sábado, 31 de mayo de 2014

Sarcoma

Por Susana O.


Creo que María Ignacia debe estar levantada, se sienten ruidos en su pieza… Cada día duerme menos… las seis y media y apenas está aclarando. Bueno, si ella está despierta, puedo empezar a abrir. En la sala de abajo ya saqué la tranca de la persiana y la placa de hierro de la puerta, así entra aire. De todas maneras, María Ignacia nunca va allí, seguro que no se dará cuenta de nada. Con tal de que la puerta cancel y la del patio queden trabadas para que ella misma abra… Llevaré el desayuno arriba, no quiero que Isabel interrumpa su novela, ¿o está terminando el cuadro hoy? Ayer le compré el pincel número dos que me pidió y el añil. No; debe ser el cuadro en lo que está trabajando desde la madrugada.

—Te dije que primero me quiero bañar antes del desayuno, Águeda. ¿A qué hora querés que me levante? Otras veces no lo traes tan temprano.
—Pensé que no te importaría tomarlo antes… tengo que hacer las compras. No tengo nada para el almuerzo.

—Ya que salís, llégate hasta la perfumería y me traes Sapolán Ferrini para los pies y también Magnesia San Pelegrino.
—Pero, escúchame, María Ignacia, ¿por qué no vas vos? Yo tengo toda la mañana de feria.
—Vos sabes muy bien por qué no voy yo.

Estas se creen que lo único que tengo que hacer es comprar las cosas que ellas necesitan: que óleo, que hilos y puntillas en la Valenciana, que papel en Blejer, que jabón Manuelita o Sapolán… Y, bueno, tienen sus cosas y a mí me sirve de entretenimiento. Es una excusa para desviarme del camino del mercado y ver algo distinto. Ayer, con el añil me llegué hasta la calle Mendoza y me quedé un rato mirando el río. Qué lindo sería que alguna siesta fuéramos las tres hasta el puerto, a la estación Fluvial y compráramos pororó y nos sentáramos al sol… Pero no se les puede decir nada. Siempre con sus ocupaciones, su trabajo. Hace unos años me decían que ya pronto, cuando se jubilaran, íbamos a poder disfrutar de la vida, salir, pasear y ahora ¿en qué terminó todo? En esto: “Usted siempre apurada, señorita Castillo, y siempre cargada con bolsos”.

 Algún día voy a pintar a María Ignacia. De memoria, no más, porque no creo que quiera posar para mí. Hoy parece tan joven con ese camisón rosado con la puntilla color natural en la pechera y la robe de chambre con esa tela que tiene tanta caída. Siempre fue hermosa. La más linda de las cinco hijas de los Castillo, siempre dijo todo el mundo. Y no porque sea la más chica sino porque es así no más, es linda. Es linda y se cuida tanto… Hace bien en cuidarse y hacerse tanta ropa… Lástima que no se casó. También con ese sinvergüenza de Rodríguez que la hizo esperar toda la vida… Ya noviaba cuando se casaron Palmira y Rosario …
¿Y qué tendría? Apenas veinte años… Y le alargó la promesa de casamiento hasta hace muy poco, unos cinco años atrás, Yo ya había dejado la escuela “Pestalozzi”… Ella todavía ejercía en la escuelita del Matadero… Y tendría cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años… ¡Qué inescrupuloso!

—Vos  me estuviste usando otra vez el champú, Isabel.
—Si vos sabés que no uso champú, que me lavo con jabón de lavar…
—Pero el frasco estaba por la mitad, yo lo marco cada vez que lo uso.
—No sé qué habrá pasado, María Ignacia; yo no te lo toqué.

Isabel cree que me chupo el dedo. Me tiene harta usándome todas mis cosas, mi jabón, mi crema, el champú. Y no sólo los elementos de tocador porque ella no compra nada. Como si no cobrara el sueldo de directora. Para hacerse la víctima, ¡con jabón de lavar en vez de champú! Hasta las enaguas me usa. Ayer cuando subí a la terraza estaba mi enagua rosa hecha un bollo en la pileta. Y que era la mía, era mía, porque tenía la puntilla que yo tejí. Me dice que la habría usado yo. Como si yo no supiera lo que me pongo y me dejo de poner. Y eso que tengo todas mis cosas bajo llave.

—¿Vas a sacar la tranca y la placa de la puerta cancel, María Ignacia? Tengo que ir al mercado…
—Con el pelo mojado no puedo bajar. ¿Querés que me resfríe? ¿No podés esperar? Me iba a marcar y secar. Y bueno, sacala vos hoy. Pero dejá las llaves, yo después las guardo.

Si por mí fuera, yo las sacaría siempre o no las pondría y asunto arreglado. Pero ella quiere asegurarse de que estuvo bien puesta. No sé qué puede importarle si la noche ya terminó y no entró nadie… Tanto miedo, pobre María Ignacia … Placa de hierro en todas las puertas que dan al patio, a la terraza o a la calle; trabas en todas las persianas; cerrojos en todas las puertas; barrotes hasta en el respiradero del baño. Menos mal que en las ventanas las rejas son artísticas, sino parecería que vivimos en una cárcel… Y yo que todavía no tengo preparado el menú para hoy… Para el té tengo tarta, así aprovecho las manzanas que herví para el jugo de María Ignacia y para el almuerzo haré suflé de zanahorias. Ella necesita comer mucha zanahoria para la vista. No me puedo acordar si la semana pasada hice suflé o simplemente las comimos con aceite y vinagre. No es cosa de que les esté dando siempre lo mismo… “¡Hermana! Cómo se ve que ya no nos querés cocinar más”, me dirán. Y cómo no voy a querer cocinar si es lo único que sé hacer. Mamá siempre decía; “¡Águeda es mi mano derecha, es la segunda mamá de ustedes”. Y Luis María me llamaba “Mamita”. Pensar que ya hace quince años que murió y quince años que no vemos a su mujer y a sus hijos. Lo mismo que a Palmira y Rosario y a sus familias. No… miento. A Palmira y a la nena más chica las encontré por casualidad en el cementerio hace dos años para el aniversario de mamá. ¡Pobre Luis María! Si viviera ahora estoy segura de que charlaríamos tanto… “Águeda” –me decía– “vos tenés que tener tus propios hijos, nosotros somos tus hermanos, no pierdas tiempo ni desperdicies afecto … Aprovechá ahora que sos joven, la vida es corta…” Pero la vida no es corta, es corto el momento feliz cuando todo promete y no se ha elegido aún … La vida es larga, hermano, larga la lucha, larga la amargura, larga la ausencia … o la soledad … No sé por qué anunciarán las telenovelas con esa voz de Oscar Casco… “Teleteatro de la tarde con Nené Cascallar y…”

—Isabel… ¿No venís? Ya empezó la novela.
—No puedo dejar acá, Águeda. Se me seca la pintura y tendría que poner en aceite los pinceles. Poné el televisor más fuerte.
— Otro adefesio para colgar en la casa. Y vos y yo, Águeda, aguantándola.

 Y para qué mirar la novela de todas maneras? Ya desde la primera entrega sabía en qué iba a terminar toda esa historia… que el enamoramiento, que la distancia, que el reencuentro, que las peleas, que el final feliz… Y así siempre. Todo lo contrario de lo que yo siempre escribo en mis cuentos y de lo que yo sé. El final feliz no existe nunca, es una invención de los productores. Siempre cualquier historia debe terminar con un final que significa vejez o el paso del tiempo u olvido o muerte. Y nada de eso es feliz. “Ponelo más fuerte, Águeda”. Es así: el correr del tiempo, la vejez, la muerte… Una vez que termine este cuadro lo voy a poner en el descanso de la escalera para que tenga luz del día de la ventana y la luz de la araña del íntimo de arriba. En la escalera estarán todas las épocas de mi pintura. Ésta es la época final.

—¿Qué tejés, María Ignacia?
—Una puntilla para una blusa que me voy a hacer; vi los moldes en el “Para ti”. ¿Y vos no tejés? No sé cómo podés estar sin hacer nada, Águeda. Yo tengo que tener las manos siempre ocupadas. Si no, me muero. Tengo que armar una pollera… ¿No querés hilvanármela?
—Traela… Te la hago antes de preparar la cena.

¿Dónde la habré dejado? No sé si en el placar del medio o en el de la parecita de enfrente. Cada vez pesa más este llavero… Siempre digo que voy a ponerle número a las llaves y siempre por una cosa o por otra me olvido y tengo que probar todas antes de encontrar la que va. ¡También! Uno en su propia casa tiene que tener todo cerrado con llave y llevarlas encima todo el tiempo porque te sacan hasta lo que llevás puesto. Basta con que me olvide algo afuera para que desaparezca. Isabel me tiene cansada. Con su intelectualidad y sus modales engaña a todo el mundo. Menos a mí. Hasta la ropa nueva que tengo sin estrenar me saca y me usa y ni siquiera le interesa el monograma que bordo en cada cosa –MIC- María Ignacia Castillo.

