jueves, 27 de mayo de 2021

Los "TT"

 

Susana Olivera

 

Debe haber cumplido alrededor de setenta años. Tal vez, más… o, tal vez, menos. Pero no muchos menos.

¿Cumplen años las fotos? ¿O permanecen fijas, inertes en el tiempo? ¿O es que la vejez solo les trae un color sepia y les agrega un olor particular: el olor a viejo?

Y encontré esa foto porque había decidido –y esta vez lo hice– tirar papeles guardados desde hacía mucho. “Sin mirar lo que tiro”. Pero ¿una miradita? “Sí”. Muy rápida. Porque si me detenía más, empezaba a recordar. Y es tanto el recuerdo en estos días solitarios, de encuentros virtuales, de sed de abrazos apretaditos.

La foto: no muy grande, pero lo suficiente para ver a los personajes, los tíos de mi madre. El tío Teótimo y la tía Tiburcia, caminando del bracete por la plaza Sarmiento. Ellos vivían por esa zona. Por la calle Laprida. Y si la memoria no me falla esa era la plaza que tenía una fuente que se llenaba de agua a través de grifos: representaban patos de metal que trabajaban como canillas: les salía un chorro de agua por el pico. Cada vez que íbamos a visitar a los tíos nos acercábamos a la fuente y tratábamos de detener el chorro con las manos y, por supuesto, nos empapábamos.

¿Era esa fuente la que tenía patos? ¿Era otra la plaza? Se me confunden recuerdos tan antiguos.

Vuelvo a la foto. Los “TT”, les decíamos nosotros, los chicos, a los tíos. Era una pareja “despareja”.

Él, pequeño, menudo, muy serio, de voz ronca. Se le marcaba una línea vertical en el entrecejo lo que le hacía parecer malhumorado. Peinaba su pelo muy pegado a la cabeza con fuertes dosis de gomina. No nos besaba, sino que se inclinaba y chasqueaba la lengua. Y siempre, pero siempre, vestía un traje marrón.

Ella era más alta que él, de pecho exuberante que disimulaba con blusas con yabot y muchas puntillas. Tenía ojos grises como mi madre y una sonrisa amplia. Era muy bonita. Usaba el pelo recogido en anchas trenzas grises que le cruzaban toda la cabeza. Se decía, decían en la familia, que era una peluca y yo había escuchado por ahí que la llamaban “la vieja de la peluca”.

No tenían hijos. Su casa estaba siempre impecable: pisos brillantes, cada cosa en su lugar, estatuitas de porcelana y adornos que podían romperse por todas partes.

Las visitas a casa de los “TT” eran siempre muy formales. No solo que nos vestían como para una fiesta, sino que nos hacían miles de recomendaciones: no pedir nada, no tocar nada, quedarse quietos en el lugar donde nos llevaban, generalmente el comedor, y no recorrer la casa o los patios.

Es que el tío Teótimo, que era ferroviario, hacía juguetes. Y tentaban. Eran realmente maravillosos. Lo decían todos. Había hecho una réplica exacta, con todas las piezas, de una locomotora a vapor con su respectiva carbonera. Funcionaba a cuerda. Estaba fija en una mesa alta y tenía una tapa de cristal. Las ruedas al girar hacían un ruido como si fuera un tren en marcha y, además, de cuando en cuando, sonaba el silbato lo que te hacía pensar que estabas en la estación de trenes.

Los chicos solo podíamos pararnos enfrente del juguete, pero no tocarlo. Lo mismo pasaba con el submarino que el tío lo llevaba a un piletón que tenían en el patio del fondo y que se sumergía.

Sí, podíamos tocar de a uno los autos a cuerda de la colección, que representaban distintos modelos de la época. Tenían diferentes tamaños: desde miniaturas hasta llegar a medio metro de largo.

Tío Teótimo nos permitía recibir el juguete que él enviaba desde un extremo del patio, darle vuelta para regresárselo y entonces, cuando se le acababa la cuerda, lo volvía a guardar en una caja. Solamente un chico por vez podía tocar el auto. Tomábamos turnos.

No podíamos jugar entre nosotros. Solamente uno encaminaba el auto hacia él, mientras los otros de pie junto al tío, mirábamos.

Siempre nos quedábamos con una sensación de “no es justo” o “que se los guarde”.

En una oportunidad cuando tía Tiburcia nos llamó a tomar el chocolate con la consabida tarta de manzanas con azúcar quemada, el tío apresuradamente guardó los autos en sus respectivas cajas y los llevó hasta el armario. Y mi hermano Carlos se quedó con él presenciando toda la ceremonia de guardado y preguntando esto y lo otro. Larga charla, cargada de porqués como saben ser las charlas infantiles.

Se terminó el juego, el chocolate y la visita. Regresamos a casa en tranvía. Mi hermano me hacía señas extrañas. Pensé que eran las burlas y bromas de costumbre… Pero, a escondidas, sacó del bolsillo un autito negro, un Ford.

—Mamá te va a matar– le dije.

—¿Cómo se va a enterar que me lo traje si vos no le contás?

—Yo no digo nada, pero el tío se va a dar cuenta que fuiste vos y va a llamar a mamá… ¿qué otros chicos lo visitan y ven los autitos?

—Se lo devuelvo la próxima vez que vayamos. Y no se va a dar cuenta.

—Se va a dar cuenta. Vos sabés cómo los cuida. Además, ¿cómo le vas a dar cuerda? No lo vas a poder hacer andar.

—¿Cómo que no? Acá tengo la cuerda.

Carlitos agregó “el auto nuevo” a sus juguetes: camioncitos, playa de estacionamiento de varios pisos, autos rellenos con masilla para jugar carreras con otros chicos en la plaza. Y jugó con “el auto nuevo” toda la tarde. De cuando en cuando, me dirigía una mirada en parte cómplice, pero en parte amenazadora.

Yo dudaba si contarle a mamá, pero decidí que lo que había hecho mi hermano no era mi problema y que él tendría que solucionar sus cosas.

Llegó la hora de preparar la mesa, cortar el pan y ponerlo en dos paneras, uno en cada extremo, preparar el “Trinaranjus” para nosotros, acercar la sillita alta del bebé… La cena transcurrió como de costumbre: entre peleas, risas y retos y el esperado “Basta ya” de papá, cuando de repente e inesperadamente, como si fuera un tiro de cañón, sonó el teléfono…

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