miércoles, 14 de noviembre de 2018

Los abrazos

Liliana Galli

En la última clase José nos sugirió algunos temas como “las demostraciones de cariño”, o “historias de prejuicios” o “el mejor beso”. En un primer momento surgió mí la Liliana caprichosa y rebelde, y me planté… No me gusta escribir sobre temas sugeridos. Mi rebeldía duró solo hasta llegar a casa, donde comencé a sumergirme y bucear en mi interior, y ese viaje a mis profundidades me llevó por distintas imágenes que fueron aflorando y me transportaron a mi gran necesidad de comunicarme de manera sensorial, táctil. El tocar, sobar, una palmadita, un apretón de manos, una caricia, una mirada y fundamentalmente un profundo abrazo.
Expresiones de afecto, que no van de la mano de lo físico, pasional, esa manera de sentir, me permiten conectarme con el otro desde lo más profundo de mi ser. Son caricias al alma y me pasan con hombres, mujeres, niños. Lo hago, lo manifiesto dónde sea y con quién sea, en público o en privado, En ocasiones, sé que he sido motivo para que la gente se codeara, porque estoy tomada de la mano en un bar con un hombre mucho mayor, una mujer o camino abrazada con un gran amigo por plena calle Córdoba; y, a veces, hasta termino fundida en un gran abrazo con alguien que recién conozco y su historia me conmueve. Soy consciente que en algunas circunstancias ciertas actitudes mías dieron pie a tema de conversación entre parejas. Para mí un abrazo puede más que mil palabras, un abrazo es una profunda comunicación de almas. El abrazo no es físico ni pasional. El abrazo encierra distintos mensajes y tintes, puede transmitir contención, comprensión, fortaleza, ternura, paz, calma, alegría, reencuentros, los matices son infinitos, la gama de mensajes no tiene fin, es un dar y recibir amor puro. El amor universal espiritual lo es todo. En ese bucear mis sentires, elegí dos abrazos muy sentidos y disimiles. Paso a contar
Cuando mi hijo Leandro tenía siete años, un día me plantea: “Mami, ya soy grande y no quiero más abrazos”. Tuvimos una charla profunda donde termine expresándole que hasta que sea viejita chuchumeca igual lo seguiría abrazando; y que podíamos llegar a hacer una concesión: delante de la gente, por respeto a su decisión, no lo haría. Hoy, a sus cuarenta y cinco años, me emociona verlo desplegar su ternura con su mujer, hijos, incluida su mamá, que a pesar de estar lejos, cuando nos juntamos, siempre tiene gestos de cariño espontáneos: una pasadita por el hombro, un abrazo, una mirada tierna.
En una oportunidad, estando en Venezuela y siendo mis niños pequeños, supe expresar una ilusión que tenía. En una de nuestras tantas charlas les transmití mi necesidad de sentir algún día que un familiar o amigo de Argentina me sorprendiera y llegara de repente a tocar la puerta de mi casa sin yo saberlo.
Desde esa charla pasaron muchos años. Leandro se graduó, se fue a vivir a los Estados Unidos y un día, mientras trabajaba en mi cuarto, que tiene ventana hacia la calle, escucho de repente sonar la campanita de la puerta… Me asomo y ¡wouuu!, lo veo a él paradito con su mochila, como cuando llegaba de la universidad. Mis gritos fueron descomunales. Alcé los brazos gritando “¡ay, ay, ay!” y salí mandada hacia la puerta, mientras mis piernas temblaban a más no dar. Nos fundimos en un abrazo interminable donde mi corazón brincaba, corcoveaba como loco. Todo mi cuerpo temblaba y él me sostenía con fuerzas para calmar mi emoción. Fue una mezcla de sentires muy profundos que calaron muy hondo en mi corazón. A la alegría de haber hecho realidad mi sueño, se sumaba la emoción de comprobar, que ese ser tan pequeñito, atesoró esa charla, para llegado el momento ser el protagonista de hacer realidad esa ilusión. 
Tenía pensado transitar otro abrazo, más no puedo continuar la narración, quiero seguir sintiendo ese abrazo con la misma intensidad que lo viví aquel día. Los recuerdos son tan vividos que necesito seguir saboreándolos. El otro se los debo.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Angelita

