viernes, 21 de octubre de 2016

Aquel 2 de abril

José Mario Lombardo

En el año 1963, el Ejército, la Marina y la Aeronáutica andaban lidiando con algunas diferencias de opinión que, al final, terminarían mal.
Estaban por un lado los “Azules”, integrados por casi todo el Ejército, que (según ellos) eran un poco más democráticos; y por el otro lado, la Marina y la Aeronáutica, con alguna pequeña fracción del Ejército se hacían llamar “Colorados” y estos (según sus manifestaciones) no eran para nada democráticos.
Los “Azules” se alineaban tras las ideas del general Onganía, mientras que, las filas “Coloradas”, seguían al almirante Rojas, (de vasta experiencia) y a un general retirado del Ejército de dos apellidos: Toranzo Montero, con sus buenos antecedentes guerreros.
El 2 de marzo de 1963 llegamos a nuestro destino de colimbas: el Batallón de Comunicaciones Comando con asiento en City Bell, un lugar muy cercano a la ciudad de La Plata. Allí, con mis compañeros de milicia, participaríamos de una situación inesperada, pues aquellas diferencias entre “Azules” y “Colorados” se dirimieron en el campo del honor, exponiendo no ya las humanidades de los directos interesados, sino las nuestras, que éramos ni más ni menos que aquellos ciudadanos de la “clase 42”, que recién habíamos llegado “a cumplir con nuestro deber”.
Fue un mes después de nuestro arribo: en la mañana del 2 de abril, reunida toda la compañía en la cuadra del cuartel, nos hicieron vestir con ropa de fajina, borceguíes, bolsa de rancho, casco y nos entregaron el fusil y un cargador con municiones.
Salimos de la cuadra en formación, al trote y hacia los fondos del cuartel. Allí, había un bosque de eucaliptus donde diariamente realizábamos nuestro período de instrucción. Por el camino, pudimos ver como algunos aviones sobrevolaban el lugar a muy baja altura, mientras se notaban confusos movimientos por todo el batallón.
No todo estaba en su lugar. Aquella no era la rutina de todos los días.
Bajo los árboles, observando extraños movimientos y sin saber que ocurría realmente, pasamos el resto de la mañana mirando las inquietantes evoluciones de ese avión que pasaba rozando los eucaliptus.
Terminamos de almorzar un guiso de arroz que era casi una sopa y, luego de enjuagar los cubiertos en un arroyo que teníamos cerca, nos quedamos adormecidos al pié de los grandes árboles.
De pronto, la improvisada siesta se interrumpió: un ruido como a tela que se desgarra seguido de una especie de golpe sordo que parecía el impacto de un gran pisón sobre el suelo, fue como una orden para que se desatara el temporal.
Un subteniente de nuestra compañía, apareció a la carrera pistola en mano, saltando el tronco de un árbol caído. El avión pasó más rasante que nunca sobre nuestras cabezas. Se escuchó un tableteo de ametralladoras. Y nuestro subteniente dio la orden: ¡Todos a City Bell!
Fue una desbandada total. Corríamos como nos habían enseñado, un tanto agachados y en sig-sag y nos escudábamos en los árboles, buscando apresuradamente el alambrado que nos separaba del pueblo.
Mientras corríamos, sentíamos el silbido de las balas. De pronto, otra vez volvió a repetirse aquel sonido de un gran pisón impactando sobre la tierra: había caído una bomba en la caballeriza.
El alambrado que limitaba el cuartel era un viejo cerco de siete hilos que estaba bastante flojo, de manera que logramos saltarlo sin inconvenientes. Más allá, podríamos guarecernos por el interior de las manzanas, entre los patios de las viviendas, los gallineros. Todo por hacernos invisibles a ese avión que se dirigía sabiamente hacia el enemigo que se escondía. Ese avión que siempre nos apuntaba. Que siempre nos amenazaba. Que semejaba un temible péndulo flotando sobre nuestras cabezas.
Y mientras tanto, se escuchaba el sonido de aquella tormenta inesperada. El temor a lo invisible. Los disparos. Era un caos.
El disparo y el posterior silbido del proyectil no son para nada agradables. No se ve nada: se escucha. No se sabe si va dirigido hacia este o aquél. Quien lo dispara posiblemente sabe su destino, quien lo recibe no sabe nada. Pero: ¿A quién dispararle?, y ellos ¿Hacia dónde apuntaban?
Y no sabíamos nada de nada. Algunos fuimos guarecidos en casas vecinas. A otros, que fueron capturados, se les retiró el percutor del fusil y fueron agrupados en la plaza, mientras algunos caminaron por la ruta rumbo hacia Buenos Aires o La Plata.
Toda la tarde se escuchó el seco ruido de los disparos en la ciudad de City Bell.
Cuando caía la tarde volvió la calma y entonces pudimos regresar al cuartel. Caminamos lentamente en fila india, mientras otros soldados como nosotros, formaban una especie de guardia de honor en ambas veredas. No podíamos distinguir entre los nuestros y los “otros”. En realidad, todo parecía lo mismo.
La toma del cuartel la llevó a cabo la infantería de marina y por la noche ya se habían retirado. En el cuartel quedamos unos pocos. A la mayoría se les dio una licencia de unos diez días.
Al día siguiente pudimos ver los resultados de aquella insensatez: edificios averiados, el pozo de la bomba en la caballeriza, algún carro blindado abandonado y una bomba que no explotó y quedó varios meses clavada en el borde de la plaza de armas, frente al comedor.
No nos enteramos si hubo heridos en City Bell. Después, con el tiempo, supimos de los muertos y heridos en Magdalena en aquel triste episodio del 2 de abril de 1963. Según algunos datos aportados por el diario “Clarín” hubo un total de 24 muertos y 87 heridos y solo en Magdalena, donde se desarrollaron las acciones más violentas, se registraron nueve soldados muertos y 22 heridos.
Ahora, pasado el tiempo, ya sabemos el resto de la historia: Aquella sublevación “colorada” del 2 de abril, había pretendido derrocar al presidente Guido y remplazarlo por el general Benjamín Menéndez, movimiento que fue abortado por las tropas “azules” que en su mayoría pertenecían al Ejército.
En octubre del 63, fue electo presidente el doctor Arturo Illia. 
Y tres años después, el general Onganía, “el democrático”, “el azul”, se metió en la Casa de Gobierno, echó al presidente porque se sentía el dueño de la verdad y, de paso, en una noche aciaga de aquel 66 entró en la Universidad para desalojar violentamente a quienes se atrevieron a poner en duda, que fuesen los bastones largos los dueños de la razón.

