jueves, 22 de septiembre de 2022

Platero y yo

 

Mónica Mancini

 

Cuando título “Platero y yo” , ese “Yo” soy yo , no es Juan Ramón Jiménez.

Platero llegó a mis manos por intermedio de mi maestra de tercer grado, la señorita Hilda, nos dijo que leamos para que lo comentemos en clase.

La edición que conseguí era pequeña, casi de bolsillo, con un dibujo en la tapa del burrito, y algunos delineados en blanco y negro en su interior.

Demoré en conseguirlo, en el barrio no había librerías y tuve que esperar que me llevaran al centro para comprarlo. Cuando la empleada me lo dio, lo tomé como un trofeo, ya se lo había visto a muchas de mis compañeras y ansiaba mucho tener el mío. Recuerdo que acaricié su tapa y lo apreté sobre mi pecho. Platero ya me pertenecía.

El primer párrafo me llenó de ternura, todos mis sentidos reaccionaban a las sensaciones que Juan Ramón describía.

Aceleré la lectura y paso a paso amaba y sentía que era la compañera de aventuras del burrito. Deseaba que mi perro Leo, una mezcla rara de salchichón y coli, de mal carácter, actuara conmigo como lo hacía Platero con su dueño. La frustración me llevaba a sumergirme en la lectura y, por supuesto que con siete años, no me daba trabajo viajar a los prados de Moguer, imaginar el molino, los corrales y la luna plateada que reinaba en los maravillosos relatos.

Corría noviembre de 1963, sentadita sobre la mesa, en canastita, hojeaba las últimas páginas de mi libro. La televisión estaba encendida, en un momento dan la noticia que habían asesinado a John Kennedy, toda mi familia se acercó a la pantalla para escuchar y ver con más detalle. Era un acontecimiento muy movilizador.

Yo, niña abstraída en la lectura, no entendía ni me importaba lo que despertaba tanto interés en los adultos. En ese momento en que la historia inmortalizaba la imagen de Jackie trepándose a la limusina, Platero también moría en su lecho de paja.

No podía creer que Juan Ramón me hiciera eso. ¿Por qué le tenía que pasar a “Mi Platero”? Cuando entendí, después de leer y releer como el autor describía la muerte de Platero, lleno de metáforas y descripciones, lloré muchísimo, mis padres sacaban conclusiones absurdas.

Esta nena no debería mirar el noticiero.

Es una imagen impresionante.

Ahora va a tener pesadillas

Nunca sospecharon que mi llanto obedecía a la lectura del librito que, según el autor, no fue escrito para niños.

Pasaron muchísimos años y jamás pude dejar de asociar el asesinato de Kennedy con la terrible tristeza que sentí cuando llegué al final de “Platero y yo”.

Tardé muchos años en perdonar a Juan Ramón que, con bellas y poéticas palabras, me dio un disgusto tan grande.

Recorrí su historia y así supe que su vida fue muy difícil. Era republicano en la España franquista y tuvo que exiliarse, viviendo en diversos países sufrió serias depresiones por las que fue internado repetidas veces.

En 1956, ganó el premio Nobel por su obra literaria, destacándose “Platero y yo” como una obra clásica.

Esa obra me motivó muchísimo para leer otros libros y poemas del autor, aprendí el significado de muchos de los términos que él usaba en su prosa lírica, pero por sobre todo me adueñé de su adorado burro: Platero todavía me pertenece.

 

“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”.

Palabras y garabatos

 Diana Kallmann

 

Cuando era adolescente, solía tener siempre a mano un cuaderno y una birome para anotar las cosas que me hacían pensar o me conmovían. Recuerdo algunas de esas citas aún. Me viene a la mente una frase de las “Cartas a un joven poeta”, de Rainer María Rilke. Decía: “porque en el fondo y justamente en las cosas más importantes, estamos absolutamente solos”. No estoy segura si usó la palabra absolutamente. No tengo el libro a mano, lo perdí en alguna de mis mudanzas. Tal vez si pusiera la frase en Google aparecería, otras veces resolví dudas similares con su ayuda, pero prefiero dejarla así, como está grabada en mi memoria.

Cuando empecé la universidad, seguí aferrada a los cuadernos. Tomando apuntes desarrollé un sistema de abreviaturas, que luego fui engrosando en mi trabajo como periodista. Recuerdo la “R” mayúscula con la que simbolizaba la palabra realidad. Con mayúscula, como obligándome a aterrizar en un mundo que no terminaba de comprender y de algún modo me aterraba. Acababa de llegar a Buenos Aires y circulaba por esas calles desconocidas con una pequeña agenda donde figuraban el microcentro y las líneas de subte. Aquella “R”, entonces, no solo me permitía tomar los apuntes más rápido, era un recordatorio de que no debía perderme en mis divagaciones y asentar mis pies en la Realidad, porque si no me perdería en ese laberinto de calles y dudas existenciales. Eso sí, fiel a mis hábitos, en las últimas páginas de esos cuadernos anotaba siempre alguna cita, alguna idea, algún intento de poema.

La palabra escrita a máquina, en cambio, circulaba por otros carriles, despojada de subjetividades. Como muchas jóvenes de mi época casi todas éramos mujeres–, había hecho un curso de dactilografía y manejaba sin mirar el teclado “qwerty” después de haberlo repetido hasta el infinito en la academia Pitman de Bahía Blanca, donde viví y cursé los cinco años del secundario.

Cuando fui a estudiar a Buenos Aires, la máquina de escribir y mi habilidad para usarla sin mirar las teclas, se convirtieron en el principal recurso mantenerme. Me inscribí en una de esas agencias de empleos temporarios que usábamos muchos jóvenes recién llegados del “interior” y no conocíamos a nadie. Así, trabajé en diversas empresas como dactilógrafa. Había desarrollado buena velocidad con el teclado, lo que me permitió tener continuidad en los trabajos. Pero lo increíble es que, sin darme cuenta, empecé a copiar los textos a máquina –casi todos los trabajos consistían en eso–, mientras pensaba en otra cosa. Ya sea en lo que estaba estudiando, en mi familia que tanto extrañaba, en los chicos que me gustaban, en las amigas que fui haciendo en la facultad de Letras, que luego abandonaría convocada por otras urgencias.

