viernes, 29 de septiembre de 2017

Augusta, la abuela Alemana.


H. B. Carrozzo

Julio 2007. Hannover, Alemania. Luego de un corto viaje en tren, mi prima Bärbel, mi esposa Mónica y yo llegamos a la ciudad donde nació Augusta en la lejana Baja Sajonia. Nosotros, los bisnietos de Augusta, caminábamos por los lugares donde ella había jugado. Después de 120 años recorríamos en Markoldendorf las mismas calles donde Augusta habría tenido sus sueños de niña. El espíritu de Augusta recorría esas viejas calles y quizás jugaba en ese molino de agua que seguramente estaba allí en 1860.
La misma sangre de los abuelos Ernst y Elsa, los hijos de Augusta y Guillermo, los hermanos que no se conocieron caminaban en nosotros del brazo bajo el sol alemán, compartiendo los momentos que ellos no habían compartido. Nosotros éramos desconocidos pero estábamos unidos por la herencia de la sangre y los recuerdos. La “Großmutter” correteaba por estas calles con sus cinco años y jugando con mi imaginación sentía una sensación extraña, como si estuviera jugando con ella a las escondidas.
Y también recorrimos List, en Hannover, que es donde Augusta vivió hasta 1887 en que decidieron emigrar porque la situación no era promisoria. Como había dicho su padre Wilhelm, que el Rey Guillermo I era militarista y la guerra era inevitable. En las calles de List la imaginaba en la escuela, disfrutando de su adolescencia, coqueteando con los muchachos, dentro de los rígidos cánones de la época y de la Alemania.
Cuándo y cómo se había ganado los amores de Guillermo en una dura competencia con Lina, su hermana, que era la novia de Guillermo antes de la conquista. Cuando había cedido a él. Bajo los códigos de hoy diríamos que ella fue una revolucionaria, una feminista, ni imaginar a finales del siglo XIX.
En mi mente trataba de entender las razones de la aventura de ir a la América, de dejarlo todo: familia, trabajo, amigos, tradiciones por un futuro incierto en una tierra desconocida. ¿Quizás los amores pasados y prohibidos? ¿De quién habría sido la idea, de ella o de Guillermo?
Que los amigos los habían llamado con trabajo seguro y promisorio, un nuevo mundo lleno de oportunidades, pero ¡dejarlo todo!
Quizás tampoco pude imaginar las vicisitudes que pasaron cuando viajaron desde Buenos Aires a Colonia Bremen (provincia de Córdoba) atravesando en carretas durante varios días la vasta extensión de la pampa con maleantes dispuestos a todo. Y en la Colonia, ¿cómo fueron esos días en tierras desconocidas y agresivas, donde el gaucho, el nativo, se confundía con los italianos, españoles, alemanes, con costumbres bastantes diferentes?
No puedo dejar de pensar en la tragedia de tener que emigrar, tanto por aquellos años, como por estos días, personas escapando del hambre, la guerra, las enfermedades, en busca de oportunidades nuevas. Escapando de fundamentalismos políticos o religiosos, persiguiendo una esperanza de vida. ¿Aprendimos algo después de tantos años?
No puedo dejar de pensar en ella, con un hijo en Alemania sin poder verlo ni hablarle, ni traerlo. Y cuando Guillermo fue a buscarlo y Ernst no aceptó viajar. También entendí a mi tío cuando decía: “Doña Augusta tenía siempre cara de pocos amigos, siempre se la veía amargada”. ¡Pero si había dejado un pedazo de ella en Alemania!
Y en Colonia Bremen ahogaron esa pena dedicando todo el tiempo a trabajar duro; Guillermo el cuero, la talabartería, Augusta, dedicada a las tareas domésticas, crianza de hijos, gallinas, huerta. A honrar la nueva vida.

¿Sabrán ellos ahora que la aventura no fue en vano, que honramos lo que hicieron, que lo valoramos y lo agradecemos?

martes, 26 de septiembre de 2017

Cardacci y “El Malta”