Cuentos de Infancia (algunos retazos)

Haydée Sessarego

Hace un tiempito, una compañera y yo mencionamos, en nuestros encuentros de los martes, los cuentos que nos fueron contados por nuestros padres y abuelos y los que les contamos nosotras a nuestros hijos y nietos.
Me inclino para empezar por los que recuerdo fueron relatados y también inventados por mamá y papá para sus tres hijos. Todos los domingos por la mañana, durante mi primera infancia, apenas nos despertábamos, mi hermano, hermana y yo corríamos a la cama de nuestros padres. Mientras mamá preparaba el desayuno, papi nos contó mucho tiempo, cuentos inventados por su imaginación. Relataba que en el Laguito de nuestro parque Independencia, al que más tarde concurríamos los cuatro a pasear en las lanchas a motor que zarpaban a cada rato de una orilla mismo (casi siempre mamá se quedaba ordenando y ultimando el almuerzo). De lo contrario salíamos a almorzar. Los restaurantes elegidos eran: “La Querencia”, “El Bridge”. Allí, en el lago, se encontraba un nene llamado Pepito, que con su lanchita que salía todas la mañanas a pescar. Papá hacía el ruido del motor de la misma con su boca. Pepito pescaba truchas, moncholitos, mojarritas y bagres muy feos, nos decía. Todas especies de nuestro río Paraná. Pero lo más emocionante era cuando lograba pescar al “doradito” que era el más valioso. Pepito se ponía contento y ese día era de alegría para él y también para nosotros cuando llegaba a ese momento del cuento por la descripción que papá hacia del pez destacando su brillo y color. Pero no terminaba allí. Para darle más emoción, en algunas oportunidades, el nene, sentía mucho miedo porque de pronto, era posible que apareciera, el temible ¡Tiburón! A esa altura, nuestro padre nos describía la ferocidad que tal especie podía tener. Nosotros con los ojos bien abiertos de asombro infantil, aguardábamos la resolución de este “percance” para el pequeño pescador rosarino. Siempre había un alguien o una fantástica maniobra que salvaba a nuestro querido Pepito. Finalmente como era domingo, el nene, luego de su tarea en el lago, se iba a comer con sus papás. Podían almorzar dorado al horno o ravioles que fueron y son bien domingueros en los almuerzos familiares de ese día. Allí, con algunos detalles que no vienen a mi memoria ahora finalizaba el pequeño cuento, que fue un clásico de los domingos de mi infancia.
Mamá nos contaba también cuentos que aparecían casi todas las semanas en la revista “Billiken” previamente leídos por ella. El “Billiken” se compró en mi casa paterna hasta que Adriana, mi hermana menor y yo terminamos el Magisterio en el Normal 1 en el año 1969. Usábamos ilustraciones de esa revista como modelos para confeccionar grandes láminas en cartulinas de diferentes disciplinas que debíamos practicar (especialmente las concernientes Ciencias Sociales y Ciencias Naturales), y que se colgaban en la pizarra de los distintos grados de la escuela primaria, como modo de graficar mejor los temas de nuestras clases de “Práctica de la Enseñanza” en cuarto y quinto año.
El cuento que pasa siempre por mi corazón con mayor precisión es el de Marina y su hermanito también llamado Pepito el Marinero. Tengo perfectamente grabada la ilustración del mismo y el argumento que mami algunas veces modificaba para quitarle dramatismo. Pepito el Marinerito llevó un día a su hermanita Marina a bordo de su barco velero. Marina era dueña de una voz encantadora y cantaba siempre en el mar junto a su hermano. Un día ella se puso a cantar junto una bella estrellita de mar y a una sirenita que también la acompañaba. En esa oportunidad la escuchó el temible pulpo desde el fondo del mar. Marina poseía un don: su bella voz salía directamente desde su corazón. El pulpo urdió una treta para poseer esa voz. Una noche, cuando ambos dormían en el barco, el bicho de múltiples tentáculos ordenó a una medusa que, sin que la pequeña se diese cuenta, le robara el coranzoncito cantor. Así lo hizo la medusa y cuando Marina se despertó y quiso cantar como todos los días de su boca no salía voz alguna. Pepito desesperado ante la tristeza de Marina le prometió que lo iba a recuperar. Finalmente, un día esperó que el pulpo se durmiera, se sumergió en el fondo del mar ayudado por caballitos de mar, estrellas y demás habitantes submarinos. Allí, al lado del bicho malo, en un cofrecito dorado, titilaba el corazoncito cantor de Marina. Lo rescató durmiendo más al pulpo no recuerdo bien con qué sustancia, quizás cloroformo, y se lo devolvió a su hermana que volvió a cantar con más bríos que antes. Fueron nuevamente felices y colorín colorado este cuento se ha terminado.
