jueves, 29 de junio de 2017

Querida “258”

Fabiana Migoni

Allá por el año 1968 recién terminaba la educación inicial y mi mamá se alistaba para inscribirme en un colegio primario, buscando la mejor formación para mí, ya que ella no había tenido ni siquiera la posibilidad de estudiar.
Yo había terminado mi jardín de infantes y preescolar en un establecimiento público el número 98, “Magdalena Güemes”. La experiencia allí fue enriquecedora, porque con gran libertad y en un ambiente armónico y lleno de afecto pude descubrir habilidades que jamás pensé que tenía. Me costó mucho desprenderme de ese lugar.
Mi madre seguía averiguando dentro de barrio Echesortu, lugar donde residíamos, cuál era el colegio mejor catalogado para así anotarme. El que más la convenció fue el “San Miguel Arcángel”, institución católica y solo para señoritas. No me gustó mucho la idea, pero con tan escasos años mi opinión no contaba demasiado.
Había que ir uniformado como soldados para una guerra: camisita blanca con moño, pulóver, pollera y boina color gris, zapatos Guillermina negros y medias azules. Los pantalones, totalmente prohibidos.
Este nuevo ciclo no me entusiasmaba en absoluto, pensaba en el frio invierno con mis piernas al aire y se me congelaba el alma.
Ese no era mi sitio, pero debía respetar la decisión de los mayores, no me complacía ese gélido edificio tan perfecto y estructurado, no faltaba nada pero faltaba todo ante mi mirada. De acuerdo al estatus social que tenías, eras incluida o no. Todo era formación reglamentaria, había que asistir a misa los días establecidos, saludar al unísono con cuerpo erguido y tieso a todo el personal docente, monjas y sacerdotes. Éramos reclutas adoctrinándose en la milicia o, por lo menos, esa era mi sensación.
Cuando fui creciendo, fui notando más aun las diferencias que se hacían con los alumnos. No había un desarrollo educativo armónico, todo se aprendía bajo presión. Yo siempre observaba para ver si algo me agradaba, pero eso no sucedía. Tampoco nadie lo decía y muchas de mis compañeras sentían lo mismo que yo.
Ya cursando el último año de primaria, le hice saber a mis padres de mi incomodidad en ese espacio y mi firme propósito de arrancar la secundaria en una escuela pública. No los sedujo demasiado la idea, pero ante tanta insistencia aprobaron mi decisión y fue así como el ciclo secundario lo comencé en la escuela de enseñanza media número 258, que mucho tiempo después se llamaría “Soldados Argentinos”.
Cuando llegué por primera vez al establecimiento, me asombré del deterioro de su edificio. Yo venía de otra realidad, donde todo rondaba la perfección. El material de estudio, las aulas, todo era ideal, cosa que no sucedía en este colegio. Pero como dice Saint-Exupery “lo esencial es invisible a los ojos” y así fue, ediliciamente estaba dañado pero en su interior había un grupo humano que nos hacía sentir su afecto y compromiso para educarnos. Ahí me sentí libre, me moví como si fuera mi hogar, te dejaban pensar por supuesto cuidándote de las botas que no dejaban de rondar; pero era posible razonar con soltura, podías debatir, proyectar, dialogar con los docentes como si fueran familia. Aprender siempre es un proceso de construcción de saberes que interactúan con la realidad y gracias a todos el grupo de educadores de la escuela logramos aplicarlo. 
Fue una etapa magnifica e inolvidable, que reafirmó fuertemente mis convicciones en el apoyo definitivo a la escuela pública, donde aprendí y viví los mejores momentos de mi adolescencia. Allí, fui contenida cuando lo necesité, protegida e incentivada. Tan fuerte fue ese ciclo que gane amistades profundas de parte de compañeros y profesores con los que actualmente y casi de forma semanal no dejamos de reunirnos para celebrar, recordar y seguir disfrutando de habernos conocido en la querida “258”.

Cajita de los Recuerdos. El Yoli

Héctor Carrozzo

Nunca les hablé de mi familia y hoy voy a hablarles de ella. En este caso, quiero contarles sobre la mascota de nuestra infancia.
Nuestra familia estaba compuesta por mi padre don Héctor, mi madre Marta y cuatro hijos: Eduardo, Jorge, Marta y yo, el mayor.
Pero un día llegó el Yoli, el perro. Era un callejero, que fue aceptado por nuestro padre porque le pusimos el nombre de la mascota que él tuvo en su infancia.
Era un perro marca perro, mediano, color amarillo anaranjado, cuatro patas, cola haciendo juego, chinchudo y ¡que perro más alcahuete!
Todo el día estaba en el patio, subía a la terraza, ladraba a cuanto perro pasaba. En fin, una vida de perro normal.
Dormía en el dormitorio de mis padres en un cajón de madera. Cuando se rascaba retumbaba el cajón y hacía bastante ruido. Pero mi viejo encontró la solución que era tirar la alpargata cerca de él así dejaba de rascarse. Pero tenía dos “tiros” por lo que tenía que levantarse y recoger las municiones para el nuevo tiroteo. Cansado de eso fue que encontró la solución: ató una de las alpargatas con un hilo y la otra punta a la pata de la cama, de tal manera que tiraba y recogía sin levantarse varias veces en la noche.
Y era ¡alcahuete! y venía con alcoholímetro incorporado. Cuando llegábamos a la madrugada de alguna joda y con algo de más, el guacho ladraba y despertaba a los viejos. De tal manera, los viejos tenían control de nosotros.
Pero quien peor lo pasaba era mi primo Beto, que vivía con nosotros. Cuando pasaba para la pieza del fondo le tarasconeaba los tobillos.
Cuando murió a los trece años lo enterramos en el fondo de casa. Mi hermano más chico y mi primo le gritaban sobre la tumba del pobre perro: “¡Ladrá ahora!, ¡tarasconeame ahora!”.

Lo recuerdo con cariño ya que a mí no me trató tan mal y me dejó pasar alguna vez sin control.