José Mario Lombardo

“El Malta”, sobrenombre derivado de la abreviatura de su apellido, era uno de los dibujantes en la oficina técnica de la Dirección de Hidráulica de la Municipalidad de Rosario.
“El Malta”, técnico constructor, también era poeta: Él se autodenominaba “El poeta de la zurda”, seudónimo que refería a la zona donde se halla ubicado el corazón.
Allí, en “Hidráulica”, trabajábamos un grupo de técnicos, ingenieros civiles, ingenieros geógrafos y dibujantes, diseñando los sistemas de desagües pluviales de los barrios rosarinos.
Había también choferes y ordenanzas. Unos manejaban los vehículos, cuando se necesitaba salir a tomar datos de alguna zona, y los otros cumplían tareas de limpieza o el traslado de expedientes en curso hacia el Palacio Municipal, pues en aquel año de 1970, la Dirección de Hidráulica, junto a otras reparticiones afines, estaba en la calle Salta casi llegando a Ovidio Lagos, bastante alejada de la sede de gobierno.
Uno de los ordenanzas era Cardacci.
Cardacci, además de cumplir con su tarea, en los ratos libres solía dibujar y sus trabajos se componían de extrañas formas, que casi siempre definían cuestiones ajenas a los objetos dibujados; es decir, un árbol no era un árbol, una fruta no era una fruta, una nube no era nube.
Durante los dos años que trabajé en esa repartición municipal, compartí tareas con un compañero de estudios. También nos retiramos de “Hidráulica” casi al mismo tiempo y, entonces, distintos trabajos nos alejaron. Estuvimos sin vernos más de veinte años. El se fue a trabajar al norte y yo siempre me quedé en Rosario. Un día, él volvió para visitar a un familiar y entonces aprovechamos para celebrar el reencuentro.
Tiempo después, sorpresivamente, apareció en mi casa. Traía bajo el brazo una carpeta azul de tapas duras. Me dijo que era un regalo. Abrí la carpeta y me encontré con algo totalmente inesperado: ¡Eran los dibujos de Cardacci!
Estaban intactos. Como dibujados ayer. Me permito transcribir los títulos.
Todos encabezados con la leyenda “Créase o no”: 1) Córdoba, año 1760, MONTAÑA CON FORMA DE GALLINA. 2) California, 1870, ZANAHORIA “ JEMELA” EN FORMA DE SER HUMANO. 3) Año 1230, COCODRILO DE BENGALA. FUE ENCONTRADO EN EL OCEANO DEL NORTE POR UN PEZCADOR INDIO.4) La India. UNA PIEDRA EN FORMA DE ZUECO JAPONES. 5) UNA RAIZ DE PALMERA EN FORMA DE CONEJO DE ANGORA. 6) California, 1912. ARBOL EN FORMA DE ANIMAL. 7) Año 1912. SIN TITULO. 8) La India, 1912 ¿CARACOL? 9) California, 1420. PAPA EN FORMA DE UN CRANEO. 10) California, año 1420. PEZ CON COLA DE RATON. Todos ellos dibujados en papel “cansón” tamaño oficio, con lápiz negro y, además, una copia heliográfica de un trabajo de mayor tamaño dibujado sobre papel transparente con el título: California 1725. UNA MONTAÑA EN FORMA DE UN PAJARO.
 Una presente invalorable que me llevó, junto a mi amigo, a revivir aquel tiempo que habíamos compartido.
Por otro lado, “El Malta” se jubiló y dejó “Hidráulica”. Un día, lo encontré en el hall de los Tribunales provinciales. Él siempre andaba con un viejo portafolios donde, además de papeles y expedientes, tenía libros de poesía, algunos de su autoría y otros de algún poeta amigo. Fue entonces que me obsequió unos versos que trataban sobre “La medianería”.
Todos sabemos que una medianera es ese muro que separa viviendas vecinas. Es muy común que se susciten controversias entre vecinos cuando, quien construyó el muro, reclama a quien en él apoya con posterioridad su casa la justa retribución por el costo del mismo.
“El Malta” describía en aquellos versos sus cuitas como liquidador de medianería y los entuertos que se sucedían entre vecinos, por la simple existencia de un muro de ladrillos que los separaba. Pero lo notable de aquella poesía era que su autor, en un rapto de inspiración, había estampillado, sellado y certificado ante los Tribunales provinciales los términos de la obra de modo que en el papel aparecían los títulos que daban fe de los dichos del poeta liquidador.
Esa poesía era una muestra de su infaltable humor.
El 29 de mayo de 1995, lo recuerdo porque anoté la fecha, estaba yo tomando un café en el bar que se encuentra en la esquina de España y 27 de Febrero. Como me había ubicado ante las ventanas del frente, divisé a “El Malta” que venía cruzando por España. Pasó casi a mi lado y, cuando me reconoció, me saludó y siguió de largo, pero pronto se arrepintió, volvió, entró, me dio la mano, sonrió con un gesto de picardía y después continuó tranquilamente su camino.
Me fui a mi oficina, tomé lápiz y papel y casi de corrido escribí unos versos dedicados a esa circunstancia. Varios años después, se los entregaría a él. Su destinatario.
Esos versos, decían en el final:
 “Lo vi pasar: Despacito y sin apuro.
Me saludó de refilón, el brazo en alto.
‘Regresará, porque siempre se regresa’,
me dije al punto y comencé a esperarlo.

Y no era aquella idea tan absurda,
era quizás presunción de solitario,
lo vi volver sobre sus pasos meditando,
con alguna sentencia a flor de labios.

Desde la puerta me tendió la mano,
agregando con su tono solidario:
‘Soy Malta, el poeta de la zurda.
La vida ordena no pasar de largo’.     

No hace falta abundar ni en la pureza del trazo de Cardacci ni en la vena poética de “El Malta”. Con el recuerdo me basta.