Mi abuela paterna, María, nos contaba casi siempre el de las hormiguitas desobedientes. Los papás no las dejaban ir a un cumpleaños de 15. Ellas, varias hermanas hormiguitas, se tomaron un micro y fueron igual. Resultado, al volver se perdieron, lloraron mucho y tuvieron que llamar por teléfono público a sus padres “hormigos”. La moraleja consistía en no desobedecer, porque podía suceder algo similar. Este cuento fue reiteradamente contado por mi abuela, que era una buenaza total, cada vez que nos cuidaba a Adriana y a mí, si mis padres salían o se ausentaban por algún motivo. La abuela nos lo contaba cuando estábamos las tres ya en la cama para dormir. Pobre abuela por más que insistió con su prédica aleccionadora con dicho cuento ninguna de las nietas mujeres salimos obedientes en esas lides.
Finalmente, los que recuerdo haberles contado a mis tres hijos. Uno en especial, fue el de “Polito “ el pingüinito que vivía: ¡en el Polo Norte! Vivía con su mamá y familia, en un iglú. Un día, cuando su mamá pingüina tendía la ropa fuera de la vivienda, Polito se aleja jugando y se pierde. Lo encuentran cazadores de osos y focas argentinos quiénes deciden traerlo al zoológico de Buenos Aires. Uno de los cuidadores del zoo, lo vio muy acalorado. Pidió Permiso para llevarlo a su casa y lo obtuvo. Junto a sus hijos, decidieron poner al pingüinito en la heladera para que siempre estuviese con frío. Pero Polito seguía ¡taaan triste!, lloraba reclamando a su mamá. La familia debió pensar en otra alternativa pese a que se habían encariñado mutuamente. Finalmente, lo devolvieron en un avión. Previamente se despidieron con mucha tristeza sus “dueños” de Buenos Aires y se saludaban con manos alzadas cuando Polito abordaba adentro de una heladera con puerta de vidrio, hacia su querido, Polo Norte. Luego de varias peripecias, ayudado por otros animalitos propios de ese polo, se reencuentra con su casa y familia. Prometió a su mamá, no alejarse nunca más de su iglú.
 Lo tuve que contar tantas veces que perdí la cuenta porque a mi hija mayor y a mi hijo varón les fascinaba, tanto, como varios años después a mi hija menor. Se los relataba con ademanes y onomatopeyas que simulaban risas, llantos, etcétera. Me han hecho prometer que se los contaré a mis nietitas cuando crezcan.
¡Hmm, medio moraleja como la Abuela María! Me divierte advertir esa similitud.
Otros que recuerdo haber relatado a mis hijos, era el de los tres chanchitos y el lobo feroz. Lo modifiqué para quitarle crueldad, contando que el lobo, no se quemaba mucho al entrar por la chimenea de la casa de ladrillos del chanchito llamado “Práctico”. Les contaba que, cuando se quemó, fue solo un poquito. Los chanchitos lo auxiliaban y le vendaban su cola haciéndole prometer que nunca más intentaría comerse a los cerditos. Casi del mismo modo reformé el famoso de Caperucita Roja. El lobo nunca se comió a la abuelita, llegaba el leñador inmediatamente y junto a Caperucita reprendían al lobo que hacía la promesa de no atacar más a nadie. Insisto en remarcar que todos eran dichos con sonidos, gestos, voces correspondientes a cada personaje tal como los imaginaba o los había visto en dibujos animados en alguna oportunidad. Por televisión no se pasaban mucho o nada, esos cuentos alrededor de la década del 80.
Solo puedo escribir retazos de esos cuentos, porque es hasta dónde llegan mis recuerdos. La memoria quizás por razones insondables hoy es selectiva.

