tanto en el colegio se organizaban excursiones. Esos eran los mejores días ya que salíamos de las aburridas aulas para pasar una mañana en el Monumento a la Bandera o en el Parque Independencia. No íbamos mucho más allá.
Pero, claro, la señorita Nilda no podía quedarse con eso. Faltaba su toque diferencial y, entonces, armó un ambicioso viaje a Santa Fe. Visitaríamos la capital actual y Cayastá, la fundacional.
Ese domingo, salimos bien temprano y transitamos la vieja Ruta 11, dado que por aquel entonces no existía la autopista. A bordo del ómnibus, nos excedimos en la alegría y doña Nilda nos recordó lo brava que era. Nos impuso un castigo a varios compañeritos y a mí. Consistía en ubicarnos separados para que no molestáramos más.
Ya en destino, de lo que recuerdo, visitamos el Museo de la Constitución y a la tarde fuimos a Cayastá, donde vimos varios esqueletos de conquistadores. A los varones poco nos interesaba eso y no tardamos en armar un picadito entre las históricas tumbas.
Pero faltaba lo peor, lo más impresionante para mí. Nos llevaron a un lugar que, según nos dijeron, era nuevo. Tan nuevo que aún no se había inaugurado.
Lo primero que vi fue una inmensa entrada circular, con muchas luces dentro. De arranque, me atemorizó. Gran cantidad de hombres con casco se movían de acá para allá haciendo cosas. Uno de ellos, supuestamente el jefe, se acercó a nosotros y amablemente nos explicó que se trataba de una gran obra de la ingeniería moderna. Era un túnel que se hundiría por debajo del río y se podría cruzar en auto llegando al otro lado de la costa en apenas minutos. El dato de que pasaba por debajo del agua aumentó mi terror.
Pese a mi tenaz oposición, la señorita Nilda me ordenó que avanzara junto a los demás. Nos íbamos a meter en ese agujero desconocido y hostil. El miedo me paralizaba, pero el grupo me arrastraba. Ya estábamos en el medio del río, calculé. La idea de que me iba a ahogar o algo así no me dejaba respirar.
Habremos hecho, ¿cuánto?, ¿cincuenta metros? Es todo lo que se permitía para las visitas. Para mi alivio, el señor del casco dispuso que emprendiéramos el regreso. Al volver a ver el sol me sentí renacer, aunque tan mal no la había pasado. Obvio que debieron pasar varios años hasta que cayera en la cuenta de que había sido un privilegiado por haber estado, en esos momentos, en un sitio único en el país.
Un par de meses después lo inauguraron. Vi por televisión el paso del Rambler blanco del presidente de la Nación –adrede no mencionaré su nombre– como primer pasajero de ese conducto siniestro y genial. 
Releyendo estas líneas, no me queda otra que reírme de aquellos temores tan absurdos. En fin, cosas que pasan a los diez años y que hoy, si me reuniera con la señorita Nilda, nos reiríamos por un largo rato.