martes, 7 de julio de 2015

Biblioteca en formación

Ofelia Sosa

Recuerdos nítidos y cálidos. Pasajes de una vida.
Rosario, año 1961.
Papá me regaló mi primer libro de fantasías, que también fue mi libro de cabecera.
Tenía 8 años. Buena niña, buena alumna y buena lectora.
Yo era la más chica de tres hermanas y de tanto escucharlas repetir sus lecciones, aprendí a leer y escribir a los cinco años. Por ende, fui a Primero Inicial de oyente, como se decía antes.
Veía a papá leer en sus momentos de ocio sus libros de historia y a Corín Tellado.
Me sentaba a su lado y leía con total disfrute mi libro favorito: “Peter Pan”, el niño que podía volar y no crecía. Tenía a su amiga Wendy, a los niños perdidos, al hada Campanita y, por supuesto, también tenía un enemigo, el pirata Capitán Garfio, todos en el País de Nunca Jamás.
Sus anécdotas hacían que me involucrara hasta sentirme parte de sus historias.
Después, mi relación con la biblioteca escolar se hizo más asidua, haciendo que sacara un libro por día. Hasta que un día la bibliotecaria me pidió que le contara el libro que devolvía, ya que no creía que pudiera leer tanto y tan rápido. Fue así como, convencida, me siguió entregando día a día los libros que le pedía.
Se fueron sumando “Juvenilia”, “Corazón”, “Cuentos de la selva”, “La Ilíada”, “La Odisea”, etcétera.
De esa forma, tanto yo como mis pares, nos acercábamos a las bibliotecas como un lugar más, creado para nuestra comodidad, ya que las bibliotecarias estaban siempre presentes para aconsejarnos y acelerar nuestras búsquedas.
Después, de grande, entre estudio y trabajo, libros que nos enriquecían.
Recuerdo que en aquél momento, año 1979 con 26 años, recibía en mi escritorio al señor Esteban, vendedor del “Círculo de Lectores”, al que me había asociado para poder seguir leyendo, ya que no tenía tiempo para ir a comprar un libro.
Después de años, ya con hijos grandes, volví a mis queridos libros; y fue en el Taller Literario de la Biblioteca Argentina, con la profesora Patricia Gualino, que comencé a escribir. Años creciendo en este espacio que abriga en momentos buenos y malos.
Vocablos envolventes que penetran y enriquecen.
Me seduce la palabra, por eso la leo y la escribo.
Gracias papá, gracias escuela y gracias docentes.

El hacedor

Carmen Gastaldi

“…amo tanto las palabras…
Brillan como piedras de colores,
Como platinados peces.
Son espuma, hilo, metal, rocío…”
Pablo Neruda

