jueves, 27 de mayo de 2021

El Pulqui

 Marta Suárez

 

Cuentan mis hermanos que al Pulqui lo encontraron en el campito de la esquina de casa, una tarde de verano. Había un partido con los pibes de la otra cuadra, que quedó suspendido porque donde se ponía el arco, sobre la pared de la casa de los García, encontraron la bolsa con los cachorros. Se armó gran alboroto entre los chicos y se los repartieron entre los que se animaron a llevarse uno. Mis hermanos eligieron uno todo negro, que quedó en casa por las promesas de cuidarlo y sobre todo de sacarles las pulgas, que cubrían la totalidad de su cuerpo. Lelia todavía se ríe cuando cuenta que casi lo matan al pobre perro, por ponerle cantidades de kerosén y venenos. Pero sobrevivió y fue nuestro perro para siempre.

El nombre se lo puso mi viejo. Pulqui era el primer avión que se hizo en Argentina, con nombre mapuche (Pulqui es flecha en esa lengua) y el proyecto era del General. Supongo que el orgullo argento lo llevó al viejo a proponer ese nombre, a pesar de que era idea de Perón. Nunca le pregunté eso. Una pena.

El Pulqui forma parte de mis recuerdos más viejos, de los primeros en la casa de Morón, donde nací. Papá decía que le había enseñado a cazar moscas para que no me tocaran y que se quedaba al lado de mi cochecito atento a mi sueño. Yo lo recuerdo a mi lado, en el fondo jugando a construir casas con maderas viejas; en los primeros mandados a comprar caramelos en el almacén de enfrente, cuando los dos teníamos la misma altura. Cuando empecé la escuela me acompañaba hasta la puerta y lo encontraba en el mismo lugar a la salida.

En realidad, nos acompañaba a todos. A mí, a la escuela; a mi hermano mayor, hasta la parada del colectivo; a Lelia la seguía por las tardes cuando salía a dar una vuelta con las amigas. Con Rubén, se quedaba al lado del arco en interminables tardes de futbol en el campito.

Mamá sabía que era la hora de llegada de Manuel, porque el Pulqui se sentaba en la puerta de la casa mirando hacia la esquina. Es que todos los días traía en su bolsillo dos caramelos, uno para mí, el otro para el perro.

A Nélida –vecina que se quedó sola tras una historia tristísima y mamá la trajo a vivir a casa– la acompañaba a la iglesia todos los domingos. Mujer muy católica, ayudaba al párroco en los quehaceres de la misa. Un domingo el Pulqui entró en la iglesia y quedó sentado en el centro de la capilla, sin que pudieran sacarlo.

Lo perdimos, porque siguió al camión de mudanzas que traía nuestros muebles, porque la familia regresaba a vivir a Rosario. Episodio triste que nos marcó a todos.

Tuve otras mascotas. El Tuque que traje de la escuela. El Frejuli, que cuidaba a Mariana. Y otras que eligieron los hijos. Pero, si preguntan, mi perro fue el Pulqui.

La siesta

 

Beatriz Perugini

 

Mis abuelos maternos fueron inmigrantes eslavos. Honestos y nostálgicos. Como muchos de sus coterráneos se instalaron en la zona sur de Rosario, comprando un terreno con gran esfuerzo en una zona poco beneficiada con el paso del tiempo. Construyeron una vivienda humilde con techo y algunas paredes de chapa que pintaban con una mezcla de cal cada año. El piso de ladrillos y cemento era barrido varias veces al día. En el fondo de la casa había árboles frutales, una pequeña huerta y un gallinero.

En el verano solía pasar días en ese lugar que para mí tenía un encanto especial. Subir a los árboles y saborear naranjas, ciruelas, mandarinas y nísperos. Hacer equilibrio entre las zanjas de la quinta para no pisar los brotes de lechuga, acelga, tomates. Amasar con barro y hacer comiditas con flores de azahares, amapolas y rayitos de sol emulando condimentos.

¡Despertar con el cacareo de las gallinas era gozoso! Me levantaba de un salto y corriendo, aún en camisón, llegaba al gallinero para rescatar los primeros huevos. Tener uno de ellos en mi mano era como tener una perla tibia. ¡El mejor de los regalos! Y volvía a la casa con esa alegría inocente que sentimos de niños.