José Mario Lombardo

No podíamos mantener en el pueblo el salón donde por más de sesenta años había funcionado la imprenta de mi suegro Humberto.
Se vendió el local y tuvimos que desmantelar todos esos años de trabajo.
Allí, había máquinas de la imprenta. Dos planas, una Minerva, una guillotina mecánica, papeles, tintas, miles de tipos de imprenta de plomo y de madera. Gran cantidad de muebles, vitrinas, mesas, escritorios, útiles escolares, mapas, formularios, etcétera.
Entre todas esas cosas, había una mesa de tablero de pino y patas torneadas, con dos cajones laterales como las mesas de las antiguas cocinas de campo.
Mi primo insistió en que me llevara esa mesa, que los cajones el los había visto en alguna parte y que era una picardía entregarla por unos pocos pesos.
La mesa terminó en el comedor de una casa que tenemos en Funes. La lijé, la ajusté y le di una mano de laca con color oscuro para taparle las raspaduras del tiempo.
Una tarde, estábamos alrededor de la mesa y precisamente hablando de ella, de la mesa, llegamos a la conclusión de que esa mesa no era de la imprenta. Tampoco había estado en la casa de mis suegros.
Al final me acordé: era la mesa donde mi madre enseñaba corte y confección en el pueblo.
Mi madre confeccionaba ropa a medida, también vestidos de novia y, por las tardes, tenía varios turnos donde enseñaba “costura”.
En aquellos años de mil novecientos cincuenta y tantos, yo tenía por costumbre ir a la matiné del Cine Teatro “Español”. Siempre los días miércoles. Las funciones comenzaban a eso de las seis de la tarde, de modo que para las ocho yo ya estaba de regreso en casa.
A esa hora, los miércoles estaban en casa las alumnas que aprovechaban el turno que les permitía, después de haber salido del trabajo o antes de cocinar para la cena, aprender algo de los secretos de la costura, por una parte; y, por la otra, desgranar oscuros secretos de la vida del barrio.
Cuando yo llegaba, a eso de las ocho, acostumbraba sentarme bajo la mesa y desde allí contaba la película de la matiné. Allí, el curso dejaba de lado los chismes y seguía atentamente el relato de las aventuras. Era como aprender costura mientras veían cine: “El prisionero de Zenda”, “El halcón y la Flecha”, “Los inconquistables”, “A la hora señalada”, “Que verde era mi valle”, “El halcón Maltés”.
Y Angelita era la maestra, la profesora de corte y confección. Y era mi madre.
Por el año 1958, Angelita fue nombrada directora de la “Casa del Niño”. Allí, desarrolló una tarea de varios años cuidando de niños y niñas que necesitaban un hogar. Fue muy feliz en ese lugar.
Después, en 1960, nos trasladamos a otro pueblo cercano donde mi padre pudo cumplir su sueño de tener una farmacia propia.
Ella, a pesar de todo, prosiguió con su cargo hasta que la nombraron inspectora. Tenía como tarea recorrer los pueblos y visitar hogares donde pudiera haber problemas con los niños o niñas. Aún conservo un cuaderno de notas de esas visitas, una de ellas dice:
“Renovar subsidio”. Núcleo familiar: Padre, Luís. Madre, Rita Ester. Tres hijos: Luis (6), Leonora (5), Daniel (3). Vivienda prestada. Una pieza y cocina, cama matrimonial, una cama chica, ropero, mesas de luz, baño negro, bomba de mano, luz eléctrica. Se casaron hace siete años. Entrevista al padre: correcto, buen aspecto, ojos pardos. Esposa ausente, salud regular, ropas regular y escasas… veo deseo de querer mejorar y educar a sus hijos…”
Informe como estos se ven en 9 de Julio, Alsina (partido de Lincoln) y varios pueblos más. A esos informes luego los llevaba a la Dirección de Menores en La Plata.
Además, nunca dejó de estar presente en casa. Yo no sé cómo hacía.
Después, decidió dejar ese trabajo y se dedicó completamente a la tarea de la farmacia, la casa y el nuevo pueblo que siempre recordaré con mucho cariño.
Cuando falleció mi padre, Angelita se vino a vivir con nosotros. Cuidó sus nietos y cuando decidió despedirse, lo hizo de la misma manera con que vivió. Suavemente. Silenciosamente.
Entre sus papeles encontré unos versos que seguramente una compañera de trabajo, allá en la “Casa del Niño”, le habrá entregado el día de su despedida. Termino con ellos:

A la Inspectora
¿Quién con destreza y ternura
Guisa carnes y verduras
Que su marido devora?
La Inspectora.
¿Quién las recetas expende
Aunque nunca las encuentre
Entre Champús y glostoras?
La Inspectora.
¿Quién a Cacho y a Bochita
Les entalca la colita
Desde chicos y hasta ahora?
La Inspectora.
¿Quién vacuna a los infantes
Diligente y elegante
Como alegre ave canora?
La Inspectora.
¿Quién a través de la ruta
Con calores de gran p…
Concurre al Hogar que Adora?
La Inspectora.
Ante tanta maravilla
Que les doy a conocer
Preciso es reconocer
Una cosa muy sencilla:
Dos cosas no puede ser
Y debo decir ahora
Te regalo la Inspectora
¡Me quedo con la mujer!