 Todas las estaciones del año tienen para mí “ese qué sé yo, ¿viste”. Cada una tiene su propia impronta. Ese sello, su música, su aroma… Me gustan todas; pero, por “ese qué sé yo”, el otoño y el invierno son mis preferidas
 De niña pequeña dormía en una cuna. Esa cuna, muchas veces, era el corralito de mis juegos. De madera, pintada de rosa, con barrotes delgados que formaban parte de dos barandas que se podían subir y bajar. En la cabecera, sobre la parte más ancha, se destacaba, en relieve, el dibujo de una casita, sobre un prado verde, en el cual jugaba una niña con un perrito y un aro. Realmente esa imagen me fascinaba. Horas, sentadita, mirándola, metiéndome en ella a jugar con el perro y con la niña. ¡ No dudo de que ese fue mi primer libro!
 La escuela, preescolar, inviernos muy fríos. Anginas, tecitos, jugos, remedios. Al mediodía, papá regresando de su trabajo, deja caer sobre mi cama un paquete de regalo. Lo abro ansiosa y me encuentro con “El gato con botas”, “La bella durmiente” y otro librito que era para pintar. Todavía no leía, por lo tanto papá tuvo que hacerlo para mí. Una, dos, tres, cien veces, hasta que yo los podía repetir de memoria.
 Lo del otoño y el invierno tiene que ver con eso. Una gripe, frecuente en aquellos inviernos significaba recibir los infaltables libros que papá me regalaba.
 La primaria, segundo o tal vez tercer grado. Durante varios años, vivieron al cuidado de mi abuela dos primos: Cachi y Chiche, al que se sumaba Miguelito, que ya estaba instalado con sus padres en la casa materna. Ellos eran un poco más grandes que yo. ¡Todos revoltosos! Cuando papá regresaba de sus ocupaciones, después de un baño y cebando unos matecitos, nos entretenía con juegos de cálculos orales y, luego, siempre, una lectura.
Con él aprendimos a escuchar y disfrutar de la buena lectura. Fue la época del “libro leído”. Tenía una pequeña biblioteca con muchos policiales, pero a nosotros nos leía poemas, párrafos de algún capítulo de cierta novela que a él lo había impactado, cuentos. Con él conocimos autores como Salgari, Güiraldes, Lucio V. Mansilla, Edgar Allan Poe, Edmundo D’Amicis, José Hernández, Julio Verne, Alcott, Mark Twain, entre muchos otros.
 Los libros de lectura que usábamos en la escuela eran esperados por mí con gran ansiedad. Cuando me los compraban, siempre nuevos, me encantaba rodearlos con mis manos, sentir su forma, su textura, su aroma a recién editados. Venían ilustrados y en los grados superiores volví a encontrarme con los autores que mi padre nos leía.
Con la secundaria, aparte de los que por currícula teníamos que leer, llegaron los Corín Tellado, Poldy Bird y algún que otro libro de Agatha Christie”.
A los diecisiete años, llegó el trabajo y mi empeño por cursar una carrera larga y que estaba diseñada para los que no necesitaban trabajar, ya que los horarios de asistencia a clases, eran por la mañana y por la tarde. Lo intenté, pero no pude. Abandoné y luego me di cuenta de que no era lo mío. Al poco tiempo, ese trabajo también quedó atrás. Renuncié, aun cuando el dueño, el señor Torriani me ofreció mejor sueldo y demás. Era muy joven y no la pasaba bien gracias al contador. Hoy lo definimos como “acoso”. Me fui.
 Concurría a la biblioteca y descubrí que ese era mi lugar. Que el mundo de los libros era mi medio, que como dice Neruda, amaba las palabras y que cuando Borges dice “la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido” tiene razón; pero la literatura, como género, no es el universo de los libros. Los libros, para mí, son la transmisión del pensamiento vivo de la humanidad toda, a través de sus autores.

 Salvador Alberto Gastaldi: “el hacedor”. ¡Con todo orgullo, mi padre!

viernes, 3 de julio de 2015

¿Cómo era mi padre?