 Siento inmensa satisfacción al escribir este relato que me retrotrae a otros tiempos ya muy lejanos.

martes, 18 de octubre de 2016

Cajita de los Recuerdos. Los campeones del Baby Fútbol

H. B. Carrozzo

Estaba revisando mi caja de los recuerdos y apareció esta foto.
Nosotros jugábamos en la calle; un arco, el árbol de la casa de los Ruggero; el otro, el árbol de la casa de los Crous. Cruzada en diagonal de una vereda a la otra.
Tráfico no había salvo algún auto que pasaba de tanto en tanto y paraba para terminar la jugada. Luego, seguía su ruta por la calle de empedrado grueso. Los medios de locomoción eran los tranvías y pasaban por Necochea o Ayacucho.
Claro, jugábamos nosotros contra los otros pibes, todos más chicos, contra todos. Eran siete, ocho, nueve, no importaba, éramos más grandes y se notaba.
También en esa época los papás soñaban con que sus hijos fueran los cracks que jugaran en Central Córdoba, Ñuls o Central, aunque en algún equipo de Buenos Aires. Por aquellos tiempos, Europa era impensada, solo para la Saeta Rubia y algún otro.
Así que don Avelino, un papá, nos inscribió en el torneo de Baby de Central Córdoba, torneo que, imaginábamos, íbamos a ganar de punta a punta.
Pero nosotros a esa edad no salíamos de la calle Colón para jugar, ni siquiera a la canchita de La Fe (Colón y Ocampo) o la Textil (Chacabuco y 27). Íbamos para ver a los capos que jugaban allí, un tal De La Mata, por mencionar a alguien.
Éramos los fenómenos de la calle Colón. Veníamos a mostrarles cómo se juega a la pelota.
Comenzó el partido, creo que eran 20 minutos en dos tiempos. Empezó el partido y ¡gol nuestro! Los goleamos, pensamos. Al cuarto gol… de los rivales nuestros viejos se fueron de la cancha para evitarnos una vergüenza mayor. Terminado el partido, saludamos y nos fuimos a casa, donde nos esperaban con algún festejo como para levantar el ánimo.
De todas maneras, al otro día a las seis de la tarde, después de hacer la tarea, regresar de la escuela, de inglés o lo que fuera, estábamos listos para empezar nuestro acostumbrado picado de la calle Colón.
Picado que era condimentado con algún vidrio roto o alguna pelota perdida en el patio de algún vecino. Estas, a veces, volvían para seguir; a veces, volvían cortadas prolijamente al medio por la vieja amargada, que no aceptada nuestras destrezas con el balompié.
“Cajita ‘e recuerdos, llena de momentos,
cartas amarillas, flores secas ya”, c
omo dice la canción, “cuantas historias guardás”. Recuerdos de un pasado que está vivo en mi memoria.

