jueves, 22 de septiembre de 2022

Palabras y garabatos

 Diana Kallmann

 

Cuando era adolescente, solía tener siempre a mano un cuaderno y una birome para anotar las cosas que me hacían pensar o me conmovían. Recuerdo algunas de esas citas aún. Me viene a la mente una frase de las “Cartas a un joven poeta”, de Rainer María Rilke. Decía: “porque en el fondo y justamente en las cosas más importantes, estamos absolutamente solos”. No estoy segura si usó la palabra absolutamente. No tengo el libro a mano, lo perdí en alguna de mis mudanzas. Tal vez si pusiera la frase en Google aparecería, otras veces resolví dudas similares con su ayuda, pero prefiero dejarla así, como está grabada en mi memoria.

Cuando empecé la universidad, seguí aferrada a los cuadernos. Tomando apuntes desarrollé un sistema de abreviaturas, que luego fui engrosando en mi trabajo como periodista. Recuerdo la “R” mayúscula con la que simbolizaba la palabra realidad. Con mayúscula, como obligándome a aterrizar en un mundo que no terminaba de comprender y de algún modo me aterraba. Acababa de llegar a Buenos Aires y circulaba por esas calles desconocidas con una pequeña agenda donde figuraban el microcentro y las líneas de subte. Aquella “R”, entonces, no solo me permitía tomar los apuntes más rápido, era un recordatorio de que no debía perderme en mis divagaciones y asentar mis pies en la Realidad, porque si no me perdería en ese laberinto de calles y dudas existenciales. Eso sí, fiel a mis hábitos, en las últimas páginas de esos cuadernos anotaba siempre alguna cita, alguna idea, algún intento de poema.

La palabra escrita a máquina, en cambio, circulaba por otros carriles, despojada de subjetividades. Como muchas jóvenes de mi época casi todas éramos mujeres–, había hecho un curso de dactilografía y manejaba sin mirar el teclado “qwerty” después de haberlo repetido hasta el infinito en la academia Pitman de Bahía Blanca, donde viví y cursé los cinco años del secundario.

Cuando fui a estudiar a Buenos Aires, la máquina de escribir y mi habilidad para usarla sin mirar las teclas, se convirtieron en el principal recurso mantenerme. Me inscribí en una de esas agencias de empleos temporarios que usábamos muchos jóvenes recién llegados del “interior” y no conocíamos a nadie. Así, trabajé en diversas empresas como dactilógrafa. Había desarrollado buena velocidad con el teclado, lo que me permitió tener continuidad en los trabajos. Pero lo increíble es que, sin darme cuenta, empecé a copiar los textos a máquina –casi todos los trabajos consistían en eso–, mientras pensaba en otra cosa. Ya sea en lo que estaba estudiando, en mi familia que tanto extrañaba, en los chicos que me gustaban, en las amigas que fui haciendo en la facultad de Letras, que luego abandonaría convocada por otras urgencias.

Sin embargo, no abandoné la máquina de escribir, que siguió siendo mi fuente de sustento. Me resultó muy útil en México, cuando empecé a trabajar como periodista. Usábamos una máquina manual –las eléctricas estaban reservadas a los jefes, que paradójicamente escribían poco– y hacíamos las notas por duplicado, con papel carbónico, una para que leyera el jefe de redacción y otra para nosotros. El olor a la tinta del carbónico, los dedos manchados, el ruido del tecleo en la sala de redacción, las carpetas del archivo llenas de polvo –no había Internet-, eran el escenario que compartíamos y en el que surgieron mis primeros amigos mexicanos. Intercambiábamos nuestros modismos, “laburo” o “chamba”; “coima” o “cometa”; “echar un charolazo”, cuando alguien muestra su tarjeta para decir “¿usted sabe con quién está hablando”?”. Me ayudaron a escribir y hablar en un idioma igual, pero diferente y con ellos comencé a sentir que pertenecía un poco a ese país. La amistad es también una patria.