Nora Alicia Nicolau

Una tarde cuando estaba jugando, mi padre me llamó para que vaya hasta la librería Renom (famosa en barrio Echesortu, situada en calle Mendoza al 3700) a comprar el libro “Tabaré y la leyenda patria”, del autor uruguayo Juan Zorrilla de San Martín. Iba rápidamente y repitiendo los nombres desconocidos para mí. Nunca supe para qué hizo esa compra. Luego, lo incorporó a nuestra humilde biblioteca. Siempre nos decía que si había que dejar el país vayamos a Uruguay. Efectos del temor que vivíamos en la época peronista y que también adelantó su enfermedad. A los cuarenta y cuatro años enfermó y desde entonces lo cuidamos nosotros a él. Yo tenía doce años. Esa anécdota es un ejemplo de su interés por la lectura y la educación, y de la extremada sensibilidad que demostró en su vida.
Solo me quedó la infancia junto a él como recuerdo muy feliz. No necesitaba esperarlo de vuelta de su trabajo, como otros hijos esperan a sus padres. Trabajaba en el negocio de venta de forrajes y harina, que había fundado su padre y que estaba instalado junto a la casa de nuestros abuelos, que compartíamos, en la esquina de las calles Córdoba y Constitución, en barrio Echesortu de la ciudad de Rosario.
Nunca escuché un reto ni una palabra altisonante de mi padre. Siempre un consejo, una enseñanza o una observación para corregir algo que no sabíamos o nos habíamos equivocado.
Todos los sábados a la noche, revisaba nuestros cuadernos de la escuela y debía firmar al margen como constancia que la familia había visto el trabajo de los hijos durante la semana. El lunes, la maestra controlaba todos los cuadernos. Era parte de la relación familia-escuela. Mi hermana y yo, que apenas asomábamos al lado de su enorme escritorio de trabajo, esperábamos sus palabras con mucho respeto. “Está muy bien –nos decía–, pero siempre se puede ser mejor”. Ni aplausos, ni regalos, ni comentarios por allí para celebrar nuestras buenas notas. Era nuestra tarea y obligación de niños cumplir con nuestros deberes. Fue nuestra marca de fuego para siempre.
Hasta mis doce años nos acompañó como un padre casi perfecto: nos llevaba al parque los domingos por la tarde o a la mañana, a los cines Heraldo o Radar que realizaban funciones infantiles. Estaba siempre muy preocupado por nuestra salud y nuestra educación, para que nada nos faltara. Cuando ingresé en primer grado yo ya sabía leer y escribir, porque él había contratado a una maestra particular para que me preparara. Participaba de las reuniones de la Asociación Cooperadora de la escuela, pues consideraba que era obligación de todo padre colaborar con la escuela. Fue miembro de la Comisión Directiva del club Atlantic Sportmen, el club del barrio que ayudó a crecer y en el cual toda nuestra familia desarrollaba la mayor parte de sus actividades sociales.
Su recuerdo se agiganta, porque sabemos más de él por los otros, que por nosotras mismas. Los clientes de su negocio, los que lo conocieron en el club, los vecinos del barrio y hasta mi abuela materna, es decir, su suegra, destacaron siempre sus pocas palabras, su seriedad, su amabilidad y su interés por todos. Como hermano mayor de cuatro hijos, dos hermanas y un varón, aprendió su responsabilidad en la familia y la prolongaba en el negocio al comunicarse con los demás.     
Físicamente era muy atractivo, buen mozo, muy elegante y cuidadoso en el vestir. Recuerdo que mi abuela materna, que lo quería más que a otros yernos, me contaba que guardaba su ropa limpia en un cajón de la cómoda de la habitación de mi madre en el campo donde vivían para cuando él llegaba de visita. Pantalón blanco, camisa blanca y alpargatas blancas. Así, aparece en las pocas fotos que tenemos. Cuando se casaron, mi abuela continuaba con esa tarea.
A mi padre le gustaba, como a sus hermanas, vestir a la moda, hasta elegían sus prendas en catálogos de “Gath y Chaves” enviados desde Buenos Aires.
En ese tiempo era usual publicar los acontecimientos familiares en el diario y en revistas sociales. Las bodas de mis tías se anunciaron en la revista “Ecos” y los nacimientos se reflejaban con alegría en el diario “La Capital”. La sección “Sociales” se mantuvo mucho tiempo en ese diario, donde recuerdo haber leído la publicación de viajes, bodas, cumpleaños que eran muy comentados. Así es como pude conservar la foto de mi padre, cuando se recibió de contador práctico en la Escuela Comercial “Contardi”. Nunca comentó ni hizo alarde de sus actividades sociales.
Lo pienso de manera especial con esas noticias que me llegaron a través de los recortes periodísticos y que yo no viví. Entonces, comprendo su sufrimiento cuando aún, muy joven, nada podía hacer ni física ni mentalmente por recomendación médica. Cuando reflexiono queriendo reconstruir el pasado con mi padre, me asombra qué poco sé de él. Lo amé cuidándolo en su enfermedad y trabajando para mantenernos, junto a mi hermana y a mi madre. Todo fue distinto a su vida casi de galán.
Compartimos treinta años. Ya vivimos más de cuarenta sin su presencia física. Y las preguntas me quedan sin respuesta. ¿Dónde quedaron las palabras para poder evocarlo?
¿Qué es la vida? ¿Cómo vamos construyendo nuestra historia? Con alegrías y tristezas; lo que nos es dado y lo que vamos logrando por nosotros. Vamos siendo…