“Son todos unos locos”

Patricia Pérez

Después de tener mi cuarto hijo, los gastos eran mayores, el buen sueldo que traía mi marido del banco se esfumaba.
Comencé a pensar en una ayuda económica que nos permitiera respirar un poco más.
Un día, entre las mamás del futbol de uno de los chicos, me ofrecieron algo nuevo para mí: la venta de productos naturales.
De entrada dije que no, pero luego pensé que era una buena idea, ya que me permitiría no desatender los niños.
Así fue como comencé la venta por catálogo.
La primera traba que encontré fue mi marido, ya que estaba acostumbrado a llegar de su trabajo y encontrarme.
Yo aprovechaba a salir cuando mi hija mayor, al llegar de la escuela, cuidaba a sus hermanos.
Mis contactos se fueron agrandando como consecuencia las ventas y, de a poco, mis ingresos fueron mejorando.
Un año después me ofrecieron la distribución.
Como la venta directa se basa en formar equipos de venta, ofrecí vender a cuanta persona se me cruzara y logré formar un hermoso grupo.
Fue un tiempo de sacrificios y luchas.
Debía continuar atendiendo la familia numerosa, sin dejar de trabajar en lo que había iniciado.
Para que mi marido participara de mis logros y supiera de qué se trataba decidí llevarlo a un congreso.
Era en el Hotel Sheraton de Buenos Aires.
Viajamos en un micro en el que se juntaban los grupos de Rosario y alrededores.
Mate, charlas y nuevas amistades caracterizaron el viaje.
A la mañana era la capacitación y a la tarde la fiesta.
Nos bajamos del colectivo y parecía un cuento de hadas. Nos recibió un mayordomo con frac y galera.
Entramos al majestuoso hotel, escalinatas de cenicienta, alfombras persas, luces de castillos nos esperaban.
Todo era normal hasta que en ese momento, comenzaron a repartir porras, silbatos globos. Estaba por aparecer el dueño de la empresa.
Con juego de luces y una música especial “Perdiendo tu religión” apareció el señor Daniel.
No sabía si mirar para adelante o de reojo la cara de asombro de mi marido.
El tal Daniel revoleaba la corbata y el saco al estilo Sandro.
Las mujeres, más de miles en un número muy superior al masculino, gritaban como si hubiera aparecido el más famoso de los cantantes del momento.
Estaba tan entusiasmada que poco me di cuenta del ceño fruncido de mi marido. Rato después me dijo: “Están todos locos, ¿qué se cree que es?”.
El no entendía la venta directa.
Veía a ese grupo de gente como raros y extraños.
Han pasado más de 25 años, las vueltas de la vida, hicieron que dejara el banco y se acoplara a la empresa familiar que ahora formamos tres personas.
Entendió que ese baile del presidente de la empresa era parte del show que motivaba a la gente.
Comprendió que hacerlos sentir bien es tener resultados inmejorables.

Recordar…

Recordar…

Susana Olivera

“Recordar es la mejor forma de olvidar”
Sigmund Freud

Carlitos, acompañá a tu hermana al almacén. Vayan los dos juntos.
Ufa, mamá, ¿por qué yo? Que vaya ella sola.
Vamos, acompañá a tu hermana.
El almacén de Don Cotovad estaba situado en Dorrego y Rioja justo en la esquina. Lo atendían Don Cotovad y su esposa, doña Jovita. Amables, siempre hablaban en voz baja, invariablemente vestidos con chaquetas de piqué blanco, y pollera y pantalón negro. Usaban los dos un delantal también blanco de tela muy dura, que se colgaban del cuello y que casi les llegaba hasta los pies.
A veces, cuando de tarde se juntaba mucha gente, los ayudaba Pepita, su única hija. Pepita, años más tarde, supo ser profesora de Matemática de mi hermano más chico en el Nacional “San Martín”.
En ese almacén se podía comprar desde alpargatas y productos de mercería hasta porotos, pasando por galletitas, caramelos, azúcar, yerba, harina, variedad de quesos, jabones, fiambres. Se vendía todo suelto, cuidadosamente pesado y envuelto en papel de estraza o de diario según fuera el producto. Mamá usaba el papel de los envoltorios para escurrir el aceite de las frituras.
Tenía un mostrador de madera oscura sobre el cual estaban las balanzas. Recuerdo una con dos platos, supongo que de bronce, sobre uno de los cuales se ponían pesas de distinto tamaño, y otra –comprada tiempo más tarde– con un solo plato y sin pesas. Detrás de este mostrador se veía un mueble con unos cajones también de madera oscura, que tenían un vidrio adelante desde el cual se podía ver el contenido de cada uno. También había unos cajones muy grandes con tapas cilíndricas que se levantaban para abrirlas y cerrarlas, cargados con maíz, alpiste, harina, fideos, polenta. En un rincón, y donde terminaba el mostrador, dos barriles de madera llenos con aceitunas negras y verdes. Además, latas de galletitas cíclopes, con un solo y enorme ojo de vidrio.
Despachar a los clientes era toda una ceremonia: se colocan las pesas en un plato de la balanza, un papel en el otro y se volcaba lentamente sobre él el contenido de la palita cargada con la mercadería hasta lograr que los dos platos estuvieran en equilibrio. Luego, se retiraba el papel, se lo llevaba a una parte libre del mostrador, se juntaban los costados y se les hacía una especie de repulgue que terminaba en dos cuernitos. Eran paquetes seguros y perfectos.
Claro, un cliente pedía un kilo de azúcar, otro un kilo y medio de harina, otro cincuenta gramos de aceitunas... y la ceremonia de pesado y empaquetado, más la conversación con cada cliente, se hacía interminable.
Si íbamos nosotros, la cosa se hacía más larga, porque estaba la elección de caramelos de unos frascos cilíndricos colocados uno arriba de otro, inclinados, a través de los cuales se podía ver el caramelo que se deseaba: “Deme cinco caramelos de estos, diez de estos otros, tres de aquellos, no de esos no, del otro frasco”.
Nosotros no usábamos libreta, pero si se tenía que anotar en esas libretas negras con tapas de hule, y buscar la que correspondía, porque no todos los clientes la llevaban a sus casas, bueno, el trámite podía ser verdaderamente largo.
Ese día, mamá nos había mandado a mi hermano y a mí con una lista de lo que necesitaba y permiso para comprar caramelos. Yo llevaba la lista y un rollito de dinero en la mano y en la otra el bolso con el que íbamos al almacén. Lo había hecho mamá con un resto de tela.
Cruzamos Dorrego para ir por la plaza y mi hermano se encontró con unos chicos, que ya estaban con sus bicicletas, así que me dijo que fuera sola para guardar lugar en el almacén y que después él se llegaba.
Nos mandaron a los dos- dije. Así que te espero. Yo también me quiero quedar en la plaza.
No dale, andá que enseguida te alcanzo.
Le voy a contar a mamá que te quedaste y no fuiste conmigo.
¡Dale! Ya te alcanzo y no seas alcahueta.