Tango

Lidia Cieri

Raúl canta tango, interpreta el tango, siente el tango y te emociona con su hermosa voz. Eso comentábamos mi esposo, un matrimonio amigo (parientes de Raúl) y yo en un bar de la ciudad de San Lorenzo. En una de sus actuaciones nos enteramos que “Adiós Nonino” tenía letra. Hermosa letra de Eladia Blázquez. Mi esposo y yo nos estremecimos escuchándolo, porque recordamos a mi suegro italiano, que vino solito y joven a iniciar una vida mejor aquí, en América.
Cuento estas emociones, porque me traen el recuerdo de unas vacaciones con mis padres en las sierras de Córdoba. Yo tendría catorce años y nos alojábamos en una hostería, cuyos dueños eran porteños. Me parece verlos sirviendo las mesas con gran simpatía. Pero, almuerzo y cena con Julio Sosa; y yo, a esa edad, protestaba pidiendo música alegre y moderna.
“Escuchá, nena. Escuchá, la voz de “El varón del tango”. Escuchá esas letras”, me contestaban riéndose.
¡Cómo nos cambian los años! Hoy, en el invierno de la vida, me gusta escuchar tangos, me encanta ver bailar el tango y quisiera tener el coraje de aprender a bailarlo.

Esos sábados en San Lorenzo, después de escuchar a Raúl, Mario y yo volvemos a casa llenos de intensas emociones.

Aquéllos cines y películas que dejaron huellas

Haydee Sessarego

El cine nunca es arte. Es un trabajo de artesanía de primer orden a veces, de segundo o tercero las más.
Luchino Visconti