Y todo por una mesa.

Plaza López

Ana María Rugari

¡Querida Plaza López de mi infancia! ¡Qué hermosos recuerdos tengo de ella!
Vivía en calle Pasco al 800 y la plaza ocupa media manzana. Está situada en calle Laprida entre avenida Pellegrini y el pasaje Alfonsina Storni, y hacia el este por calle Buenos Aires.
Me sitúo en 1950. Cuando los rayos del sol empezaban a calentar, es decir en septiembre u octubre, la plaza cobraba una nueva vida, sobre todo los domingos, que se escuchaban los distintos ritmos interpretado por la Banda Municipal. Por la mañana más temprano, alrededor de las diez, había concurso de dibujo y pintura. Nos entregaban hojas de papel blanco a cada uno de los chicos que interveníamos. Debíamos llevar nuestros lápices, gomas y pinturitas, y algo donde apoyar el papel. Nos daban dos horas para dibujar sobre la plaza, tanto podían ser árboles, la fuente grandiosa, el bebedero o los juegos. Las edades eran de entre cuatro a doce años. Luego, cuando terminábamos nuestros “cuadros”, los colgaban de una soguita que iba de árbol en árbol alrededor de la fuente y se los mantenía con palitos de la ropa. Lo que no recuerdo es si había premios, pero los cuadros se mantenían hasta bien entrada la tarde. Luego, cada uno retiraba el suyo.
En los días de semana, no bien terminadas las tareas, mamá nos llevaba a la plaza. Jugábamos con nuestros vecinos y nunca había discordia ni gritos. Recuerdo que los varones llevaban la lanchita Popof, que era de lata y de colores muy brillantes; y hacían carreras en la fuente. La lanchita se movía a vapor, pues se le prendía una velita que estaba dentro. Esta calentaba un cañito y hacía el ruidito po-pof po-pof y avanzaba. Algunas veces la velita se apagaba y se paraba en mitad de la fuente con gran decepción de su dueño. Con una rama la traían hasta el borde, volvían a prender la velita y aunque la carrera estaba perdida, la diversión seguía.
A la noche encendían la fuente y de las gargantas donde salía el agua. Esta era coloreada por las luces que tenían dentro. Los colores eran vivaces: rojo, azul y algunas quedaban blancas. El chorro del cáliz central era altísimo o a mí me lo parecía. ¡Era realmente hermoso!
En las noches de verano también tocaba la Banda Municipal. La plaza estaba iluminada con lámparas de un color amarillento. que no daba mucha luz y los filitos tenían un lugar acogedor. Muchas veces rompían con piedras las lámparas. Durante el día había dos guardianes, que caminaban o descansaban en los bancos, pero a la noche la plaza se quedaba sola, sin vigilancia.
Pasaron los años y he llevado a mis hijos a jugar al arenero o a la calesita, que antes no estaban. Recorrían con sus bicicletas por las veredas anchas y sin peligro.
Cuando camino por esas veredas bordeadas de árboles, añoro mi infancia y lo feliz que fui en mi Plaza López. 