Me fui. Crucé Córdoba y como siempre me detuve frente al bar de la esquina de Dorrego y Córdoba. Lo llamábamos “Gorostarzu”, pero en realidad su nombre era “25 de Mayo”. Siempre nos parábamos frente a él, porque tenía sobre una de las paredes un reloj enorme y redondo – como el que se veía en la estación Rosario Norte– y siempre mirábamos la hora de ida y de vuelta, para saber cuánto nos demorábamos en el almacén de Don Cotovad.
Miré la hora y también me dí vuelta para ver si venía mi hermano Carlitos, pero se había subido al guardabarros de la bicicleta de uno de los chicos y seguramente iban a dar una vuelta de manzana por la plaza.
Le voy a contar a mamá… y ya va a ver. Si no llega a tiempo, no le voy a comprar los caramelos que a él le gustan- pensé. Y… me sentía furiosa.
Seguí caminando. Me daba vuelta a cada rato para ver si venía mi hermano. Pero el que estaba detrás de mi era un señor con traje oscuro. Se acercó y me dijo:
Nena, (yo tenía alrededor de diez años), acabo de estar con tu mamá. Soy el cobrador de la luz. Me dijo que te había dado a vos el dinero y que vos me pagaras.
No- le contesté. A mí no me dio dinero para usted. Solo me dio para ir al almacén de la esquina. Y acá tengo lo me pidió que comprara. No tengo dinero para usted.
¿Cuánto dinero tenés? Mostrame.
Le mostré.
Mamá me dijo que alcanzaba solamente para lo que ella necesita y para unos diez caramelos.
Dame todo lo que tenés y te volvés a tu casa y le decís a mamá que ya pagaste la luz.
Pero es que tengo que ir al almacén… Vaya usted a casa y pídale a ella que le pague.
Ya estuve con ella ¿no te digo? Me dijo que vos tenías el dinero y que me lo dieras.
Miré si venía mi hermano, pero no se lo veía. Yo no estaba segura. No era lo que mamá me había dicho. El hombre sacó el dinero de mi mano, que todavía tenía extendida, y se fue.
Yo tenía una sensación rara, como que no había obedecido a mamá; no me daba cuenta de que el hombre nos había estado vigilando y se aprovechaba de que estaba sola. Tal vez me sentía mal porque, sin dinero, no podía ir al almacén y cumplir con el mandado…
Cuando crucé la plaza venía mi hermano. Se asombró de lo rápido que había regresado y entonces le conté que había pagado la luz.
Mamá no se enojó. Lloraba. Nos abrazó y lloraba sin parar…

Éramos chicos entonces, y no comprendimos que no lloraba por la plata. 