Había una sola situación que me incomodaba: la siesta. Tendría por aquel entonces siete años. ¡No había chances de incumplimiento! Mi abuela me acostaba a su lado y con un abanico trataba de refrescar el momento. A veces se dormía antes que yo. Entonces, con movimientos suaves salía de la cama y volvía al fondo de la casa. Hubo un momento que quedo guardado en mí como una foto. Lo traigo al presente.

La enorme parra envuelve a la glorieta protegiendo el camino de ladrillos que lleva a la huerta. Es una tarde soleada del mes de diciembre. Ya no hay deberes que cumplir y los sueños juegan en mi cabeza. La antigua escalera de madera apoyada en la cepa me invita a recoger un racimo de uvas, que como faroles chinos cuelgan entre las hojas. Hojas palmeadas que se ladean al paso de la brisa para permitir que el sol espíe mi rostro pícaro. Mi mirada descubre el mejor racimo. Mi mano derecha se aferra a un zarcillo mientras la otra corta el tallo que une las uvas con la vid.

El leve sonido del quiebre se convierte en un instante para siempre. Mis sentidos se ponen a disposición del racimo.

La mirada intenta definir los colores, el olfato se endulza, la boca se hace agua, ¡el tacto se aterciopela y el oído se agudiza ante la posible llegada de la abuela, que no me permite comer uvas chinches a esa hora y con tanto calor!

El lugar se vuelve mágico, el tiempo con sus sueños eterno, ¡la vida por delante y el mejor racimo de uvas imposible de contener en mis manos!

Hubo un tiempo en que mi pequeña familia creció por años en la pobreza. Pusimos mucho esfuerzo y nos aunamos para mejorar nuestras vidas. Hoy nos encuentra en otro lugar. Fuimos amorosamente pobres. ¡En la sencillez tuvimos las bases para los valores esenciales!

Los "TT"

 

Susana Olivera

 

Debe haber cumplido alrededor de setenta años. Tal vez, más… o, tal vez, menos. Pero no muchos menos.

¿Cumplen años las fotos? ¿O permanecen fijas, inertes en el tiempo? ¿O es que la vejez solo les trae un color sepia y les agrega un olor particular: el olor a viejo?

Y encontré esa foto porque había decidido –y esta vez lo hice– tirar papeles guardados desde hacía mucho. “Sin mirar lo que tiro”. Pero ¿una miradita? “Sí”. Muy rápida. Porque si me detenía más, empezaba a recordar. Y es tanto el recuerdo en estos días solitarios, de encuentros virtuales, de sed de abrazos apretaditos.

La foto: no muy grande, pero lo suficiente para ver a los personajes, los tíos de mi madre. El tío Teótimo y la tía Tiburcia, caminando del bracete por la plaza Sarmiento. Ellos vivían por esa zona. Por la calle Laprida. Y si la memoria no me falla esa era la plaza que tenía una fuente que se llenaba de agua a través de grifos: representaban patos de metal que trabajaban como canillas: les salía un chorro de agua por el pico. Cada vez que íbamos a visitar a los tíos nos acercábamos a la fuente y tratábamos de detener el chorro con las manos y, por supuesto, nos empapábamos.

¿Era esa fuente la que tenía patos? ¿Era otra la plaza? Se me confunden recuerdos tan antiguos.

Vuelvo a la foto. Los “TT”, les decíamos nosotros, los chicos, a los tíos. Era una pareja “despareja”.

Él, pequeño, menudo, muy serio, de voz ronca. Se le marcaba una línea vertical en el entrecejo lo que le hacía parecer malhumorado. Peinaba su pelo muy pegado a la cabeza con fuertes dosis de gomina. No nos besaba, sino que se inclinaba y chasqueaba la lengua. Y siempre, pero siempre, vestía un traje marrón.

Ella era más alta que él, de pecho exuberante que disimulaba con blusas con yabot y muchas puntillas. Tenía ojos grises como mi madre y una sonrisa amplia. Era muy bonita. Usaba el pelo recogido en anchas trenzas grises que le cruzaban toda la cabeza. Se decía, decían en la familia, que era una peluca y yo había escuchado por ahí que la llamaban “la vieja de la peluca”.

No tenían hijos. Su casa estaba siempre impecable: pisos brillantes, cada cosa en su lugar, estatuitas de porcelana y adornos que podían romperse por todas partes.