—Águeda, timbre.
—Yo no oí nada. Asomate, a ver…
—No puedo dejar esta vuelta porque se me van a perder los puntos. Bajá vos, Águeda.

¿Traeré el té ya? Me voy a llegar hasta la panadería para ver si hago tostadas. Así con la jalea de membrillo y la tarta de manzanas… Puede ser que Isabel tome el té con nosotras… siempre encerrada trabajando en su pieza…

—¿Quién era, Águeda?
—Nadie. No habían tocado. Salgo para hacer algunas compras.
—Cerrá bien las puertas.

… Cerrar bien las puertas, que nadie vaya a entrar, que nadie nos vaya a robar lo que tenemos. ¿Qué tenemos? Cuadros que pinta Isabel, puntillas que teje María Ignacia, recuerdos que tengo yo. ¡Y quién quiere eso? No importan a nadie, salvo a nosotras mismas. Así  que, ¿Para qué encerrarse? ¿Por qué no dejar que entren y nos alivien un poco de tanto peso y de tanta memoria?

—¿Sabés que me parece, Agueda?
—No… Traje el té porque ahora viene la novela de las cinco. Así no nos perdemos nada. Te traje el Sucaryl, María Ignacia.
—… voy a hacer poner un portero eléctrico, así no tenemos que bajar cada vez que suena el timbre.
—Pero, salvo el sodero que viene a la mañana los lunes y jueves, pasan días sin que suene el timbre. ¿Para qué portero eléctrico? Para que los chicos cuando salen de la escuela se tienten? Pasan días sin que nadie toque el timbre. “Se enfría, Isabel”.
—Traemelo acá, Águeda. No puedo dejar esto.

Yo lo voy a hacer poner, de todas maneras. No porque piense tener todo el santo día la puerta sin cerrojo y solamente cerrada por la traba del portero que no ofrece ninguna seguridad, sino porque uno puede identificar bien al que viene y ya saber de quién se trata cuando se baja a abrir. Hay tanto sinvergüenza suelto. Sin ir más lejos, a Águeda le contaron que habían asaltado la tintorería de la otra esquina…

 —Isabel, no puedo encontrar la aguja fina de crochet.
—Vos sabés que yo no tejo crochet…
—No, pero me la sacás por gusto de hacer daño, nada más. Seguramente te llevás todo lo que me sacás a esas reuniones a las que vas los lunes y se las das a Merceditas o a cualquiera de esas porquerías de amigas que tenés y que son todas unas busconas.
—Busconas que pasan los sesenta años. He estado todo el día en mi habitación, dejate de hablar pavadas, María Ignacia.
—No habrá sido hoy. Cualquier otro día…

… me tiene harta, alguna vez no me voy a poder controlar y la voy a matar. La voy a matar. Siempre con su airecito de suficiencia ¡ladrona! Si me pudiera ir de aquí y no tener que verles más las caras a ninguna de las dos, viejas y feas. Viejas y feas y achacosas y ladronas. Tener que encerrar todas mis cosas con llave y no tener la libertad de un día poder estar sola sin vigilar… y estar sola y no escuchar día tras día acusaciones estúpidas, de robos inverosímiles y tener las ventanas abiertas al día y a la gente y poder escribir y pintar y tallar tranquila y hacer que el mundo de allá afuera reconozca mi obra y ser famosa, famosa, y un día, cuando yo ya no esté que me recuerden y digan: “Sí, de Isabel Castillo, la pintora”… y cómo irme y dejarlas si no pueden vivir sin mí, si no saben valerse, si no pueden estar juntas. No siempre fue así; antes la casa estaba llena de gente y venían las amigas de las chicas y sus compañeras de trabajo y hablaban de escuelas, de sus alumnos y venían los novios y yo les servía el té y cuidaba de que todo estuviera bien, de que todas estuvieran contentas, de que mamá no se cansara… “No desperdicies afecto, Águeda, vos tenés tu propia vida”, me decía José Luis en sus visitas breves. ¿Mi propia vida? ¿No es ésta? La mía, la que no quise cambiar, la que no supe o no pude cambiar…

—Cuando terminemos de tomar el té, ponemos las placas en las puertas de abajo así después me puedo arreglar los pies y acostarme temprano.
—Son apenas las seis. Todavía hay luz. Bueno, está bien, María Ignacia, esperá que lavo todo. Después, pongo las trabas en las ventanas y te llamo para las puertas.
—Apurate, que los pies me llevan mucho tiempo.


… Sí, pondré las trabas, las placas de hierro en las puertas, los cerrojos. Las trabas en las puertas para que no entre el infierno de la calle o para que no salga el infierno de la casa… Y así lo haré siempre mientras ella lo necesite para su tranquilidad. Y así se hará mientras yo lo quiera. Y así se hará, mas yo siempre estaré fuera de aquí.

Descubriendo el inocente amor: apenas con siete años, me lo dedicó en una hermosa melodía

Por Ana Inés Otaegui

Termas de Río Hondo: bellísimo lugar, naturalmente dotado de charcos calientes y humeantes, todo al aire libre, jugando con mi papá y mis hermanos Margarita, nueve años; Cecilia, cinco, y Víctor, en ese entonces el más pequeño de tan solo tres. Mi madre tomando la foto y, en su vientre otro hermanito, en camino.
Disfrutábamos con mis padres, en las vacaciones de invierno, que infaltablemente concurríamos todos los años a Santiago del Estero y Tucumán.
Recuerdo a los burritos, postal del noroeste argentino. Íbamos de a dos, tan plenos y felices.
Un niño de 13 años, de ojos verdes, cabellos castaños y una sonrisa luminosa, lustrabotas, con su cajoncito, su banquito muy gastado y sus cepillos, ganándose el pan para llevar a su hogar…
 Con los ojos de niña, no había diferencias, todos iguales, compartíamos juegos, chistes, adivinanzas.
Al finalizar nuestra estadía, en la estación de colectivos, sobre la plataforma, estaba él; no recuerdo su nombre, solo aquellos ojos verdes que miraban con dulzura a esa niña pegada a la ventanilla del ómnibus. Tomó su guitarra y me dedicó una canción , que obviamente, no la conocía, “Santiago querido, Santiago adorado”. Yo lo observaba en silencio y, de pronto nuestras miradas se fundieron, sellándose, desde entonces en mi corazón. Luego, le obsequié unos caramelos frutados…….

Los motores se encendieron y su figura se fue desvaneciendo. ¡Qué inocentes! Qué lindos recuerdos! 

Servidumbre(*)

Por Susana O.

