jueves, 15 de septiembre de 2022

Mi amiga la radio

 

Raquel Arroyo

 

“La radio deja hacer y acompaña”, rezaban las letras blancas sobre el fondo rojo de la caja de fósforos Tres Patitos, que estaba sobre la mesada de granito de la cocina. Con la dificultad propia de aquella niña que empezaba a leer, deletreé cada palabra. Pero no alcanzaba a entender.

¿Mami, que quiere decir eso?- pregunté, subida al banquito que me permitía alcanzar la mesada y ayudar a pasar cada trozo de masa por la espátula ranurada y convertirla en ñoquis.

—Que podés escuchar la radio y a la vez seguir haciendo tus tareas, como nosotras ahora- me contestó mi madre, a la vez que hacía un cilindro de masa perfecto.

Me quedé pensando, mientras seguíamos llenando la mesada de la rica pasta. Y la radio acompañaba de fondo. En su lugar privilegiado: una repisa que había hecho el carpintero del barrio, exclusivamente para poner el aparato.

Era una “radio capilla” de madera lustrosa. Estaba bastante alta, aunque mis padres llegaban con facilidad, a mí no me era posible alcanzarla. Seguramente esa había sido la idea... que yo no la alcanzara. Entre las noticias y las voces de los locutores se escuchaba música, que mi madre y yo tarareábamos alegremente mientras seguíamos con los ñoquis. “Es verdad –pensé– deja hacer y acompaña”.

Hasta la llegada del televisor, la radio fue el artefacto más importante de la casa. Nos acompañaba todo el día con la música y las noticias. Y por las noches, con los radioteatros. El advenimiento de la TV cambió la rutina de las noches, pasamos de las radionovelas a las telenovelas.

Si bien me gustaba ver televisión, la radio ejercía sobre mí un hechizo inexplicable, que me sigue acompañando. Pero en aquellos tiempos yo necesitaba saber cómo llegaban las voces hasta ahí. Mis padres me explicaban dentro de lo que podían, porque creo que ellos tampoco entendían mucho el sistema. Hablé muchas veces de los hombrecitos de adentro de la radio. Creo que esa era la razón por la cual la radio capilla estaba bien alta.

Mi primo, bastante mayor que yo y con afición a los inventos, estaba armando una radio de galena. Cada vez que íbamos a su casa, yo quedaba hipnotizada mirando su trabajo. Y lejos de despejar mis dudas, las aumentó. Si no entendía la radio de madera lustrosa, mucho menos iba a comprender ese pedazo de madera, con cables de cobre y otras cosas raras. Aunque mi primo se esforzaba en explicarme yo estaba segura de que de ahí jamás iba a salir un sonido. “Por la antena llegan las ondas de radio, que viajan a un transformador. También lleva un condensador, que ya lo tengo, pero me falta conseguir un diodo y el sulfuro de noséquecosa” decía.

Demasiado para mí. Pero llegó el día en el que mi primo consiguió todo y la radio comenzó a emitir sonidos.

Eran muy bajos, pero podíamos escuchar con unos auriculares que él había armado, con partes de un teléfono. La radio ni siquiera se enchufaba. ¡Qué difícil era entender el funcionamiento! Claro que no se escuchaba tan lindo como la que había en casa, pero escuchar voces que salían de ese engendro de madera, cobre y sulfuro de noséquecosa, era por demás de fascinante.

A medida que yo iba creciendo, la radio iba sufriendo su metamorfosis. Así pasamos a la radio a transistores, que estaba sobre la mesada, porque yo había crecido lo suficiente como para no desarmarla en busca de los hombrecitos.

Ya había en casa más de una radio. La de la cocina era una Noblex Carina y mi papá tenía una Spica en su mesita de luz. Para un cumpleaños me regalaron una muy chiquita que podía pegar a mi oreja por las noches para no molestar a mi hermana, que dormía en la cama de al lado. De todas maneras, la más importante seguía siendo la que estaba en la cocina, esa era la que nos reunía para escuchar los partidos del Charrúa los sábados a la tarde y los de primera división los domingos; y a la que acudíamos cuando algún acontecimiento importante pasaba en el país, algunas veces tratando de sintonizar Radio Colonia, cuando las emisoras de acá eran censuradas.

Con la radio debajo de la almohada seguí paso a paso la caída del avión de los rugbiers uruguayos en Los Andes, lloré cuando escuché que habían abandonado la búsqueda y recibí el mejor regalo de mi cumpleaños de quince aquel día en que la radio me contó que habían encontrado a dieciséis sobrevivientes.

Después tuve una Siete Mares, esa radio te daba como un estatus especial. Decirle a alguien: “Yo tengo una Siete Mares”, con un dejo de arrogancia, era colocarte en un nivel privilegiado. Y ya después, por los 80 y con la llegada de la frecuencia modulada, se impusieron los radiograbadores, que te permitían grabar un casete con la música que pasaban en la radio, siempre y cuando el locutor no “pisara” el tema. Le comprabas cuatro pilas grandes al Sony y te ibas con la música a todos lados, y podías armar una fiesta donde fuera. Hasta que las pilas aguantaran...

Durante la guerra de Malvinas pasé noches enteras sintonizando onda corta para ver si lograba saber algo más de lo que informaban los medios oficiales. Desplazaba muy despacito el botón del dial, hasta que, entre los sonidos agudos, surgía la voz de un radioaficionado. El momento de sintonizarlos era tan emocionante, aunque la recepción fuera tan efímera.

Desde aquella radio de galena hasta las radios online de hoy, pasó toda mi vida. Fue y es mi compañía. Como dijo alguien, no me acuerdo quien: “la radio es el único electrodoméstico con corazón”.

La radio es compañía en la soledad. La radio tiene magia. La radio me hizo imaginar que Betty Elizalde era una mujer perfecta. Me acompañaba en aquellas noches de niños afiebrados y cambios de pañales con Angelita Moreno y sus “habitantes del silencio”. Me sigue acompañando en mis noches de insomnio con Dolina y su “venganza que será terrible”.

La radio fue Guerrero Marthineitz y sus largos silencios y Nacho Suriani leyéndome los diarios. Fue Evaristo Monti, aquel al que nadie escuchaba, pero todos sabían lo que había dicho. Fue “El expreso de Poli” y la música de los 70. Fue “La mañana entera” de Quique Pesoa y “La vereda de enfrente” del Bigote Acosta.

La radio es el relator que te grita un gol como si fuera el último y es el oyente que cuenta sus penas en la madrugada.

La radio es Orson Welles sembrando el caos con “La Guerra de los Mundos”. Es Sacristán en “Solos a la Madrugada”. Es “El tipo de la radio” del uruguayo Tabaré Cardozo.

“Me sentaría solo y miraría tu luz. Mi único amigo durante mis noches de adolescencia”. Así le cantaba Fredy Mercury a la radio en su tema “Radio Gaga”.

La historia de mi relación con la radio va desde conseguir el cristal semiconductor de sulfuro de plomo hasta hacer un clic en “Radio Garden” para escuchar cualquier emisora de cualquier lugar del mundo. Así de variada y compleja ha sido nuestra sociedad.

La radio es “La Oral Deportiva”, y “La Bolilla que faltaba”, y “La Mamadera”, de Julio Vacaflor. La radio son los mundiales, los goles de Messi y Maradona. La radio son mis visitas a un estudio cada vez que tenía la oportunidad y también es mi intento malogrado de ser locutora.

La radio fue y será mi amiga. Aquella que acompaña y no traiciona. La que nunca va a ser desechada a pesar de los avances tecnológicos. La que jamás perderá su magia. La que deja hacer y acompaña.

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