Sin embargo, no abandoné la máquina de escribir, que siguió siendo mi fuente de sustento. Me resultó muy útil en México, cuando empecé a trabajar como periodista. Usábamos una máquina manual –las eléctricas estaban reservadas a los jefes, que paradójicamente escribían poco– y hacíamos las notas por duplicado, con papel carbónico, una para que leyera el jefe de redacción y otra para nosotros. El olor a la tinta del carbónico, los dedos manchados, el ruido del tecleo en la sala de redacción, las carpetas del archivo llenas de polvo –no había Internet-, eran el escenario que compartíamos y en el que surgieron mis primeros amigos mexicanos. Intercambiábamos nuestros modismos, “laburo” o “chamba”; “coima” o “cometa”; “echar un charolazo”, cuando alguien muestra su tarjeta para decir “¿usted sabe con quién está hablando”?”. Me ayudaron a escribir y hablar en un idioma igual, pero diferente y con ellos comencé a sentir que pertenecía un poco a ese país. La amistad es también una patria.

Escribía mirando los apuntes o el esquema que había armado, al tiempo que observaba cómo iba quedando el texto en la máquina. Cuando detectaba algún error, usaba aquellos pinceles de corrector blanco o tachaba con varias “x”. Como eran borradores, se podía hacer eso.

Con este oficio empezó una suerte de “diálogo” entre lo escrito a mano y lo escrito a máquina, un acercamiento entre ambos mundos. En principio, los reportajes ampliaron mi universo de abreviaturas. Como hacía notas de economía, empecé a usar los signos que aprendí en matemáticas en el secundario, como mayor, menor o semejante. Para tomar una cifra en miles ponía al lado de los dígitos una m minúscula en lugar de los ceros y una mayúscula cuando se trataba de millones. Usaba el grabador solo como testigo o para despejar alguna duda, pero escribía la mayor parte de los artículos basándome en los apuntes. En ese proceso mi letra se fue convirtiendo en unos garabatos que hasta a mí me costaba descifrar. Tenían cierto sabor a secreto, difícilmente alguien hubiera podido leerlos. Por eso, seguía con el hábito de anotar cosas que se me ocurrían en algún rincón de la libreta.

La elaboración de una nota implica cierta subjetividad, seleccionar lo que aparece como importante, destacar algún concepto, usar alguna palabra filosa para poner sutilmente en duda o para destacar la afirmación de un entrevistado. “Repreguntó este medio”, “argumentó”, “arguyó”, “enfatizó”. A veces, ironizábamos con una compañera del diario, ya en Neuquén, que usábamos palabras que no tenían cabida en el lenguaje cotidiano. El periodismo gráfico era un poco solemne entonces, pero más correcto en la ortografía y la sintaxis.

La escritura a mano, que hasta entonces usaba casi exclusivamente para cosas personales, empezó a interactuar con la escritura a máquina. Un signo de admiración, un subrayado, una cruz en el margen del apunte, establecían una jerarquización que naturalmente iban ordenando el texto que luego escribía a máquina.

Después, aparecieron las computadoras. La primera que usé fue en la agencia Neuquén del diario “Río Negro”, en 1984. Eran unas estructuras enormes con una pequeña pantalla con fondo negro y letras blancas. No había una para cada periodista, así que corríamos a la máquina cuando otro se levantaba, para ganarle de mano a los que estaban esperando. Esas computadoras no tenían memoria, se usaban unos discos cuadrados grandes, que como eran caros no abundaban y los teníamos que compartir. De tanto usarlos fallaban con frecuencia. Era común escuchar un insulto a toda voz a la hora del cierre, cuando teníamos que mandar las notas a Roca –el diario se editaba allí–, y la nota se esfumaba en aquellos discos maltratados. El envío se hacía desde un aparato que hacía un ruido infernal. No recuerdo cómo funcionaba, solo que se conectaba a la máquina. Pero sí recuerdo que, como los discos, también fallaba. Vivíamos una sensación de alivio cuando apretábamos la tecla send file y el transmisor empezaba a funcionar. Cada envío implicaba una cuota de suspenso.

Con el tiempo, escribir en la computadora se transformó en algo cercano y amigable. Corregir, cortar textos, transportarlos, esa obediente ductilidad me permitía circular libremente por el escrito hasta aproximarme a lo que quería expresar. Aproximarme, digo, porque nunca se logra del todo.

Debo confesar que pese a mi gran amistad con las computadoras, nunca me interesé por aprender algo más de lo estrictamente necesario para mi trabajo, escribir, editar, corregir o buscar en Google.

Aprendí que hay dos cosas fundamentales, una es reiniciarlas cuando algo falla. Y lo que es todavía más importante: apenas comienzo a escribir, cliqueo el “guardar como” y mando la nota a una carpeta. Demasiados textos fueron a parar a esa especie de limbo virtual del que nunca regresaron.

Libros, mis compañeros de vida

 

María Cristina Piñol

 

Cuando éramos muy chiquitos jugábamos siempre con hermanos, primos, amigos y a veces solos con muñecas, pelotas o autitos. Ese era todo nuestro universo pequeño y divertido. Antes de aprender a leer adivinábamos que existía un mundo más grande que ese chiquito que nos rodeaba, por las historias que nuestros padres y abuelos nos contaban, por los cuentos que nos leían o a través del cine, que cada tanto frecuentábamos para ver alguna película hablada en español. Ese era el modo en que podíamos intuir que existía otra realidad.

Cuando nos hicimos un poquito más grandes, aprendimos a leer y recién entonces explotó la magia. Comenzaron a llegar los libros de tapas duras color naranja, hojas gruesas, letras grandes e imágenes coloridas de la colección Constancio Vigil: “El mono relojero”, “Juan Pirincho”, “Los tres chanchitos”, “La hormiguita viajera” y tantos otros que nos abrían el camino a la fantasía y el asombro.