—Mamá, por qué tía Águeda no estudió como las otras tías o como vos?
—No sé… Tal vez no era tan inteligente… Vos viste, Isabel escribe, ha publicado varios libros de cuentos para chicos, además pinta… María Ignacia es tan hábil con la costura, Palmira toca el piano que es una maravilla y ella… no sobresalía en nada, no quería estudiar…
—Pero, mamá. Ella es tan inteligente como las demás: lleva toda la casa, la organiza, maneja los pagos de las facturas, los impuestos, las compras… ¿Por qué ella no es maestra como todas las Castillo?
—Qué sé yo, nena. Ella fue a la Escuela Industrial. Allí le enseñaron costura, tejido, bordado, economía doméstica, puericultura…
—Claro, no era la escuela Normal de maestras. La preparaba para trabajar en la casa, no para ser independiente. Ella maneja una casa pero para otros. No es la suya…
—Bueno, ella nunca se quejó. Siempre fue así, está bien así para ella. Es su casa, su familia. Todos la queremos mucho, la mimamos y le estamos agradecidos por su ayuda…
—Claro, pero ella maneja el dinero que le dan las otras tías, ella no tiene dinero propio. Tampoco tiene sábados, domingos. Peor esos días, tiene más trabajo. No tiene amigos, no sale nunca, excepto para hacer las compras para la casa. Y si va de vacaciones sigue trabajando como si estuviera en Rosario mientras todas las otras disfrutan…
—Ella también disfruta…
—Contame por qué rechazó a ese novio que tuvo, yo era muy chica, pero me acuerdo que la visitaba. ¿Cómo se llamaba? Baldomero… Ay, qué nombre, ja, ja. Me acuerdo que todas se morían de risa porque la llamaba “mi palomita”. ¡Qué malas todas! Mamá, vos también ¿eh? Y cuando pronunciaba mal y decía “la canoba”. O se comía las letras “Traje galletitas pa’ los chicos”… Claro, todas ustedes eran maestras o futuras maestras… y él… era constructor. “Ya tengo la casa. Me falta la palomita”… Y todas se morían de risa, escondidas o en la cara de él. Claro, el hombre se espantó. Me acuerdo que una vez María Ignacia le preguntó mientras estábamos cenando: “Oiga, Baldomero, por qué no lleva a su palomita a pasear en la canoba?” Y todas se tuvieron que levantar de la mesa con cualquier pretexto porque se ahogaban de la risa… Cómo no se iba a escapar.
—No… la tía Águeda lo rechazó porque ella quiso rechazarlo, no porque él se escapó… No sé, no lo querría…
—Sí lo quería. Acordate cómo se vestía y se pintaba los labios para recibirlo. Fijate, ella tendría su familia, sus hijos, su casa. No estaría trabajando para sus hermanas.
—Mirá nena. Cuando murió papá, tan joven, solamente trabajaba José, pero estaba de novio y se casó tan pronto. Así que quedó mamá con sus hijas. Águeda no era la mayor, pero Sara estaba de novia y se casó unos seis meses después de lo de papá. Así que quedó Águeda para ayudar a mamá. Mamá era modista y trabajaba todo el día, así que Águeda se ocupaba de la casa.
—¿Por qué le corrieron a ese novio que tenía?
—Mirá, si ella hubiera querido o él, se habría casado lo mismo a pesar de que nosotras nos divertíamos con él. Éramos jóvenes y teníamos la risa fácil…
—De papá también se reían, ¿no es cierto?
—Sí… ja, ja. Decían que tenía el pie muy chico y que los pantalones le tapaban el zapato. Y siempre hablaban del tamaño de los pies y de lo que era conveniente… Ya ves, tu papá no se corrió y se casó igual
—¿Y del novio de tía Palmira?
—Ja, ja… Me hacés acordar de tantas cosas… También nos reíamos. Él tenía la costumbre de carraspear muy seguido y entonces, en la mesa era un coro de toses y de risas… Éramos jóvenes y no medíamos las consecuencias… Pero mirá, Palmira se casó. En fin. No creo que Baldomero y Águeda se dejaran porque nos reíamos. Águeda lo dejó. Eligió la vida que tiene. Mamá luchó mucho, trabajó duro y le dio carrera a sus hijos. Águeda, todavía hoy, sigue ayudando a mamá.
—Pobre tía Águeda. Se conforma con mantener la casa de sus hermanas y de recibir los besos rápidos de los sobrinos siempre apurados… ¿Ella eligió? ¿La obligaron? ¿Las circunstancias la llevaron a renunciar a su vida? ¿Al amor? ¿A los hijos? Tengo imágenes de mi infancia y de tía Águeda. Recuerdo con dolor a tía corriendo las gallinas en el gallinero para matar una. En un tiempo las mataba la abuela, pero después todas estuvieron de acuerdo que tía Águeda tenía que encargarse de matarlas. La abuela estaba grande- decían. Me acuerdo un día –vos estabas en la escuela, mamá– la tía había elegido una gallina… un alboroto terrible en el gallinero, corridas por todas partes, desparramo de plumas… Salió tía Águeda llevando una bataraza por las patas… Había que matarla… Le torció el cuello suavecito y la largó. La gallina se tambaleaba como si estuviera borracha y tenía la cabeza colgando para un costado… Tía Águeda preguntaba… ¿Está muerta? ¿Está muerta? Y se tapaba los ojos, no miraba… Pobre tía… Todos aconsejaban… Torcé otro poquito, agarrá la cuchilla y cortale la cabeza… Correla y apretale el cuello… Consejos… pero nadie ayudaba y tía Águeda estaba llorando con la cara oculta en sus manos. Esa vez tía corrió la gallina, la cazó, la llevó a la cocina, puso la tabla de picar carne y trató de poner la gallina con la cabeza hacia la pileta… No fue fácil, se revolvía como loca,,, Y después… chaf… un cuchillazo, y cayó la cabeza y un chorro de sangre ensució toda la mesada porque tía Águeda había soltado el cuerpo que se debatía por todos lados hasta que quedó quieto…
Tía regresó a la cocina… Ahora había que abrirla, limpiarla, desplumarla… Tengo la imagen de tía con un repasador en la falda, arrancando las plumas que caían en un tarro y el olor… a plumas mojadas, a quemado, a tripas…
Imágenes del pasado, de mi infancia, recuerdos calientes, vívidos, amados.

(*)En este relato Susana recrea diálogos familiares

miércoles, 28 de mayo de 2014

Mi abuelo el caprichoso: “Esta noche voy a dormir como Dios manda”

Por Paquita Pascual

Así escuché la imperativa voz del abuelo aquella noche de invierno de mil novecientos treinta y…. mientras a la luz de una vela yo ayudaba a la tía Pepa a limpiar las lentejas que comeríamos al día siguiente.
La tía Pepa levantó la cabeza y mirando al abuelo dijo: “No haga usted eso, padre. A ver si esta noche tenemos jaleo”.
El abuelo terminó de liar su cigarrillo, y pegándole una pitada dijo: “ Que va. Ya he leído yo la prensa esta mañana y parece que los aliados están corriendo al enemigo hacia el norte” y diciendo “hasta mañana” se retiró a su cuarto.
La tía Pepa puso las lentejas en un cuenco que llenó de agua, limpio la mesa con un estropajo, y secándose las manos con el delantal dijo: “Bueno, vamos a dormir, que mañana será otro día”. Mi hermana la menor ya dormía hacía rato.
No sé el tiempo que había pasado, cuando el sonar de la sirena y la voz de la tía gritando “padre, padre levántese” me despertaron.
Por suerte, la tía y nosotras hacía mucho que dormíamos vestidas, pues rara era la noche en que no teníamos que salir corriendo hacia el refugio.
Pero el abuelo no encontraba su ropa en la obscuridad, se había acostado en paños menores, corrimos los cuatro en tropel hacia la puerta, donde ya los vecinos se atropellaban para ser los primeros en llegar al refugio. El descontrol nos impedía hacerlo con normalidad.
A veces no llegábamos todos pero aquella noche sí y el abuelo, el primero; pero, claro, en paños menores…
Era el único. Todos éramos obedientes con las órdenes impartidas.
Cuando todo terminaba volvíamos a nuestros departamentos, si aún existían y si estábamos vivos…
Han pasado muchos años, pero aun veo la figura de mi abuelo subiendo la escalera con su camiseta y calzoncillo largo, que habían dejado de ser blancos.
Y escucho la voz de la tía Pepa diciendo “Hay padre, padre, usted siempre es el mismo cabezón. ¡No sé cómo voy hacer yo para blanquear esa muda!”.