En la foto: arriba: Carlitos, era nuestro arquero, pero como jugaba en Central Córdoba no podía jugar con nosotros, Atilio, arquero, Miguelito y Don Avelino, delegado. Abajo: Manolo, yo y… no recuerdo su nombre.

La silla vacía

Juan José Mocciaro

Tenía que ir a la ferretería de Alvear y 9 de Julio, me faltaban algunos clavos. Al llegar, vi la silla vacía donde don Alcedo con su almohadón miraba cómo sus hijas Silvia y Paula junto a su esposa Hilda atendían a sus clientes. Era raro que no esté, me dije, habrá salido a caminar como la hacía todas las mañanas por Oroño o estaría en su casa reposando.
Pero enseguida me di cuenta de que algo pasaba. Las caras eran serias y desencajadas, no me atrevía a preguntar, para no tener la respuesta que no quería escuchar, pero una de sus hijas me dijo: “¿Vos no estás enterado? Mi papá falleció”.
Quedé paralizado, me olvidé qué tenía que comprar, quería preguntar y no me salía palabra, mientras miraba una foto de él con su hija que colgaba entre los tarros de pintura con su típico guardapolvo gris y su sonrisa que nunca se le borraba.
Conversábamos siempre de fútbol, tango y de las realidades del barrio, era respetuoso y no elevaba la voz nunca, tenía una amabilidad y una experiencia que daba gusto escucharlo. Era un gran tanguero y tenía mi mismo gusto por Osvaldo Pugliese.
Mi anécdota que recuerdo fue una mañana que le digo en una charla que soy de Central y me dice: “hable bajo que en este barrio hay muchos de Newell’s porque yo también soy canalla”. Le prometí que le regalaría unos cuadernillos de Central y me dijo: “Tráigamelo en un sobre marrón que no quiero tener problema en el barrio”.
No sé si la ferretería va ser igual que antes, es un vacio que se nota cuando uno llega y veo la silla vacía con el almohadón, lo voy a recordar siempre como a esas personas que cuando nacen se rompe el molde. 
Gracias Alcedo por su amistad y consejos que me brindó.

