miércoles, 21 de mayo de 2014

El primer vuelo

Por Ana María Miquel

El mar y la playa eran nuestro elemento, las gaviotas nuestras amigas al igual que los bañeros a los que les tirábamos soga para rescatar un ahogado. Nos ponían los trajes de baño el último día de clases y nos lo sacaban cuando estaban por comenzar.
Con mi hermano del medio, éramos grandes compinches a pesar de una diferencia de tres años de edad, pero él me cuidaba y me protegía mucho, por ser la más chica. No nos destacábamos por ser niños regordetes y rebosantes de salud. Él era chiquito y menudito para sus nueve años al igual que yo con mis seis.
¡Pero la playa era nuestra! No así el mar al que le teníamos mucho respeto, simplemente jugábamos a romper las olas, fabricar castillos, enterrarnos en arena, mojarnos y salir a jugar a las milanesas revolcándonos en la arena. Nuestras camas siempre tenían restos de arena.
En esa época, mi mamá preparaba una gran cacerola de aluminio con “salpicón”; es decir, restos de alguna carne y distintos tipos de verduras crudas o cocidas. Pan, algunos bizcochitos hechos por ella y nunca se olvidaba de las botellas de vidrio, bien tapadas con un corcho conteniendo leche con “Toddy”. Colocaba esas vituallas en el canasto de su bicicleta y partíamos al mar. Ni bien llegábamos, Miguel y yo, hacíamos un gran pozo en la arena atrás de alguna carpa, para que hubiera sombra y se enterraba la cacerola (atada con un mantel) y las botellas de leche para que estuvieran fresquitas al momento de tomarlas.
Cuando llegaba el mediodía y los turistas se iban a sus hoteles a almorzar, con Miguel recorríamos la parte de atrás de las carpas, para ver si algún distraído se había olvidado algo. Fue así como una vez encontramos un hermoso pañuelo de seda natural que se lo regalamos a la abuela y en otra oportunidad un reloj de hombre.
También estábamos muy atentos a los silbatos de los bañeros cuando veían que algún imprudente se iba mar adentro o cuando alguno estaba levantando los brazos porque se ahogaba y no podía regresar a la playa. Ahí, se tiraban estos valientes a rescatar al imprudente y con Miguel a tirarle soga desde la orilla. Ellos llevaban un salvavidas amarrado a la cintura o a un brazo. Cuando llegaban con “el salvado”, solo se escuchaban aplausos de la gente y veíamos la vergüenza del imprudente, que había puesto en peligro su vida y la de los bañeros.
Una mañana, cuando llegamos y ya habíamos cumplido con nuestras obligaciones playeras, vimos en el horizonte grandes animales, para mi mamá eran las famosas “toninas”, que habrían ido siguiendo un barco para comer los desperdicios que éstos tiraban. No tengo idea si las toninas son primas hermanas de los delfines o son la misma cosa. La cuestión es que los que sabían más que nosotros, decían que eran tiburones. Por las dudas, no nos metimos en el mar. Pero al llegar el mediodía había mucho revuelo en la playa y vimos que varios bañeros salían disparados mar adentro. La cosa venía brava y mi mamá no nos dejó movernos de su lado. Pero pudimos observar como un bañero que al tiempo salió en las revistas contando la historia, había rescatado a un muchacho de las garras de un tiburón. En el Hospital Público de Miramar, le hicieron las primeras curaciones en ese cuerpo destrozado y luego lo llevaron a Mar del Plata, creo que en avión. Por supuesto, le salvaron la vida.
Así, vivíamos los veranos, a veces durante las noche de luna llena, mi mamá nos llevaba a ver el mar y nos contaba historias, una inolvidable, fue la de Alfonsina Storni. Como en Mar del Plata se había ido siguiendo el camino de plata de la luna, hasta perderse en las profundidades del mar.
Durante las primaveras, que todavía no estaba el clima para el mar, nos dedicábamos con todos los vecinitos, cada uno en su bicicleta a ir a la playa, meternos en un bosque de aromitos, revisar, investigar, buscar no importa qué. Pero es el espíritu de los chicos: descubrir cosas nuevas. Cuando volvíamos a nuestros hogares, íbamos parando en cada chalet que tuviera las ventanas tapialadas con maderas (señal que los dueños no estaban), meternos en los jardines y robar todas las flores posibles, que después orgullosos entregábamos a nuestras madres.
Un otoño, llegó a Miramar un señor en un avión Pipper para ofrecer “vuelos de bautismo”. Por supuesto que había que ser muy arriesgados para subir a ese avioncito, más que un avión parecía un avioncito de papel. Y mi papá, que no pisaba la playa más que vestido de zapatillas blancas y camisa y pantalón del mismo color, nos hizo subir a Miguel y a mí en el asiento de atrás del piloto y cerró la puertita con el ganchito de fiambrera que tenía.
Éramos tan menuditos que entrábamos los dos en el mismo asiento y partimos, felices y contentos a dar una vuelta sobre el mar, la playa y la ciudad. Todos los chicos tendrían que andar en avión para poder comprender los límites de los países. Fue la primera vez que subí a un avión y no tuve nada de miedo. Claro, me había subido mi viejo y al lado llevaba a mi hermano.

Mientras, en la playa nos esperaba mi mamá en estado de desesperación. 

3 comentarios:

  1. Ana Maria que hermosos momentos compartidos en familia, cuantas aventuras !
    Es un placer leerte.
    Maria Rosa Fraerman

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  2. Que deleite leerte, una niñez junto al mar, con la pureza que sólo a esa edad podemos compartir.
    Y un final de alto vuelo...

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  3. Qué hermosa pintura de la niñez! Es un hermoso relato
    Elena Itati Risso

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