martes, 30 de octubre de 2018

Nuestro sufrido profe de Física y Química


Patricia Pérez

Y cuando nos reunimos nos acordamos de aquella anécdota.
El colegio “Nuestra Señora del Huerto” fue evolucionando con el paso del tiempo; pero a fines de los 60, cuando yo hice la secundaria, todavía el uniforme consistía en una pollera plisada bien larga –medias tres cuarto o cancanes–, una camisa con corbata y un sombrero bombé de paño que parecía una pelela.
Con los años nos modernizamos y pasamos a usar una pollera más corta y de otro modelo. También nos permitieron llevar pantalones.
Los tiempos habían cambiado, al punto de que, tiempo después, una de las monjas dejó los hábitos y se casó.
Pero, por aquel entonces, estábamos en tercer año y teníamos el alboroto propio de los quince: los asaltos, los chicos del colegio de varones y los primeros noviazgos
Hasta ese momento nuestras profesoras eran todas mujeres. Pero, ¡oh, sorpresa!, en Física y Química nombraron a un hombre.
Todas las travesuras juntas se hicieron ese año.
El profe, así lo llamábamos, era bajo, no muy flaco y de grandes ojos azules. Para nosotras, Alain Delon. Claro, era el único hombre para todo un alumnado femenino y, pese a que no lo demostraba, seguramente lo intimidaba esa situación.
Ahora, a lo lejos, pienso cuánto habrá padecido ese pobre hombre por las cosas que le hicimos. Nosotras éramos terribles.
Nuestro salón estaba en la planta alta y el laboratorio quedaba en la baja. Para llegar, teníamos que atravesar el patio con ese hermoso pino, que hoy ya no está y supo de nuestros secretos
Allí, todo era diversión y siempre sucedía algo. Desaparecía algún tubo de ensayo o no se encontraban materiales. Y si bien la evocación de nuestro “Alain Delon” es lo que nos ocupa, también recuerdo algún que otro incidente con ranas disecadas. Por supuesto, todo provocado por nosotras.
Un buen día nuestro “Alain Delon” nos anunció que iba a tomar la prueba: fórmulas y fórmulas, que había que memorizar. Muy difícil.
Nuestro curso estaba compuesto por mujeres de catorce y quince años; pero también había un grupito de chicas mayores, repetidoras que venían de otra escuela y que estaban más avivadas que nosotras.
Una de las más grandes tuvo la original idea de hacer un machete y ponérselo bajo su media cancán.
Todas sabíamos lo que ella había hecho y nos intrigaba pensar cómo iba a reaccionar el profe, si la descubría.
El asunto era que solo la podía descubrir, si nuestra compañera se levantaba la pollera; y si eso ocurría, era porque él le estaba mirando las piernas.
Así, transcurrió el examen.
Pendientes de ese momento, todas pensábamos en las gotas de sudor derramadas por el profe de Física, ya que podía estar siendo cómplice de una trampa que no podía evitar.
Nuestra compañera “se copió” en las narices del profe, que nada pudo hacer.
Han pasado muchos años ya. Cuando nos reunimos, nos acordamos de esa anécdota y nos sentimos jóvenes otra vez.

miércoles, 17 de octubre de 2018

El beso

Mirta Prince

Hoy quisiera contar los recuerdos más vividos de mi existencia.
Transcurría la escuela secundaria. Bailecitos, encuentros, salidas, etcétera. Con uno de mis compañeros de curso habíamos empezado a encontrarnos en esos lugares cada vez con más asiduidad.
En una de las tantas veces caminábamos de regreso a casa. Sobre el cielo la luna nueva se miraba y su luz se espejaba en los pastos. Era una noche excepcional.
Por entre los árboles, las estrellas plateadas cual si fueran mariposas aparecían y desaparecían.
El barrio, tranquilo. Solo se escuchaba el paso del tren, con un tintineo vibrante, persistente.
Hasta que, promediando el camino, llegó el momento y próximos a un camión de hacienda nos dimos el primer beso.
Recuerdo que respirábamos el aire fresco de los fresnos mezclado con el olor flatulento de la jaula. Rápidamente nos corrimos, deteniéndonos en el centro de la vereda, precisamente en la esquina iluminada tenuemente.
Al darnos el beso quedé inerte, solo pensé ¿será real o prestado?, ¿existirán esos besos?
No me podía dormir y con aires de catedrática elaboré una conclusión, tomando nota:
Bueno. ¿Qué es un beso?
Un beso es el arte de presionar los labios.
Sensación de bienestar.
Romanticismo.
Alegría intensa.
Ritmo del corazón.
Respuesta hacia el amor… y, así, se me agotaron conceptos e ideas
El amor era muy importante para mí. He sido amada y también amé. Me casé joven, precisamente con mi compañero de secundaria. 
Pienso que el amor verdadero necesita libertad. Estimo que esa época tan remota y extraña, fue como un cuento donde suelo verme como una jovencita silenciosa y apasionada, en el recuerdo de una luz de sueño iniciado allá por los sesenta y algo, donde juntos formamos nuestra entrañable familia.

