jueves, 15 de septiembre de 2022

La radio

 Liliana Lijovitzky

 

Siendo adolescente, junto a mis hermanas mayores que ya pisaban la juventud, escuchábamos, arrimando nuestros oídos al tapizado beige, que cubría los parlantes de la radio, una novela de Hilda Bernard y Fernando Ciro.

La radio era de madera oscura y en su interior había un tocadiscos, con el que formaban en conjunto dos muebles, que guardaban compendios ordenados por números romanos con una gran colección de long plays.

Tenía 12 años y no olvido los suspiros de las dos cuando Fernando Ciro decía “mía”. Se tiraban al piso, ponían las manos sobre sus corazones, sacudían sus melenas y yo, con mi inocencia, las copiaba.

Para mí solo era una voz y no entendía qué las inducía a actitudes disparatadas rozando el desatino.

Pasaron los años y comprendí que esa palabra dicha con tanta pasión y sensualidad, probablemente, movilizaría la sexualidad de ambas.

Ahora, escucho a un conductor de televisión pronunciando en una publicidad un solo vocablo de tal forma que despierta aún a mi edad, emociones conmovedoras.

Cierro los ojos y recordando aquella escena frente a la antigua emisora, descubro el valor de la palabra.

Dicha con la tonalidad exacta, la dicción perfecta y en el momento adecuado, puede sorprendernos con exaltaciones inesperadas, arrancándonos una sonrisa, derramando una lágrima y, ¿por qué no?, despertando nuestros más íntimos deseos. 

El valor inmenso de la radio me induce a concluir con una frase “no hay que ver para sentir, con escuchar, es suficiente”.

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