jueves, 27 de mayo de 2021

Primer día de clase: la seño Moni

 

Mónica Mancini

 

Marzo de 1977, día previo al comienzo de las clases.

Yo estaba en segundo año del Profesorado de Educación Especial, tenía una beba de un año y acababan de sacarme la muela del juicio.

Vivía a dos cuadras de la escuela “Nuestra Señora de Pompeya”, mi cuñada era docente de la misma. Ese año se creaba la división “C” y comenzaba un nuevo primer grado. En esa época, cuando se daba la creación de un cargo, era sabido que no era rentado; por lo tanto, tenías que trabajar más o menos un año escolar y luego te pagaban.

A última hora del domingo la docente que iba a asumir ese cargo se excusa, porque le habían ofrecido uno reemplazo que a ella le resultaba mejor.

El problema que se presentó era grave, al día siguiente cuarenta y cinco niñitos iban a asistir entusiasmados a su primer grado, había que conseguir a alguien, al menos para que los recibiera ese día.

El sacerdote y la directora agotaron los llamados a las posibles candidatas, la situación era compleja. Fue entonces cuando a mi cuñada se le ocurrió decir: “Mi cuñadita está estudiando, por ahí, nos hace el favor”.

Cuando se presentó en mi casa y me hizo la oferta, no lo dudé No tenía idea de lo que iba a pasar, pero no pensaba perderme la oportunidad de tener un grado para mi sola. Demás está decir que no había hecho ni siquiera una práctica, solo el primer año del profesorado, que era bastante básico. Tenía que resolver con quién dejaba mi beba y además tenía la cara hinchada. No tenía guardapolvo ni planificación, lo que me sobraba era inconciencia.

De chica siempre jugaba a la maestra, en el barrio había unos cuantos nenes a los que les llevaba uno o dos años y los obligaba a ser mis alumnos, los tenía cortitos y me hacían caso. Se ve que, en mi imaginario, pensaba que era algo parecido a esa experiencia.

Conseguí un guardapolvo, mi suegra se comprometió a cuidarme la nena, armé una carpetita con algunas actividades que se me ocurrieron y allá fui…

No puedo explicar la sensación que tuve, cuando entré a la escuela y las maestras me hablaban como si yo fuera una más, no tenía muy en claro qué iba a hacer. Sonó el timbre y me dijeron: “Andá a formarlos, les tenés que enseñar todo, porque vienen de lugares diferentes y algunos no conocen la escuela”. Entré en pánico, cuando una multitud de infantes se acercaba y demandaba atención, todos con las mamis, que iban a conocer el salón.

Nada era como había imaginado. Todo se agrandó, el espacio, la cantidad de niños, la cantidad de mamis. En esa época no se hablaba de ataque de pánico, pero creo que tuve uno.

Aun hoy no sé qué hada madrina se apoderó de mí, y me imbuyó de cordura y una apariencia que calmó las ansiedades de las madres que me hacían recomendaciones sobre sus niños, a los que yo no identificaba. Obviamente, era la primera vez que los veía, a ellos, al patio, al salón, a la directora…

Cuando me quedé sola con los chicos, repito, eran cuarenta y cinco, nos miramos y, desde el frente, sentí que tenía un ejército delante de mí. Eran tantos, con tantas expectativas, pero salió todo bien. Como ya era mamá, me sabía canciones y cuentos y pude salir del paso con éxito, siempre pensando que solo iba a estar allí ese primer día.

A las doce del mediodía, me sentía agotadísima, me iba despidiendo cuando el cura me dice: “Podés venir mañana, no conseguimos a nadie que quiera trabajar sin cobrar”.

La verdad es que sentí una secreta alegría, le había empezado a tomar el gustito a la docencia. ¡Y por supuesto, acepté!

No fue fácil organizarme, estaba cursando el profesorado de 18 a 23. Tenía una beba y una situación económica tambaleante, ya que estábamos construyendo una casa. Solo trabajaba mi marido y la verdad es que yo no podía darme el lujo de trabajar sin cobrar, pero lo hice.

Así, día a día y semana a semana, llegó el mes de julio y yo ya era la seño Moni de primero, muy posicionada en mi rol, había logrado mantenerme firme con un grupo muy heterogéneo de niños y familias.

Empecé a familiarizarme con la documentación ministerial, sorprendiéndome con las llamadas bases curriculares, muy digitadas. Era época del Proceso y había que ser cuidadosa con los contenidos a tratar, como así también con los comentarios que se hacían con las madres.

Tenía alumnos con padres desaparecidos, otros presos y otros muy adictos a los militares.

Fue todo un desafío, pero recuerdo la felicidad que tenía cuando iba a la escuela, lo fascinada que estaba con mis alumnos, a los que aún hoy recuerdo muy bien. Cada día que la directora me llamaba, pensaba que me iba a decir que me tenía que ir. Era increíble que haya durado tantos meses.

Pero eso no sucedió nunca, por el contrario, en el mes de julio, entró una señora muy elegante al salón, se presentó como la supervisora y me pidió que siga con mi clase.

Ese día cuando me iba, el padre cura y la directora me llamaron y me dijeron que el cargo era mío, así nomás, ¡que me iba a quedar y que encima me iban a pagar!

Así fue como en el mes de noviembre cobré todos los sueldos atrasados juntos. Era tanto dinero que pude techar mi casa, comprar los sanitarios y los muebles de cocina.

Estuve treinta y cinco años en Nuestra Señora de Pompeya. La escuela creció, yo crecí con ella y llegó el día de la despedida, no sin dolor, pero con la enorme satisfacción de haber disfrutado cada día. Me fui feliz, llena de experiencias hermosas.

La prueba es que hoy, cuando paso por la escuela, todavía siento esa emoción que tuve aquel primer día de clase del setenta y siete.

1 comentario:

  1. Como siempre lo importante es dar ese primer paso, luego todo se construye con el paso del tiempo. hermosa experiencia.
    Un abrazo y gracias por compartir.

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