martes, 16 de octubre de 2018

Plaza López


Héctor Carrozzo

Esta plaza que está ubicada en el Barrio “República de la Sexta” se llamaba originariamente Plaza de las Carretas (1856) y es una de las más antiguas de la ciudad, por lo que fue testigo de hechos trascendentes de la ciudad. Entre ellos, fue mercado de frutos, hospital del Ejército en la Guerra del Paraguay, corral para la caballeriza del Ejército y posteriormente mercado de verduras. También de ella partió el primer tranway de la ciudad que unía la plaza con la Aduana, y de ella se elevó el primer globo aerostático en la ciudad. Alfonsina Storni vivió en esa zona.
Uno de los primeros recuerdos que tengo de ella se remonta a los años 50. La tía Emma vivía por la zona y nosotros la visitábamos frecuentemente. De allí recuerdo ir a pasar las tardecitas entre las hamacas, el tobogán y los otros juegos, que estaban ubicados en el parque arenero y esperaban a los pibes del barrio. Era el lugar de encuentro de los vecinos del lugar.
Un poco más adelante, a mediados de los 50, hacíamos navegar un pequeño velerito de juguete que nos prestaba la tía en la fuente ubicada en el centro de la misma. El paso de los años y la intransigencia la fue deteriorando; pero hoy, restaurada, la estatua luce esbelta su figura, aunque protegida por unas rejas que impiden el acceso de la gente a su entorno.
Luego, allá por el final de los años 60 vino la calesita que aún sigue juntando a los pibes en ese viaje imaginario en “Dumbo”, en el caballo blanco de San Martín o en ese auto que nunca ganó una carrera. Y la denodada lucha cuerpo a cuerpo por conseguir ese trofeo impagable, que era “la sortija” y que nos daba más que la posibilidad de otra vuelta. Nos daba “la gloria” de conseguirla.
Por mediados de los 60 y con la adolescencia efervescente, fue lugar de citas con nuestro “filitos” o novias. El ombú ubicado en la esquina de Laprida y la cortada era el lugar ideal por la poca iluminación y la frondosidad del ombú. En sus bancos nos acurrucábamos para “chapar” un poco.
Ya casados, es como que la historia se repite con hijos y nietos. Hoy, cuando salgo a caminar por el barrio termino sentado en los bancos ubicados sobre la avenida Pellegrini. Caminar entre sus frondosos árboles me recuerda aquellos tiempos de la infancia y la adolescencia.
La plaza fue, es y será siempre un pedazo de la vida de los vecinos del barrio. La plaza fue, es y será un pedazo de mi historia. Y de la historia de Rosario.

El beso


Carmen Gastaldi

Yo no podría hablar del beso como un hecho único.
El beso en sí consiste en presionar los labios de diversas formas, contra la superficie de distintas partes del cuerpo de otra persona.
No hay una sola forma de expresarse a través de un beso, porque el beso muchas veces surge de un arrebato y otras de un simple compromiso. Creo que hay besos inevitables y otros perfectamente evitables.
Generalmente, en el mundo, el beso es una manera de saludarse, no necesariamente demostrando afecto. Es un modismo, aceptado por la sociedad, que en oportunidades hasta resulta molesto.
Este sería ese beso social con el que no acuerdo, porque para mí el beso es algo íntimo que trata de expresar un sentimiento y no parte de un acto formal, que sí debo aceptar que existen.
Una vez dicho esto, para mí el beso no es casual. Es una necesidad de expresar los sentimientos más profundos. Muchas veces una necesidad inevitable.
De muy joven se trataba de experimentar, de comprobar en carne propia lo que otros y otras te contaban. Entonces, era esa inquietud de saber, de exponerse a esa situación para verificar qué se sentía. Nada. Varios chicos y nada. Después, la misma vida se encarga de enseñarte.
No recuerdo el primer beso de mamá porque era recién nacida, pero jamás olvidaré el último beso que posé en su rostro el día en que se fue. Los besos de mi Ita sobre mi llanto. Los de papá.
Recuerdo besos de despedidas y de reencuentros.
Besos… besos… besos…
El primer beso de Rolfi. Ese beso me sacudió el cuerpo y el alma. Fue mi esposo hasta hace poco que la vida se lo llevó. Casi cincuenta años de besos…
El primer beso en las caritas de nuestras niñas recién llegadas, compartido con el abrazo emocionado de mi esposo.
A los largo de esta vida ¡cuántos besos de alegría y de los otros! ¡Cuántos de bienvenida de mis nietos, cuántos de orgullo por sus progresos!
Para mí, constituyen una necesidad biológica como los “abrazos de oso”, que me permiten sostener contra mi cuerpo el de las personas que amo.
Sí, para mí el beso es cosa seria. Forma parte de mis sentimientos y en él siempre va parte de mi corazón.