El dulce

Por Luis A. Molina

Hoy miro este frasco y me retrotraigo a aquellos años cincuenta, donde no comprábamos dulce. El presupuesto no daba para tanto; pero mi madre me regalaba ese placer, que para un goloso era una fiesta.
El azúcar, aparte de escasear, era cara, la batata no lo era tanto por eso era la preferida, la pelábamos, tras lavarla y cortar en dados iba derecho al agua de cal, donde luego de una noche quedaban armados para después de ser cocinados y convertirse en dados dulces en almíbar, toda una delicia. Además, cocinaba con leche todos lo posible que podía sabiendo que me lo devoraría, así ocurría con la polenta, maicena, sémola, arroz y hasta mazamorra. Todo casero.
El budín de pan era, y lo sigue siendo, mi favorito; pero me costaba esperar para probarlo y eso dolía, porque cobraba por pellizcarlo. Como en la cara exterior se notaba al instante, probé en el agujero interior y tampoco tuve suerte; pero mi perseverancia dio sus frutos y así fue como mi madre se enteró cuando ya era grande de mi eficaz manera de robar.
Lo daba vuelta con mucho cuidado, al estar patas para arriba le cortaba una tajada de su base, quedaba un centímetro más bajo pero no se notaba, mientras yo me regodeaba con su sabor.
¡Que linda época! Mis bolsillos siempre estaban ocupados, pasas de higo o pelones traídos de la casa de los abuelos en Córdoba, donde eran secados sobre el techo de paja de la vivienda. Esta se encontraba en una soledad donde solo había piedras gigantes, que con sus más de tres metros de altura eran inalcanzables para mis pocos años. Recuerdo que todos se levantaban muy temprano a desayunar para luego ocuparse de las manadas de cabras y ovejas, que debían llevar a pastar cuidando que los zorros y pumas no hicieran estragos. A eso de las diez, asaban choclos que eran como un copetín antes de almuerzo a mediodía. A la noche, se encerraban los animales en corrales de piedra circulares. Las gallinas se subían a los ombúes y allí dormían.
Era una delicia comer quesillos que la abuela preparaba cuando no tejía en el telar que estaba detrás de la casa. Lo habían confeccionado con madera de los árboles del lugar, la lana tras la esquila, se escardaba, y la convertían en hilo, horas pasaban con el huso, que giraba incesante mientras crecía el ovillo que luego sería teñido y finalmente convertido en una prenda.
Recuerdo que nos juntamos cinco generaciones desde la tatarabuela hasta yo que no contaba con más de tres o cuatro años.
Llegar a ese lugar era una odisea, solo circulaba un colectivo dos o tres veces a la semana. Salía de la ciudad de Córdoba hasta Chilecito en La Rioja, camino de tierra desde Villa de Soto, pasando por la cuesta de La Higuera, donde bordeaba el precipicio. Algunas veces viajamos en la mensajería, que era una especie de estanciera que transportaba el correo y algún pasajero ocasional. Nos dejaba en el camino y de allí a caminar, mi pobre madre cargaba los bolsos un centenar de metros y tenía que volver a buscarme porque no quería caminar. No sé cuánto tardó en recorrer más de una legua que nos separaba de la casa.
Para tener agua había que bajar hasta el rio, distante a unos trecientos metros y traer en baldes, a su lado se encontraba un pozo de balde para sacar agua para beber, aquel rio discurría entre las piedras rumoroso y lento; más cuando se volvía bravío rugía en su torrente arrastrando todo cuanto encontrara a su paso, era rio de montaña.
Para comprar provisiones lo hacían a caballo, ya que el vecino más cercano se encontraba a un legua. Por la noche, el silencio era tan grande que a gritos podían escucharlos los vecinos, por supuesto eso fue cuando hubo una desgracia familiar.
Allí, se podía ver el cielo, no había luz ni ningún otro signo de civilización, vivían y eran centenarios, con la paz como compañía. Hasta solían decir que escuchaban las guitarras de La Salamanca o alguna bruja que pasaba por el lugar. Era gente muy supersticiosa.
No sé qué tiene que ver esto con el dulce; pero por un momento volé y regresé en el tiempo hasta aquel lugar que no comprendía. Claro, era chico de ciudad.
Dejo sobre la mesa el frasco y tomo un lápiz para dejar sobre la hoja este recuerdo…

Cierro los ojos y paladeo aquel dulce que las manos de mi madre me supieron regalar…

Poner proa hacia una estrella

Por Elena Itatí Risso (Firmat, 1943)

Yo estaba en tercer año del secundario de la única escuela secundaria pública y mixta del pueblo. Muy conforme con las barritas de amigas y amigos.
Pero sucedió que vinieron las monjas al pueblo y pusieron la Escuela Normal. Para el pueblo fue toda una novedad y también un motivo de cambios. Mis hermanas y mi mamá pensaban que, al ser yo la más chica, sería bueno que pudiera acceder a una “mejor educación”, falacia muy común en estos pagos.
Yo resistí bastante, pero al comprobar que mis compañeras pasaban al Normal, acepté seguir en el colegio. Además, uno de mis anhelos de niña fue ser maestra.
Mi primera impresión fue descubrir estas mujeres que buscaron una vida dedicada a los demás, lo cual despertó profunda admiración
Yo tenía una especial vocación por buscar ideales, tanto que me había hecho un cuadrito con una frase de José Ingenieros y lo había colgado del respaldar de mi cama:
“Si pones tu proa visionaria hacia una estrella, y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, es porque llevas en ti el resorte misterioso de un ideal”.
Esta frase, leída todos los días, me decía mucho. Entre esto y el descubrimiento de la vida que hacían las religiosas, poco tardé en decir que el Señor me llamaba para mejorar o, mejor, para cambiar la Humanidad
Y lo empecé a sentir cada vez con más fuerza y convencerme que era una “llamada divina”.
Mi familia, simple, de religiosidad común, se opuso en forma terminante. Pero para un adolescente nada mejor que la oposición paternal para llevar a cabo un propósito. Con la altanería propia de mi edad, enfrenté su oposición a la llamada del Señor. Casi sin posibilidades de que sus miedos sobre mi felicidad tuvieran injerencia en mis decisiones.
Al terminar quinto año y ya recibida de maestra, comunico mi voluntad firme de ingresar en la congregación.
Esto desató llantos de impotencia de mi madre, poco acostumbrada a la sublevación de un hijo, el dolor callado de mi padre y el acompañamiento silencioso de mis hermanos, donde quizás se mezclaría un poquito de admiración por la férrea decisión tomada, acontecimiento único en la familia donde siempre se obedeció sin chistar
Llegó el día estipulado, me acompañó una de mis hermanas y viajé a Córdoba, a una casa de descanso donde estaban novicias y postulantes
Llegar a ese lugar, donde había cerca de 30 jóvenes casi de la misma edad, para mí fue tocar el cielo.
Despedí a mi hermana con cierta consideración por sus lágrimas, pero yo estaba feliz.
Era un sueño cumplido, una vida que pensaba dedicar a Dios y a los demás y el deseo de hacer todo de la mejor manera.
Continuaron así 11 años, en los que estudié, viajé, sufrí y fui feliz. Pero había una incongruencia entre mi voto de pobreza y la realidad que vivíamos.
La misma Iglesia reclamaba en esa época, la sinceridad con respecto a consagrarse sobre todo a los que menos tenían. Y yo tenía que ejercer ese mandato siempre contrariando a mis superiores, cuya ideología no congeniaba con los mandatos de los últimos documentos oficiales de la Iglesia.
Cada vez se hacía más difícil ser fiel a mí misma, trabajar con la gente pobre, dedicarme a lo que primitivamente pensamos era el mandato evangélico
Al mismo tiempo, yo había estudiado, había crecido, había conocido el compromiso con la gente y todo se daba de bruces contra la institución.
Corría el año 1971, viajo a Chile a estudiar y descubro el compromiso político en plena efervescencia del proceso socialista.
Ya nada fue igual.

Esto marcó mi vida para siempre.

Escuela N° 123 “José de San Martín”: una escuela con identidad

Por Stella Costanzo

Las imágenes surgen nítidas: el camino de entrada al pueblo, donde el silencio se agudiza y da paso a los sonidos inconfundibles de la naturaleza, de su gente que despierta al nuevo día; y, mientras recorro ese trayecto hacia vos, la fotografía intacta de tu fachada me devuelve la sencillez, la humildad y el cariño del recibimiento de aquella primera vez en que entré a “tu lugar” con la timidez de tantas palpitaciones y muchas expectativas.
Cada aula, cada lugar, cada rincón, cada baldosa, llenó mi alma de tal forma que atesoré los abrazos recibidos, los besos, los saludos de mis alumnos, de sus padres, de los vecinos; porque uno sabe que el tiempo es inexorable, pero en algún momento se puede cruzar Tacuarita o la Milonguita, María Alejandra, ahora con una sonrisa, el guardapolvo blanco impecable de Chazarreta., de las más tímidas, las más vergonzosas, las contestadoras, que las había, je je; los tranquilos, los traviesos, los que no se querían quedar. La lista sería interminable y más aún si le sumamos las anécdotas.
La Escuelita es “todo”. Es su gente, su personal, su edificio, que vio transitar generación tras generación a sus hijos. Es la identidad de su pueblo, es el grupo de alumnos que año tras año la colma de risas, de llantos, de gritos, palabras, juegos, de valores, de lucha, de amor.
Aquí aprendí a enseñar a leer y escribir, a que los números se mezclaran para jugar, a comprometerme, a afirmar mi vocación por la calidez de su gente, el apoyo de los padres y ¡la participación de todos!
Más que palabras son pinceladas que salieron de una paleta de muchos colores de la década del 70, como una película que fue salpicando un lienzo, que alcanza para dar brillo a uno de esos recuerdos que inexplicablemente siguen presentes, día a día, en nuestras vidas.

¡No cambies Escuela nº 123!