Las visitas a casa de los “TT” eran siempre muy formales. No solo que nos vestían como para una fiesta, sino que nos hacían miles de recomendaciones: no pedir nada, no tocar nada, quedarse quietos en el lugar donde nos llevaban, generalmente el comedor, y no recorrer la casa o los patios.

Es que el tío Teótimo, que era ferroviario, hacía juguetes. Y tentaban. Eran realmente maravillosos. Lo decían todos. Había hecho una réplica exacta, con todas las piezas, de una locomotora a vapor con su respectiva carbonera. Funcionaba a cuerda. Estaba fija en una mesa alta y tenía una tapa de cristal. Las ruedas al girar hacían un ruido como si fuera un tren en marcha y, además, de cuando en cuando, sonaba el silbato lo que te hacía pensar que estabas en la estación de trenes.

Los chicos solo podíamos pararnos enfrente del juguete, pero no tocarlo. Lo mismo pasaba con el submarino que el tío lo llevaba a un piletón que tenían en el patio del fondo y que se sumergía.

Sí, podíamos tocar de a uno los autos a cuerda de la colección, que representaban distintos modelos de la época. Tenían diferentes tamaños: desde miniaturas hasta llegar a medio metro de largo.

Tío Teótimo nos permitía recibir el juguete que él enviaba desde un extremo del patio, darle vuelta para regresárselo y entonces, cuando se le acababa la cuerda, lo volvía a guardar en una caja. Solamente un chico por vez podía tocar el auto. Tomábamos turnos.

No podíamos jugar entre nosotros. Solamente uno encaminaba el auto hacia él, mientras los otros de pie junto al tío, mirábamos.

Siempre nos quedábamos con una sensación de “no es justo” o “que se los guarde”.

En una oportunidad cuando tía Tiburcia nos llamó a tomar el chocolate con la consabida tarta de manzanas con azúcar quemada, el tío apresuradamente guardó los autos en sus respectivas cajas y los llevó hasta el armario. Y mi hermano Carlos se quedó con él presenciando toda la ceremonia de guardado y preguntando esto y lo otro. Larga charla, cargada de porqués como saben ser las charlas infantiles.

Se terminó el juego, el chocolate y la visita. Regresamos a casa en tranvía. Mi hermano me hacía señas extrañas. Pensé que eran las burlas y bromas de costumbre… Pero, a escondidas, sacó del bolsillo un autito negro, un Ford.

—Mamá te va a matar– le dije.

—¿Cómo se va a enterar que me lo traje si vos no le contás?

—Yo no digo nada, pero el tío se va a dar cuenta que fuiste vos y va a llamar a mamá… ¿qué otros chicos lo visitan y ven los autitos?

—Se lo devuelvo la próxima vez que vayamos. Y no se va a dar cuenta.

—Se va a dar cuenta. Vos sabés cómo los cuida. Además, ¿cómo le vas a dar cuerda? No lo vas a poder hacer andar.

—¿Cómo que no? Acá tengo la cuerda.

Carlitos agregó “el auto nuevo” a sus juguetes: camioncitos, playa de estacionamiento de varios pisos, autos rellenos con masilla para jugar carreras con otros chicos en la plaza. Y jugó con “el auto nuevo” toda la tarde. De cuando en cuando, me dirigía una mirada en parte cómplice, pero en parte amenazadora.

Yo dudaba si contarle a mamá, pero decidí que lo que había hecho mi hermano no era mi problema y que él tendría que solucionar sus cosas.

Llegó la hora de preparar la mesa, cortar el pan y ponerlo en dos paneras, uno en cada extremo, preparar el “Trinaranjus” para nosotros, acercar la sillita alta del bebé… La cena transcurrió como de costumbre: entre peleas, risas y retos y el esperado “Basta ya” de papá, cuando de repente e inesperadamente, como si fuera un tiro de cañón, sonó el teléfono…

Primer día de clase: la seño Moni

 

Mónica Mancini

 

Marzo de 1977, día previo al comienzo de las clases.

Yo estaba en segundo año del Profesorado de Educación Especial, tenía una beba de un año y acababan de sacarme la muela del juicio.