Apenas comenzado el encuentro de este año, pensé en que quería escribir acerca de cines y algunos filmes que marcaron mi infancia y un poco o bastante más.
Este relato se sitúa en Rosario y entre los años 1956, buena parte de los 70 y alguito de los tempranos 80.
De las cerca de sesenta salas que existieron desde la década del 30 o antes, solo un par sobreviven hasta la actualidad.
Algunos de mis primeros recuerdos se vinculan al famoso “Heraldo” (sito en San Martín entre Rioja y Córdoba), que se especializaba en dibujos animados, previa vista de noticieros nacionales (“Sucesos Argentinos”), internacionales(“Ufa”, el alemán) y documentales. ¡Cuánta belleza e inocencia vivida en ese cine!
Otro que ha quedado grabado en mis retinas es el cine “Córdoba”, situado donde hoy se erige la Galería “La Favorita”, al lado de la tienda que llevó ese nombre por décadas; es decir, calle Córdoba entre Sarmiento y Mitre. En dicha sala vi acompañada por mis padres y hermanos “Cinco monedas en la fuente”. Me conmovió más aún que cuando la escuché por radio en el “Radioteatro Lux”, imaginando cada escena y atenta a cada parlamento, como todas las películas que se grababan en castellano para las noches de sábado y para toda la familia. Esa nena que tanto impactó en mi psique infantil estaba afectada por la maldita polio. Tendría seis años o menos aún. El film, con género de comedia musical y el jazz como música principal fue rodado en principios de 1959, protagonizado por Dany Kaye, el gran músico Louis Amstrong y Bárbara Bel Geddes.
También recuerdo en el 56 una película que creo que se llamó “Después del silencio”. El argumento versaba sobre la famosa división de esos tiempos, entre peronismo y antiperonismo. Jamás olvidaré que se mostraban torturas con picana eléctrica y un protagonista envuelto luego en vendas por las quemaduras, situación que provocó un terror que nunca superé hacia todo lo que fuese infligir sufrimiento a seres vivos. Esa noche tuve pesadillas que pudo calmar la voz tranquilizadora de papá, al que llamé a puro grito y llanto. Detesté que mi madre nos haya llevado a presenciarla a los tres hermanos, se los reproché a ambos padres, ya de grandecita. Lo único que a la salida logró calmar mi angustia solo por un ratito, fue ir luego del cine al bar “25 de Mayo”. ¡Comimos “Carlito” con Bidú! También maníes con cáscaras, que tapizaban el piso de ese bar situado en la ochava noreste de Córdoba y Dorrego.
Entre las primeras películas a las que recuerdo que me dejaron ir con amiguitas, solas, sin adultos, fue: “Trapecio” con Burt Lancaster , Gina Lolobrigida y Tony Curtis. La vimos en el cine “Luxor”, que quedaba en Urquiza al 4500, en la ochava sudeste. Nuestros padres nos dieron barritas de chocolate para taza de las marcas “Nestlé” y “Águila”; y a quiénes les gustaba las acompañaban con pan. Sí, pan y chocolate. Fue toda una aventura, allá por los 56, 57, ya que había que ir por calle Tucumán hacia el oeste y pasar el “puente Lima”, que tanto conocíamos y queríamos los de “Barrio Jardín”.
Aquí va otra de esas salidas permitidas al cine por la tarde, solas. Creo que fue en 1961. Esa vez fuimos mi amiga y vecina Graciela y mi hermana Adriana al cine “Radar”, el segundo en número de plateas de Rosario, que se encontraba en Córdoba entre Sarmiento y Mitre, a ver la “cinta”, como decían las personas muy mayores, titulada “Cimarrón”. Su protagonista era Rod Hudson por quien las chicas y mujeres suspirábamos embelesadas. El título dice mucho del argumento de esa película de caballos, cowboys e indios.
 Aconteció que al llegar al cine no había lugar para esa función. Llamamos a ambos domicilios por teléfono público sin respuesta, ¡no había nadie en nuestras casas y las monedas no nos alcanzaban para más llamadas! ¿El motivo? Avisar que nos quedábamos hasta la próxima función. En ese entretiempo paseamos por la calle Córdoba, que todavía no era peatonal. Nunca imaginamos que era tan larga la película, cuestión que luego de abordar el único colectivo que nos llevaba, el 225, aparecimos en nuestros hogares a eso de las 22 de un domingo. Es de imaginarse que recibimos un gran reto.
Otras de esas incursiones sin mayores eran hacia el cine “Victoria”, que se encontraba en Cafferatta al 300 a una cuadra de la famosa tienda “La Buena Vista”.
Acompañando a mamá, entre muchas salidas del estilo, me acuerdo del cine “Rose Marie” en calle Entre Ríos entre Mendoza y 3 de febrero, donde se proyectaban filmes españoles. Allí, vimos “La Violetera” y “Marcelino Pan y Vino”. Reconozco que no eran las que más me gustaban.
También entra en esta reseña el estreno de la película animada de Disney “La Dama y el Vagabundo” a la que concurrimos mi hermano Charlie “nominado” en esa oportunidad para llevar a sus dos hermanas menores al “Broadway”(San Lorenzo entre Entre Ríos y Mitre, actualmente devenido en teatro). Ese dibujo animado fue un antes y un después en la filmografía de Walt, ya que dejó de lado los cuentos infantiles bastantes crueles y contó una historia muy tierna y con dibujos de vanguardia.
 Inmenso cariño despertó en mí “Polyana” de la que previamente había leído todos los libros pertenecientes a la colección “Billiken”. La pasaron en el “Palace” en Córdoba casi esquina Corrientes, donde hoy se levanta el comercio “Sports 78” y queda solo el arco de entrada al cine. Concurrimos con muchas ganas Adriana, mi hermana y yo, y salimos encantadas y emocionadas.
Entre muchas otras películas en el “Alvear” vimos “Ben-Hur”, con Charlton Heston como protagonista, y fue deslumbrante para esos tiempos por su despliegue en escenografía. Hubo varias más en el “Echesortu” cercano a la casa de mi abuela María y al que íbamos junto a mi prima Cristina, dos años mayor que yo, y ¡su novio! Ambos tenía trece añitos.
La lista podría llegar a saturar por lo que me parece más interesante mencionar algunas salas más, junto con filmes que hicieron época.
En mi memoria aparecen ya en los tempranos 70, el “Imperial” (Corrientes al 400), donde los miércoles proyectaban películas con directores de culto como Bergman, Fellini, Visconti, De Sica, Vittorio Gassman, Bertolucci, Manfedi, Trintignan, Roger Vadim, Truffau, Eisentein, Zefirelli, Costeau, Polansky, Costa Gravas, Jean Luc Godart, Renais, Fasbinder, por solo nombrar algunos, sin omitir por ejemplo al gran británico Charles Chaplin y varios estadounidenses. Como argentinos, destaco a Leonardo Favio, Hector Olivera, Sergio Renán, entre otros muy valiosos.
Un filme que sin dudas fue inolvidable por su calidad y taquilla fue “El Padrino”. La primera de la zaga tuvo a Marlon Brando como protagonista y una cortina musical inolvidable. Jamás hicimos una cola tan larga en el cine de mayor capacidad de espectadores, tres mil, de nuestra ciudad, el “Gran Rex”, en San Martín entre San Juan y Mendoza. Esa enorme fila tenía una longitud de al menos tres cuadras. Concurrimos dos parejas que terminamos sentados en el tercer piso y de costado como la única ubicación que quedaba libre. Hoy es un templo de pastores evangelistas como otros tantos.
Siento que necesario nombrar películas y cines que rememoro con inmensa nostalgia: en el ya mencionado “Imperial”, “Amarcord” (Fellini), que no hay evento vinculado al séptimo arte que no lleve como cortina el tema musical del filme, "Edipo Rey” en la misma sala, destacada por lo osado de la temática y la versión de su director, Pierre Paolo Passolini. Otras salas que cayeron bajo la piqueta enloquecida de la modernidad fueron: “Alvear”, hoy distribuidora de diarios y revistas “Taletti”; “Astral”, Rioja entre Maipú y San Martín; ”Bristol”, Maipú al 1100; “Empire” Corrientes al 800; y “El Nilo” Sarmiento al 1300, en cuya sala presenciamos, entre otras, la prohibidísima película sueca “Adorado John”.
Otro era el nunca olvidado “Arteón”en Sarmiento al 700, que para regocijo de muchos aún funciona como en su origen: cine-arte-debate. “El Cairo”, en Santa Fe entre Sarmiento y Mitre, que perdura a la trituradora y donde recuerdo haber disfrutado de memorables películas como “Cinema Paradiso”, “El Cartero”, “Splendor”; todas las de Scola y Tornatore, las del “destape español” en los ’80, entre muchas más. La lista resultaría muy larga y mi memoria me suele ser esquiva ante tanto dato preciso. Sobrevive, además, el “Monumental” que fue reconvertido en complejo de cuatro salas en la esquina de San Juan y San Martín.
El cine tenía además otros atractivos: encontrarse con el chico o chicaa que nos gustaba, ir con amigos, disfrutar de la peli y ¡llamar al bombonero para saborear maní con chocolate, chocolates y golosinas varias o el famoso palito o bombón helado de Noel o Laponia! Era un gustazo que, no siempre nos podíamos dar, porque los precios en la sala eran onerosos, por lo que cuando lo lográbamos lo valorábamos mucho.
Imposible no sentir ese olorcito tan típico que sabían a tapizados de butacas, alfombras, mezcladas con aroma a chocolate de las golosinas vendidas en el hall y dentro de las salas; y, para rematar, cuando salíamos el praliné recién hechito perfumaba la vereda. ¡ Cómo molestaba y me molesta hasta hoy el ruido de, por ejemplo, el papel celofán de los caramelos. Y los sonidos de butacas al sentarse cada espectador, las luces que comenzaban a empalidecer. Por fin la música de las primeras propagandas y la de cada productora de películas.
 Cada estudio tenía en Rosario sus representantes en calle San Luis al 800, frente a la Alianza Francesa a la que le correspondían una cadena de varias salas, por las que pasaban las películas desde su estreno hasta su bajada de cartelera y el costo de las entradas según las mismas se iba abaratando.
Más aquí en el tiempo en los ochenta, ochenta y pico llevaba a mis hijos al cine que funcionó los domingos en el Colegio de Escribanos (Córdoba entre Dorrego e Italia) con equipos de 16 milímetros, como también al del colegio “San José”, que funcionaba en el colegio del mismo nombre; es decir, en Presidente Roca y Salta.
Para mí y mis dos hijas mujeres fue de “religión” asistir el domingo previo a las vacaciones de invierno al estreno de Disney que se proyectaba en ese receso. ¡Nos encantaba ese programa invernal!
Como verdadero crimen es para destacar que muchas salas fueron obras arquitectónicas con estilos muy bellos, que se debieron preservar como patrimonio histórico de nuestra ciudad.
De más está decir que solamente un par de cines poseían aire acondicionado y calefacción según la estación. ¿Si pasábamos calorones y fríos? Sí, pero nada nos detenía. En invierno estábamos súper abrigados y en verano nos ubicábamos cerca de los ventiladores laterales inmensos y usábamos los programas impresos en papel o una pantallita para darnos aire.
Tampoco quiero obviar los cines de barrios. Cada barrio tuvo sus salas que le daba la impronta propia de tiempos pretéritos: en la zona norte el “Alberdi”, el “Borneo”, el “Ocean”, “Carrasco”, “Perpetuo Socorro” y “Lumiere” como los que perduraron hasta tiempos más cercanos a mi vida. En zona oeste: “Luxor”, “Victoria”, “Echesortu”, “Mendoza” y “Godoy”. En la zona sur se destacaron el “América”, “Astoria”, “Diana” y “Tiro Suizo”. De ellos solo perdura, en algunos casos, el letrero con el nombre impreso sobre fachadas que son de otros rubros o en el mejor de los casos un retazo exterior de lo que fueron.
Ir al cine significaba un programón que decía mucho de décadas ya pasadas. Hoy sigue siendo un bello programa, pero en un contexto muy diferente. Se construyeron complejos en los diferentes shoppings y solamente perviven como salas independientes: “Arteón”, “El Cairo” y El “Lumiere” en Arroyito, que depende de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad.
 De las cerca de sesenta salas que se construyeron desde los 30 y más adelante solo perviven apenas más de un par. En mayor número las terminaron como templos evangélicos, comercios estilo supermercados, cocheras o edificios.
Mis cines son un recuerdo colmados de memoria, remembranzas y mucha nostalgia por los tiempos idos, pero sin desvalorizar ni desconocer los nuevos formatos para saborear las producciones que día a día nos brindan las nuevas plataformas. Aquí, en mi caso, aplico el siempre recordado principio químico: “nada se pierde, todo se transforma”. Sí, los edificios ya no existen, pero el alma del cine la podemos recrear en diferentes “envases”, que nos ofrece de modo gratuito internet.