La felicidad de mamá

Por Ofelia Alicia Sosa

En Corrientes, el 14 de Julio de 1920, nació una niña, Josefina Aranda, mi mamá.
Ella siempre dijo que fue feliz.
¿Cuál era la felicidad para la niña, la adolescente y la mamá?
Ser mujer, madre, esposa y ama de casa la hacía sentirse plena.
Dedicada al hogar, de amplias habitaciones, con muchos muebles grandes y oscuros; tres patios llenos de plantas y flores; jardín, lavadero y altillo con dos habitaciones, una escritorio y otra sala de juegos.
Los pisos de pinotea de largas maderas brillantes como espejos gracias a que los enceraba de rodillas y sacaba lustre con una pesada plancha con felpa y mango largo, que empujaba de punta a punta para sacar brillo.
Gran cocinera y repostera que hacía almuerzo y cena con entrada, plato principal y postre. Todo casero, porque no había delivery como ahora.
Recuerdo que cuando nos poníamos los guardapolvos mis hermanas y yo, nos mirábamos los moños que sobresalían de las cinturas bien blancos y almidonados, como las camisas de papá con cuellos y puños acartonados.
Sus adornos naturales eran las manzanas rojas que lustraba y ponía en diferentes muebles de la casa para perfumar. Ese aroma a manzanas ya no se percibe más.
Los fines de semana nos llevaba al parque por la mañana y al cine por la tarde.
En la sala del Cine “Apolo” nos encontrábamos con los vecinos y comerciantes de la zona.
El verdulero, carnicero, panadero, librero que también concurrían con sus esposas e hijos.
Entrábamos temprano con sol y salíamos tarde ya de noche. Claro, eran tres películas con sus respectivos intervalos entre cada una de ellas.
Le encantaba vernos bien vestidas por lo que nos hacía vestidos, con modelos sacados de las revistas de moda.
Era una gran enfermera, ya que cuando nos enfermábamos venía el médico de familia y le dejaba las indicaciones que seguía al pie de la letra y estaba al lado de nuestras camas por la noche por si la necesitábamos.
Nosotras le hacíamos caso y no cuestionábamos sus decisiones como todos los niños de la época.
Era una madre presente y siempre atenta. Amorosa y cariñosa, sus enojos le duraban poco. Una mano de ella calmaba los dolores y calmaban las penas.
Hoy desde los lejos, casada con tres hijos, pero separada, ya que como mujer de mi generación no poseo su tolerancia y paciencia; me pregunto: “¿Y ella?
Nació para dar y el resultado de sus acciones era su felicidad.
También pienso que su felicidad era la de sus seres queridos. Que la tabla de valores no era como la nuestra.
Es como si en la felicidad no entraban las necesidades personales como un individuo independiente que era. O, tal vez, su necesidad básica y primordial era la familia.

Semblanza de mi madre

Por Elena Itatí Risso
Firmat (Santa Fe), 9 de julio de 1943

“Quien encontrará a la mujer fuerte? Es mucho más valiosa que las perlas, en ella confía el corazón del marido y no será sin provecho.
Muchas mujeres hicieron proezas, pero tu superas a todas”
“Libro de los Proverbios”, capítulo 31, Antiguo Testamento

Sus ojos, de acuerdo al escritor Guy de Chantepleure, eran del color del tiempo: ora grises, ora celestes, ora verdes de acuerdo a la luz de ese día.
Tuvo una infancia dura, de sueños incumplidos, de ensoñaciones. Contaba que mientras cuidaba los animales del campo, a los siete años, soñaba. Soñaba con ser maestra, con estudiar aunque la dura realidad solo le permitió hacer segundo grado de la escuelita. Soñaba que los caminos eran pavimentados, cosa que en 1917 era inimaginable para una niña que nunca había salido del campo. Pero siempre soñó y no se resignaba a la chatura de esa vida sin medios.
Conoció a mi padre, otro soñador y músico lleno de ternura. Pero mi madre era tierra, era ancla, soporte y formaron una unión indisoluble que duró 62 años.
Tuvieron cuatro hijos, y mi madre consideraba que éramos su obra de arte. Por eso, pulía, exigía, estimulaba, cada día para que nunca se resignen a metas pequeñas. Desde el caminar derechas, el ser buenas alumnas, buenas personas, trabajadoras y estudiosas.
Era rígida, poca piel, poco abrazo, pero no sé por qué a pesar de ello, nunca dudé de su inmenso amor. No necesitamos nada más para saber que mi papá y nosotros éramos la única razón de su existencia. Ese fue su mundo. Mundo que supo de una donación sin límites.
Tenaz, trabajadora infatigable, voluntariosa. Para ella, todo dependía de la fuerza de voluntad.
Hábil cocinera sabía con dos puerros y una papa hacer un manjar para seis. Siempre supo hacer mucho con poco, siempre la cocina olía a pan casero, a panes de leche, a dulces caseros. En esa cocina nada se tiraba, todo se transformaba. ¡Y qué decir cuando mi padre compra la máquina de picar! Decíamos riéndonos que las albóndigas eran milagrosas, todo iba a parar allí resultando un manjar.
Era protestona, pero tremendamente activa: ninguno estaba a la altura de su exigencia
Lavaba a mano la ropa, con agua fría por supuesto, planchaba, cosía, tejía, era jardinera, albañil, carpintera, cocinera. Hábil con el martillo, el cuchillo, la azada, la aguja o el pincel. Le gustaba hacer manualidades, inventar, proyectar.
Quería que fuéramos listos, estudiosos, trabajadores, derechos, y que le demos a la escuela nuestro tiempo; aunque disponíamos de largas horas de juegos ya sea en la casa o en las noches templadas en la vereda con los chicos del barrio.
Cuando Canal 5 puso la “Telescuela primaria”, con mi papá se compraron sendos cuadernitos y comenzaron entusiastas a terminar la primaria. ¡Aunque habían acumulado tanta sabiduría!
Los dos fueron entusiastas autodidactas: mi papá aprendiendo Inglés y música. Ella aprendía con la radio, con el diario, con libros que en esa época no eran abundantes. Pero nos supo hacer poesías para llevar a la escuela, juntaba textos y los pegaba en un cuaderno que aún conservo, con máximas, consejos, poemas. Todo le servía para aprender.
Acompañó el crecimiento de cada hijo con un amor ilimitado. A pesar de que, justamente yo, no seguí el camino “normal” que una adolescente tomaba en esos tiempos, siempre supe que ellos estaban, a la vuelta del camino, esperándome. Siempre
Cuando sintió que su vida estaba llegando al final, tuvimos una charla sobre ese final. Yo le decía que esa sería su lección de vida postrera: enseñarnos a morir.
Y se fue simplemente, como el ave que herida ya no vuela y descansa. También nos enseñó a irnos.

Gigante, enorme, inolvidable para hijos y nietos. 