Después vinieron los cuentos y las novelas de la mano de la Colección Robin Hood o de la Colección Billiken y con ellos emprendimos las más locas aventuras. Dimos “La vuelta al mundo en 80 días” y nos sumergimos en un “Viaje al centro de la tierra” de la mano de Julio Verne. Nos convertimos en piratas navegando mares embravecidos a bordo de galeones enormes con “El Corsario negro” y con “Sandokan” de Emilio Salgari. Como si todo eso fuera poco, conocimos islas remotas y paradisíacas con la familia Robinson, fuimos capaces de adentrarnos en otra isla más salvaje y solitaria en busca de un tesoro guiados por Stevenson y vivimos las aventuras de Mowgli, aquel niño criado por lobos en “El libro de la selva”.

Y después de tanta aventura, Louisa May Alcott irrumpió en mi vida como una brisa fresca, contando historias de personajes reales que vivieron en un pasado no demasiado lejano. “Mujercitas” se convirtió en mi libro de cabecera. Louisa, que escribía de un modo sencillo y sin grandes estridencias, lograba que nosotros los lectores, habitásemos la casa donde vivían la señora March y sus hijas, que palpáramos el ambiente hostil que generó la Guerra de Secesión, que extrañáramos al señor March, el papá de las niñas que luchaba en el frente, que nos asombráramos recorriendo la mansión de sus vecinos muy ricos, y que odiásemos a la tía March y a su inmensa casona, la única adinerada y también avara de la familia.

Amy, Beth, Meg y Jo, las cuatro hermanas protagonistas de la novela, tenían características muy diferentes y cada una representaba los distintos estereotipos de las chicas de la época. Meg, la mayor, que había alcanzado a vivir los momentos de esplendor de la familia antes de que su padre perdiese todo su dinero, era bella, fina, elegante y solo aspiraba a casarse con un hombre rico. Beth, dulce, cariñosa, algo frágil, de bajo perfil y amante de la música. Amy, la menor, muy egoísta, pintora y tímida; y Josephine, “Jo”, la rebelde e irascible que rompía con todas las normas de las señoritas de entonces y soñaba con ser escritora. La chica sencilla, de tez morena y un hermoso cabello negro y largo que un día decide cortarlo a lo varón para venderlo y poder comprar el remedio que necesitaba su hermana.

Y, sí, Jo era mi heroína. Sentía que me parecía mucho a ella, al menos en lo rebelde, irascible y contestataria, si hasta en una ocasión, y no por imitarla, también me había hecho cortar el cabello bien cortito tan solo para no personificar a la Virgen en un acto escolar.

“Mujercitas”, “Señoritas”, “Los Muchachos de Jo” y “Ocho primos” ocuparon un lugar privilegiado en mi biblioteca de la infancia, y aún hoy cada tanto los mimo con una caricia y les doy una mirada a algunas páginas que quedaron subrayadas desde hace mucho, mucho tiempo.

“Corazón”, de Edmundo De Amicis, fue una novela impactante para mis ocho o nueve años. Con un lenguaje sencillo y emotivo, narraba el diario de un niño de más o menos mi edad que vivía en el viejo mundo, en Turín, ciudad donde nació mi abuela y en tiempos de guerra. El entorno montañoso, los compañeros de la escuela, las ausencias, el hambre, la historia, las burlas y los motes grotescos y hasta a veces ofensivos, que entre ellos usaban, eran las cosas que vivían chicos de mi edad, niños como nosotros. También estaban los cuentos que el maestro les entregaba mensualmente para leer. Recuerdo solo tres de ellos: “El pequeño vigía lombardo”, “El tamborcillo sardo” y “De los Apeninos a los Andes”. El primero quizás se me grabó por lo cruento, el segundo porque termina bastante bien y “De los Apeninos a los Andes”, porque su protagonista Marco, en busca de su mamá cruza el océano solo, en un gran barco y llega hasta la Argentina. Pasa por Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Tucumán y en ese raid el autor describe cada una de esas ciudades. Creo que en ese momento comencé a comprender que realmente éramos parte del mundo.

Otra gran preferida de mi biblioteca era una enciclopedia, “Lo Sé Todo”. Doce tomos de la Editorial francesa Larousse, aunque su autor era italiano. Para mí, no eran solo libros de consulta para alguna tarea escolar, ¡eran doce cajas de sorpresas! Los leía como un libro cualquiera, no importaba el número del tomo ni la hoja donde al azar lo abría, siempre encontraba un motivo para seguir leyendo. Esta enciclopedia abarcaba todos los temas, historia de la humanidad, religiones, física, química, botánica, zoología, geografía, descubrimientos, literatura, arte, arquitectura, mitología y más mucho más. Cada uno de los relatos se acompañaba con ilustraciones y se ubicaban en tiempo y lugar.

Lejos estaba de imaginar a mis once o doce años cuando devoraba aquellas enciclopedias, que algún día podría caminar y tocar esos templos griegos con sus columnas de capiteles dóricos, jónicos y corintios, maravillarme ante los arcos coloridos de la arquitectura islámica, quedarme tiesa ante el David y embelesada ante el Moisés, admirar con nudo en la garganta a La Piedad o secarme una lágrima frente a La Ultima Cena. Todo esto y mucho más lo había visto y leído en esos libros y los grabé desde niña en mi memoria y también en mi alma.

No tengo dudas de que los libros que leímos, sobre todo siendo niños, continúan siempre vivos en nosotros. A veces, solo se adormecen esperando esa chispa que los despierta para recordarnos que fueron ellos los primeros que nos mostraron lo que vemos, los que nos encendieron la curiosidad y también la capacidad de emocionarnos.