martes, 11 de octubre de 2016

La tía Emma

Paquita Pascual
   
“Nunca tuvo novio pobrecita” ¿pobrecita?
Una arpía era la tía Emma. Con sus aires de monja boba no engrupía a nadie. Se diría que la parieron y no la sudaron. Por eso ella no abrazaba a nadie; una vez si, al gato que lo abrazó tanto que terminó ahogándolo.
A la muerte de sus padres tuvo que hacerse cargo de la casa y de un hermano menor al que hizo la vida imposible. No había un amigo adecuado para el; todos eran vagos
Drogadictos o ladrones según ella… según ella… Y no hablemos de la novia que después fue su mujer ¡Que es una puta, mira como se pinta…encima fuma! Así y todo, el muchacho se casó y Emma quedó sola. Había puesto tanto empeño en la vida de su hermano que tal vez por eso se olvidó de la suya.
Pudiendo hacerlo jamás se regaló un vestido, usaba los de su madre achicándolos.
Por supuesto, como toda arpía era flaca como una sardina, ¿su cabello… nunca se supo…
Lo cubría con un pañuelo negro que anudaba en su cogote; chancleteaba todo el día por la casa. Sus únicos escarceos consistían en la visita diaria al almacén, donde adquiría sus austeras vituallas, Allí, se enteraba de todo desde que se fue su hermano
La tevé no funcionó más ¿para qué la arreglaría, si a través de la ventana lo veía todo? ¡Que puerca, cómo se besa en la calle la hija de Marta! Si fuera hija mía… Seguro que dentro de poco la vemos con el bombo. Y el de planta baja ¿Otra vez se cambió el auto? ¡Este sí que está robando, mientras la mujer le pone los cuernos! Se sabía vida y milagros de todos los vecinos; y lo que no sabía se lo inventaba. 
Un inoportuno ACV la privó de sus matutinos escarceos confinándola a una silla de ruedas. Aquel veneno que destiló durante toda su vida se le volvió en contra. Poco a poco su escuálida figura se fue convirtiendo en un revoltijo de huesos semejando una víbora a la que tuvieron que quebrar para meter en el cajón. Como contra partida, aquel rictus amargo que la caracterizó, se había convertido en una dulce sonrisa, como pidiéndonos perdón a todos.