El beso

Luis Molina

Claro, en una época donde gobernaban los militares todo era diferente, incluso el beso en una plaza, y sin olvidar la sociedad donde todo se veía y se catalogaba de otra manera: las chicas buenas no hablaban y/o hacían ciertas cosas. El intento de robar un beso era frenado con una mano extendida poniendo una distancia prudencial. Sobre todo si solo eras un filito o la compañía de un familiar de ella se encontraba a muy pocos pasos. Luego, con el tiempo y más experiencia, vinieron aquellos que solo fueron ocasionales, fruto de un encuentro furtivo que jamás dejaron huella.
Hasta el momento en que llegó aquel que sí fue de amor, que luego el matrimonio y los hijos fueron sepultando en la rutina, para luego tras la ruptura quedar olvidados. Hubo que seguir soñando con aquel que imaginamos era lo más.
Y hubo un día en que el dolor oscureció el futuro, ya perdidas las ilusiones y casi en el ocaso de la vida; Ocurrió…
Nació sin fe, como algo pasajero. Se fue gestando cada noche, en cada charla y en cada sueño a través de la web, para un día convertirse en realidad, una realidad nunca imaginada, sobre todo por el hecho de ser sexagenario y sin ilusiones.
Esa noche de verano con muchas décadas sobre los hombros se dio la oportunidad. Fue como el renacer del ave Fénix, abrir los ojos a una nueva esperanza con una sonrisa y el deseo de vivir, mirando hacia el mañana.
Y un día llegó aquel que fue el más recordado y duro, fue el beso del adiós; hubo muchos y cada uno dolió. 
Hoy a casi diez años prefiero recordar aquel que me devolvió la ilusión, a pesar de que en la vida me encontré con nuevos desafíos y muchos deseos de vivir. 

jueves, 11 de octubre de 2018

Mundo en mi infancia


Cristina Vogel

La foto, amarillenta en su blanco y negro, al lado de mi computadora, remonta mis pensamientos a vívidas y felices construcciones de mi infancia y adolescencia. Siempre esos mismos doce personajes: primos y amigos viviendo en un mismo edificio estilo inglés, cuyo diseño posibilitó el sinfín de divertimentos y creaciones, todos imborrables y gasoleros que no precisaron más que nuestra imaginación. Tan consolidado se fue gestando el grupo que ha ido resistiendo cualquier tempestad, lógica o muy disparatada, ocurrida en cada uno de nosotros a lo largo de tantos años. Vale aclarar que la vida hizo que fuéramos contando, dentro del grupo, con dos abogados, un médico, un ingeniero, un juez, una dueña de local de imprenta y una enfermera, quienes, con sus intervenciones, zafaron, de más de un problema y en más de una ocasión, a dos o tres de los doce personajes.
El edificio en cuestión, ubicado en pleno centro de la ciudad de Rosario, tiene la forma de una letra U (mucho tiempo después lo asociaría al abrazo, a una pinza de cangrejo). ¿Por qué? Por tanto que significó en mi formación desde la amistad, la creatividad, la sana diversión sin límites.
 En el medio de esta construcción, un gran patio común, con jardín y un banco largo a cada uno de sus costados.
Las casitas son ocho ubicadas en la planta baja y otras tantas en la alta. Por encima, la gran terraza para todas, repitiendo la letra U y a la que se accede por cuatro escaleras a través de cada uno de sus ángulos.
Este estilo de edificación, con su extenso patio jardín, comunicaba libremente al exterior. Mucho tiempo después, ya cuando ninguno de nosotros vivíamos allí, le fueron agregadas unas malditas altas rejas con portero eléctrico –ya las salidas y entradas necesitarían avisos, permisos–. Y nuestra historia no fue así.
A medida que llegábamos desde las diferentes escuelas primarias, unos a mediodía, otros por la tarde, siempre apurando el paso para llegar –más de uno ya esperaba en el jardín– y, a través de sonidos llamadores, que fueron códigos entre nosotros, ahí nos íbamos reuniendo.
Y decidíamos: o al escondite, a la popa, al ladrón y policía, juegos que, sin preveer la mínima intención, ya incluían un abrazo, un correr con las manos unidas, un esconderse juntos, acurrucados y en silencio.
Charlas sí, muchas, de preguntas, dudas, de ideas para abordar también entretenimientos por fuera del jardín, hacia la calle. Sobre cada plan, un tomo merecería su descripción. Solo voy a retrotraerme a uno en especial, en nuestros diez a doce años promedio: asaltos en la terraza. Algunas tardecitas, través de una radio “Spica” y un largo cable para enchufar en una de nuestras casas, contábamos con el elemento fundamental: la música.
 Sobre una mínima parte de bordes de la terraza, ubicábamos platitos que llenábamos con lo que cada uno conseguía de su heladera. Además, subíamos algunas botellas de agua, y ya teníamos armada nuestra fiesta.
 “Pity, pity, pity, amor de mi amor” y, a continuación, propagandas varias. Entonces, había que esperar para la siguiente canción. Aprovechábamos ese rato obligado para comer algo o para seguir enganchados de la cintura o de las manos, hablando como si no nos enteráramos de lo que disfrutábamos en esos momentos de algún mínimo contacto. Volvía la música. Máximo un roce que no sé si fue… tampoco sé si era que ocurría en cada canción de cada asalto ese acercamiento de mejillas, ese temblequeo de rodillas, la luna alumbrando la plenitud de lo máximo, eso sé que sí, eso estaba allí. La perturbación remitía a mí, cálida, por las noches.
Tantísimo tiempo transcurrí con y a partir de esas sensaciones. Es que fueron maravillosamente tatuadas por el calor que irradiábamos a través de nuestras mejillas, no por el contacto, tan solo por el muy cerca.
 Desarmábamos y bajábamos, dando por terminada la fiesta, pero ya con las imágenes y sensaciones sostenidas hasta el próximo asalto en la terraza.