Made in casa

Por Ana María Miquel

Aunque sean universitarias, trabajen fuera del hogar, tengan o no tengan hijos, por lo general las mujeres mendocinas conservan las tradiciones y la cultura familiar. Es así como, cuando el verano toca a su fin y comienza ese hermoso otoño lleno de ocres y dorados de los álamos, ellas como laboriosas hormiguitas comienzan a almacenar sabores del verano para el invierno.
Muchas veces se juntan en alguna finca un grupo de amigas y trabajan todas para una y una para todas. Es decir, hoy todas le fabricamos dulces, tomates en conserva, duraznos al natural para fulanita; mañana lo haremos para menganita, pasado para sultanita y después para mí. Y se pueden ver esas laboriosas manos que no paran y se van poniendo blancas y arrugadas de tanto estar con las frutas o también oscuras por envolver frascos en papel de diario o por preparar el fuego para poner grandes ollas con los frascos a hervir. Es un frenético trajín en el cual nadie queda afuera y todas las manos son bienvenidas. No paran ni las manos ni las voces. Se habla mucho, se canta, se ríe, se saca el cuero a las que no están o a los maridos, se vuelven a contar partos y experiencias de todo tipo.
Lo mismo hacen los hombres cuando el frío arrecia y hacen “la matanza”. Es la matanza de un cerdo para almacenar reservas para el invierno. Ese día, el de la matanza, solo van los hombres al campo desde muy temprano. Matan el animal, recogen la sangre para las morcillas, lo cuerean, lo cuelgan, sacan las vísceras y algunas partes que se pueden comer esa misma noche, asadas, bien regadas con vino, con un hogar a leña constantemente abastecido y, luego de semejante festín, se tiran algunos colchones en el piso y todos a dormir. Participan los chicos desde los diez años o menos. Eso es cosa de hombres. A la mañana siguiente, llegarán las mujeres y entre todos vuelta a poner en marcha la maquinaria de la producción: fabricar, chorizos, jamones, bondiolas, morcillas y no sé cuántas cosas más. Para dejarlas en grandes cajones con sal a macerar y luego colgar de los techos de un galpón.
Estas tareas se hacen generalmente al aire libre, entonces los paisajes son muy distintos: para las mujeres días esplendorosos, con mucho sol, brisas suaves al atardecer, montañas relucientes y viñas desbordantes de racimos de uvas. En cambio para los hombres, son días de temperaturas bajo cero, montañas blancas inmaculadas durante el día y rosadas cuando despunta el sol. Y las viñas, solo esqueletos sin hojas. También los olores son distintos: en el verano el olor a fruta madura y en el invierno el olor a sangre, carne asada, ajos y cebollas.
Un otoño en que estaba por venir a vivir a Rosario con mis hijos y mi marido, me puse a preparar sola todas las reservas del invierno. Fue así como mis hermanos me proveían de la materia prima. Mi cocina en Mendoza era un estallido de colores: cajones con rojos tomates, otros con uvas de distintos colores, peras y duraznos. Pero en esa época era joven y fuerte, y esa tarea me encantaba y me dedicaba a ella con mucho empeño, ya que después era un placer ver las estanterías con frascos de tomates al natural para las salsas, o ensaladas, aceitunas griegas cubiertas de aceite de oliva, dulces de todo tipo y por supuestos, frascos de duraznos al natural. También fabricaba el arrope de uva, que es un dulce con una textura a miel y que solo se hace con uvas; como así también preparaba las uvas en grapa o ginebra. Estas eran una delicia.
En botellas blancas de litro o tres cuarto, se van colocando capas de uvas, las más hermosas, en tandas de colores: blancas, rosadas, negras, verdes, y a cada grano de uva se le deja el cabito cortado con una tijera. Cuando el frasco ya está lleno, se las cubre con grapa o ginebra, se tapan bien con la máquina y se dejan macerar durante un tiempo, pueden macerar días, meses o años, como están conservadas en alcohol, no se echan a perder. Y luego se sirven con un café, para entrar en calor, en una fría noche de invierno.
Tampoco debo olvidarme de la jalea de membrillos y los panes de dulce de membrillo secados al sol, como tampoco de las bolsas de aceitunas griegas. Son curadas en bolsas de arpillera con sal. Las cuales se van dando vueltas y vueltas durante varios días o se las cuelga de un gancho y van escurriendo su amargor. Hasta que después de quince o veinte días se las pruebas y si están saladitas y carnosas, no amargas, se las saca de la sal, se las limpia sin agua y se enfrascan cubiertas de aceite de oliva. Son más frascos para guardar.
Vuelvo a ese período en que me había puesto a elaborar todas estas exquisiteces en mi cocina para traer a Rosario. De duraznos al natural, había fabricado cincuenta frascos. Una noche le digo a mi hija que trajera un frasco del mueble del comedor, ya que no tenía postre para la cena. Vuelve con las manos vacías y me dice que no hay ninguno. “No puede ser”, le digo, “los debo haber guardado en otro lado”. Voy a revisar el mueble y el estante estaba vacío. Vi que mi hijo mayor –que tendría 14 o 15 años–, disimuladamente se iba a su dormitorio. Seguimos buscando en otros lugares, pero no había mucho que buscar. Apareció nuevamente mi hijo en la cocina y con toda humildad me dijo: “Mamá, yo me los comí”.
No lo podía creer, ¿cómo se había comido cincuenta frascos de duraznos y no había dejado ni rastros y en qué momento lo había hecho? Entonces confesó.
Él asistía a una escuela secundaria agrícola, que quedaba bastante lejos de nuestra casa. Por lo general, se llevaba el almuerzo, que eran sándwiches de berenjenas en escabeche o de milanesas y algunas frutas. Pero cuando llegaba a casa a eso de las tres de la tarde y los hermanos estaban en la escuela o yo dormía la siesta, porque trabajaba como maestra por la mañana, él abría un frasco de duraznos, se tiraba en la alfombra del comedor y se lo comía, mientras miraba televisión. Luego, guardaba el frasco vacío en el armario de los frascos vacíos. Esa producción de duraznos no la llegamos a probar el resto de la familia, pero según él: ¡estaban buenísimos!
Y yo no pude decir nada porque jurídicamente sería ¿un robo por hambre o por saborear las comidas de mamá?
Cuando llegué a Rosario con la gran producción, ésta se fue repartiendo por distintas manos, desde los tomates en conserva, las uvas en grapa y los dulces. Y mis compañeras de trabajo diciéndome que todo era muy rico; pero ¿para qué trabajar de esa manera, si podía ir al supermercado y comprarlo hecho?
Con el tiempo fui dejando de preparar tantas cosas, pero por suerte, mi hija continúa con la tradición y, al menos, fabrica todos los dulces que se comen en su casa y durante todas las épocas del año. Además de berenjenas en escabeche, pasta de garbanzos y otras menudencias.

Se predica con el ejemplo. Y mis nietas saben distinguir un producto o comida casera de uno comprado en el supermercado.

martes, 27 de mayo de 2014

16 de setiembre de 1955

Por Juan José Mocciaro
juanjosemocciaro@gmail.com

Era una mañana primaveral. Me puse hacer los deberes, almorcé y mi madre me llevó a la Escuela Boneo, como todos los días. Estaba en primer grado superior, turno tarde, tenía solo 8 años y mi señorita era Lidia de la Torre, una maestra con los principios de Sarmiento y una calidez que hoy sería un ejemplo a imitar.
En el primer recreo veo con asombro a los curas, que normalmente vestían con la sotana negra y botones hasta los pies estaban con traje negro y algunos con sombrero, que se iban retirando por la puerta de calle Gorriti con valijas. Me quedé asombrado, nunca los había visto así y nadie daba una explicación. Volvimos al aula y al rato veo a mi madre en la puerta del aula donde la maestra me decía: “Mocciaro, junte todo que lo vienen a buscar”. “¿Qué pasa?”. Mi madre me tomó de la mano, nos fuimos y veía que llegaban más madres. Le pregunto por qué me había venidoa a buscar y salió de su boca con una voz de preocupación y miedo: “Lo voltearon a Perón “.
Hasta llegar a mi casa, que eran apenas tres cuadras, en calle Vélez Sarsfield había gente corriendo Bulevar Avellaneda y pasaban camiones con soldados. Llego a mi casa y veo a mi tío (peronista) con lágrimas en los ojos y mi padre (radical) con una sonrisa picaresca, parecían las máscaras que representan al teatro.
Mi tío estaba construyendo la casa en la parte de adelante de la nuestra, tenía una pileta apagando cal y empezamos a ver que la gente con baldes llenaban de cal y con una brocha iban hasta la esquina de Avenida Alberdi y Vélez Sarsfield, donde estaba el almacén La “Estrella”, de Calacho Ustarán y paraban los autos que eran todos negros y le pintaban “Viva Perón”. Igualmente se lo escribieron a un tranvía que iba por Avenida Alberdi hacía el norte. Nosotros estábamos asomados en la puerta, pero de golpe se empieza a sentir un fuerte bullicio que venía desde refinería por calle Vélez Sarsfield y eran un grupo bastante importante de hombres y mujeres que gritaban: “La vida por Perón” con fotos de él. Al instante y ante de llegar a Bulevar Avellaneda llega un camión de soldados y los dispersan con tiros, calculo que al aire. Ahí nomás mi madre me entró a casa.
A pesar de la edad que tenía, mantengo vivo el recuerdo de ese día tan agitado.

lunes, 26 de mayo de 2014

Anécdotas musicales

Por Luis Zandri

Mi padre tenía un bandoneón “Luis XV”, porque él había sido músico de la llamada “Guardia Vieja”. Un vecino y amigo de mi padre era músico. Federico Cardinali se llamaba, daba clases de bandoneón, acordeón a piano y contrabajo. En consecuencia, ellos se pusieron de acuerdo, me comunicaron que iba a estudiar bandoneón, y yo a mis ocho años, sin derecho a réplica, me encontré con el bandoneón sobre mis rodillas. A todo esto, el instrumento me llegaba hasta el mentón, porque era más grande que los demás y así fue como comenzaron mis estudios musicales.
A los 12 años mi maestro me propuso que, como yo leía muy bien la escritura musical, podía encarar el aprendizaje del contrabajo, diciéndome que como había pocos contrabajistas en unos meses tendría la posibilidad de incorporarme a alguna orquesta. Se lo comenté a mi padre, a él le pareció bien y lo dejó a mi criterio. Acepté la propuesta y, como medía un metro setenta y cinco, no tuve inconvenientes en lidiar con el más grande de los instrumentos de cuerda podríamos decir “portátiles”.
A los cuatro meses de comenzados mis estudios se presentó la oportunidad de ingresar a una orquesta llamada “Renacimiento”, compuesta por tres bandoneones, un violín, el cantor y yo en el contrabajo. Como en esa época se acostumbraba que los chicos usaran pantalones cortos, a mis padres no les quedó otro remedio que ponerme los “largos” para que pudiera ir a tocar a los bailes que estaban muy de moda y se realizaban en todos los clubes de Rosario. El director era un muchacho del barrio llamado Lelio Sánchez.
Mi primera actuación fue en el club “Maciel Bochín Club”, ubicado en calle Maciel del barrio Sorrento. El baile terminó a las tres de la mañana, como era habitual por disposición de la Municipalidad. Cuando salimos fuimos a un bar cercano de Bulevar Rondeau. “Mozo, café con leche con medialunas para todos” fue la primera vuelta. Como hacía calor, helado para todos fue la segunda. Más tarde, café la tercera. De pronto alguien dijo: “¿Y si tocamos algo?”. “Por qué no”, dijimos todos; le pidieron permiso al dueño que era el mozo, salió a relucir un bandoneón y se armó la peña. Entre tango, milonga y valses se hicieron las cinco de la mañana y el dueño tenía que cerrar, así que nos fuimos con la “música a otra parte”.
Para mí, como mi primera experiencia de músico, fue una noche inolvidable. Lelio y Martín me acompañaron a tomar el tranvía número 5, que iba hasta Plaza Alberdi, retornaba pasando por barrio Arroyito y luego seguía hacia el centro. Por supuesto, nos acompañaban nuestros instrumentos. Descendimos en avenida Alberdi y Reconquista, y teníamos que caminar cinco cuadras hasta mi casa. Uno de los muchachos de una punta y yo de la otra trasladábamos el “muerto”; o sea, mi contrabajo.