El Oscarcito

 Diana Kallmann

 

El pueblo era polvoriento, como todos los de La Pampa en aquella época, a comienzos de los 60. Dos calles principales paralelas a la vía, separadas por yuyales y tamariscos que se inclinaban formando túneles, ideales para jugar a la escondida o para hacer una casita, que armábamos con lo que podíamos recolectar en cada casa. Entonces no se desechaba nada, siempre encontrábamos algún tesoro en un cajón de la cocina.

Por las vías se iban los cereales y el ganado hacia los puertos. Una vez por semana llegaba el tren. Traía alimentos y mercaderías varias. Mi hermana y yo esperábamos el “Billiken”, con las aventuras de cada semana. No había librería, nuestros padres encargaban libros a un vendedor que transitaba los pueblos. Para ellos los premios Nobel, una bella colección de tapas celestes con letras doradas. Knut Hamsun, Thomas Mann, Emile Zola, además de la colección del Séptimo Círculo. Para nosotras, cuentos de hadas alemanes, cuentos de hadas rusos, libros grandes de tapas duras, con ilustraciones de bosques, montañas y ríos, paisajes que nunca habíamos visto y conoceríamos recién entrada la adolescencia.

Atrás de ambas calles, para un lado y para el otro, se distribuían dos o tres cuadrículas más que se abrían a la llanura, territorio mágico que recién comenzamos a explorar cuando fuimos más grandes y tuvimos bicicleta.

Pero de pequeñas todo se reducía a esas calles, a los tamariscos y sus secretos escondites, trepar a los árboles, jugar a la pelota, hacer “los mandados”. En verano juntábamos bolitas del árbol de paraíso, hacíamos gomeras y jugábamos a la guerra. Había una cancha de básquet en el club casi pegado a nuestra casa y allí jugábamos, sin protocolo ni reglas, a encestar la pelota. En verano don David, el vecino, nos dejaba nadar en el tanque australiano debajo de la higuera. Los frutos tibios contrastaban con el agua helada que salía del caño del molino.

Rutinas que se repetían y parecía que serían eternas. No sabíamos que aquellas imágenes de la infancia serían lo único fijo en nuestras vidas. Después todo fue cambio. De ciudades, paisajes, amigos que dejaríamos para encontrar otros en la siguiente escala. Ellos reaparecen en cartas amarillentas o en recuerdos que surgen como flashes entre las brumas.

Cada tanto venía un circo y el pueblo se alborotaba. Nosotras imitábamos a los artistas. Papá, carpintero habilidoso con las manos, nos hizo un trapecio en el que pasábamos horas haciendo pruebas que a veces terminaban con las rodillas sangrantes. El rolo rolo era otra pasión. Aquellas botellas de vidrio de un litro y medio, que se usaban para el aceite, eran el rodillo. Papá nos hacía una tabla bien lijada y recta para facilitar el equilibrio.

Por las mañanas venía el carro del lechero. Traía un enorme tacho de aluminio y vertía la leche en la botella que aportábamos nosotros. Mamá la hervía después, a veces hacía ricota o manteca.

Otro personaje infaltable era el carnicero, que llegaba en carro con media res colgada de un gancho y un enorme cuchillo para cortar las pulpas, pucheros y bifes con una rapidez asombrosa. Adivinábamos su llegada, porque nuestro enorme y perezoso gato se apoltronaba en la ventana para esperarlo. Mamá compraba y le pedía un pedazo de pulpa para el gato, que no comía otra cosa. El carnicero le daba, creo que ni siquiera le cobraba.

A veces nos mandaban a la carnicería, a la panadería o al almacén. Una aventura de tres cuadras. Nos parábamos a ver la tienda de Martínez, donde se apilaban cajas de botones con las muestras pegadas en el frente, cajas de hilos, puntillas, todo tan pequeño y prolijamente ordenado que parecía una casita de juguete.

A la panadería del francés llegaba la gente del campo con una enorme y limpia bolsa de arpillera para cargar las galletas, dos enormes bolas unidas en el medio. Pregunté por qué compraban esas y no el pan francés que consumíamos nosotros. Es que esas galletas duran más tiempo frescas me explicaron, la gente vive lejos y no puede venir al pueblo todos los días.

Había un almacén de ramos generales, el dueño tenía un apellido vasco. Sobre el mostrador lustroso, de un verde oscuro, lucía la balanza cromada, brillante y misteriosa. El vasco armaba hábilmente una especie de cucurucho de papel de diario y con una gran cuchara ponía arroz, fideos o azúcar y movía las pesas hasta lograr el equilibrio. Una operación fascinante. Lejos de los alimentos, había una zona donde vendían velas, kerosene, alcohol, fósforos, los insumos que usábamos los del pueblo y los del campo para acceder a nuestros limitados servicios básicos.

Como en todos los pueblos, había personajes que se destacaban. El Oscarcito, por ejemplo. Un chico con síndrome de down, adolescente en ese entonces, que circulaba libremente y charlaba con todos. Su mamá lo mandaba a hacer las compras con el dinero y un papelito con las indicaciones, que él apretaba en la mano. Siempre bien peinado, prolijo, el pueblo era su casa y la disfrutaba. Se cruzaba con los vecinos, intercambiaba bromas, todos lo saludaban con un “hola, Oscarcito, a dónde vas”. Era un chico feliz, confiaba en la gente, se sentía querido.

Le encantaba comer. Cuando finalmente llegaba a la carnicería, extendía la mano, abría el puño y exclamaba ¡un kilo de milanesas para el Oscarcito! Todos reíamos y él también. Los ojitos se le achinaban más y su enorme sonrisa subía por los cachetes encendidos.

En el campo se suele llamar “inocentes” a los chicos y chicas con algún retraso madurativo o alguna alteración mental. Una palabra candorosa que los protege de las miradas acusatorias o burlonas.

Hoy ese mismo pueblo tiene calles asfaltadas. El centro por donde pasan las vías es un enorme y cuidadísimo parque con juegos infantiles, césped impecable, rosales y anchas veredas. Las viejas tiendas están pintadas y tienen su placa recordatoria. Tampoco falta el museo de los pioneros, que encierra tesoros de las viejas estancias de la zona, elementos de trabajo, fotos de los inmigrantes. Surgieron confiterías, negocios modernos, pequeños supermercados y hasta un restaurante. Aquí y allá sobreviven alguna casa tapera, semiderruida, como para dar testimonio del pasado.

