miércoles, 2 de julio de 2025

Algunas cosas cambiaron

Carmen Ramallo

 

Concurrí mi escolaridad primaria en la Escuela Fiscal número 124 Isidro Alliau. Esta era como la continuidad de mi casa, era mi lugar de encuentro y la seño como mi segunda mamá. Estos recuerdos son de mi querida Villa Diego, donde viví desde mis tres años hasta fines del 1973.

Mi seño se llamaba Alicia Taborelli, un año, pasó a ser “de Rizzo”, vivimos su casamiento con mucha emoción, y con el tiempo de pronto comenzamos a ver su pancita. Me gustaba darle besos y abrazarla, ella fue una persona muy contenedora, cariñosa, justa, hablaba mucho con mis padres principalmente con mamá; hoy podría decir que era una persona muy consciente de lo que estaba sucediendo en el país; por eso, entendió cuando en octubre tuvimos que irnos, diría escapando, no muy lejos, a Roldán. Quiero aclarar que nuestros escapes siempre se dieron por cuestiones políticas; mi padre siempre fue peronista y eso tuvo siempre sus consecuencias, y en esa época era protagonista la Triple A, preparando la antesala de lo que luego sería la dictadura cívico militar de 1976.

Vuelvo a mis recuerdos escolares, ella, mi seño cubrió esas faltas, porque ya no volví hasta los primeros días de diciembre. Ella estaba sabiendo que a mi papá ya lo tenían en la mira o, al menos, lo imaginaba. Dos meses después volví acompañada de mamá al acto de clausura a buscar mi libreta. Era un día de mucha lluvia y ahí estábamos, luego de recibir nuestras notas, todos salimos en trencito por el barrio, todos mojados pero felices; mi madre, corriendo a la par nuestra, pero no me dejó ni a sol ni a sombra; mejor dicho, ni a lluvia; ni en ese día pasadas por agua, ella siempre tenía miedo que nos pasara algo…

El viaje de estudio no lo pude hacer. Mis padres tenían miedo. Eso lo supe después; yo había decidido no ir porque mis compañeros, aquellos con los que compartía más tiempo no iban, tal vez por falta de recursos económicos. Nunca lo supe.

Recuerdo haber hecho excursiones a Rosario al parque Alem; eran distintos los viajes; no había Mc Donalds, todos llevábamos nuestra comida que a veces era un sándwich de milanesa, unos pocos llevaban pebetes jamón y queso y no faltaba el de mortadela viviendo cerca del frigorífico Paladini; no llevábamos gaseosa; las seños nos daban jugo y nunca faltaba una naranja o una banana pidiendo auxilio toda aplastada en una bolsa. No llevábamos la lunchera.

A la hora de los juegos no faltaba la soga ni mucho menos el elástico, compartíamos nenas y nenes, los de mi edad no tenían tanto prurito machista, pero sí los de 6º y 7º grado; ellos eran los que cargaban a los varones que jugaban con nosotras y se armaba las corridas para buscar a la seño para que los pusieran en penitencia.

Saltar con la soga o con el elástico era como un vicio, no querías dejar de hacerlo y formábamos fila para jugar.

En los recreos, como el patio se prestaba, porque era extenso y arbolado, jugábamos a la esquinita, el poliladron, la popa en todas sus versiones, la farolera, el arroz con leche, zapatitos de charol… y también a la escondida; en esa cometíamos infracción, porque nos pasábamos al sector de los grandes. En cada sector había un niño o niña con un brazalete con una cruz roja y estaban atentos por si alguno “aterrizaba mal”.

Otros jugaban a las bolitas o con las figuritas del momento; también llevaban soldadito o autitos de carrera.

 Ya casi nadie juega de esta manera, hoy todos los juegos son con un celular o computadora, están juntos y ni se ven o no se miran…

Teníamos un compañero Juan Carlos, que estaba en silla de ruedas, creo que tuvo poliomielitis, y siempre estábamos con él, nunca lo dejábamos solo; si los juegos eran en el patio, tres o cuatro nos quedábamos con él en la galería que era muy bonita y recorríamos los pasillos amplios que nos llevaban a las distintas aulas.