Cuando íbamos llegando vemos que mi padre me estaba aguardando en la esquina. Los muchachos y yo nos reíamos, lo saludaron y le dijeron: “No se preocupe, don Luis, que al pibe se lo cuidamos nosotros”.

Hablemos de la infancia

Por Carmen G.

Si yo tuviera que hablar de la infancia, retrocedería en las alas del tiempo y hablaría de mi propia infancia. Sí, de esa infancia donde los colores tenían dueños. ¡Ninguno escapaba a mi vista! Todos acudían a formar parte de mi mundo; a medias, fantasía; a medias, realidad.
El verde, pródigo y generoso, todo el año presente, pero más intenso en primavera, tiñendo con sus distintas gamas las copas de los árboles, alfombrando suavemente las plazas, los campos…
El amarillo, el rosa, el lila salpicando las plantas de mi casa, inundando las calles de mariposas y, otras veces, pintando con gruesos trazos el cielo del crepúsculo para que mi imaginación de niña, llena de fantasía, tratara de descubrir en esas raras formas mil y un personajes de leyendas.
El azul intenso y el plateado, llegaban en las noches claras, invadiendo, como un manto de lentejuelas brillantes, la tranquilidad nocturna. Azul, azul profundo, lago invertido donde la enigmática luna navegaba, lenta y silenciosa, en busca del nuevo día que traería consigo los rojos del amanecer, de los malvones, de los vestidos de mis muñecas, del “¡Muy bien!” de mi maestra y de esa rosa aterciopelada, que me espiaba en el fondo desde el tapial de mi vecina.
El gris, acompañado de un intenso olor a tierra mojada, me acomodaba detrás de los vidrios del balcón, para acariciar mis oídos con el arrullo de la lluvia.
Y muchos, muchos más, en sus infinitas gamas. Algunos se siguen adueñando de mi presente. A otros los he perdido. ¡Tengo que recuperarlos!


Hecho en casa. Pintorescos recursos para acercar a los niños pequeños al estudio del idioma hebreo

Por Esther Cuperstein (Ety)

Recuerdo que cuando comencé a trabajar como maestra de este idioma, todos las planificaciones, materiales didácticos y demás accesorios se confeccionaban con elementos caseros, reciclados y muy poco se podía comprar. Pinceles, tijeras, papel glasé, cartulinas, ceritas, gomas de pegar, lápices de colores, fibrón negro grueso y después las hermosas fibras de colores.
Cada uno debía confeccionar con mucha creatividad los recursos para atraer la atención de los pequeños alumnos de primer grado. Éramos grandes magos que a través de distintos estímulos accedíamos a confeccionarlos con mucho esmero y dedicación.
El famoso papel carbónico ayudaba a copiar las notificaciones, que se utilizaban para agilizar el trabajo, especialmente cuando se quería informar algo importante para compartir en casa. Eran las famosas “notitas”.
Los mimeógrafos eran infaltables. Buscábamos biromes que no andaban para marcar los trabajos, en esas hojas tan finas, en ellas volcábamos tareas o pruebas que se debían cumplir. Estos salían muy parecidos a las modernas fotocopias en colores blanco y negro. El portero se encargaba de hacer el trabajo con una tinta y maquina especial.
Mi experiencia personal de haber incorporado un idioma que no es madre fue muy gratificante.
Fueron muchas los cambios que se fueron incorporando a esta enseñanza, ya que tuvimos que hacer muchos cursos de perfeccionamiento y actualización y aplicar distintas técnicas.
Lo utilizado o confeccionado no se compraba en ningún quiosco ni librería de Rosario. Solo se conseguía muy poco en Buenos Aires.
Las planificaciones escritas en otro idioma debían ser aprobadas por las directoras y disfrutadas por quienes eran los receptores de esta gran tarea.
Se jugaba, se cantaba, sin querer las repeticiones con músicas inventadas ayudaban a incorporar este idioma, que no se manejaba en las calles y ni siquiera en los hogares. Las criaturas se transformaban en pequeños grandes maestros.
Soy una agradecida de haber podido especializarme en esta tarea con tantas especialidades. Realmente disfruté mucho de enterarme de lo valioso que estaba preparando con tan poco.
 El trabajo se transformaba en algo tan natural, creativo y sobre todo rico a la vez.
Hoy, a la distancia, recordando lo escrito no me daba cuenta de cuantos aprendizajes me dejo esta noble y hermosa tarea.

Aprender y enseñar a la vez.

jueves, 22 de mayo de 2014

Más que ganar es seguir…

Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la
última de las libertades humanas: la elección de la actitud personal
que debe adoptar frente al destino para decidir su propio camino
Víctor Frankl

Por Nilda Tuan

De pronto comprendió que el lugar donde había nacido y vivido sus jóvenes años y la dicha de amor junto a Rosa, a pesar de ser muy bello, no les ofrecía un futuro cambiante y enriquecedor.
El sitio, cercano a la frontera, con luchas permanentes desde sus antepasados no contribuía como razón de peso para quedarse.
Y decidieron partir, con muy poco, casi nada; en carro, recorriendo muchísimos kilómetros hacia el puerto que los llevaría a un nuevo, lejano, pero prometedor mundo.
Durante la lenta travesía del océano en barco, tejían junto a otros desconocidos compatriotas, ilusiones…
“Allá nos espera una tierra rica”.
“No tendremos hambre”.
“Podremos trabajar y cultivar (tal vez plantar viñedos)”.
“Dicen que los campos se pierden en la lejanía .Parece que el suelo tocara el cielo”.
“¿Y si tenemos hijos que seguirán nuestra lucha?”
Por fin llegaron. La ciudad los impresionó: ¡tan grande!, la gente, los ruidos, las voces. ¡Qué distinta a su Manzano natal! Hasta el aire era diferente.
¡Menos mal que podían hablar con sus paisanos y comunicarse entre ellos!
Por eso, junto a varios emprendieron otro largo viaje en tren hacia el interior, rumbo al norte. En este momento comprendieron que todo lo que se hablaba en el barco no era exagerado.
Finalmente, bajaron en una pequeña estación con un poblado disperso y humilde, pudiendo instalarse en una casa con una porción de tierra para trabajar. ¡Al menos, habían conseguido esto!
Sabían que algunos que se quedaron entusiasmados por su brillo en las ciudades, lo estaban pasando no muy bien.
¡Manos a la obra! A principios del siglo, en 1906, nació su primer hijo, Atilio. Después, vinieron Gildo, María, Humberto, Lorenzo y, por último, Rosa María.
Fue duro, extrañaron bastante; pero vivieron empezando cada día de una nueva manera, sin saber nada de sus pocos parientes que quedaron en sus colinas natales.
Unos pocos años después, la historia de Rosa terminó (1917). Entonces, para Atilio, mi padre, el hijo mayor, con tan solo once años, significó además de dolor otro desafío; pero es cuestión de una próxima historia. ¡Lo importante es seguir!



miércoles, 21 de mayo de 2014

Mis queridos abuelos

Por Carmen G.