¡Todo cambia!


Liliana Galli

A comienzos de 2017 retornamos a nuestras raíces,
Asumimos cambios, nada sigue igual, nos seguimos moviendo, experimentando, ha sido un año muy rico, con vivencias multicolores, enriquecedoras y siempre me sorprendo con cada paso que doy.
Mi vida desde niña ha sido en casas hasta este año, siempre con vecinos increíbles, con quienes logramos entablar amistades muy profundas, como si fueran familia. Pasan los años y seguimos en contacto.
Ahora, por primera vez, estoy viviendo en un edificio. ¡Toda una novedad! Son apartamentos monoambientes y de un dormitorio, donde predomina gente joven, fundamentalmente estudiantes. Los únicos viejitos somos nosotros. ¡Y estamos en una época que existen los WhatsApps! Por lo tanto, no puede faltar el WhatsApp del edificio. Este tiene sus ventajas y desventajas. Por suerte, no existe ningún tipo de reenvíos y solo se tratan temas referentes a la convivencia dentro del mismo.
Los temas tratados son muy variados: “Hoy encontramos pupú de perro dentro del ascensor, de acuerdo al estudio fotográfico del mismo, nos hace llegar a la conclusión se trata de un perrito pequeño”. El tema termina siendo detectivesco. Hay que saber quién es el dueño Por supuesto, nadie es y siempre sale el más pendejo a limpiarlo
Así siguen los días con distintos temas. Tales como: “Encontramos un moco o un chicle o una escupida, pegado en el espejo del ascensor”, “dejaron la puerta del frente abierta”, “se trancó la de Blindex”. En fin, los mensajes tienen casi siempre la misma tónica.
A pesar de esta temática aparece la contrapartida y la solidaridad se hace presente. “¿Quién necesita un colchón? lo voy a regalar”, “¿a quién le sirve un televisor, unas cornetas, un teclado? los regalo”. “Necesito una pinza”, “¿quién tiene un destornillador, un inflador de bicicleta, una sierra?”. “¿Alguien conoce quien instale aires?”. “¿Qué servicio de internet funciona mejor?”. “¿Cómo hago para instalar un lavarropas?”. “¿Quién tiene un cargador de celu, ¡el mío lo deje en lo de mi viejo!”.
“¿Quién tiene una balancita para pesar una torta?”. “¿Alguien puede ayudarme a subir una cuna?”. “Invité a almorzar a mi novio y solo tengo un cuchillo, ¿quién me presta uno por un ratito? “¿Tengo visitas y solo cuatro sillas, alguien tiene un par de banquitos que me preste por hoy. A las 10 pm?”. “¿Quién puede socorrerme?”, “invité amigos a comer pastas y se me olvido comprar el pan”. “Estoy antojada de torta de chocolate y me faltan tres huevos, ¿quién me presta, hasta que abran el súper, por fa?”. “¿Quién sabe pasar a la computadora una información de un pent drive?” “¿Quién me puede buscar una leche del bebé que dejé en el ascensor y llevársela a mi hermana?”. O a las 23, “¿quién tiene un pisa papa?”. Por supuesto, siempre aparece la mano solidaria, alguien sale a ayudar al necesitado. ¡Parece la vecindad del Chavo!
En una oportunidad, alguien notifica: “Por favor, si prenden el ventilador del ascensor, apáguenlo!”. Y, allí, surge toda una conversación. “¿Para qué lo prendieron?” Pues olía feo y salta otra, con voz asustada y pregunta: “¿A qué olía? No estoy en mi casa y me asusto”. Le responden: “¡Olía a peo!”. Ah, bueno; y, así, siguieron un buen rato con ese tema, parte en chiste parte en serio.
Más tarde el del sexto piso lanza la siguiente pregunta: “¿Quién vive en el 7 D?” No responde nadie y el del sexto acota: “¡Se me voló la cortina y me quedo enganchadísima!. Creo si trato desde el 8 puedo solucionarlo!”.