A mii seño la tuve los siete años de mi escolaridad, el cariño de esa mujer fue uno de los factores determinantes en mi profesión, cuando fuera grande iba a ser maestra como ella.

Mi adolescencia no fue tan sencilla, como dije antes la política nos hacía mudar y comenzar el secundario. Fue todo un tema no tanto comenzar como continuar, pero como siempre fui muy persistente terminé en una EEMPA (Escuela de Enseñanza Media para Adutlos) y luego hice el Profesorado para Enseñanza Primaria.

Cuando fui docente, tuve siempre presente a Alicia, porque ella me hizo mucho bien; me ayudó a hablar cuando tenía vergüenza, a confiar en mí; por eso, cuando fui seño traté de escuchar a mis niños y niñas y a sus padres, porque ellos y yo teníamos una gran responsabilidad. Como a mi seño, me abrazaron y besaron mi pancita cuando estuve embarazada, jugué con ellos, muchos de los juegos de mi infancia, los escuché, me enojé y expliqué por qué y lo más hermoso: todos los días te esperaban con un beso te hacían reír y fueron un gran soporte en mi vida.

Muchas cosas cambiaron, pero si siembras amor, cosechas amor…

 

 

 

 

Marina

 Hugo Longhi

 

Nunca la conocí; ella sí a mí. Nunca la vi; ella fue la primera en mirarme. Tal vez se haya enamorado de mí inmediatamente; jamás me enteré.

Todo sucedió un caluroso sábado al mediodía allá por octubre de 1958.

Hubo testigos, pero solo una persona intervino. Y fue clave, por cierto. A partir de allí, todo lo que contaré será a expensas de boca de otros. Y, bueno, a veces no hay otro remedio.

Este revoltijo de palabras pretende ser clarificado a partir de decir que estoy hablando de mi nacimiento. La persona a la que refiero se llamaba Marina y fue mi partera.

Sí, a pesar de que ya en aquellas épocas se había impuesto la internación en sanatorios y/u hospitales públicos para atender a los alumbramientos, en mi familia todavía primaba ese hábito de que los nuevos integrantes vieran la luz por primera vez en su casa. O en la de sus abuelos, como en mi caso. Mis dos hermanas, una mayor y la otra menor, corrieron la misma aventura. Todos partos naturales y sin mayores consecuencias posteriores.

Pero esa tal Marina fue fundamental para que ahora esté trazando estas líneas dado que al nacer venía con el cordón umbilical enrollado al cuello, lo cual obviamente dificultaba mi respiración. Mi abuela paterna, dueña de casa, al ver la tremenda escena quiso intervenir, pero la profesional abruptamente la detuvo. Fue ella, con guantes debidamente calzados y hábiles movimientos, la que corrigió la situación.

Otro detalle que le cupo a Marina fue el de ser la primera que dio el anuncio esperado. Fue algo así como “es un varón”. Las ecografías demorarían un par de décadas en hacerse moneda corriente y de esa forma destruir esa deliciosa expectativa por saber si la ropita a usar debería ser rosa o celeste.

Mucho más para agregar sobre la protagonista de esta historia no tengo. Salvo algunas atenciones ulteriores, se desvinculó de mí, aunque no de mi familia ya que, como dije, también atendería el nacimiento de mi hermana menor, cuatro años y medio más tarde.

Marina era la esposa de nuestro médico de cabecera. Por decirlo de otra manera, el que vivía en el barrio y acudíamos cada vez que era necesario. Por si les interesa, el barrio era Alberdi.

Creo que desde aquel inicial instante estoy en deuda con esta señora del que jamás vi siquiera una foto. A lo mejor esta evocación salde una mínima parte. 

Cierro con una apostilla. Este relato me surgió a partir del comentario de una compañera del curso que declaró haber sido –quizás no debería usar el tiempo pasado– partera. A ella y a todas la Marinas mi eterno homenaje y agradecimiento.