Escribía mirando los apuntes o el esquema que había armado, al tiempo que observaba cómo iba quedando el texto en la máquina. Cuando detectaba algún error, usaba aquellos pinceles de corrector blanco o tachaba con varias “x”. Como eran borradores, se podía hacer eso.

Con este oficio empezó una suerte de “diálogo” entre lo escrito a mano y lo escrito a máquina, un acercamiento entre ambos mundos. En principio, los reportajes ampliaron mi universo de abreviaturas. Como hacía notas de economía, empecé a usar los signos que aprendí en matemáticas en el secundario, como mayor, menor o semejante. Para tomar una cifra en miles ponía al lado de los dígitos una m minúscula en lugar de los ceros y una mayúscula cuando se trataba de millones. Usaba el grabador solo como testigo o para despejar alguna duda, pero escribía la mayor parte de los artículos basándome en los apuntes. En ese proceso mi letra se fue convirtiendo en unos garabatos que hasta a mí me costaba descifrar. Tenían cierto sabor a secreto, difícilmente alguien hubiera podido leerlos. Por eso, seguía con el hábito de anotar cosas que se me ocurrían en algún rincón de la libreta.

La elaboración de una nota implica cierta subjetividad, seleccionar lo que aparece como importante, destacar algún concepto, usar alguna palabra filosa para poner sutilmente en duda o para destacar la afirmación de un entrevistado. “Repreguntó este medio”, “argumentó”, “arguyó”, “enfatizó”. A veces, ironizábamos con una compañera del diario, ya en Neuquén, que usábamos palabras que no tenían cabida en el lenguaje cotidiano. El periodismo gráfico era un poco solemne entonces, pero más correcto en la ortografía y la sintaxis.

La escritura a mano, que hasta entonces usaba casi exclusivamente para cosas personales, empezó a interactuar con la escritura a máquina. Un signo de admiración, un subrayado, una cruz en el margen del apunte, establecían una jerarquización que naturalmente iban ordenando el texto que luego escribía a máquina.

Después, aparecieron las computadoras. La primera que usé fue en la agencia Neuquén del diario “Río Negro”, en 1984. Eran unas estructuras enormes con una pequeña pantalla con fondo negro y letras blancas. No había una para cada periodista, así que corríamos a la máquina cuando otro se levantaba, para ganarle de mano a los que estaban esperando. Esas computadoras no tenían memoria, se usaban unos discos cuadrados grandes, que como eran caros no abundaban y los teníamos que compartir. De tanto usarlos fallaban con frecuencia. Era común escuchar un insulto a toda voz a la hora del cierre, cuando teníamos que mandar las notas a Roca –el diario se editaba allí–, y la nota se esfumaba en aquellos discos maltratados. El envío se hacía desde un aparato que hacía un ruido infernal. No recuerdo cómo funcionaba, solo que se conectaba a la máquina. Pero sí recuerdo que, como los discos, también fallaba. Vivíamos una sensación de alivio cuando apretábamos la tecla send file y el transmisor empezaba a funcionar. Cada envío implicaba una cuota de suspenso.

Con el tiempo, escribir en la computadora se transformó en algo cercano y amigable. Corregir, cortar textos, transportarlos, esa obediente ductilidad me permitía circular libremente por el escrito hasta aproximarme a lo que quería expresar. Aproximarme, digo, porque nunca se logra del todo.

Debo confesar que pese a mi gran amistad con las computadoras, nunca me interesé por aprender algo más de lo estrictamente necesario para mi trabajo, escribir, editar, corregir o buscar en Google.

Aprendí que hay dos cosas fundamentales, una es reiniciarlas cuando algo falla. Y lo que es todavía más importante: apenas comienzo a escribir, cliqueo el “guardar como” y mando la nota a una carpeta. Demasiados textos fueron a parar a esa especie de limbo virtual del que nunca regresaron.

1 comentario:

  1. Que excelente tu relato Diana. Me llevó al recuerdo a solo leer el título: ¿Quién no empezó con un garabato a escribir algo? Confieso: sigo con garabatos . Saludos a la distancia compañera. Daniel Jobbel

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