Hace unos días un muchacho puso: “Necesito por dos minutos a un hombre del edificio”. ¿Para qué un hombre? Bueno. Se develó el misterio: tenía dos sillas apiladas en la entrada del edificio y necesitaba ayuda para llevarlas al carro que lo tenía en la esquina. Allí mismo salió el Chapulín Colorado, alias el Rubencito, mi maridito, y le dio una mano.
Otro día surge una pregunta insólita: “¿Quién me puede prestar un baño un momentito?”. “¿Qué?. Tengo obreros trabajando en el mío.
Es interesante descubrir a través de WhatsApp la personalidad de los distintos integrantes del edificio. La verdad es fascinante, están los colgados, los que se enguerrinchan fácil, los que se creen conquistan el mundo y piensan liderar al grupo, los antiparabólicos, los tildados y finalmente los desocupados; y, de acuerdo a las distintas horas, encuentran un tema al que le dan vueltas y vueltas. Al fin, terminan apareciendo ciento veinte mensajes diciendo lo mismo de distintas maneras, porque la cuestión es opinar. Parece como si fuera un ovillo enroscado que no logra desenredarse, es como una maraña de opiniones vacías e inconclusas, y llega un punto que ni siquiera entienden lo que quiso decir el otro, y salen con una patada.
Allí, aparecen los que llegaron cansados y descargan con discusiones tontas, para luego terminar diciendo que “somos un grupo genial”. “¡Jejeje, nos queremos mucho!”. “¡Somos una gran familia!”. Jejeje, definitivamente es una nueva experiencia de convivencia. Seguimos aprendiendo,,,,,
Reconozco que en algunas oportunidades las discusiones se tornan tan intensas y sin sentido, lo que provoca salir corriendo. Muchos pueden pensar: “Apaga el celular. “. Mas tengo familia y amigos fuera, y es mi forma de estar conectados.
Por suerte aprendí una manera diferente de hacer callar al whatsapps del edificio, no se trata de ponerlo en silencio, ni apagarlo. Simplemente, cuando la situación se pone espesa, decido, usar el micrófono de manera contundente. ¡Lo puse a prueba un par de veces y funciono! Se cambió la tónica general.
Tengo días observando existen algunos personajes que son el detonante, el disparador de un ida y vuelta de no parar. Cuando esto sucede, comienzo a sentir dentro de mí una cosquilleo que va creciendo, las burbujas van juntando presión y ellas me hablan y me dicen: “¡Liliana, quédate quieta!, no hables, simplemente observa, detalla cómo se desarrollan los acontecimientos”. Mas, sin embargo, estas burbujas se vuelven locas… siguen su curso hacia arriba cada vez con mayor fuerza…me siento como si fuera una pava a punto de ebullición y la tapa comienza a brincar queriendo desbordarse. ¡Y es precisamente allí!, en ese instante, donde mi dedo se apodera del micrófono del WhatsApp, pidiendo disculpas, con tono diplomático, golpeadito, moderado, pero contundente zumbo cuatro cosas y, zazzzzz, se produce el silencio total, nadie más se anima a responder... ni opinar. ¡Bingo! Se estaba desvirtuando el sentido del grupo y la gente decidía retirarse, hacía falta ponerle el cascabel al gato y evitar un desmembramiento grupal. La verdad es que bien usado es práctico y se logran muchas soluciones.
A medida nos vamos conociendo, se va transformando también la tónica del grupo, sabemos con quién podemos contar para determinadas cosas y nos comunicamos de manera personal para los tópicos específicos. De esa manera descongestionamos el whatsapp grupal. Es cómico, a quien más recurren cuando necesitan algo, es a esta viejita loca que los pone en vereda cuando se apodera de un micrófono.