Mi viejo, que no llegó a ser viejo

 Carmen Ramallo

 

“Viejo” esa palabra tan manoseada, si se quiere, en estos tiempos, pero tan armónica para otros momentos de la historia, “que piola es tu viejo”, “tu viejo es un campeón”, “qué sabio es el viejo”. Esa es la armonía, un viejo piola que se aggiorna a las nuevas generaciones y acompaña la forma distinta de ver la vida, viejo campeón el que se cae y se levanta como en un partido de futbol y continúa jugando; el viejo sabio el que aprendió de tantos tropezones, de los dolores, de las injusticias, pero transmite esperanza, sentido de lucha para impedir las injusticias, el que desde su experiencia te brinda las herramientas para transitar por la vida. Por supuesto, también existe el viejo vinagre, pero como también el viejo hijo de su buena madre y el viejo hijo de m… a.

Muy pocas veces llegué a decirle “viejo” con todo el cariño y con el mayor de los respetos, porque mi viejo no sé de quién habrá aprendido, pero tuvo un poco de todos esos condimentos; a los 44 años llegó a ser piola, campeón, sabio, generoso, solidario…

Y aquí comienza mi historia:

Cuenta mi padre, y permítanme poner su nombre, Santos Hilario Ramallo, que cuando era chico soñaba con usar pantalones largos, porque entonces tendría edad para afiliarse al Partido Peronista; nació un 16 de marzo de 1933, así que para esa época habrá tenido 12 o 13 años, aún faltaba un tiempo para su anhelo. Relataba en sus recuerdos, que solía ir no sé si con su padre a un bar del club bel barrio, tampoco sé si habrá sido en San Nicolás, donde nació, o Arroyito, el hermoso barrio de Rosario donde llegó a su adultez. Muchas cosas quedarán en la incógnita; porque, cuando llegué a la edad de querer armar mi propia historia, él ya no estaba. Volviendo al bar, allí parece ser que se concentraba la muchachada peronista, donde hablaban de las injusticias que se vivían en nuestro país, seguro también sobre las manifestaciones obreras y del glorioso 17 de octubre, Día de la Lealtad, con todo el fervor que había en el pueblo con todos los atropellos que se cometían, cómo no iba a querer ser un militante peronista.

Mi viejo viene de una familia de obreros, mi abuelo, al cual no conocí porque falleció muy enfermo antes de mi existencia. Era portuario, no ha tenido ningún cargo porque eran pobres, mi abuela no sé si trabajaba fuera de su casa pero que debe haber laburado no me caben dudas, ya que fue madre de 18 hijos, cinco fueron varones, así que papá debe haber vivido muchas injusticias en carne propia; las penurias los hicieron fuertes, mis tías eran todas guerreras, desafiantes, protectoras; de los varones el que tuvo el empuje de salir a como dé lugar a salvar esta Patria, fue mi padre que continuó en la clandestinidad con su militancia; no sé si fue la mejor opción, pero lo entendí y lo acompañé siempre en mi corta edad; de los otros uno falleció de pequeño, mis tíos y tías son esos que a veces se eligen postizos, pero ellos eran míos, originales, grandiosos; perdón, a excepción de tía Teodo, que no era mala, era la seria de la familia; entonces, para mi hermana y para mí era un esfuerzo ir a su casa. Papá nos decía que teníamos que ir porque era nuestra tía; cuando nos encontrábamos con los primos, se nos pasaba. Los Ramallo tenían la característica de ser muy demostrativos afectuosos alegres y ella solo era seria, una de las mayores.

Vuelvo con mi padre, porque se va a poner celoso, ja. Su sueño de tener el carné de peronista lo cumplió en Rosario. Ya era todo un hombre de pantalones largos, vivieron en Pasaje Arijón o Grondona, atrás de la Iglesia Perpetuo Socorro, tenía su corazón en dos equipos de futbol, fanático de Independiente y simpatizante de Rosario Central, equipo que en los 70 nos dio muchas alegrías; salíamos con un camión que tenía papá con el cual arrancaba con una manivela y de ahí el cacerolazo, latas todo servía para hacer ruido y festejar.

Ser peronista nos ha traído muchos sin sabores; pero mi padre decía que la lucha no era personal; era por todos los habitantes de nuestra Patria, por una Latinoamérica unida.

Amé su vida militante, me enorgulleció siempre, comprendí hasta lo que otros no podían, porque le pedía que se alejara de la política, allá por 1974; pero él decía que el pueblo lo necesitaba, que quería un país mejor para sus hijos, que los argentinos teníamos que defender nuestros derechos.