La estancia Caraguatá

Patricia Pérez

Don Saturnino Fernández era un gallego, dueño de un frigorífico llamado Modelo, con sede en Montevideo.
Fue uno de los tantos que vino a “hacer la América “.
Calvo, de buen porte, con anteojos, tenía sus animales a casi 400 kilómetros de allí.
En las cuchillas de Caraguatá, entre el arroyo del mismo nombre y Río Negro a 125 kilómetros de la capital del departamento Tacuarembó(Uruguay)
Su estancia estaba en el medio de la nada, pero tenía el confort acorde a su nivel y los habitantes de alrededor contrastaban con su pobreza.
Vivía en un lugar inhóspito donde reinaba la ignorancia.
El lugar era sumamente alejado y había que trasladarse en avionetas Peeper o en lancha.
Allí fuimos a vivir nosotros, mi papá, mi mamá y yo
Mis hermanas mayores quedaron al cuidado de mis abuelos. Algunas veces nos visitaron.
Mi viejo, administrador de la estancia, madrugaba todos los días arreando el ganado, cuidaba de su salud, vacunaba las vacas y trabajaba el campo.
Mi mamá atendía el personal y les daba de comer.
Tengo algunos recuerdos claros y otros no tanto.
Veo a través del tiempo aquélla cocina a leña con grandes hornallas en las que se cocinaba el dulce de leche durante interminables horas.
Recuerdo las galerías de la finca, sus corredores y el gran patio del medio con su aljibe.
El dueño de la estancia visitaba asiduamente el lugar y cada vez que venía me traía un chajá de regalo (mi postre preferido).
Un día se olvidó o no tuvo tiempo de comprarlo y yo le hice el reclamo.
La mirada fulminante de mi madre y la risa del empresario de la carne fueron las dos cosas que aún están en mi mente.
Tengo vagos recuerdos de una vez que el papá de mi mamá fue a visitarnos y en una parte de la casa apareció una víbora, que mi abuelo sacó con un palo.
Pero no puedo olvidar la anécdota que muchas veces contaron mis padres sobre una familia que había tenido mellizos, uno de ellos muerto al nacer y había colgado al fallecido de los pies para ahuyentar los espíritus.
Aquel lugar estaba rodeado de gente ignorante, porque no tenía medios para educarse. Era casi selva, muy cerca de Brasil.
No había atención médica y la escuela era un cuarto donde se mezclaban todos los grados.
Pasaron más de cincuenta años y se me ocurrió investigar que había sido de todo aquello.
La estancia sigue estando. Se llama Cabaña Caraguatá. Los dueños son los Fernández, del frigorífico Modelo, pero en su cuarta generación. 
Caraguatá sigue siendo una pequeña población de 463 habitantes, según el censo del 2011, y por las imágenes de las fotos puedo apreciar que allí el progreso aún no llegó.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Mi Maestra

Graciela Cucurella

Me encontraba sentada en el bar de calle Córdoba y Balcarce tomando un rico café. Yo tenía 40 años, más o menos.
En un momento dado, miro hacia fuera por la ventana y veo pasar a mi maestra Nélida Boglietti. Mi señorita de cuarto hasta sexto grado.
Salí del bar apresuradamente, llamándola. Ella se detuvo y me miró muy fijo, sin entender. Claro, los años habían pasado. Me acerqué y le dije: “¡Señorita Boglietti, qué alegría verla!”. Ella seguía sin entender, hasta que me preguntó: “¿Cuál es tu nombre?”. Respondí: “Graciella Cucurella, de la Escuela de Paraguay número 79”.
Sus ojos se iluminaron, su sonrisa se dibujó en su rostro, la alegría la invadía. Me reconoció y nos abrazamos con mucha ternura, había pasado el tiempo…
Conversamos mucho, me contó que estaba sola, que no se había casado y vivía con una sobrina en su departamento justo frente a la emisora LT3, lugar donde yo trabajaba coordinando un programa radial.
Yo le conté que estaba casada, que tenía dos hijos, un buen esposo y que mis padres estaban muy bien.
Nos despedimos con el deseo de volvernos a ver, cosa que nunca ocurrió.
Yo siempre la recuerdo. Y con mucho cariño.
Era una maestra realmente de vocación, se notaba en su trato, en su forma de enseñar. Ponía empeño en todo, se preocupaba por nosotros, hasta nos controlaba el aseo personal. Cada dos semanas, más o menos, tomaba dos lápices entre sus manos y nos revisaba la cabeza, por si teníamos piojos. También nos miraba las manos para ver si las uñas estaban limpias y recortadas, y a los varones les revisaba las orejas.
Ella era una mujer muy fina, siempre impecable, de guardapolvo blanco y zapatos bien altos. Sus manos delgadas y dedos largos con sus uñas siempre prolijas.
Una tarde después del primer recreo nos dijo que tenía algo para contarnos.
Estaba pensando en llevarnos a Paraná como viaje de estudio de sexto grado.
Todos gritábamos de alegría. Contábamos los días esperando con muchas ansias poder realizar el viaje.
Llego el día. Mi padre me llevé hasta la puerta de la escuela. Era de noche todavía. Desde ese lugar partimos muy contentos en el micro.
Llegamos a Santa Fe, pasamos por el puente colgante. Toda una novedad para nosotros. Nos dirigimos hasta el embarcadero de Colastiné.
Sin bajar del micro, pasamos a la balsa. Nuestro asombro era cada vez mayor: ver como cargaban los autos, micros, camiones, de todo…
No se podía creer. Nos preguntábamos cómo se iba a mover la balsa con tanto peso; pero sin que nos diéramos cuenta comenzó a deslizarse lentamente sobre el río.
La alegría y el asombro nos invadían todo el tiempo. Llegamos a Paraná. Pasamos un día hermoso, visitamos el museo y luego hicimos un picnic en el parque Sarmiento. Ya de regreso, estábamos un poco cansados, pero seguíamos disfrutando del viaje.
Cuánta nostalgia me trae la escuela primaria. ¡Qué hermosos recuerdos!
“Vos sos la dulce canción
de la edad que ya se fue,
hoy he venido otra vez
para darte la lección,
preguntame de a traición
maestra de cuarto grado,
que cuanto me has enseñado
lo llevo en el corazón…”