No olvidemos lo que vivimos en esos sitios plenos de vidas de fantasía y público real, pero sepamos que no derrotaron el contenido, eso ¡vale oro!

lunes, 12 de junio de 2017

Hace cincuenta años

Susana Olivera

Después de los cuarenta años, la cara la tenemos
en la nuca mirando desesperadamente hacia atrás.
Julio Cortázar

Parece mentira cómo el tiempo borra algunos detalles y resalta otros. Cómo el camino de la nostalgia impone sus designios. Cómo el corazón y la mente tratan de imponer su razón. Cómo unos instantes de ternura no se borran nunca.
Recuerdo que compré un inmenso ramo de gladiolos rosados y los puse encima de la mesita labrada en un florero blanco de cerámica. Recuerdo a papá vestido con traje y corbata. Recuerdo a mis hermanos menores tomando todo a broma y robándose los bombones que yo había distribuido cuidadosamente en una caramelera de cristal. Recuerdo a mamá hablando sin parar, mientras preparaba las copitas de jerez y sándwiches de miga pequeñitos para que fueran fáciles de comer.
Recuerdo a Jorge, mi novio, llegando muy puntual y muy serio con dos botellas de vino en una caja (caja que aun conservo) para regalar a mis padres.
Era la primera vez que venía a casa.
Yo no podía parar de reír, me parecía muy gracioso el nerviosismo de todos, de papá que decía:
Y si quiere hablar conmigo a solas, ¿qué le pregunto? ¿Le digo “cuáles son sus intenciones, joven”?
Ni se te ocurra, papá. Hablen de cualquier cosa. Él no se quiere casar mañana. Solo quiere conocerlos a ustedes.
Escuchame, ¿va a venir todos los días a casa y uno va a tener que estar vestido como para un cumpleaños?- ese era Pepe, mi hermano más chico, de doce años.
Yo voy a hablar claro con él. Acá, a comer todos los días, no- Carlitos, el más cercano a mi edad.
Chicos, basta. No molesten a su hermana. Viene el novio, porque quiere conocer a la familia. A todos. A ustedes también. Y ¡basta de comerse las cosas que están preparadas!

Mamá estaba hermosa, con una blusa blanca con un moño atado a la barbilla y yo me reía y me reía, probablemente de nervios. Creo que de felicidad. Habíamos conversado largamente las dos sobre dónde lo recibiríamos, si en el comedor o en el vestíbulo donde estaban los sillones. Uno de dos cuerpos y otros dos más pequeños. Finalmente, habíamos acordado que yo me sentaba con él en el más grande y papá y mamá en los otros dos. Los chicos saludarían y se irían a su habitación. Y, después, pasaríamos al comedor donde estaría el refrigerio. No sería cena. Simplemente algo para convidarlo.
¿Nosotros no podemos comer también cuando pasen al comedor? Pero, ¿quién se creen que es este tipo? ¿El duque de Edimburgo?
¡Timbre! Paren, paren, yo lo recibo. Yo abro. Y le hago una reverencia.
Y yo, la venia en posición de firme y choco los talones…
No, señor, le abre su hermana. Y ustedes se van adentro para que primero nos salude a nosotros… Carlos, vos sentate.
Esperá, mamá- dije yo. Primero enciendo la lámpara de la mesita… Chicos, desaparezcan.
Ayyyy, tengo que ir al baño… no me llamen hasta que haya terminado. ¿Le digo, cuando me llamen, lo que fui a hacer al baño?- Pepe otra vez.
Te voy a matar…
Susana, abrí de una vez y dejen de pelear.