Vivía a dos cuadras de la escuela “Nuestra Señora de Pompeya”, mi cuñada era docente de la misma. Ese año se creaba la división “C” y comenzaba un nuevo primer grado. En esa época, cuando se daba la creación de un cargo, era sabido que no era rentado; por lo tanto, tenías que trabajar más o menos un año escolar y luego te pagaban.

A última hora del domingo la docente que iba a asumir ese cargo se excusa, porque le habían ofrecido uno reemplazo que a ella le resultaba mejor.

El problema que se presentó era grave, al día siguiente cuarenta y cinco niñitos iban a asistir entusiasmados a su primer grado, había que conseguir a alguien, al menos para que los recibiera ese día.

El sacerdote y la directora agotaron los llamados a las posibles candidatas, la situación era compleja. Fue entonces cuando a mi cuñada se le ocurrió decir: “Mi cuñadita está estudiando, por ahí, nos hace el favor”.

Cuando se presentó en mi casa y me hizo la oferta, no lo dudé No tenía idea de lo que iba a pasar, pero no pensaba perderme la oportunidad de tener un grado para mi sola. Demás está decir que no había hecho ni siquiera una práctica, solo el primer año del profesorado, que era bastante básico. Tenía que resolver con quién dejaba mi beba y además tenía la cara hinchada. No tenía guardapolvo ni planificación, lo que me sobraba era inconciencia.

De chica siempre jugaba a la maestra, en el barrio había unos cuantos nenes a los que les llevaba uno o dos años y los obligaba a ser mis alumnos, los tenía cortitos y me hacían caso. Se ve que, en mi imaginario, pensaba que era algo parecido a esa experiencia.

Conseguí un guardapolvo, mi suegra se comprometió a cuidarme la nena, armé una carpetita con algunas actividades que se me ocurrieron y allá fui…

No puedo explicar la sensación que tuve, cuando entré a la escuela y las maestras me hablaban como si yo fuera una más, no tenía muy en claro qué iba a hacer. Sonó el timbre y me dijeron: “Andá a formarlos, les tenés que enseñar todo, porque vienen de lugares diferentes y algunos no conocen la escuela”. Entré en pánico, cuando una multitud de infantes se acercaba y demandaba atención, todos con las mamis, que iban a conocer el salón.

Nada era como había imaginado. Todo se agrandó, el espacio, la cantidad de niños, la cantidad de mamis. En esa época no se hablaba de ataque de pánico, pero creo que tuve uno.

Aun hoy no sé qué hada madrina se apoderó de mí, y me imbuyó de cordura y una apariencia que calmó las ansiedades de las madres que me hacían recomendaciones sobre sus niños, a los que yo no identificaba. Obviamente, era la primera vez que los veía, a ellos, al patio, al salón, a la directora…

Cuando me quedé sola con los chicos, repito, eran cuarenta y cinco, nos miramos y, desde el frente, sentí que tenía un ejército delante de mí. Eran tantos, con tantas expectativas, pero salió todo bien. Como ya era mamá, me sabía canciones y cuentos y pude salir del paso con éxito, siempre pensando que solo iba a estar allí ese primer día.

A las doce del mediodía, me sentía agotadísima, me iba despidiendo cuando el cura me dice: “Podés venir mañana, no conseguimos a nadie que quiera trabajar sin cobrar”.

La verdad es que sentí una secreta alegría, le había empezado a tomar el gustito a la docencia. ¡Y por supuesto, acepté!

No fue fácil organizarme, estaba cursando el profesorado de 18 a 23. Tenía una beba y una situación económica tambaleante, ya que estábamos construyendo una casa. Solo trabajaba mi marido y la verdad es que yo no podía darme el lujo de trabajar sin cobrar, pero lo hice.

Así, día a día y semana a semana, llegó el mes de julio y yo ya era la seño Moni de primero, muy posicionada en mi rol, había logrado mantenerme firme con un grupo muy heterogéneo de niños y familias.

Empecé a familiarizarme con la documentación ministerial, sorprendiéndome con las llamadas bases curriculares, muy digitadas. Era época del Proceso y había que ser cuidadosa con los contenidos a tratar, como así también con los comentarios que se hacían con las madres.

Tenía alumnos con padres desaparecidos, otros presos y otros muy adictos a los militares.

