martes, 20 de septiembre de 2022

Los juguetes y los juegos

 

María Cristina Piñol

 

La Pepona, mi primera muñeca. De trapo, la cara pintada con ojos grandes, naricita que se esbozaba con apenas dos puntitos, una gran sonrisa de labios rojos y dos círculos rosados en las mejillas. Los rulos de su cabeza eran de lana y los cubría una cofia a lunares. El vestido, un jumper colorido y las piernas largas remataban en unos zapatitos negros también de paño. Ella dormía, comía e iba al baño siempre conmigo.

Un día llegó papá de viaje con una enorme caja envuelta con una cinta y un moño violeta. Dentro estaba el sueño de toda nena de cuatro o cinco años, Marilú. Grande, hermosa, rubia con rulos que caían sobre su frente y dos colitas atadas con una cinta brillante. En la cabeza una capotita que se anudaba debajo de la pera y un vestido vaporoso de piqué lila clarito, con flores violetas bordadas en la pollera. Marilú caminaba a mi lado tomándola de la mano, se sentaba en una silla, sostenía una tacita de té, cerraba y abría sus ojos marrones adornados con largas pestañas. Sí, Marilú fue mi hermana, era a la única que podía compartir con mi amiga María del Carmen, que venía todos los días a visitarme. Las tres tomábamos té en la mesa chiquita, aquella que tenía en el centro una pintura de “Caperucita” y la poníamos debajo de la higuera. Hablábamos mucho, nos disfrazábamos de “mamás grandes”, con zapatos de tacos y polleras largas, cortábamos higos, que comíamos cuando estaban maduros, y tomábamos jugo de naranjas que nos hacía mi mamá. Extrañamente, cuando mi hermanito empezó a caminar, María del Carmen no vino más.

Marilú tuvo un accidente, se cortó las piernas y ya no podía caminar conmigo, se quedó sentada en el silloncito hamaca de mimbre.

Entonces llegó Rosita, mucho más pequeña que Marilú, no caminaba ni podía peinarla, pero podía bañarla, ponerle colorete, cambiarle vestidos y me aseguraron que ella no iba a romperse jamás. Su apellido era Pierangeli y tenía muchas hermanas en otras casas con otras niñas. Al poco tiempo llegó la cama, la mesita de luz y el roperito de Rosita lleno de hermosos vestiditos hechos por mamá.

La última muñeca que tuve fue Laura, la hermana menor de Claudia. Era tan grande como Marilú, quizás más alta, aunque no doblaba sus rodillas ni caminaba, pero tampoco se rompería.

En medio de este ir y venir de muñecas, mi hermano iba creciendo y de a poco el varoncito de la casa iba también armando su mundo de juguetes. Primero, tuvo un gran oso marrón de peluche con el que dormía todos los días. Luego, llegaron los autitos, las pelotas, las ametralladoras, los cascos de soldados, las lanchitas pof-pof y las ruidosas pistolas de luces. Los reyes le trajeron el autito a pedales, rojo y grande.

De a poco, fui descubriendo la maravilla de tener un hermano. Mis juegos con él se fueron diversificando. Corríamos carreras en el larguísimo patio de mi casa, él en su auto y yo en mi sulky a pedales tirado por el caballito marrón de pelo de verdad.

Llegaron los partidos de fútbol, el aro de básquet, las pistas de carreras de autitos, las figuritas redondas con caras de jugadores, que apoyábamos contra la pared y con un punti debíamos pegarle para derribarlas; el trompo, que cuando giraba prendía luces de colores y el metegol.

No puedo olvidarme de la enorme caja de “Mis Ladrillos”. Tenía cientos de piezas pequeñas, todas de goma, no era muy fácil encastrar unas con otras. Él, mi hermano, siempre fue muy hábil con las manos, armaba casas hermosas, castillos y ranchos y yo me contentaba solo con adornarlos de flores, arboles y animalitos de granja. Después tuvo el Mecano, un sinfín de piezas de metal de diversos largos y colores, y todas las herramientas necesarias, destornilladores, llaves, tenazas pequeñas. Confieso que eso me superaba, no tenía paciencia ni habilidad.

Y los juegos de mesa, muchos y variados, el Ludo, las Damas, el Estanciero, Rutas Argentinas, Chin Chon, Truco, El Cerebro Mágico, La Batalla Naval, La Oca, Uno Solo, el Dominó, Ajedrez y algunos más que seguro mi memoria no abarca. Jugábamos toda la familia, por las noches después de cenar y de rigor los domingos de lluvia.

Otros tiempos, otras infancias, otros juguetes, otros juegos y otras familias.

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