Las cosas no salieron como la habíamos planeado con mamá. Uno de mis hermanos se cayó (o se tiró) cuando los llamamos y arrasó con los bombones; mi padre agradeció el vino y dijo que su preferido era el tinto, porque se creyó que el vino regalado era tinto, pero el vino era blanco. Y mi hermano que había ido al baño tiró la cadena (el baño tenía cadena para descargar el agua) como veinte veces cosa que se sintió perfectamente desde donde estábamos y apareció muy sonriente, mientras los demás se morían de la risa. Trataba de explicar por qué había tenido que tirar tanta agua. Mamá, desesperada para que se callase.
Jorge, mirando a uno y a otro sin entender demasiado…

Me parece mentira todo este recuerdo. Recuerdo de hace más de cincuenta años. Me llenan de ternura tanto mi familia como Jorge con su regalo. Me enternecen las formalidades de entonces: pedir permiso para visitarme, que mis padres le dijeran que dos veces por semana; también los domingos, si queríamos ir al cine pero respetando el horario de regreso. Mis hermanos alborotando y haciendo que todo fuera más sencillo.

Y los comentarios cuando Jorge se fue:
Tiene un bigotito ridículo… parece una carrera de hormigas arriba de la boca- ese fue uno de mis hermanos
Es un plomo ese tipo -otro.
Es una monada- dijo mamá haciendo callar a todos. Basta ya. 
Yo no tengo ningún apuro para que mi hija se case… Papá querido.

Recuerdos de mi infancia. Aprender a leer

Ana Ratti

Mi infancia se desarrolló en los alrededores de la conocida plaza Sarmiento. Nací en la maternidad “Santa María”, que en aquel entonces estaba emplazada en las calles 9 de julio y Paraguay. La casa de mis abuelos maternos estaba por la Paraguay, hasta hace un tiempo seguía allí. Cuando pasaba me encontraba con el lugar de mi primera infancia, como referente tan importante, me veía trasladándome en el tiempo, jugando en la vereda con mis amiguitos del barrio: saltando la soga, jugando a la rayuela o andando en bici. La demolieron y con ella los recuerdos quedaron en mi mente, pues al cambiar la fachada por un importante centro comercial, desapareció mi escenario infantil. Concurrí desde jardín hasta quinto año con mis estudios como Maestra Normal Nacional a la escuela Normal número 1 “Dr. Nicolás Avellaneda”, un ícono de la época en educación. Cuando uno es pequeño ve todo más grande y el edificio era para mí imponente y su interior ni decir. Desde los 5 hasta los 18 años, este lugar marcó momentos muy importantes, que por su intensidad, aún sigo recordando. Mi contacto con el aprendizaje de la lectura no tuvo un momento preciso, fue un proceso. Recuerdo los libros “Upa”, “Mañana de sol”, “Ruta gloriosa”. Pasar al frente de la clase para leer era todo un acontecimiento. Debíamos pararnos derechas, tomando el libro con la mano izquierda, para pasar la hoja con la otra y el libro no debía tapar la cara, consignas que luego apliqué en mi práctica docente. Recuerdo una tarea para afianzar la lectura: anotar las faltas de ortografía que veíamos en carteles manuscritos de negocios o carros, para luego comentarlas en clase. Los libros, a medida que fui creciendo, fueron mis mejores amigos. Siendo hija única, no jugaba demasiado en la casa, y mi actividad estaba relacionada con el estudio. A mi padre le gustaba mucho leer y escribir, y todavía conservo sus últimos escritos reflexivos y profundos. Los libros que recuerdo que me acompañaron, ya mayor, fueron: “Azabache”, “Mujercitas”, “Polyana”, “Mi pequeño lord” y las poesías de Gustavo Adolfo Becker. En un altillo que había en mi casa, muchos libros de páginas amarillas, que eran motivo de mi curiosidad. Siempre había libros en casa, viejos, nuevos, grandes, pequeños. Para mí eran muy importantes y los consideraba mis amigos. Concurría a la biblioteca “Eudoro Díaz”, que también estaba cerca de casa. Pero lo que más me apasionó en esta etapa de mi vida, los años 60, fue el cine. Los domingos íbamos con mis padres a “El Nilo”, caminando, pues quedaba cerca de mi casa. Tres películas proyectaban y además el noticiero “Sucesos Argentinos”. Yo levantaba la butaca para ver mejor, ya que la altura nunca fue mi fuerte; y la lectura de los subtítulos era todo un desafío y allí practicaba el gusto por ella. Mis abuelos me llevaban al cine “Rosemary”, donde pasaban películas españolas, porque mi abuelo era andaluz. Así, mi infancia transitaba por la misma zona: escuela, biblioteca, cines, plaza, cuya fuente tenía construido en el borde cuatro patos a los cuales subirse e imaginar nadar con ellos era toda una hazaña. Con el tiempo los sacaron de la fuente y en la actualidad ya no tiene el mismo aspecto. ¡Ah! No puedo dejar de mencionar una churrería a una cuadra del cine, que era visita obligada después de la función. El gusto por el cine me sigue acompañando más que los libros y se transformó en un gran compañero en esta etapa de mi vida. En la actualidad observo a mi nieta mayor con un gusto especial por los libros y la lectura. Posiblemente, se esté despertando la inclinación familiar. 

Historia joven

Susana Olivera

Tum tum tum. Golpes con el puño cerrado en la puerta del consultorio del doctor Ferretti, un traumatólogo.
—Es mi turno, doctor. No el de esa señora.
¿Cómo es su nombre?
Juan Castagna.
No, todavía no le toca. Ya lo voy a llamar.

El Sanatorio Plaza atiende afiliados a Pami. Yo estaba esperando mi turno en medio de una multitud de silenciosos pacientes en un día de calor agobiante. La “refrigeración” de la sala de espera consistía en un ventilador de techo que apenas movía sus aspas; es decir, no daba nada de viento. Juan –el único verborrágico– estaba indignado.
¿Usted que turno tiene?- me preguntó casi a los gritos.
El tres- le respondí.
No puede ser. Yo tenía el dos y entró una señora, usted no tiene el tres.
Puedo estar equivocada-dije. Es que lo pedí por teléfono. Puedo haber escuchado mal.