El pueblo tiene hoy unos dos mil quinientos habitantes que celebran y custodian cada progreso y cada innovación que realiza el municipio. El albergue para los campeonatos interprovinciales, la escuela secundaria y la escuela 91, un viejo edificio de los que se hacían en la época de Eva Perón, impecablemente mantenido.

También hay una escuela especial, que se inauguró hace pocos años, donde atienden y organizan actividades para los “inocentes”. Niños con discapacidad decimos hoy, haciendo gala de corrección política. Probablemente estos niños logran un mayor desarrollo o, al menos, cuentan con mejores posibilidades para aprender que el Oscarcito. Quizá sean tan felices como él cuando iba a comprar milanesas.

Los pueblos chicos tienen esas cosas, amparan a su gente. Por supuesto, también funciona aquello del infierno. Siempre sucede entre quienes conviven toda su vida en esas comunidades donde se conoce hasta el nombre de las mascotas de los otros, como dijera un vecino ingenioso.

 

 

martes, 20 de septiembre de 2022

Gina

 Estela Simón

 

Abrí la puerta y, desde que puse el pie en el primer escalón, la casa de mamá exhalaba eso tan particular de los lugares hace tiempo deshabitados: aroma a humedad, a polvo acumulado, y la palpable densidad del silencio y la penumbra.

Logré asumir, no hace tanto, que ya habíamos agotado todos los recursos para que siguiera viviendo en esta casa, su casa, enclavada en pleno barrio de Chacarita, pero “del lado de afuera”, como a ella le gustaba aclarar cuando le preguntaban dónde vivía. Desde la muerte de papá y ante el implacable deterioro de su cuerpo y de su mente, no nos quedó otra alternativa que ingresarla a “una residencia”.

Será por eso que cada vez que llego hasta aquí, me invade el mismo sentimiento de infinita tristeza y el deseo de salir corriendo, irme, desaparecer lo más pronto posible.

Hace poco tiempo y después de algunos desencuentros, decidimos con mi hermano, poner la casa en venta. Por lo tanto, acordamos también el comienzo de su desocupación y todo lo que implica: ¿qué hacer con los muebles?... ¿qué con la innumerable cantidad de libros que pueblan los estantes del dormitorio, del living, del comedor?... ¿qué con la ropa que aún dormita en las perchas del placard?... ¿qué con la vajilla, la cristalería?... ¿qué con cada uno de los objetos que ella y papá atesoraron en 60 años de luchas y vivencias compartidas?

Y aquí estoy, en este fin de semana, con muchas horas encima eligiendo los libros que quiero conservar y apartando cuáles regalar. De pronto, encuentro uno pequeño, en su tapa azul la figura ceñuda de Sarmiento y en su primera página la felicitación escrita por mamá que se lo regaló a mi hermano cuando pasó a segundo grado. Luego, me tropiezo con aquel de Oscar Lewis “Los hijos de Sanchez”, que mi marido, por ese entonces el “novio de la nena”, obsequiara a su suegra en el día de la madre, con una preciosa, larga y emotiva dedicatoria.

Ya la urgencia de acabar se hace cada vez más intensa, entonces me meto de lleno con el guardarropa, me apuro vaciando estantes, cajones y de tanto en tanto sigo tropezando con los recuerdos, esta vez en formato de fotos familiares o documentos amarillentos que casi se deshacen al tocarlos.

Todavía me queda por revisar la parte más alta del placard, rápidamente arrimo una silla, me subo y casi al tanteo mis manos se chocan con las valijas que los acompañaron en sus viajes; una enorme y pesada araña de bronce ¿sería la de mi abuela? y en una simple bolsa descubro a Gina. Gina, mi muñeca favorita.

Esa que mamá me trajo de Italia cuando yo tendría cinco o seis años, no lo puedo precisar, solo me acuerdo el impacto que me produjo cuando me la dio, contándome que era una réplica de la famosa y bonita actriz de cine Gina Lollobrigida, la “Lollo”, como le decían en aquella época.

Esa que, tomándola de sus manitos, caminaba moviendo su cabecita de un lado a otro. Esa, que al acostarla lloraba gracias a un ingenioso dispositivo que tenía colocado en su espalda y hacía ya mucho tiempo había perdido. Esa, de pelo corto y renegrido, de carita sonriente, de finos rasgos y dos inmensos ojos azules.

Esa fue la única que conservé al abandonar la infancia y las ganas de “jugar a la mamá”, para comenzar a ser una señorita. Fue la única que, desde entonces, sobrevivió a las sucesivas mudanzas y mamá continuó guardando.

La Gina, con la que también jugaron mis chicos y mis sobrinas, cuando visitaban a sus abuelos. Pero que, cuando ellos también fueron creciendo y se interesaron por otros juegos, desapareció. No volví a saber de ella, preguntándome a veces, dónde habría ido a parar, ya que mamá decía no recordarlo. Sin embargo, evidentemente, se mantuvo fiel a la promesa que me hizo de no regalarla, ni tirarla.

Gina, ¡qué sorpresa este reencuentro!! Tanta alegría me provocó que, más tarde, comentando telefónicamente con mi hermano, lo hecho el fin de semana, le disparé emocionada: ¿Sabés qué encontré? Un pedacito de infancia… mi muñeca Gina”. 

Los juguetes y los juegos

 

María Cristina Piñol

 

La Pepona, mi primera muñeca. De trapo, la cara pintada con ojos grandes, naricita que se esbozaba con apenas dos puntitos, una gran sonrisa de labios rojos y dos círculos rosados en las mejillas. Los rulos de su cabeza eran de lana y los cubría una cofia a lunares. El vestido, un jumper colorido y las piernas largas remataban en unos zapatitos negros también de paño. Ella dormía, comía e iba al baño siempre conmigo.