El tranvía

Graciela Cucurella

Lo que les voy a relatar surge a partir de una entrevista a una encargada de un geriátrico.
Estaba mirando el informativo y la noticia era sobre los regalos que estaban preparando los abuelos de este geriátrico para el día del niño.
Mientras escuchaba la nota, saltaron a mi mente muchos recuerdos de mi barrio y de mi adolescencia.
Pero con el recuerdo que más me conecté fue con el grupo de amigas que tenía en ese entonces. Con ellas, juntábamos regalos para el Día del Niño, Navidad y Reyes para los más carenciados del barrio y para la Parroquia San Martín de Porres.
Como ese santo, San Martín de Porres, es tan maravilloso y protector de los enfermos, y no tenía ni una capilla ni una parroquia, los vecinos del barrio, ayudados por un carpintero armaron una ermita. La construyeron en la calle Buenos Aires al 6000 y, de esa manera, el santo tenía un lugar después de caminar en procesión, rezando el santo rosario por las calles del barrio.
Como tampoco teníamos un espacio físico para reunirnos con las colaboradoras, mis padres ofrecieron su casa. Allí, nos reuníamos con el padre Dusso, que nos asesoraba y nos daba directivas junto con el padre Saldivar, que eran sacerdotes de la iglesia Corazón de María.
También nos daban ideas para crear un grupo de ayuda para los más necesitados del barrio; y, así, surge el grupo “Las hijas de María”. En ese grupo todas participábamos de diferentes maneras y en una de las reuniones me ofrecieron ser catequista. Acepté la propuesta, pero con la condición de ser asesorada para poder enseñar lo mejor posible.
Como a dos cuadras de mi casa está el convento Jesús de Nazaret, me fui a hablar con la hermana Francisca, que también participaba de este proyecto, y le conté la tarea que me habían asignado y que necesitaba todo su apoyo para poder enseñar catequesis. Ella aceptó rápidamente y de muy buena gana, dándome consejos de cómo debía hacerlo.
Reconozco que tanta responsabilidad me asustaba un poco, apenas tenía unos 18 años, sin experiencia pero con mucha energía para ayudar a los otros.
De tarde iba al convento para hablar con la hermana Francisca, que me esperaba sonriente y con mucho material que debía leer y aprender. Luego lo charlábamos para saber si lo había interpretado bien y me daba pautas de cómo debía enseñarlo. Así, fueron pasando los meses y, para poder poner en práctica lo aprendido, necesitaba tener niños a quien enseñarles.
Fue así como se me ocurrió la idea de dictar catequesis en la villa y en sus alrededores. Junto con las otras colaboradoras, tocábamos puerta por puerta preguntando si había niños que quisieran tomar su primera comunión y que sus padres los dejaran. De esa manera juntamos un lindo grupo y sus padres nos recibían con mucha alegría y respeto.
Ya teníamos el conocimiento, los alumnos, pero nos dimos cuenta de que no teníamos donde dar las clases. Primeramente se pensó en dar clases en el convento, pero les quedaba un poco lejos. Entonces buscamos un espacio cerca del barrio en donde ellos vivían, y lo encontramos.
¡Sí! ¡Lo encontramos! ¡Un Tranvía!
Sí, así como lo leen, en la esquina de las calles Buenos Aires y Muñoz se encontraba ese tranvía, que ayudaron a limpiar muchos vecinos para acondicionarlo.
Las clases se daban los sábados a la mañana y siempre estaban supervisadas por la hermana Francisca, que me ayudaba mucho.
Todos los chicos llegaban con sus caritas alegres, bien limpios, prolijos y con muchas ganas de aprender. Todavía recuerdo a cada uno de ellos, no sus nombres, pero por sí la alegría en sus rostros.
Las clases transcurrían y se aproximaba el día de la comunión, todo era alegría y preparativos, pero nos dimos cuenta de que no todos tenían el vestido o traje para tomarla. Con la hermana Francisca decidimos que aquellos que no habían podido conseguir prestada la ropa, tomaran su primera comunión con el guardapolvo blanco de la escuela.
Y otra vez contando la ayuda de los vecinos, salí a pedir prestados libros misales, rosarios y moños para colocarles en el brazo a los varones. Realmente todos colaboraban para poder cumplirles este sueño a los chicos.
El sábado a la tarde, las hermanas del convento prepararon un altar dentro del tranvía, colocaron flores y todo lo necesario para celebrar la misa. El tranvía que había estado abandonado, relucía con tantos arreglos y adornos.
¡Y llegó el domingo tan esperado! Muy temprano, el padre Dusso se acercó al tranvía y quedó gratamente sorprendido, no podía creer como había quedado.
Poco a poco los chicos fueron llegando con sus padres y familiares, con sus misales y rosarios en sus manos. Los vecinos se acercaron, las hermanas colaboraron en la misa y todos se fueron acomodando en el tranvía para celebrar la misa de primera comunión con mucha fe y alegría.
Cuanta emoción había en ellos y en nosotros, en sus padres y familiares, todos estaban muy agradecidos de ver a sus hijos tan contentos y alegres.
Y como broche de oro, para cerrar este día tan feliz, las hermanas habían preparado el tradicional chocolate con galletitas que disfrutaron en el convento.
Realmente para mí fue una experiencia inolvidable y de mucho aprendizaje. Me sentía muy contenta. Todo había salido bien, como lo habíamos pensado; pero lo más importante fue recibir tanto cariño y afecto de aquellos que me llamaban “señorita Graciela”.
Más tarde en la calle Cabildo 680, construyeron la Parroquia San Martín de Porres, el “Santo negrito”, como le dicen.
Al igual que el resto de las cosas, como era costumbre de la época, la parroquia se construyó con la ayuda de los vecinos, haciendo kermeses, rifas y donaciones. 
Y, para terminar esta historia, no quiero olvidarme del señor Faralli, que trabajó muchísimo donando horas de trabajo, levantando paredes y todo lo que fuese necesario para la parroquia. Era un albañil de profesión y con un gran corazón.