Intervinieron otros pacientes quejándose sobre la atención telefónica de “Turnos”.
Ah, señora, tuvo suerte. Yo estuve más de media hora para lograr llegar a “Turnos”… “Para Radiología marque 1… para Ecografías marque 2… para Cardiología marque 3” y un montón de especialidades más. Cuando terminó dijo que “aguarde y será atendido por una operadora.” Pero no me atendieron nunca. Volvieron a repetir toda la historia… Para Radiología marque 1… Para Ecografías...
A mí me pasó lo mismo. Estuve más de una hora prendida al teléfono con lo que cuestan las llamadas…
Yo vine personalmente –volvió a participar Juan–, me molesté en venir personalmente y me dijeron que mi turno era el “dos” y entró otra persona… Si usted tiene el tres, quiere decir que a mí no me llama, la llama a usted. No soy el próximo.
Mire, me puedo equivocar- dije.
Ah, no, yo le pregunto…

Tum tum tum- golpea con increíble fuerza.
¿Señor?
Yo tengo el turno dos y entró una mujer. Me tocaba a mí.
No, mire. Ya le dije que no estaba usted. Voy a poner la planilla en la puerta para que puedan saber cuándo les toca…
El médico “pacientemente” pega la hoja con cinta transparente en la puerta de su consultorio.
¡No! No puede ser. ¡Me toca el doce!
A lo mejor escuchó mal- le dije. Es fácil confundirse.
No señora. Yo escuché perfectamente. Es que son todos unos sinvergüenzas. Seguro que me cambiaron el turno. Ah no. Yo me voy a Administración a quejarme.

El hombre se dirigió al ascensor y, mientras esperaba, explicaba a quién lo quería escuchar lo que le había ocurrido.
Llegó mi turno, debí hacerme un estudio en el consultorio de al lado por lo que me quedé en el lugar.
Pasó más de una hora; le tocó el turno a Juan; el médico lo llamó e insistió varias veces; porque ya lo había visto. Juan Castagna había desaparecido…

No lo vi llegar, pero escuché su charla. Algún comedido le explicó que ya lo habían llamado…
¿Cómo tardó tanto?- le preguntaron.
Ah, ¿tardé mucho? Es que estaba fresquito en la Administración. Me quedé un rato. Había asientos desocupados. Tienen aire acondicionado esos sinvergüenzas. A nosotros que nos parta un rayo. Ellos son nuestros empleados. Nosotros le pagamos el sueldo. Así que me quedé un rato. Que el médico me atienda ahora.
Tum tum tum- golpea otra vez
¡Señor Castagna!- dijo el médico. Ya lo llamé y usted no estaba. Va a tener que esperar hasta que atienda al último paciente…
Pero… pero, ¿usted sabe quién soy yo?
¿Cómo no? Es el señor Castagna. Espere. Espere su turno.
El médico cerró la puerta y Juan se quedó indignado hablando con todos y a los gritos…

Es una historia de hoy mismo. Es una historia actual de lo que suele pasar con los adultos mayores y con los médicos que los atienden. Es una historia “joven”. Nada que ver Borges en este caso y sus “grietas del obstinado olvido”.
Así es. Esta es una historia joven. Recuerdo cuando yo tenía cinco o seis años que venía el médico a casa, el doctor Celoria y atendía a todos, a nosotros, los chicos y recetaba tónicos, vahos, gárgaras, reposo, una enemita, agua mineral y té negro. Y de paso también algún Geniol para los dolores de huesos de mamá.

Era el médico de la familia. 

Otras costumbres I

Ana María Miquel

Por momentos, el tren se deslizaba pesaroso rodeando una colina o subiendo otra. Mientras, saboreaba un café con leche en un vaso de vidrio dentro de un sujetador de metal para no quemarse las manos y que la infusión se mantuviera caliente. Tenía en realce la figura de un tren y algunas fechas. En ese camarote de primera revestido en madera y con tapizado en cuero rojo, me sentía en otro mundo, en otra cultura. Y, por supuesto, protagonista de alguna película de la Segunda Guerra y pensando que en cualquier momento subirían los alemanes.
Nada de eso ocurriría. Estábamos en los comienzos de la primavera en el hemisferio norte en el 2017, avanzando sobre las colinas de Ucrania para llegar a la ciudad de Ternopil.
Cuando mi hijo me dijo: “Traé abrigo que iremos a un lugar distinto”. Nunca me imaginé que realizaríamos semejante viaje: turismo aventura.
La propuesta era llegar nosotros dos al pueblo de donde había partido la abuela Eugenia para arribar a Argentina allá por el 38. El lugar donde ella nació pertenecía a Polonia; pero después de la guerra pasó a ser territorio ucraniano y quedó tras el muro de Berlín. En consecuencia, nuestro itinerario sería: Moscú, Polonia y Ucrania.
Además de Guillermo y yo, viajaba con nosotros Anastasia. Una amiga ucraniana de mi hijo. Ya que donde íbamos nadie hablaba inglés. Entre Guillermo y Anastasia habían organizado el viaje y también se habían comunicado con la familia que quedaba allá de la abuela Eugenia. La dueña de casa junto a sus dos hermanas, son primas hermanas de mi marido.
La cuestión que habiendo llegado a la estación de trenes de Ternopil, nos tomamos un taxi para llegar a la casa o granja donde vivían los familiares que buscábamos. Después de media hora de marcha y habiéndose comunicado por celulares con la familia, el chofer llegó al lugar indicado ya que estaban esperándonos en la puerta.
Seguimos remontando colinas y sobre una de ellas había una casa rodeada de campo y gente en la puerta. Cuando bajamos del coche, nos sentimos rodeados y abrazados con todo cariño por un grupo de personas tan sonrientes y contentos, como si nos conocieran de toda la vida. La voz cantante de la casa, Vera, me dio tres besos junto a un abrazo de oso y puso en mis manos un ramo de rosas rojas y otras flores blancas.
Nos hicieron pasar a la casa que daba la impresión de ser dos construcciones, una vieja y otra más nueva. Por supuesto nos llevaron a la nueva. Para entrar subimos unos cinco o seis escalones y entramos a un porche con una ancha arcada, otra puerta cerrada de doble hoja y una gran alfombra. A medida que iban entrando vimos cómo se quedaron mirando nuestros pies. Ya habían abierto la puerta de doble hoja y estaban entrando a la casa. Anastasia nos dio la indicación de que debíamos sacarnos los zapatos y entrar descalzos. Pensé: “Aquí me enfermo”. Pero enseguida nos alcanzaron una bolsa muy bonita con chinelas nuevas.
Atravesamos dos o tres grandes puertas, hasta llegar a una tercera que abrió Vera y como por arte de magia apareció la mesa más colorida y más provista de manjares que me pudiera imaginar. También con flores en el centro. Los platos estaban distribuidos según los colores: pescados enteros (con cabeza y cola) en un tono amarronado, fuentes con fiambres ahumados, otras con rodajas de pan con distintas coberturas como si fueran canapés. Distintos tipos de encurtidos y ensaladas. Platos con pimientos rojos cortados en tiras, apio, ciboulette verde intenso. Otros con naranjas, manzanas y bananas también peladas y cortadas. Paneras con distintos tipos de pan. Buñuelos que parecían de acelga, pero que eran de hígado. Gelatina hecha de conejo y cerdo. Trozos de carnes fritas.
Frente a cada comensal había lo que sería un platito de postre y arriba de él un vasito de vidrio grueso con un tenedor envuelto en una servilleta de papel. No debo olvidarme de las bandejas con chocolates sobre el aparador.
En un costado de la mesa, una de las cosas más importantes las bebidas: champaña, vino tinto hecho en la casa, una gaseosa y el infaltable: vodka.
                         (esta historia continúa)