Un día llegó papá de viaje con una enorme caja envuelta con una cinta y un moño violeta. Dentro estaba el sueño de toda nena de cuatro o cinco años, Marilú. Grande, hermosa, rubia con rulos que caían sobre su frente y dos colitas atadas con una cinta brillante. En la cabeza una capotita que se anudaba debajo de la pera y un vestido vaporoso de piqué lila clarito, con flores violetas bordadas en la pollera. Marilú caminaba a mi lado tomándola de la mano, se sentaba en una silla, sostenía una tacita de té, cerraba y abría sus ojos marrones adornados con largas pestañas. Sí, Marilú fue mi hermana, era a la única que podía compartir con mi amiga María del Carmen, que venía todos los días a visitarme. Las tres tomábamos té en la mesa chiquita, aquella que tenía en el centro una pintura de “Caperucita” y la poníamos debajo de la higuera. Hablábamos mucho, nos disfrazábamos de “mamás grandes”, con zapatos de tacos y polleras largas, cortábamos higos, que comíamos cuando estaban maduros, y tomábamos jugo de naranjas que nos hacía mi mamá. Extrañamente, cuando mi hermanito empezó a caminar, María del Carmen no vino más.

Marilú tuvo un accidente, se cortó las piernas y ya no podía caminar conmigo, se quedó sentada en el silloncito hamaca de mimbre.

Entonces llegó Rosita, mucho más pequeña que Marilú, no caminaba ni podía peinarla, pero podía bañarla, ponerle colorete, cambiarle vestidos y me aseguraron que ella no iba a romperse jamás. Su apellido era Pierangeli y tenía muchas hermanas en otras casas con otras niñas. Al poco tiempo llegó la cama, la mesita de luz y el roperito de Rosita lleno de hermosos vestiditos hechos por mamá.

La última muñeca que tuve fue Laura, la hermana menor de Claudia. Era tan grande como Marilú, quizás más alta, aunque no doblaba sus rodillas ni caminaba, pero tampoco se rompería.

En medio de este ir y venir de muñecas, mi hermano iba creciendo y de a poco el varoncito de la casa iba también armando su mundo de juguetes. Primero, tuvo un gran oso marrón de peluche con el que dormía todos los días. Luego, llegaron los autitos, las pelotas, las ametralladoras, los cascos de soldados, las lanchitas pof-pof y las ruidosas pistolas de luces. Los reyes le trajeron el autito a pedales, rojo y grande.

De a poco, fui descubriendo la maravilla de tener un hermano. Mis juegos con él se fueron diversificando. Corríamos carreras en el larguísimo patio de mi casa, él en su auto y yo en mi sulky a pedales tirado por el caballito marrón de pelo de verdad.

Llegaron los partidos de fútbol, el aro de básquet, las pistas de carreras de autitos, las figuritas redondas con caras de jugadores, que apoyábamos contra la pared y con un punti debíamos pegarle para derribarlas; el trompo, que cuando giraba prendía luces de colores y el metegol.

No puedo olvidarme de la enorme caja de “Mis Ladrillos”. Tenía cientos de piezas pequeñas, todas de goma, no era muy fácil encastrar unas con otras. Él, mi hermano, siempre fue muy hábil con las manos, armaba casas hermosas, castillos y ranchos y yo me contentaba solo con adornarlos de flores, arboles y animalitos de granja. Después tuvo el Mecano, un sinfín de piezas de metal de diversos largos y colores, y todas las herramientas necesarias, destornilladores, llaves, tenazas pequeñas. Confieso que eso me superaba, no tenía paciencia ni habilidad.

Y los juegos de mesa, muchos y variados, el Ludo, las Damas, el Estanciero, Rutas Argentinas, Chin Chon, Truco, El Cerebro Mágico, La Batalla Naval, La Oca, Uno Solo, el Dominó, Ajedrez y algunos más que seguro mi memoria no abarca. Jugábamos toda la familia, por las noches después de cenar y de rigor los domingos de lluvia.

Otros tiempos, otras infancias, otros juguetes, otros juegos y otras familias.

Los juegos

 Gloria de Bernardi

 

 “¡Kitty levántate! ¡Mirá que lindo día! ¡Yo hago mate!”.

Nada, la remolona sigue con los ojos bien cerrados.

Bajo a las estampidas las escaleras, me pongo a preparar mate, corto rodajas de pan casero y las unto con manteca. ¡Con mucha manteca!

Vuelvo a subir, sigue dormida.

 “¡Kitty, levántate que te voy a contar lo que soñé anoche!”.

 “¡Y el mate está listo!”.

.“Vooooyyyy…”, dice y se arrastra, baja porque sus pies saben cómo hacerlo, y llega dormida a la cocina.

Las dos en los camisolines de algodón que nos hace la mami, y descalzas, porque en esos veranos santafesinos, ¡qué cosa más linda andar en patas por el mosaico!

 “Pero eso sí, cebás vos, porque a mí no me sale rico”, agrega.

Siempre la misma historia, haciendo como que la engaño, pero en realidad no la engaño nada.

“¡Vamos al pasillo, que todavía hay sombra!”, digo.

Allí, sentadas en el suelo, mateamos, mientras yo cuento una historia fantástica que se me va ocurriendo en el momento.

Y al terminar la mateada, ¿ahora a qué jugamos?- pregunto.

—¡A lo que estábamos jugando ayer!- me responde.

La Kitty es San Martín y yo Remeditos.

Entre lo que habíamos aprendido en la escuela y los libros con las historias de próceres que nos compra el papi, ya tenemos la base para dejar volar la imaginación.

Y esos juegos duran días y días, y lo empezamos adonde habían quedado anteriormente.

Cuando vienen las pibas del barrio, más un varón más chiquito, los juegos cambian, son a los comboys, como les decimos; y, además, tenemos un solo revólver, ¡el de Jorgito!