Fue todo un desafío, pero recuerdo la felicidad que tenía cuando iba a la escuela, lo fascinada que estaba con mis alumnos, a los que aún hoy recuerdo muy bien. Cada día que la directora me llamaba, pensaba que me iba a decir que me tenía que ir. Era increíble que haya durado tantos meses.

Pero eso no sucedió nunca, por el contrario, en el mes de julio, entró una señora muy elegante al salón, se presentó como la supervisora y me pidió que siga con mi clase.

Ese día cuando me iba, el padre cura y la directora me llamaron y me dijeron que el cargo era mío, así nomás, ¡que me iba a quedar y que encima me iban a pagar!

Así fue como en el mes de noviembre cobré todos los sueldos atrasados juntos. Era tanto dinero que pude techar mi casa, comprar los sanitarios y los muebles de cocina.

Estuve treinta y cinco años en Nuestra Señora de Pompeya. La escuela creció, yo crecí con ella y llegó el día de la despedida, no sin dolor, pero con la enorme satisfacción de haber disfrutado cada día. Me fui feliz, llena de experiencias hermosas.

La prueba es que hoy, cuando paso por la escuela, todavía siento esa emoción que tuve aquel primer día de clase del setenta y siete.

El sueño del pibe

 Y cómo no voy a recordar. Eran mis comienzos. Ya promediaba la década del sesenta, con mis primeros veinte años, como así también mis primeros acordes. El pibe quería ser músico, subir a un escenario y que las chicas lo admiren. No era fácil, faltaba lo más imprescindible, conocimiento y práctica, pero por suerte sobraba coraje y entusiasmo.

En aquella época los escenarios solo eran los bailes y la música solo era bailable, para poder trabajar solo quedaba adaptarse. Así, hubo que acostumbrarse a tocar pasodobles, tangos y cumbias mezcladas en el repertorio. El ambiente estaba dividido entre los comerciales y los beat, estos últimos tocaban temas en inglés o lo último del rock nacional, mientras nosotros los comerciales hacíamos bailar a los espectadores. Fue una época linda, donde se trabajaba incluso en zonas como el norte de la provincia de Buenos Aires o en la vecina Entre Ríos.

Siempre que podíamos incluíamos algún tema de los de Liverpool o incluso de los Rolling. Algunos tenían letras en castellano, ya que muchos conjuntos nacionales las habían grabado, incluso Sandro cantó temas con versiones arregladas para él.

Era raro tras un tema italiano, francés o inglés muy conocido, tocar un chamamé, tarantela o cuanto ritmo quisieran bailar, aunque nuestro fuerte era el melódico. Para la juventud era el momento propicio para intimar dentro de la pista, si era posible ocultos dentro del grupo, aislados de las madres.

Costaba conseguir un contrato hasta que nos fueron conociendo. A medida que trabajábamos nos íbamos equipando para poder actuar en ambientes más grandes como eran las pistas de los bailes de carnaval con varios miles de personas, incluso los corsos de localidades donde se abarrotaban de varios pueblos de los alrededores y compartíamos cartel con artistas de renombre, incluso internacionales.

Fueron años de compartir la nube de polvo, que se elevaba de las pistas de tierra y el humo de la parrilla en escuelas perdidas en medio del campo donde con una carpa y con la ayuda de un generador se armaba la fiesta. Allí, nos recibían como artistas esperándonos con un asado.

Al final de la noche, había que desarmar rápido y guardar todo antes de que apagaran el generador, para volver a casa ya con el sol asomando en el horizonte.

Luego, todo fue cambiando y los grupos fueron quedando relegados. La música tropical fue ganando terreno y esos grupos acapararon los lugares bailables. Luego de deambular por muchos rejuntados para tocar en lugares muy diferentes que iban desde discotecas a tugurios, fue hora de colgar el instrumento y volver a ser un ignoto exmúsico y atesorar recuerdos de veinticinco años de una aventura que hoy puedo contarle a mis nietas, con unas pocas fotografías en blanco y negro que se arrumban en un cajón.

Ha pasado mucha agua bajo el puente. Bueno, al menos eso me dice el espejo.

Mirarse al espejo (el fotógrafo del parque)

Daniel Jobbel

 

Un día alguien me dijo: “Al pasado hay que bajarle la persiana y vivir el ahora”. A todos nos agobia de vez en cuando el presente, nos sentimos prisioneros sin dirección, sin brújula en estos días; nos rendimos, nos debatimos entre mil opciones, cien mil deseos y trescientos pensamientos a la vez...