jueves, 8 de junio de 2017

El Negro, junto a Violeta, saltando de nube en nube

Fabiana Migoni

Él era tremendo, pero tan brillante y creativo, con esa imaginación especial que no solo movilizaba su propia fantasía, si no que lograba que la sintiéramos todos y voláramos en cada juego. Su nombre era Adrián para mí el “Negro”, mi primo; y junto a Sandra, la “sobrehuesos”, como la apodábamos, flaca y huesuda por donde se viera, también prima de ambos, conseguían hacer mis tardes infantiles más divertidas, apasionadas y vibrantes. Lo de negro era por ser el más oscurito de los tres, haciendo honor a los potentes rasgos heredados de nuestros ancestros árabes.
Yo era la más pequeña y, por supuesto, ellos dos, picarones y traviesos, aprovechaban la ventaja de ser mayores y en ocasiones ejercían un poco de poder sobre mí. Igual, aunque por momentos me enojara, todo era bello junto a ellos, siempre había desafíos, alegría y recreos.
El Negro siempre con “Violeta”, su rana imaginaria, a cuestas. Mantenía largos diálogos y le hacía hacer piruetas, y nosotras dos fascinadas por esa relación fantástica la veíamos tan real y tangible, que formaba parte de cada tarde de diversión. Rayuela, competencias de bolitas, el rin raje, poli ladrón, adivinanzas matemáticas, recorridas por alguna huerta vecina para sacar a escondidas algunas naranjas y hacernos una panzada, formaban parte de algunos de nuestros entretenimientos y cuando nos relajábamos escuchábamos atentas los fabulosos relatos de él, seducidas por el escenario novelesco que plantaba en cada cuento y hacía que lo irreal se vuelva verdadero.
En verano no faltábamos al club “El Luchador”. Ellos dos eran eximios nadadores; yo, solo una más del montón; pero a mí eso no me importaba. En las competencias siempre salían primeros y él siempre se destacaba en todo lo que hacía, sobre todo cuando jugaba ajedrez, avezado en cuan juego de mesa o estrategias se presentara y su debilidad: la investigación de las armas, el tiro: su deporte favorito.
Yo no tenía hermanos ni los tuve; pero ellos cubrían con excelencia ese faltante en mi vida. Siempre estaba adherida a ambos como mosca sobre la miel, nada impedía estar pegoteados, ni siquiera la hepatitis que contrajeron cuando tenían once años. Durante cuarenta días estuve visitándolos y compartiendo lecturas de historietas o mirando dibujitos bien ligada a cada cama. Se ve que el amor funcionó de coraza protectora y jamás me contagié.
Fuimos creciendo y en la adolescencia compartíamos menos tiempo juntos por las obligaciones escolares, con Sandra me veía a diario porque asistíamos al mismo colegio. El Negro se había ido al “Superior de comercio” y solo lo visitábamos dos o tres veces a la semana, cuando íbamos a merendar a su casa para tomar ese exquisito café con buñuelos y tostadas o algún sábado o domingo a mediodía para comer “las torrejas de nada”, que nuestra tía Irma preparaba y les daba ese nombre. Ella era su mamá.
Era una época brava para todos los que estudiábamos, época del “Proceso”. Pensar diferente era sinónimo de ser revolucionario o subversivo y allá por mediados del 76, si mal no recuerdo, “lo chuparon”, como decíamos, a él y a muchos más. Solo tenía 17 años. En esa redada muchos perdieron la vida, los ejecutaron por solo tener otras ideas o por luchar por el medio boleto estudiantil. A él no le quitaron la vida, le robaron el alma; pero jamás pudieron despojarlo de sus ideales ni arrebatarle esa enciclopedia ilustrada que tenía en su cabeza, siguió siendo un iluminado.
Pasó tres años en la cárcel de Coronda, la causa de detención: ninguna; así es, y no se sorprendan “detenido sin causa alguna”, casi todos los presos políticos estaban arrestados bajo esa condición.
Además de extrañarlo y no poder verlo con frecuencia, muchos de sus parientes cercanos fueron visitados de forma violenta y despótica por grupos militares requisando las propiedades para lograr obtener material subversivo o algo que lo comprometiera de alguna forma. Solo mi casa se salvó de semejante abuso de autoridad.
El Negro se salvó de la muerte; pero quedo marcado para toda la vida, que no fue tan larga porque hoy no está más entre nosotros. Buscó otro calabozo, uno en donde pudiera aplicar todas sus genialidades con libertad: su casa. Igual, tuvo dos enemigos que le quitaron la vida: la comida y el sedentarismo.
Ya no nos veíamos tanto, lo visitábamos esporádicamente, él no se movía de su morada y en cada encuentro con mates amargos bien calientes y medialunas de por medio seguíamos escuchando deslumbradas sus exposiciones magnificas, como cuando éramos pequeñas. Reíamos recordando viejas anécdotas o travesuras, él y yo habíamos perdido nuestros padres y siempre me decía que ahora no nos juntábamos como primos sino como huerfanitos. Era en vano retarlo para que cuidara su salud, ya que siempre evadía nuestro discurso llevando la conversación para donde quería.
Se encerró en su jaula de ciencias, tecnología, escritos sobre armas para una revista española que lo tenía contratado como investigador; solo la instrucción en el tiro lograba que rompiera los barrotes de esta celda de cristal dos veces a la semana para enseñar en el club en donde tenía una escuela de ese deporte, el Tiro Federal de Rosario. No lo conocían por el Negro, le decían como a él le gustaba que lo llamara Adrián “Tomate” De Rosa. 
El Negro, Tomatito De Rosa, sigue vivo en el corazón y el pensamiento de muchos que lo amaban, para mí no ha muerto, solo está de paseo junto a Violeta saltando de nube en nube.