(Extracto del poema “La Maestra” de Héctor Gagliardi)

martes, 19 de septiembre de 2017

Un pedacito de mi historia III

Mónica Duhalde

A los doce años nos mudamos de casa, construida, como se acostumbraba en esos años por papá, tíos y todos supervisados por mi abuelo paterno, Salustiano Duhalde. Mientras se construía, vivíamos a dos cuadras en la casa de mis abuelos, también hecha por la familia. Esa vivienda tenía un patio adelante, donde se encontraba un hermoso árbol de jazmín del Paraguay, que inundaba con su perfume la habitación de mis padres. Al costado de la casa había un pasillo, que comunicaba con la parte de atrás y desembocaba en otro gran patio.
Por las tardes, mi madre acostumbraba a dormir su siesta, que todavía hace. Para que no saliéramos a la puerta, nos permitía que vinieran nuestros amigos, cada uno con su bici, triciclo, karting y jugábamos carreras, dábamos vueltas por el patio de adelante, seguíamos por el pasillo y terminábamos en el patio trasero. No creo que mamá pudiera descansar mucho con tanto barullo.
En ese patio también se armaban lindos partidos de fútbol, siempre alentados por el abuelo Juan. Me viene a la memoria que cuando llovía mucho y, al no contar con el emisario 9, toda esa zona se inundaba. El agua entraba a las casas y había que levantar los muebles, muchos de los cuales se arruinaban. Ya de más grande entendí la tristeza y angustia de mis padres. En ese entonces, nosotras jugábamos en el agua. Una de las veces el agua tardó varios días en retirarse y, para que no enfermáramos, nos mandaron a casa de mis abuelos. Mis padres quedaron cuidando la casa.

Al mudarnos sentí cómo nuestra infancia se terminaba y comenzaba una nueva etapa en nuestras vidas: la adolescencia.

La vecina de la calle Santiago

Patricia Pérez

Éramos muy jóvenes, y nuestra meta era comprar la casa.
Por eso, para ahorrar fuimos a vivir a un viejo departamento de pasillo.
Adelante, había una casa que se comunicaba por el costado.
Aquellas construcciones de antes eran todas parecidas: la casa más importante, al frente; y al costado, varios departamentos, a los que se entraban por los patios, tenían el baño y la cocina afuera y las habitaciones de frente a la entrada.
Estaba situado en la calle Santiago entre 9 de julio y Zeballos, muy cerca del Parque Independencia.
En la casa principal vivía una vecina Adelaida, que era muy dispuesta, acostumbrada a vivir sola. su gusto era colaborar.
Un día, me encontraba en avanzado estado de embarazo y mi hijita Paula, jugando con las puertas abiertas me dice: “Mami entró un pajarito”. Ella tenía solo dos años.
Pero el pajarito no era tal. Nuestra vecina sabiendo de mi gran panza, me toca la puerta y me dice: “Nena no te asustes, pero se te metió un ratón”.
Yo les tengo mucho asco y ella lo sabía.
Así que sin dudarlo, tomó la escoba y lo corrió hasta que a escobazos lo hizo pasar a mejor vida.
Siempre servicial ella.
Por suerte, no pasó demasiado tiempo y pudimos acceder a un crédito y compramos nuestra casa.
Nos parecía mentira vivir en un lugar tan nuevo.
Pasaron los años y decidimos ir a visitar a esa mujer, que había sido tan gentil.
Mi marido trabajaba en un banco y a la salida decidimos encontrarnos en la vieja casa para visitar nuestra amiga.
Ella nos recibió muy contenta y para agasajarnos nos invitó con caña Legui.
Yo tenía los chicos muy pequeños, comía cuando los horarios me permitían y muy poco.
Tomé esa bebida. Solo una copita. Estuvimos un rato más y luego nos volvimos en colectivo.
Lo único que recuerdo es que mi marido se tuvo que hacer cargo de los chicos de la descompostura con vómitos y dolor de cabeza incluidos que me agarró. 
Nunca más pude probar la caña, pero siempre recuerdo a esa mujer, que estaba siempre dispuesta a ayudar.