Desde fines de 1975, a pesar de la Triple A, tengo recuerdos imborrables con mi padre, recuerdos de familia atesorados; no nos dejó una cuenta en el banco ni un departamento en Mar del Plata, pero el amor que mi padre nos dejó se lo deseo a cualquier persona de bien, porque solo la buena gente lo puede entender.

Donde había un compañero con una necesidad, allí estaba él acompañando, organizando algo para contrarrestar la difícil situación, si había que colocar un techo si había que hacer un pozo, una casa o juntar plata por alguna enfermedad o un compañero despedido de su trabajo. El Movimiento Peronista era hermandad, solidaridad, amor al prójimo, amor a la Patria.

Las fechas patrias eran festejadas en los clubes de barrio. Éramos todos como una gran familia, se iniciaba con el Himno Nacional Argentino; luego, hablaban los compañeros entre los cuáles siempre estaba mi padre. Me encantaba escucharlo ponía énfasis en su discurso y sentías que te penetraba la piel; cantábamos la “Marcha Peronista” y luego a despacharse con las empanadas, locro, asado, arroz con pollo o tal vez con menudo; el pollo era asado, nos daban fruta de postre y no faltaban los pastelitos. Todo estaba organizado, había compañeros que entretenían a los más pequeños y luego se venía el baile, mucha danza folclórica y temas de aquél entonces, tangos, cumbia tropical; recién comenzaba lo que decíamos música moderna.

Existían las “básicas” durante todo el año y cumplían una función, reuniones de militancia, momentos de lectura para adultos y para los niños, también hacían mate cocido y cuando faltaba el colador lo dejaban reposar y lo servían acompañado de masitas.

Por sobre todas las cosas recorrían los barrios para ver las necesidades, yo lo acompañaba siempre; era hermoso ver cómo venían a saludarlo grandes y niños y la algarabía que generaba, era en la “básica” donde se buscaban las soluciones, donde salían las ideas para acompañar y resolver.

Mi padre en algún momento se fue a vivir a Mar del Plata, calculo que en el 57 o 58, porque en el 59 nació mi hermana y conoció a mi mamá en esa ciudad; se casaron vino Mónica y al año y dos meses, flor de sorpresa, aparecí yo. Mi papá estaba preso por el Plan ConIntEs (Conmoción Interna del Estado), que fue un régimen represivo aplicado durante la presidencia de Frondizi, lo tomaron en la vía pública y lo llevaron a Azul, provincia de Buenos Aires. Creo que debe haber estado un año, cuestión que no me pudo ver en ese instante en que llegaba al mundo exterior.

Sé que al tener su libertad decidió venir a Rosario, acá fue secretario General de la Unión Obrera de la Construcción (Uocra) no sé por cuanto tiempo; tengo lindos recuerdos de esa época, ya que mi padre era muy querido por su gente.

Mi viejo que no llegó a ser viejo, porque la dictadura de 1976 se lo impidió junto a decenas de miles de compañeros y compañeras, me dejó momentos imborrables grabados en mi mente; me dejó el orgullo de ser peronista, porque la Patria siempre fue el otro, porque la necesidad del prójimo se vivía en carne propia, la necesidad de un niño o niña, la necesidad de una familia de habitar una vivienda digna, de tener asistencia sanitaria, de tener escuelas, de dar respuesta no solo en la salud a los adultos mayores.

No es política partidaria, es una realidad.

Donde sea que estés, que sea con mi viejita y mi hermano; se lo merecen, la vida se los debe. 

El pavimento

 Mónica Mancini

 

La infancia en el barrio estaba llena de olores y colores. Calles de tierra, zanjas, flores de bicho colorado, huevos de caracol, mariposas, luciérnagas, panaderos… y árboles frondosos, plantados, quizás, por los primeros que habitaron estos espacios alejados del centro. Eran paraísos, jacarandaes, sauces.

En la puerta de mi casa había dos paraísos. Mi papá, que tenía una carnicería, los había unido con un banco de madera, que ofrecía atento a su abundante clientela para que la espera fuese más placentera.

El banco también ofrecía sus servicios a nosotras, las nenas que jugábamos a la sombra de los enormes árboles. En él depositábamos la batería de cocina, las muñecas y todo lo que se nos ocurría imaginar para entretenernos.