Corte de luz

María Victoria Steiger

Un programa “chino” como le suelo llamar yo a algunos acontecimientos, que acepto pero que me sacan de mis rutinas. Resulta que una de nuestras hijas tenía un casamiento y nos propuso dejar a los chicos en casa.
El mayor tiene casi cinco años ya se había quedado en otra oportunidad y todo bien, la nena es un pegote de su mamá especialmente. Ya ahora con sus tres añitos se queda en casa juega y no tiene problemas, el tema era si a la noche dormiría bien o llamaría a su mamá.
Durante la semana ya habíamos conversado con ellos y estaban muy entusiasmados. ¡Llegó el día! Vinieron cerca de las ocho y algo, traía cada uno su mochila con la ropita de dormir, y un bolso de chiches y cuentos para que les contáramos cuando ya estuviesen listos para dormir. Cenaron muy bien y querían ver una película en televisión que traían elegida. Empezaron los problemas la página no andaba, la buscamos en otra y la nena no quería ver esa. Con un poco de charla, mi marido los convenció de que primero elegía una corta ella y después la película que habían escogido.
Ya era hora de terminar e ir a la cama y la peli no terminaba. Disimuladamente mi marido la adelantó un poco, cosa que el pibito Manuel se avivó enseguida y protestó un poco. Nos pareció que la cosa no le gustaba tanto pero quería llegar al final. Ya en una parte se cortó unos segundos la luz y por suerte todo siguió normal.
Ya la nena, Mora, no daba más de cansada, así que le puse el pijama y a Manu se lo puse al terminar la película. Muy contentos a subir al dormitorio, les preparé a los dos juntos y para ellos era como estar de vacaciones. Ahí Manu se acordó de sus Cien cuentos para ir a dormir”, que habían quedado abajo. Yo no llegué a pedirle a mi marido que los subiera y… ¡se cortó la luz!
 Pensé: “Acá se arma feo”. Por suerte no se asustaron y esperaron el “auxilio” de la linterna que el abuelo estaba buscando abajo. Obviamente no estaba en su lugar, pero la encontró bastante rápido.
Bueno, llegó linterna en mano y¿ahora qué hacemos?”, me preguntó? “Nada, lo principal es que no se asustaron”, respondí.
Bajó, hizo el reclamo a la compañía de luz que fue automático, porque sábado y a la noche no logró hablar con ningún ser humano. Ya no se podía hacer nada, él también se preparó para dormir.
Los chicos me decían: “Abu ¡leé con la linterna!” Yo ya a esa altura estaba cansada y sin anteojos no veo nada, les respondí: “No, te cuento uno que me sé de memoria. ¡Déjenme recordarlo!”.
Esperaron un minuto y empecé a contarles.
En realidad, yo he leído muchos cuentos de chica. En casa para Navidad nos regalaban libros, era como obligatorio para mis padres. No a todas les gustaban, pero a mí me encantaba y leía los de todas. Además, papá se trajo de la casa de él una colección de varios tomos que se llamaban “El tesoro de la Juventud”. Era muy antigua e incluía muchos temas. En principio, yo me dedicaba a los cuentos de “Las mil y una noches”, que según el tiempo de lectura que tenía alternaba con las fábulas de Esopo.
Bueno, el tema era el cuento, me acordé en segundos de lo que leía pero ¡Que les cuento! Ahí, me acordé de que cuando estábamos enfermas, mi papá nos contaba cuentos de su producción. El que más pedíamos era el del avestruz. Después de bastante tiempo me di cuenta que se refería a la propaganda de las píldoras “Radicura”, que eran para la digestión y claro el relato era que este animalito se comía todas las cosas de metal y no le hacían mal.
La cuestión era cómo contarlo o adaptarlo para que no se imaginaran que comer algo así, no les hace mal, sobre todo a Mora, que es chiquita y se cree todo lo que le cuentan.
La verdad es que me fue muy bien con el cuento, al ratito se durmieron y no hubo problemas en toda la noche.
Al día siguiente, seguíamos sin luz y ellos se despertaron muy temprano para domingo, porque tienen incorporado el horario del jardín y no el de los fines de semana.
Creí que como se fueron a dormir tarde, el despertar sería tarde perono fue así. Seguíamos sin luz, por suerte era un día frío pero con sol. Abrí las persianas de la habitación y a cambiarse. Uno acostumbrado a los beneficios de la electricidad piensa en cómo habrá sido en otra época. La gran ayuda del microondas, la tostadora etcétera ¡había que usar otros elementos!
El desayuno salió más o menos bien y ellos contentos se acordaban del cuento que les había contado a la noche y decidí que en los días siguientes lo escribiría para que se lo contaran a mis otros nietos.
Lo hice y la más chiquita, Nina, con dos añitos lo repetía muy contenta y contaba lo que hacía Pipo (el avestruz del cuentito) y los premios que recibía por portarse bien. 
Para mí fue un lindo recuerdo de los cuentos que me contaba mi papá cuando era chiquita. Se lo leí a mi mamá y se acordó de esa época tan lejana y linda.