Cajita de los Recuerdos. La Calesita

H. B. Carrozzo

Mis padres habían construido nuestra casa en la remota calle Colón al 2200, casi La Paz, con un crédito hipotecario. Era el año 1949 cuando nos mudamos y yo tenía solo dos años y mi hermano Eduardo unos seis meses. Hasta ese entonces vivíamos en la casa de mis tíos Miguel y Emma en calle Zeballos al 600.
Tanto ellos como mis abuelos no querían saber nada de que nos fuéramos a vivir al barrio República de la Sexta. Según ellos, era un lugar de cuchilleros, malevos y marginales. Pero allí fuimos los cuatro, Don Héctor, Doña Marta, mi hermano y yo.
A la derecha de nuestra casa estaba el Chalet de los Cosenza, la casa de Doña Queta, otro baldío y la mimbrería y casa de los polacos. A la izquierda, justo en la esquina, un terreno baldío y continuando por La Paz estaba la carnicería de Don Osvaldo.
En esa ochava vacía, enfrentada a la panadería y almacén de los Quiróz, fue donde se instaló una calesita. La misma era multicolor y tenía una pollera que la cubría cuando no funcionaba. Tenía cerco de alambre de gallinero, entrada por La Paz, boletería, poste para la sortija y los altoparlantes, que estaban ubicados cerca de la torre central y difundían la música de discos de pasta. Estos servían como reguladores de la duración de las vueltas. Nosotros le proveíamos agua potable con una manguera a través del tapial.
Era la primavera del 52 y la calesita empezaba en su incansable girar a las seis de la tarde, cuando sonaba “Delicado” como la canción identificadora de que empezaba el viaje más fantástico del día. Así que al compás de esa y algunas otras canciones seguía girando y girando como hasta las diez u once de la noche. Los fines de semana los imaginarios viajes empezaban un poco antes y terminaban a media noche.
Y nosotros nos subíamos al elefantito y de allí al camello o al caballito blanco o al negro o al impresionante auto de carrera, que nunca había ganado una carrera. Y estábamos hasta que empezaban a descolgar la cortina haciendo el último giro antes de dormir. Claro que hacíamos una parada no muy larga para la cena y vuelta a girar hasta irnos a dormir.
No solo teníamos pase gratis, en trueque por el agua claro, sino que también cada tanto nos encaramábamos a alguno de los postes asignados para pelear la sortija. Esa caprichosa sortija, que volaba por los aires regalando una vuelta extra a quién la sacaba.
Nuestra habilidad para ganarla era extraordinaria. Con cuatro o cinco años éramos expertos y todos los días la ganábamos tres o cuatro veces. El resto la dejábamos para que los otros vecinos y amigos también la disfrutaran. Siempre tuve una duda y era que cuando pasaba cerca nuestro, ese vuelo endemoniado y furibundo que la sortija dibujaba en el aire cambiaba por un suave balanceo de la misma. Parecía que el calesitero movía la sortija a nuestras manos, ¡sin ninguna aviesa intención!
En fin, era como tener una calesita propia en el jardín de la casa.
Y así pasaron los meses de primavera y llegamos a fin de año y tuvimos que “mudarnos” a Pascanas (1). Mi madre estaba embarazada de nuestro hermano Jorge y debido a la epidemia de poliomielitis la orden médica era salir de Rosario.
Pasamos unos seis meses en el exilio y cuando regresamos en el invierno de 1953 ya éramos tres con mi hermano Jorge, y la calesita no estaba más. La poliomielitis también la había afectado y no había rastros de ella.
Luego, pasados algunos años, en el baldío de la esquina se edificó el almacén de los Quiróz, que expandieron sus operaciones comerciales, reubicando el negocio que tenían junto a la panadería y que había crecido en ventas debido que los empleados de la Metalúrgica Laromet compraban allí sus viandas.
Nunca más tuvimos la calesita en el jardín de casa, pero los recuerdos de esos días se hacen evidentes cuando paso por alguna de ellas y creo escuchar las notas musicales de “Delicado”.
La canción quedó tan gravada en nosotros que mi padre compró el disco de pasta de “Delicado” y lo reproducía por el Wincofón.
Mi hermano Eduardo y yo damos fe.


(1). Ver en este blog el relato “Recuerdo del pueblo” (Agosto de 2016).