La bicicleta

Hugo Romano

Dicen que para los regalos hay que esperar el cumpleaños, el Papá Noel y los Reyes Magos.
¡Qué macana los que nacieron el 24 de diciembre o el 6 de enero! De partida, ya se perdieron un tercio de sus posibilidades.
Otra cosa, ¿saben por qué se le llama Papá Noel? Muy simple, porque los regalos te los hace Papá y no él.
Las mamás no se sientan discriminadas, porque yo no fui el de la creación de Papá Noel ni de los Reyes Magos, todos, hombrecitos. Se ve que la discriminación viene de tiempos inmemoriales.
Resulta que en mi casa solo se festejaban los Reyes Magos. Le poníamos pastito y agua para los camellos, y los zapatitos ordenados para que ellos decidieran a cuál se le ponía cada regalo.
Recuerdo que una vez me regalaron un juego de palas y rastrillos; y, por la escalera del patio que iba a la terraza, desparramaron restos de pasto y charcos de aguas.
También recuerdo que un 5 de enero vino a cenar una pareja de amigos de mis padres y me decían: “Andá a dormir que mañana llegan los reyes y si estás despierto, no vienen”. Pero yo los quería ver en persona y aguanté hasta muy tarde. Me acostaron, pero seguía despierto mirando hacia la claraboya de la puerta. Esas puertas altísimas, con claraboyas, que se abrían en verano para que entrara un poco de aire fresco de la noche y se cerraban en invierno para que no pasara lo mismo. Veía que era la única abertura por donde podrían entrar y así me quede dormido.
Siempre me gustó la bicicleta. Cuando era muy chico tenía una con ruedas macizas de color rojo; pero cuando fui creciendo quería una grande.
Al negocio de mis padres acudían, por supuesto, clientes y a uno le decían “El Caña” por lo delgado. Llegaba siempre en bicicleta. Yo, en una oportunidad sin pedírsela, la tomé “prestada”. Él no me había visto. Ponía una pierna dentro del cuadro, porque a los asientos no llegaba y, así, andaba toda la vuelta manzana.
Sale del almacén y la bici no estaba. La cara se le desdibujó y en voz alta dice: “Arturo (mi padre) me robaron la bici”. Todos en la puerta preguntando si vieron algo, nadie había visto nada y allí aparezco yo doblando la esquina muy tranquilo.
Ay Chunguito, me la hubieses pedido.
Pero si siempre me la prestás.
Sí, pero avísame, casi me da un infarto.
Entre el infarto y el placer de andar en una bici rodado 28, volvería sin dudas a elegir esta última oportunidad.
Casi todos tenían bici rodado 28 en la cuadra, pero yo no. Las pedía o las usurpaba y era como tocar el cielo con las manos.
Frente a casa vivía Pedro, un señor que fabricaba marcos de madera para enmarcar cuadros. También pintaba. Vendía al por mayor. Para hacer las entregas envolvían los listones con los distintos dibujos y en la parte donde se ataban se protegían, para no dañarlos, con cartón. El proveedor de los cartones era mi padre, supongo que entre otros, y el producido económico, era para mí, junto con la venta de corchos, que sacaba de las botellas vacías que los traían, y del plomo, con el que se protegía a los corchos de las bebidas más caras.
Llegan los Reyes Magos. Había terminado la primaria y el pedido era la famosa bici rodado 28.
Me levanto ese día 6 de enero con la seguridad de que me la habían traído; pero los zapatos solo tenían regalos sin importancia. Mi cara reflejaba exactamente lo que sentía, una frustración de aquellas.
Me llama mi padre y me dice: “Andá a llevarle a Pedro estas cajas que las están esperando”.
No, no voy, lleváselas vos. Le contesto.
Andá y no te lo repito.
Por supuesto, no quedaba otra. Crucé con las cajas que algo pesaban; pero mi peso mayor, era el de la frustración.
Al llegar, me abre la puerta Antonia, la esposa de Pedro, que estaba en el taller trabajando, y me dice: “Dejalas a un costado en el garaje”. Luego me dice: “Chungui, decime una cosa, apareció aquí este zapato y no es de ninguno de nosotros, ¿por casualidad no es tuyo?”
Sí- contesto sorprendido.
Ah, mirá, el otro par estaba…
Hace una pausa y agrega: “Vení, pasá al comedor”. Y allí estaba el otro par sobre el asiento de una rodado 28, verde, la más hermosa que jamás haya visto, envuelta con papel celofán.
El rodado 28 significaba que los papis aceptaban, supongo con cierta nostalgia, que el nene quedaba atrás y empezaban a convivir con un incipiente adolescente.
Cuando uno está muy contento, se dice que parecés un perro con dos colas, pues yo tenía muchas más. No lo podía creer, la tomé y salí a la calle andando, como podía, y allí, en la puerta, estaban mis dos progenitores observando el acontecimiento. 
Mi felicidad era enorme. Crucé la calle raudamente, para abrazarlos a Melchor y a Baltazar, el tercero, Gaspar, creo que estaba escondido, fotografiándome.