La primavera se anunciaba con el perfume penetrante y agradable de los paraísos, que además de ser cómplice con su sombra, también ofrecía sus flores, las chicas hacíamos bellos y aromáticos collares y los varones usaban los “venenitos” para las cañitas y las gomeras, además de treparse en situaciones que lo ameritaban…

Era un escenario soñado, todo parecía estar en armonía…

Corría el año mil novecientos sesenta y ocho y, haciendo caso del reclamo de los vecinos, se anuncia con bombos y platillos que llega el pavimento. Todos se alegraron mucho, era sinónimo de progreso y de bienestar; basta de barro, de inundaciones, se acaban las zanjas, los olores desagradables, el aislamiento por el mal tiempo.

Lo que parecía perfecto para el mundo adulto no lo era tanto para los niños. El primer golpe fue ver cómo talaban los árboles, que iban cayendo vencidos como gigantes derrotados, se atravesaban en las calles, estériles, ya sin dar flores ni los famosos “venenitos”.

Con el paso de los días fuimos familiarizándonos con la situación y aprovechábamos las montañas de tierra para saltar con las bicis, para inventar juegos de guerra…

Muchos vecinos tuvieron que sacar créditos larguísimos para poder pagar el pavimento, otros vendían alguna cosita de valor o gastaban sus ahorros. 

El progreso era inevitable. Yo vivo todavía en el mismo barrio y camino por las calles pavimentadas, costumbre que no perdimos. Los árboles que plantó la muni en aquellos tiempos ya son robustos y sólidos, la mayoría fresnos. Ya les tomamos afecto, pero nunca podrán reemplazar a aquellos que contribuyeron a crear nuestro propio paraíso.

martes, 1 de julio de 2025

Tomashinio

María Alejandra Furiasse

 

Hace quince años estaba haciendo un reemplazo docente en el colegio “La Inmaculada”, que se encuentra situado en el barrio Belgrano, pegadito a las cuatro plazas de nuestra querida ciudad de Rosario. Segundo grado, los peques con siete años, en general, maestra única para dar Matemática, Lengua, Ciencias Sociales, Naturales y también Formación Ética. Era un grupo multitudinario de treinta y tres alumnos y alumnas. Entre ellos estaba Tomás, hijo de Sandra. Después de estar compartiendo dos o tres días juntos en el colegio, me comenta que su perra bóxer había tenido cachorros y me pregunta si a mí me gustaría uno: “¿Seño, querés un cachorrito de mi perra bóxer?”.

En realidad, en casa, teníamos a Rengui, a la que habíamos adoptado con mucho amor, porque Adriana, una compañera de la escuela Gabriela Mistral donde estuve haciendo algunos reemplazos docentes, situada enfrente del Centro Asturiano en las calles San Lorenzo y Wilde, se mudaba a un departamento muy chico y ya no la podía seguir teniendo. Y se llamaba así porque se había caído de un techo muy pequeñita y una de sus patitas no le funcionaba bien.

Le respondí que lo iba a pensar.

Decidimos que sí. Tuvimos que esperar unos días más para que cumplieran los 45 días del destete y ya lo pudiéramos tener en casa. Fue así como los invité a Tomás y a su familia a que vinieran a casa para conocer el lugar adonde se quedaría. Teníamos un patio grande con césped, pileta, un ciruelo repleto de flores blancas y frutos que inundaban el lugar de un olor dulce almíbar, el parrillero cubierto y muchas plantas. Muy amorosamente pasó de las manos de Tomás a las manos de mi hijo Gianluca. Era un pompón bello que correteaba permanentemente. Pasaban los lunes y los martes, los sábados y domingos. Los junios y julios. Y también iba creciendo Tomashinio. Era raro ver crecer a este “bóxer”, como me había dicho en aquel momento, Tomás porque crecía su hocico y ahí nos dimos cuenta que lo queríamos muchísimo y ya no nos interesaba si era puramente bóxer o no. Nos había comprado nuestro corazón enteramente. No malgastaba los ladridos. Sereno. Fiel. Ese pelaje marrón claro, un perro rubio y de ojos claros de contextura delgada y ágil, muy ágil . Muy gracioso verlo aparecer debajo de la mesa y que el mantel lo cubriera en partes y por un momento se disfrazara solo, o que se ocultara detrás de la cortina del ventanal. Como momento travieso, recuerdo el día que compré una bolsa de almohaditas de chocolate rellenas de limón en la dietética y lo dejé sobre una fuente de mimbre sobre la mesa del comedor y mágicamente desaparecieron. Solo quedó la bolsita abierta de manera desprolija y nos pudimos imaginar quién había sido. Después de tantos años, nos volvimos a encontrar con Sandra, la mamá de Tomás, en la chocolatería del Patio de la Madera.