No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la memoria humana se niega a callarse la boca. El tiempo que fue sigue latiendo, vivo, aunque se lo niegue o no se lo sepa.

Veo el pasado por el agujero de una cerradura. Viví cerquita de un gran parque con un suntuoso rosedal; de un lado un gran cementerio, El Salvador, y dos grandes avenidas cerca en una bella ciudad. Cuando era un pibito jugando a la guerra sin saber lo que era un conflicto bélico hasta Malvinas; recuerdo correr en karting con rulemanes; ir a las hamacas frente al club rojinegro. A esa calesita en El Palomar del parque Independencia en los años sesenta; o esas vueltas en el trencito, mezquinas, placenteras, pero vueltas al fin. ¿Y quién no se sacó unas fotos con el fotógrafo don Carlos con palomas comiendo en las manos? A eso quiero llegar.

Quienes vivíamos cerca, en el barrio, ¡quién no conocía al famoso fotógrafo!

Llegado de Italia, contaba mi abuelo, que jugaba a las bochas en Newell’s, entabló una amistad con Filippo, que se instaló con su equipo el mismo año de la inauguración del parque, en la esquina de Oroño y Pellegrini, donde funcionó originalmente el zoológico, para mudarse unos años después a la Montañita, luego de que los presos de “la redonda”, la cárcel de encausados, hicieran el Laguito.

Rasqueteando la memoria como si tuviera en mis manos una espátula, sacando capa tras capa de gastada pintura en una pared, hoy visualizo lo que mi abuelo sabía contar de aquel conocido fotógrafo y de don Carlos, que siguió el oficio de Filippo, su antecesor, y tenía sus secretos, quizás una vieja escuela y anécdota para cautivar a los visitantes de El Palomar.

Según se dice, había una paloma que cuando llegaba el fotógrafo con la máquina lo reconocía –contaba el nono–, porque el tipo traía maíz en los bolsillos. Le ponía la mano y se subía. A veces, le ponía un maíz en la boca y les decía a los chicos: “Ahora me va a dar un beso en la boca”. Asomaba el grano y la paloma se lo sacaba de la boca y los pibes se asombraban. Allí, la instantánea imagen quedaba guardada para quienes los miraban.

Don Carlos, nieto de Filippo, fue quién hizo mi primera foto como un retrato único, hoy en sepia. Y mi “nono” como le decía yo; orgulloso de ese gran evento...

¿Ese imborrable apetito de pibe travieso, curioso que fuimos, quién nos lo saca de la memoria? Pregunto. Cómo esa anécdota de don Carlos y Filippo.

Ahora, la realidad muchas veces es para volverse loco. Recuerdo lo que decía mi abuelo zapatero: "Lo que es hoy son los pasos de ayer”; pero no olviden lectores que, sea cual sea, si tienes una realidad y un presente, tienes un hilo pasado para agarrar y dejar que fluya al viento de un futuro mediato...

La memoria falla, distorsiona; sin embargo, poco olvida, y me vuelve a las empanadas de la abuela, aquel fotógrafo, el mate, el trompo; el juego de la botellita; los deberes en un cuaderno Rivadavia; un “Estanciero” en días de lluvia, esa payana, una buena mesa de truco y buen vino, o esa pelota Pulpito a rayas en ese picado interminable, el metegol. ¿Cómo olvidarme del metegol de hierro en La Nueva Aurora, el club de barrio? O de aquel barrilete en un rabo de nube, de las materias que te llevaste del secundario, los oficios, los empleos, compañeros, amigos del café; la universidad o esos viejos amores pasajeros y ese apoyo de familia. De ese pasado aprendimos.

Habría que hacer reflexionar a los que pretenden bajarle la persiana al pasado y decirles: “Somos lo que fuimos, lo que sentimos y lo que deseamos que sea.”. Pronto, ellos, pasajeros del presente imperfecto, cuando lleguen a nuestra edad se verán en el mismo espejo.

Claro, se sabe. En el Independencia quizás no esté más el fotógrafo, ni muchas otras cosas, pero quedó su esencia, su aureola, llamémosla así, su mística, su historia mínima y sensible.