Y la mami, absolutamente indulgente, nos deja jugar en los sillones viejos, que ponemos uno contra otro y decimos que son una carreta.

Pero ¡ah!, me olvido del cuchillito de niños, ésa era la otra arma.

¿Quién hace tacatán?

 “¡Yo lo hago más fuerte!”

“¡Y yo no me canso!”

Bueno, las dos, acordamos.

La Kitty y yo nos especializamos en el galope de los caballos: “tacatán, tacatán, tacatán”, y cuando atacamos a los indios, que eran otras de las chicas, nos arrojamos de la “carreta”.

Justamente, en uno de esos saltos mortales, la Kitty se manda con el cuchillito en ristre, ¡y se lo clava a la Miriam!

Por suerte el cuchillito no tiene filo y la punta es redondeada, ni le sangró, fue el susto más que nada.

¡Cuchillito confiscado por la mami!

¿Y el revólver?

 “¡Jorgito, préstame el revólver, por favor, me toca, hace un montón que no lo uso!”, le pido. ¡Es único revólver del barrio!

La banda somos: la Kitty, yo, Miriam, Gladys, Tatiana, Susana y Jorge.

Y cuando viene nuestro primo Carlitos, ya somos una patota.

Atrás del patio de mosaico tenemos “el fondo”, de tierra, en el que crecen yuyos, con muchos árboles frutales y el gallinero atrás.

Y dentro del gallinero, una higuera gigantesca que da higos negros. ¡Montones!

La planta siempre está llena de moscas verdes.

Muchas siestas nos trepamos a la higuera, la Kitty y yo, escapando de los picotazos del gallo.

Tiene varias ramas horizontales en las que nos podemos sentar bien cómodas.

Y además en el fondo, al lado del gallinero, está el cuartito.

Uno de los usos que damos al cuartito es el dar títeres desde la ventana, con los muñecos que fabricamos de trapos rellenos, pintados y palos.

-“¡Chicos! ¡Vamos, que hay títeres!”

Y ahí están todas las sabandijas mirando las fabulosas creaciones.

¡Ah! Pero ese fondo da para todo.

¿A qué otra cosa podemos jugar?

Ya que tenemos los muñecos de los títeres…

¡Al tren fantasma!

“¡Sí, al tren fantasma, mirá, pasamos entre las cañas y el alambrado y una de nosotras hace aparecer a los muñecos para asustarnos!”, dice una.

Y ahí vamos. ¡La bambolla que armamos cuando aparece un muñeco!

“¡Ay que susto! ¡No doy más!”, dice otra.

Salimos del tren fantasma todos rasguñados, sucios, un verdadero desastre.

¡Cortan mucho las cañas!

Infancia de juegos, con las patas sucias, llenas de moretones, rasguños, alegría de vivir.

jueves, 15 de septiembre de 2022

La radio

 Liliana Lijovitzky

 

Siendo adolescente, junto a mis hermanas mayores que ya pisaban la juventud, escuchábamos, arrimando nuestros oídos al tapizado beige, que cubría los parlantes de la radio, una novela de Hilda Bernard y Fernando Ciro.

La radio era de madera oscura y en su interior había un tocadiscos, con el que formaban en conjunto dos muebles, que guardaban compendios ordenados por números romanos con una gran colección de long plays.

Tenía 12 años y no olvido los suspiros de las dos cuando Fernando Ciro decía “mía”. Se tiraban al piso, ponían las manos sobre sus corazones, sacudían sus melenas y yo, con mi inocencia, las copiaba.

Para mí solo era una voz y no entendía qué las inducía a actitudes disparatadas rozando el desatino.

Pasaron los años y comprendí que esa palabra dicha con tanta pasión y sensualidad, probablemente, movilizaría la sexualidad de ambas.

Ahora, escucho a un conductor de televisión pronunciando en una publicidad un solo vocablo de tal forma que despierta aún a mi edad, emociones conmovedoras.

Cierro los ojos y recordando aquella escena frente a la antigua emisora, descubro el valor de la palabra.

Dicha con la tonalidad exacta, la dicción perfecta y en el momento adecuado, puede sorprendernos con exaltaciones inesperadas, arrancándonos una sonrisa, derramando una lágrima y, ¿por qué no?, despertando nuestros más íntimos deseos. 

El valor inmenso de la radio me induce a concluir con una frase “no hay que ver para sentir, con escuchar, es suficiente”.

Mi amiga la radio

 

Raquel Arroyo

 

“La radio deja hacer y acompaña”, rezaban las letras blancas sobre el fondo rojo de la caja de fósforos Tres Patitos, que estaba sobre la mesada de granito de la cocina. Con la dificultad propia de aquella niña que empezaba a leer, deletreé cada palabra. Pero no alcanzaba a entender.

¿Mami, que quiere decir eso?- pregunté, subida al banquito que me permitía alcanzar la mesada y ayudar a pasar cada trozo de masa por la espátula ranurada y convertirla en ñoquis.

—Que podés escuchar la radio y a la vez seguir haciendo tus tareas, como nosotras ahora- me contestó mi madre, a la vez que hacía un cilindro de masa perfecto.

Me quedé pensando, mientras seguíamos llenando la mesada de la rica pasta. Y la radio acompañaba de fondo. En su lugar privilegiado: una repisa que había hecho el carpintero del barrio, exclusivamente para poner el aparato.

Era una “radio capilla” de madera lustrosa. Estaba bastante alta, aunque mis padres llegaban con facilidad, a mí no me era posible alcanzarla. Seguramente esa había sido la idea... que yo no la alcanzara. Entre las noticias y las voces de los locutores se escuchaba música, que mi madre y yo tarareábamos alegremente mientras seguíamos con los ñoquis. “Es verdad –pensé– deja hacer y acompaña”.

Hasta la llegada del televisor, la radio fue el artefacto más importante de la casa. Nos acompañaba todo el día con la música y las noticias. Y por las noches, con los radioteatros. El advenimiento de la TV cambió la rutina de las noches, pasamos de las radionovelas a las telenovelas.