Nos emocionamos, nos abrazamos y nos mostramos las fotos de nuestras queridas familias respectivamente.

California


 Susana Dal Pastro

 

Del viaje a California pasaron muchos años. Y parece que fue ayer.

Diciembre de 1990

Habíamos organizado en casa una reunión solo de padres. Como siempre la pasamos muy bien. Después, supe que había habido caras largas de los sobrinos porque, por esta vez, no habían sido invitados.

A los postres mi esposo tomó la palabra. Por algún motivo que desconozco todos se pusieron serios. ¿Qué estaría pasando que, de repente, flotaba un cierto misterio en el ambiente?

Silencio. Lo remarco porque fue notorio.

Todos se dispusieron a escuchar. Contamos que estábamos pensando en un viaje a California pasando por San Francisco, El Gran Cañón, Las Vegas… y… y entonces… (Imaginen el suspenso): “Se nos ocurrió que, si nos dan el permiso, nos gustaría viajar con nuestros sobrinos también”.

Antes de que mi esposo terminara de hablar, todos un poco sobresaltados, ya estaban asintiendo con la cabeza. Ya habían dicho que sí. Ya estaban pensando en los trámites y preparando las valijas. “Entonces, concluyeron, ¿era por esto que esta noche los chicos no tenían que estar presentes?”.

Organizamos el viaje. Y allá fuimos.

Apenas empezó el vuelo nos entregaron un neceser a cada uno con cepillos de dientes, pasta, peines, jabones, perfume, medias, mantas y ya no recuerdo cuántas cosas más.

Los preparativos, los programas, la ansiedad hicieron que llegáramos cansados, pero el vuelo fue muy bueno y tranquilo, y la atención, también. Los chicos aceptaban todo lo que les ofrecían; rara vez los había visto comer dejando el plato así de limpio. Las azafatas les ofrecieron jugos y gaseosas; y, después de todo eso, llegaron los entretenimientos para cada uno hasta la hora de apagar las luces.

Apenas arribados, alquilamos una van y nos instalamos en un residence que habíamos reservado. Por puro mérito del jetlag, los sobrinos mayores confundieron la hora de acostarse con la de levantarse y, ya que no pudieron seguir durmiendo, decidieron caminar y correr por los jardines del lugar.

Tuvimos lluvia, calorcito y nieve. ¡Rápido! A poner las cadenas en las ruedas de la van. Ahora sacar, las cadenas. Ahora, ponerlas otra vez. Las manos tiernas de Adrián estaban duras de frío. Paisaje lindísimo y colorido, fauna y flora distintas, llamativas.

 Visitamos un parque de secuoyas que nos maravilló; un espacio de esplendor natural que nos enseñó a valorar y admirar más el medioambiente. Terminado el recorrido y ya saliendo del lugar vi una expresión de asombro como nunca antes había visto: mi sobrina Adriana se volvía hacia mí muda, sin aliento, mostrándome el pancho vacío que, a punto de darle un bocado, una gaviota apareció de repente y le robó la salchicha. Había un cartel avisando que las aves volaban al acecho, pero lo leímos tarde. Estalló la risa. Compramos más panchos. El hambre era atroz.

En esos días mi hijo Juan Manuel cumplía nueve años. Preparé una torta (conservo el molde) mientras los chicos fueron a comprar globos, velitas y cotillón para celebrar como en casa.

¿Y las Vegas? Fabulosos casinos, encantadores peluches. Y qué helados. Pasamos cuatro días alojados en el hotel de uno de esos casinos.