Están pasando cosas muy feas

Teresita Giuliano

Cuando terminé la escuela secundaria, en 1976, pleno proceso militar, mi deseo era estudiar abogacía.
Con mi papá, como siempre dispuesto a complacerme, viajamos a Rosario para inscribirme en la Facultad de Derecho.
Aún recuerdo con total claridad la impresión que nos causó ese gran edificio con pintadas y escritos, y esa especie de abandono y tristeza que parecía impregnar el lugar.
Nos dieron unos papeles y nos fuimos de allí con una sensación de abatimiento, que compartimos pero no nos dijimos nada.
Visitamos a los tíos que vivían en Rosario y la tía fue muy clara: “No me comprometo a tenerla acá en casa. Es mucha responsabilidad. No quiero asustarlos, pero están pasando cosas muy feas”.
¡Adiós mis sueños de convertirme en abogada penalista! Mis padres nunca me dejarían quedarme a estudiar en Rosario. No se me ocurrió hacerles ningún reproche.
Creo que en lo más íntimo pensaba como ellos: una joven de pueblo, criada entre algodones, inocente e ignorante de lo que estaba ocurriendo… era temerario. Y no insistí.
Así que volvimos al pueblo.
Hacía poco tiempo que en Cañada de Gómez, distante cincuenta kilómetros de Tortugas, había abierto sus puertas el Instituto del Profesorado Nº 5 y ofrecía la carrera de profesora en Nivel Inicial.
Elegí ser maestra jardinera como segunda opción y terminó siendo mi vocación.

Pasó mucho tiempo hasta que supe y comprendí cuáles eran “las cosas feas” que habían pasado.

El inevitable progreso

Nora Alicia Nicolau

“Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran
y se reconocen y se abrazan. Ese lugar es mañana.”
Eduardo Galeano (del “Libro de los abrazos”)

Ahora, nosotros somos el “mañana” de nuestros abuelos y nuestros padres. Si nos pudieran ver… ¿qué pensarían?
Mi abuelo paterno tenía un negocio de “forrajes y semillas” en barrio Echesortu, en la calle Constitución al 800. Vendía fardos de pasto (alfalfa), bolsas de maíz, afrecho, avena, cebada, mijo, alpiste, trigo, etcétera. Tanto al por mayor como al menudeo. En la esquina, Constitución y Córdoba, junto a su galpón, tenía un depósito de bolsas de harina, donde se proveían los panaderos mallorquines de Rosario, sus compadres y amigos. Él había nacido en el puerto de Pollensa, en Mallorca y mantenía su comunicación con ellos.
Junto a sus locales comerciales, había edificado su vivienda, la primera en esa manzana del barrio. Una casona que se comunicaba con uno de esos locales y tenía su entrada sobre calle Córdoba al 3600. Se entraba por una enorme puerta de madera de dos hojas a un zaguán que llevaba a un gran patio cubierto de macetas y plantas. En el frente, dos grandes habitaciones con balcones de altas persianas y hermosas barandas de hierro forjado. Les seguían otros tres ambientes, uno era el comedor diario. Aparte, estaba la cocina y el baño. Una escalera de cemento llevaba a la pequeña terraza con lavadero y baranda, que daba al patio. Macetas de todo tipo las alegraban. Por una escalera más pequeña se ascendía a una gran terraza donde se colgaba la ropa. Hermosa construcción de la época. Hace décadas la familia fue vendiendo estas propiedades. Hoy, hay cuatro casas en ese lugar y permanece el galpón algo modificado.
Cuando mi padre y su hermano fueron mayores constituyeron una empresa familiar, una sociedad: “Juan Nicolau e hijos”. El negocio fue fructífero, cuando en la ciudad habitaban muchos animales domésticos y para el trabajo. Llegaron a abrir una sucursal a pocas cuadras del comercio de calle Constitución.
Recordemos que no solo a los difuntos se los llevaba en carruajes tirados por caballos, sino que el panadero, el lechero, las mercancías en general eran repartidas en jardineras. Había carros, chatas, sulkys, y algún gaucho a caballo, también “coches de plaza” para transportar a los pasajeros que llegaban en los trenes. Se usaban muy pocos autos y hasta los tranvías eran tirados por caballos a principios del siglo XX (en 1905/06 apareció el primer tranvía eléctrico). La mayoría de las casas tenían gallineros y se surtían en el negocio de mi familia del alimento para los caballos y de las semillas necesarias para aves, incluido los pájaros que no faltaban en ninguna vivienda. Teníamos dos jardineras y una chata para el reparto. En un lote cercano estaba la caballeriza en la que se guardaban dos o tres caballos.
Fui testigo del avance del progreso. Una reglamentación, una ordenanza, me parece, dispuso evitar los gallineros en casas de familia y se controló severamente. Fueron desapareciendo nuestros clientes. Al poco tiempo, se prohibió transitar con vehículos de tracción a sangre. Desaparecieron las jardineras y casi los proveedores a domicilio.
Recuerdo cuando el último “mateo”, como se llamaba a los “coche de plaza”, que había quedado en la ciudad, se despidió de mi padre. Lo conducía un hombre de muy baja estatura y muy amigo del negocio donde dejó su tristeza junto al último fardo de pasto que adquirió. Nuestras jardineras se convirtieron en un hermoso camión que mi tío tuvo que aprender a manejar. Fueron apareciendo los taxímetros como coches de alquiler.
No voy a renunciar a los recuerdos y a los valores de mi infancia. Con nosotros también va desapareciendo una época. Lo narrado forma parte del ayer… del tiempo de mis abuelos y mi familia. Fui testigo del cierre del negocio a causa del progreso inevitable.
Ahora en el presente nosotros somos memoriosos del pasado; pero, expectantes del futuro. Avizoro el progreso al leer y observar los nuevos avances en los medios de transporte, en la medicina, en los complicados aparatos electrónicos como las impresoras 3D, que ya están entre nosotros; la nueva manera de relacionarnos entre las personas y la comunicación entre los países; el conocimiento y los adelantos en astronomía y más y más…