La casa se extendía a lo largo. A la derecha, la hilera de habitaciones; a la izquierda, el patio de baldosas grandes color arena, coronadas en sus vértices con pequeños rombos azules. La galería de chapa, las parras, las plantas… Un poyete con columnas torneadas, apoyadas en su banco y sostenidas por un frontispicio de material. A su costado, una puerta hecha por mi abuelo con maderas y tejido de alambre que, con dos escalones, permitía la entrada al fondo, donde continuaban las parras, con veredas de ladrillo y mucho espacio con piso de tierra. Allí un baño enorme, pero solo uno para toda la familia. Una cocina-comedor, con fogones, puerta y una pequeña ventana con postigos de madera. Y allá los gallineros. Y aún más lejos, el horno de barro…
Lo sigo viendo, y a su lado mi abuela, “la Yta”, dándole “las indicaciones” a mi abuelo para que prendiera la leña como si fuera la primera vez, cuando en realidad lo hacía una o dos veces por semana, desde siempre, desde toda la vida.
Mi Yta, su figura gigante para mí, en mi niñez, que solo cuando crecí pude dimensionarla en realidad: pequeña, con sus vestidos largos hasta el tobillo, tal como su delantal, su bello rostro casi sin arrugas, enmarcado por una cabellera entre rubia y pelirroja, con pocas canas, que por la espalda rozaba sus rodillas y ella recogía en un rodete a la altura de su nuca, armado por dos hermosas trenzas. (Cortarse el pelo, en su Andalucía natal, por ese tiempo, era un castigo y una marca para las mujeres de “mala vida”). Además lucía, mientras cocinaba o amasaba, una cofia a la usanza oriental, ¡no fuera a ser que cayera un pelo en la comida!
De Andalucía partió un día con mi abuelo y los padres de él, ya casados, ella con quince y él con diecinueve, rumbo a América.
Arribaron a Brasil y allí vivieron unos años, como cosecheros en un cafetal. No les gustó y siguieron buscando. Así, llegaron a Tucumán, pero luego se enteraron de que las zonas de puertos prometían más trabajo y fue así como anclaron en Rosario.
Mi abuela, pariendo hijos cada dos años. ¡Diez tuvieron!, de los cuales sólo conocí a seis, y de esos seis la única hija mujer fue mi mamá, que nunca se separó de ellos, ni aún casada.
Mi abuelo, un típico español del sur. Alto, cetrino, buen mozo y bastante cultivado. Apreciaba el teatro, la lectura, era buen guitarrero y “cantaor”, cualidades por las cuales lo invitaban a reuniones, a las que acudía presto (no tanto así al trabajo). Mi relación con él fue hermosa y pude entender por qué mi abuela lo amaba tanto.
Pero, dada esa situación, mientras les duró la juventud, fue ella, tan pequeña y por añadidura “analfabeta”, la que tuvo que luchar para sacar la familia adelante.
Jamás mendigó. Siempre obtuvo su dinero trabajando. Llegó a tener “su propio puesto” en el Mercado Norte. Mi abuelo, en la trastienda.
Con el correr de los años es como que él se quedó allí, siempre detrás de la Yta, como su sombra…
El matriarcado comenzó a imperar, inconsciente, tal vez como un pase de factura. Ella comenzó a ordenar, manejaba la casa, los hijos, el dinero. Él, mi abuelo, obedecía.
Yo me hice mujer a su lado y muchas veces chocábamos. ¡Claro, nos parecíamos tanto!
Me casé (era su sueño y el compromiso con mi madre. No dejarme sola jamás). Me fui de la casa…
Ella, que en ese momento apenas contaba con dos o tres años más de los que llevo yo ahora, se fue desdibujando. Lo viví día a día, porque no pasaba uno sin que fuera a verla. Su vida fue dura y se estaba cobrando los excesos. Mi abuelo, allí, su permanente compañía. Pero, a pesar de todo, de sus desencuentros juveniles, no cabe la menor duda que entre los dos nos llenaron el corazón de amor.
Se fue de este mundo una semana antes de mi primer año de casada y, como últimamente, mi querido abuelo detrás de ella.

El primer vuelo

Por Ana María Miquel

El mar y la playa eran nuestro elemento, las gaviotas nuestras amigas al igual que los bañeros a los que les tirábamos soga para rescatar un ahogado. Nos ponían los trajes de baño el último día de clases y nos lo sacaban cuando estaban por comenzar.
Con mi hermano del medio, éramos grandes compinches a pesar de una diferencia de tres años de edad, pero él me cuidaba y me protegía mucho, por ser la más chica. No nos destacábamos por ser niños regordetes y rebosantes de salud. Él era chiquito y menudito para sus nueve años al igual que yo con mis seis.
¡Pero la playa era nuestra! No así el mar al que le teníamos mucho respeto, simplemente jugábamos a romper las olas, fabricar castillos, enterrarnos en arena, mojarnos y salir a jugar a las milanesas revolcándonos en la arena. Nuestras camas siempre tenían restos de arena.
En esa época, mi mamá preparaba una gran cacerola de aluminio con “salpicón”; es decir, restos de alguna carne y distintos tipos de verduras crudas o cocidas. Pan, algunos bizcochitos hechos por ella y nunca se olvidaba de las botellas de vidrio, bien tapadas con un corcho conteniendo leche con “Toddy”. Colocaba esas vituallas en el canasto de su bicicleta y partíamos al mar. Ni bien llegábamos, Miguel y yo, hacíamos un gran pozo en la arena atrás de alguna carpa, para que hubiera sombra y se enterraba la cacerola (atada con un mantel) y las botellas de leche para que estuvieran fresquitas al momento de tomarlas.
Cuando llegaba el mediodía y los turistas se iban a sus hoteles a almorzar, con Miguel recorríamos la parte de atrás de las carpas, para ver si algún distraído se había olvidado algo. Fue así como una vez encontramos un hermoso pañuelo de seda natural que se lo regalamos a la abuela y en otra oportunidad un reloj de hombre.
También estábamos muy atentos a los silbatos de los bañeros cuando veían que algún imprudente se iba mar adentro o cuando alguno estaba levantando los brazos porque se ahogaba y no podía regresar a la playa. Ahí, se tiraban estos valientes a rescatar al imprudente y con Miguel a tirarle soga desde la orilla. Ellos llevaban un salvavidas amarrado a la cintura o a un brazo. Cuando llegaban con “el salvado”, solo se escuchaban aplausos de la gente y veíamos la vergüenza del imprudente, que había puesto en peligro su vida y la de los bañeros.
Una mañana, cuando llegamos y ya habíamos cumplido con nuestras obligaciones playeras, vimos en el horizonte grandes animales, para mi mamá eran las famosas “toninas”, que habrían ido siguiendo un barco para comer los desperdicios que éstos tiraban. No tengo idea si las toninas son primas hermanas de los delfines o son la misma cosa. La cuestión es que los que sabían más que nosotros, decían que eran tiburones. Por las dudas, no nos metimos en el mar. Pero al llegar el mediodía había mucho revuelo en la playa y vimos que varios bañeros salían disparados mar adentro. La cosa venía brava y mi mamá no nos dejó movernos de su lado. Pero pudimos observar como un bañero que al tiempo salió en las revistas contando la historia, había rescatado a un muchacho de las garras de un tiburón. En el Hospital Público de Miramar, le hicieron las primeras curaciones en ese cuerpo destrozado y luego lo llevaron a Mar del Plata, creo que en avión. Por supuesto, le salvaron la vida.
Así, vivíamos los veranos, a veces durante las noche de luna llena, mi mamá nos llevaba a ver el mar y nos contaba historias, una inolvidable, fue la de Alfonsina Storni. Como en Mar del Plata se había ido siguiendo el camino de plata de la luna, hasta perderse en las profundidades del mar.
Durante las primaveras, que todavía no estaba el clima para el mar, nos dedicábamos con todos los vecinitos, cada uno en su bicicleta a ir a la playa, meternos en un bosque de aromitos, revisar, investigar, buscar no importa qué. Pero es el espíritu de los chicos: descubrir cosas nuevas. Cuando volvíamos a nuestros hogares, íbamos parando en cada chalet que tuviera las ventanas tapialadas con maderas (señal que los dueños no estaban), meternos en los jardines y robar todas las flores posibles, que después orgullosos entregábamos a nuestras madres.
Un otoño, llegó a Miramar un señor en un avión Pipper para ofrecer “vuelos de bautismo”. Por supuesto que había que ser muy arriesgados para subir a ese avioncito, más que un avión parecía un avioncito de papel. Y mi papá, que no pisaba la playa más que vestido de zapatillas blancas y camisa y pantalón del mismo color, nos hizo subir a Miguel y a mí en el asiento de atrás del piloto y cerró la puertita con el ganchito de fiambrera que tenía.
Éramos tan menuditos que entrábamos los dos en el mismo asiento y partimos, felices y contentos a dar una vuelta sobre el mar, la playa y la ciudad. Todos los chicos tendrían que andar en avión para poder comprender los límites de los países. Fue la primera vez que subí a un avión y no tuve nada de miedo. Claro, me había subido mi viejo y al lado llevaba a mi hermano.

Mientras, en la playa nos esperaba mi mamá en estado de desesperación.