Una noche mi hijo menor, que sufría de gastritis, se sintió mal y lo llevamos a una guardia. Los demás se quedaron en las habitaciones con la promesa de no salir. ¡No salir! Fuimos ingenuos.

 La visita a la guardia médica coincidió con una epidemia de influenza. Nos pidieron paciencia y autorización para verificar el diagnóstico de mi hijo. Lo acostaron en una cama de la sala de emergencias y estuvimos dos largas horas esperando los resultados de los análisis. Mientras tanto, el resto de las personas que esperaban también, al enterarse de que éramos turistas, se acercaron a nosotros con amabilidad y simpatía.

Al fin nos dieron el alta y volvimos al hotel. Encontramos a los viajeros menores encerrados en su habitación y los mayores no estaban. Nos preocupamos y mi esposo preparó un buen reto para cuando volvieran. Y volvieron. Y tan contentos que no cabían en sí. ¡Salgamos, salgamos! ¡No se pierdan esto!

Y salimos, no más. Descubrimos Las Vegas de noche. Los inmensos jardines de los casinos con parques temáticos. Detrás de una gran vidriera vimos un tigre blanco que rugía y mostraba los dientes. No lo podíamos creer. ¡Qué ciudad! Por supuesto que ante tales escenarios, fotos y gente recibiéndonos los desobedientes fueron perdonados.

Hubo algo que nunca voy a olvidar; lo guardé para mí mucho tiempo hasta que un día decidí que era hora de compartirlo con los viajeros. En una de las tantas autopistas que transitamos, la van empezó a derrapar. Mi esposo se desesperó y gritó: “¡Agárrense, agárrense!

Desde el asiento del acompañante, me di vuelta para mirar a los chicos y comprobar que estuvieran bien sentados y con el cinturón de seguridad abrochado. En el rincón del último asiento, contra la ventanilla, venía también mi hermano. Me miró, extendió los brazos formando una ele y estabilizó la van. Me volvió a mirar, me sonrió y se fue.

Volvió la calma. Continuamos la marcha.

Paramos para estirar las piernas, comer algo, jugar y hacer nuestro muñeco. Fue tan lindo ver a todos felices y contentos.

Me aparté. Me arrodillé. Agradecí y escribí el nombre de mi hermano en la nieve blanca.

Sorpresa callejera

 Beatriz Prince

 

Una mañana de invierno (julio de 2005), cerca del mediodía me llama mi marido y me dice: “¡No lo puedo creer!, estaba yendo por 27, doblo en Santiago y me encuentro con un elefante corriendo delante de mí; no puedo doblar hasta que llegue a la próxima cuadra; ¡huy! ¡Giró la cabeza y creo que me miró! Aminoré. Al cruzar Gálvez, se acerca una pareja para verlo mejor… ¡Qué locura! ¡Llegaron más hombres con cascos y escudos… puf!, pude doblar al fin en Virasoro, ya no lo veo, voy a parar”.

Un rato antes, por radio, escucho la noticia que un elefante se escapó del circo Orfei, instalado en el predio de La Rural, por una puerta que quedó abierta. También comentaron que atravesó, calles, clubes, el hipódromo, etcétera, etcétera.

Luego, al mediodía cuando él regresa, vimos en el noticiero lo sucedido y nos enteramos de que “Bambi” (que así se llamaba la elefanta) fue interceptada por el Comando Eléctrico y la Guardia de Infantería, en Jorge Cura y Santiago.

Llamaron al domador del circo, que con palabras y mimos la regresó pacíficamente al circo.

Lo contamos a la familia, a los amigos, a los alumnos y, cuando hablamos con Casandra (mi “Casluz”, sobrina menor que vive en Neuquén), le contamos la historia; se asombró, le encantó.

Ella tenía en ese momento seis años y durante los veranos venía dos meses a casa de su papá para estar con su “familia rosarina”, como ella decía.

A los días la llamamos por teléfono y nos dice: “¡Tíos, estoy triste, los chicos en la escuela no me creen que el tío, al doblar una esquina, se encontró con un elefante!”.

Hoy Casluz tiene 26 años, es mamá de Mía Francesca, la que cumple años el mismo día que su tío abuelo… el que se topó con un elefante.