jueves, 8 de junio de 2017

El Negro, junto a Violeta, saltando de nube en nube

Fabiana Migoni

Él era tremendo, pero tan brillante y creativo, con esa imaginación especial que no solo movilizaba su propia fantasía, si no que lograba que la sintiéramos todos y voláramos en cada juego. Su nombre era Adrián para mí el “Negro”, mi primo; y junto a Sandra, la “sobrehuesos”, como la apodábamos, flaca y huesuda por donde se viera, también prima de ambos, conseguían hacer mis tardes infantiles más divertidas, apasionadas y vibrantes. Lo de negro era por ser el más oscurito de los tres, haciendo honor a los potentes rasgos heredados de nuestros ancestros árabes.
Yo era la más pequeña y, por supuesto, ellos dos, picarones y traviesos, aprovechaban la ventaja de ser mayores y en ocasiones ejercían un poco de poder sobre mí. Igual, aunque por momentos me enojara, todo era bello junto a ellos, siempre había desafíos, alegría y recreos.
El Negro siempre con “Violeta”, su rana imaginaria, a cuestas. Mantenía largos diálogos y le hacía hacer piruetas, y nosotras dos fascinadas por esa relación fantástica la veíamos tan real y tangible, que formaba parte de cada tarde de diversión. Rayuela, competencias de bolitas, el rin raje, poli ladrón, adivinanzas matemáticas, recorridas por alguna huerta vecina para sacar a escondidas algunas naranjas y hacernos una panzada, formaban parte de algunos de nuestros entretenimientos y cuando nos relajábamos escuchábamos atentas los fabulosos relatos de él, seducidas por el escenario novelesco que plantaba en cada cuento y hacía que lo irreal se vuelva verdadero.
En verano no faltábamos al club “El Luchador”. Ellos dos eran eximios nadadores; yo, solo una más del montón; pero a mí eso no me importaba. En las competencias siempre salían primeros y él siempre se destacaba en todo lo que hacía, sobre todo cuando jugaba ajedrez, avezado en cuan juego de mesa o estrategias se presentara y su debilidad: la investigación de las armas, el tiro: su deporte favorito.
Yo no tenía hermanos ni los tuve; pero ellos cubrían con excelencia ese faltante en mi vida. Siempre estaba adherida a ambos como mosca sobre la miel, nada impedía estar pegoteados, ni siquiera la hepatitis que contrajeron cuando tenían once años. Durante cuarenta días estuve visitándolos y compartiendo lecturas de historietas o mirando dibujitos bien ligada a cada cama. Se ve que el amor funcionó de coraza protectora y jamás me contagié.
Fuimos creciendo y en la adolescencia compartíamos menos tiempo juntos por las obligaciones escolares, con Sandra me veía a diario porque asistíamos al mismo colegio. El Negro se había ido al “Superior de comercio” y solo lo visitábamos dos o tres veces a la semana, cuando íbamos a merendar a su casa para tomar ese exquisito café con buñuelos y tostadas o algún sábado o domingo a mediodía para comer “las torrejas de nada”, que nuestra tía Irma preparaba y les daba ese nombre. Ella era su mamá.
Era una época brava para todos los que estudiábamos, época del “Proceso”. Pensar diferente era sinónimo de ser revolucionario o subversivo y allá por mediados del 76, si mal no recuerdo, “lo chuparon”, como decíamos, a él y a muchos más. Solo tenía 17 años. En esa redada muchos perdieron la vida, los ejecutaron por solo tener otras ideas o por luchar por el medio boleto estudiantil. A él no le quitaron la vida, le robaron el alma; pero jamás pudieron despojarlo de sus ideales ni arrebatarle esa enciclopedia ilustrada que tenía en su cabeza, siguió siendo un iluminado.
Pasó tres años en la cárcel de Coronda, la causa de detención: ninguna; así es, y no se sorprendan “detenido sin causa alguna”, casi todos los presos políticos estaban arrestados bajo esa condición.
Además de extrañarlo y no poder verlo con frecuencia, muchos de sus parientes cercanos fueron visitados de forma violenta y despótica por grupos militares requisando las propiedades para lograr obtener material subversivo o algo que lo comprometiera de alguna forma. Solo mi casa se salvó de semejante abuso de autoridad.
El Negro se salvó de la muerte; pero quedo marcado para toda la vida, que no fue tan larga porque hoy no está más entre nosotros. Buscó otro calabozo, uno en donde pudiera aplicar todas sus genialidades con libertad: su casa. Igual, tuvo dos enemigos que le quitaron la vida: la comida y el sedentarismo.
Ya no nos veíamos tanto, lo visitábamos esporádicamente, él no se movía de su morada y en cada encuentro con mates amargos bien calientes y medialunas de por medio seguíamos escuchando deslumbradas sus exposiciones magnificas, como cuando éramos pequeñas. Reíamos recordando viejas anécdotas o travesuras, él y yo habíamos perdido nuestros padres y siempre me decía que ahora no nos juntábamos como primos sino como huerfanitos. Era en vano retarlo para que cuidara su salud, ya que siempre evadía nuestro discurso llevando la conversación para donde quería.
Se encerró en su jaula de ciencias, tecnología, escritos sobre armas para una revista española que lo tenía contratado como investigador; solo la instrucción en el tiro lograba que rompiera los barrotes de esta celda de cristal dos veces a la semana para enseñar en el club en donde tenía una escuela de ese deporte, el Tiro Federal de Rosario. No lo conocían por el Negro, le decían como a él le gustaba que lo llamara Adrián “Tomate” De Rosa. 
El Negro, Tomatito De Rosa, sigue vivo en el corazón y el pensamiento de muchos que lo amaban, para mí no ha muerto, solo está de paseo junto a Violeta saltando de nube en nube.

2 comentarios:

  1. muy bueno----------me gustò ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

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  2. Lo escuché en clase y me encantó tu relato, y hoy lo leí en este blog. y lo disfruté más...Gracias.

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