Si bien me gustaba ver televisión, la radio ejercía sobre mí un hechizo inexplicable, que me sigue acompañando. Pero en aquellos tiempos yo necesitaba saber cómo llegaban las voces hasta ahí. Mis padres me explicaban dentro de lo que podían, porque creo que ellos tampoco entendían mucho el sistema. Hablé muchas veces de los hombrecitos de adentro de la radio. Creo que esa era la razón por la cual la radio capilla estaba bien alta.

Mi primo, bastante mayor que yo y con afición a los inventos, estaba armando una radio de galena. Cada vez que íbamos a su casa, yo quedaba hipnotizada mirando su trabajo. Y lejos de despejar mis dudas, las aumentó. Si no entendía la radio de madera lustrosa, mucho menos iba a comprender ese pedazo de madera, con cables de cobre y otras cosas raras. Aunque mi primo se esforzaba en explicarme yo estaba segura de que de ahí jamás iba a salir un sonido. “Por la antena llegan las ondas de radio, que viajan a un transformador. También lleva un condensador, que ya lo tengo, pero me falta conseguir un diodo y el sulfuro de noséquecosa” decía.

Demasiado para mí. Pero llegó el día en el que mi primo consiguió todo y la radio comenzó a emitir sonidos.

Eran muy bajos, pero podíamos escuchar con unos auriculares que él había armado, con partes de un teléfono. La radio ni siquiera se enchufaba. ¡Qué difícil era entender el funcionamiento! Claro que no se escuchaba tan lindo como la que había en casa, pero escuchar voces que salían de ese engendro de madera, cobre y sulfuro de noséquecosa, era por demás de fascinante.

A medida que yo iba creciendo, la radio iba sufriendo su metamorfosis. Así pasamos a la radio a transistores, que estaba sobre la mesada, porque yo había crecido lo suficiente como para no desarmarla en busca de los hombrecitos.

Ya había en casa más de una radio. La de la cocina era una Noblex Carina y mi papá tenía una Spica en su mesita de luz. Para un cumpleaños me regalaron una muy chiquita que podía pegar a mi oreja por las noches para no molestar a mi hermana, que dormía en la cama de al lado. De todas maneras, la más importante seguía siendo la que estaba en la cocina, esa era la que nos reunía para escuchar los partidos del Charrúa los sábados a la tarde y los de primera división los domingos; y a la que acudíamos cuando algún acontecimiento importante pasaba en el país, algunas veces tratando de sintonizar Radio Colonia, cuando las emisoras de acá eran censuradas.

Con la radio debajo de la almohada seguí paso a paso la caída del avión de los rugbiers uruguayos en Los Andes, lloré cuando escuché que habían abandonado la búsqueda y recibí el mejor regalo de mi cumpleaños de quince aquel día en que la radio me contó que habían encontrado a dieciséis sobrevivientes.

Después tuve una Siete Mares, esa radio te daba como un estatus especial. Decirle a alguien: “Yo tengo una Siete Mares”, con un dejo de arrogancia, era colocarte en un nivel privilegiado. Y ya después, por los 80 y con la llegada de la frecuencia modulada, se impusieron los radiograbadores, que te permitían grabar un casete con la música que pasaban en la radio, siempre y cuando el locutor no “pisara” el tema. Le comprabas cuatro pilas grandes al Sony y te ibas con la música a todos lados, y podías armar una fiesta donde fuera. Hasta que las pilas aguantaran...

Durante la guerra de Malvinas pasé noches enteras sintonizando onda corta para ver si lograba saber algo más de lo que informaban los medios oficiales. Desplazaba muy despacito el botón del dial, hasta que, entre los sonidos agudos, surgía la voz de un radioaficionado. El momento de sintonizarlos era tan emocionante, aunque la recepción fuera tan efímera.

Desde aquella radio de galena hasta las radios online de hoy, pasó toda mi vida. Fue y es mi compañía. Como dijo alguien, no me acuerdo quien: “la radio es el único electrodoméstico con corazón”.

La radio es compañía en la soledad. La radio tiene magia. La radio me hizo imaginar que Betty Elizalde era una mujer perfecta. Me acompañaba en aquellas noches de niños afiebrados y cambios de pañales con Angelita Moreno y sus “habitantes del silencio”. Me sigue acompañando en mis noches de insomnio con Dolina y su “venganza que será terrible”.

La radio fue Guerrero Marthineitz y sus largos silencios y Nacho Suriani leyéndome los diarios. Fue Evaristo Monti, aquel al que nadie escuchaba, pero todos sabían lo que había dicho. Fue “El expreso de Poli” y la música de los 70. Fue “La mañana entera” de Quique Pesoa y “La vereda de enfrente” del Bigote Acosta.

La radio es el relator que te grita un gol como si fuera el último y es el oyente que cuenta sus penas en la madrugada.

La radio es Orson Welles sembrando el caos con “La Guerra de los Mundos”. Es Sacristán en “Solos a la Madrugada”. Es “El tipo de la radio” del uruguayo Tabaré Cardozo.

“Me sentaría solo y miraría tu luz. Mi único amigo durante mis noches de adolescencia”. Así le cantaba Fredy Mercury a la radio en su tema “Radio Gaga”.

La historia de mi relación con la radio va desde conseguir el cristal semiconductor de sulfuro de plomo hasta hacer un clic en “Radio Garden” para escuchar cualquier emisora de cualquier lugar del mundo. Así de variada y compleja ha sido nuestra sociedad.

La radio es “La Oral Deportiva”, y “La Bolilla que faltaba”, y “La Mamadera”, de Julio Vacaflor. La radio son los mundiales, los goles de Messi y Maradona. La radio son mis visitas a un estudio cada vez que tenía la oportunidad y también es mi intento malogrado de ser locutora.

La radio fue y será mi amiga. Aquella que acompaña y no traiciona. La que nunca va a ser desechada a pesar de los avances tecnológicos. La que jamás perderá su magia. La que deja hacer y acompaña.