Se cree que vivimos en presente, pero siempre conjugamos los verbos en futuro. Vamos siendo el mañana, personificado en los hijos y nietos. A ellos les diría lo que leí hoy en Facebook: “Hoy tienes que decidir que otro ayer quieres para mañana” M. Mayer.

¡Es una nena!

Teresita Giuliano

“Henry, ¡es una nena!”.
Papá entró al dormitorio a conocerme y salió corriendo a comprar un par de aritos.
En ese momento debe haber comenzado el enamoramiento, que con mayor o menor intensidad, a través de los años y las circunstancias, aún mantenemos.
Mi papá hizo la primaria hasta sexto grado como era usual y no siguió estudiando, porque también era usual.
Creo que a sus padres no se les ocurrió. Las escuelas secundarias se encontraban en las ciudades.
Así que, cumpliendo con el mandato familiar, empezó a trabajar.
Tenía inquietudes artísticas e intelectuales y utilizó los pocos recursos con los que contaba para canalizarlas de alguna manera.
Entre otras cosas, estudió dibujo de caricaturas por correspondencia y sus trabajos eran muy logrados. Y aunque lo hizo de muy joven, siempre mantuvo esa habilidad para el dibujo, de tal manera que nos ayudaba a mis hermanos y a mí con las tareas escolares en las que nos requerían alguna forma de expresión creadora.
No habiendo heredado yo esa cualidad, durante mis estudios en el profesorado, aprobé la materia Dibujo gracias a mi padre, que con un lápiz negro y una goma de borrar, a mano alzada plasmaba en el papel lo que a mí me exigían.
Luego de recibirme y durante años, seguí recurriendo a él para que sus trazos, en grandes láminas, decoraran las salitas de los jardines de infantes donde trabajaba.
Era famoso entre mis compañeras, que lo contaban como un colaborador más en las efemérides y festejos.

Aún hoy, debe haber dando vueltas alguna lámina, algún afiche reciclado de sus creaciones, en manos de quienes desconocen su origen.