Mensaje

Victoria Steiger

Después de varios años yendo a nuestras playas, decidimos empezar a viajar por las distintas provincias, separando al norte en invierno y al sur en verano.
Este viaje era para Misiones, íbamos a visitar a una de mis hermanas, que vivía allí y recorreríamos la zona cataratas, las ruinas, etcétera.
Como me pasa actualmente, también me quedaban muchas cosas para hacer a último momento. Cerrar todas las ventanas, puerta del fondo y fijarme si todos teníamos nuestras camperas puestas.
Mi marido ya había cargado las valijas y atrás no entraba más nada.
Quedaba solamente el bidón de agua y los sándwiches. Yo era la encargada de eso y de ir despachando a los chicos ya desayunados y con la última ida al baño. No era cuestión de arrancar y que alguno quisiera ir a los cinco minutos.
Parece una salida interminable. Tenemos cinco chicos, que en esa época tendrían entre trece la mayor y siete la más chica.
¡Al fin arrancamos! No sé qué hora sería, no lográbamos salir nunca muy temprano. Parábamos aproximadamente cada tres horas para una “escala técnica”; o sea, al baño y seguir viaje hasta la hora de almuerzo.
Llegó la hora de comer. Estábamos bien con el tiempo y buscamos una estación de servicio que en algunos lugares tienen un espacio como para camping.
No había nada con tantas “comodidades”, pero había que parar y comer. Todos bajamos y nos acomodamos.
Cada uno con el vaso para el jugo y faltaba repartir los sándwiches.
Fui al auto y busqué adelante, atrás y en el baúl. No los encontré. Pregunté quién había agarrado el táper y nadie lo había visto. Revisamos por todos lados y nada.
En realidad la encargada de los víveres era yo y en mi memoria quedaba que los llevé y los puse al asiento de los chicos, pero…
Evidentemente los había olvidado y habría que aplicar un plan “b” en el camino. Ya habíamos pasado Corrientes y muchas opciones no se presentaban.
Lo único que vimos por la ruta fue un comedor muy básico. Ya era tarde y paramos. Rápidamente nos acomodamos y preguntamos qué se podía comer sin mucha espera.
Había costeletas con papas fritas. Por suerte, todos estuvimos de acuerdo menos la mayor que quería ensalada y huevo duro. No hubo forma de convencerla.
Pedimos cuatro para compartir y la ensalada y el huevo duro. Todo bien, el problema para mí era el lavado de las verduras. Trajeron bastante rápido todo menos la ensalada.
Pasó un rato, estábamos ya casi terminando de comer y reclamando lo que faltaba cuando apareció la ensalada y el huevo duro. No les puedo describir el recipiente de la ensalada, nos miramos y no dijimos nada. Mi hija miró su ensalada y no hizo comentarios.
Ya pasado el imprevisto de los sándwiches seguimos viaje.
Casi a veinte o treinta kilómetros de llegar sentimos que algo raspaba por debajo del auto. Paramos en la banquina a mirar qué sería.
Lo que pasó es que el caño de escape se había partido y colgaba un pedazo. No se podía hacer mucho, creo que pudimos terminar de sacar lo que colgaba o atarlo con alambre y seguir así. No me acuerdo cómo fue.
Llegamos a Posadas tarde y cansados. Teníamos reservado un hotel en el centro. No somos pocos y “caer” siete personas a una casa de cuatro es demasiado.
Bajamos las valijas y cenamos. Al día siguiente llevaríamos a arreglar el auto.
Por supuesto, avisamos nuestra llegada a la familia en Posadas y a Rosario. Por lo general, siempre quedaba alguien que pasaba por casa, abría un rato para que se viera movimiento y en este caso fuera a buscar los sándwiches olvidados.
Al día siguiente ya descansados, fuimos a casa de mi hermana y nos aconsejaron un taller para el arreglo. Este trámite no representaba mucho tiempo; obviamente, sí un gasto más del viaje.
Paseamos por la ciudad. Nuestro familiares nos mostraron lugares muy lindos y seguimos para las cataratas parando en un hotel ubicado en el lado argentino.
La vegetación, los saltos y los caminitos para verlas son un recorrido hermoso. Los chicos estaban encantados.
Hicimos los caminos por dentro de las cataratas, un paseo en gomón que nos llevó muy cerca de un salto. Yo, muy miedosa, iba agarrada de todos lados y vigilaba que todos lo hicieran.
Vimos pájaros de todos los colores, plantas y flores tan distintas a las que conocemos. Es un paisaje que volvimos visitar otra vez sin los chicos.
Ya saliendo del paseo de cataratas fuimos a las ruinas de San Ignacio y a las minas de Wanda, donde muestran cómo van sacando las piedras semipreciosas.
¡Todo un aprendizaje en vivo!
Como les contaba al principio de este relato, con los chicos viajamos por todo nuestro país.
Tuvimos dos autos primero, un 505 rural “el gris “bastante usado y “el celeste” igual que el anterior un poquito más nuevo. Lo muy bueno era que tenía siete asientos así todos tenían su lugar.
Por supuesto se “ponían a punto” antes de salir, pero en los viajes para el sur con tantos caminos de ripio algo se “aflojaba”. El primer viaje fue hasta Ushuaia.
No salíamos sin plan de viaje. Mi marido que, ya había hecho de joven el recorrido, calculaba cómo llegar al destino final en tres días de viaje.
Bueno fueron muchos viajes y ya casi me ponía a contarles aquel que hicimos al sur. Esos autos siguieron todos nuestros recorridos y la puesta a punto no siempre resultaba buena o era también por las rutas que había.
Hace mucho que no escribo y les cuento cómo me acordé de esto.
En el último fin de semana largo me llegó un mensaje de una de mis hijas: “Mamá me dejé el táper de los sandwichichitos en la heladera, que los rescaten porque se ponen feos”.

Sonreí y me propuse contarles de nuestro viaje a Misiones.