Carmen Ramallo
Nací en
Mar del Plata en la primavera de 1960, año complicado para el país. Mi padre
militaba en política para el Partido Peronista y ese 27 de septiembre estaba
preso injustamente. Ese día no pudo estar con mi madre ni tomarme en sus
brazos; no pudo escuchar “es una nena” … no sé cuándo me conoció, cuándo me vio
por primera vez. Cuando obtuvo su libertad nos fuimos de “La Feliz” a Granadero
Baigorria, provincia de Santa Fe; cambiamos el mar por el río.
Mi madre,
a 800 kilómetros de su familia, sufriendo el desarraigo. Le tenía miedo al mar,
pero extrañaba ver sus olas y escuchar el sonido que hacían al chocar en la
escollera.
Pasaron
cuatro años hasta que pudimos volver. Recuerdo mis tíos y primos abrazándonos y
besándonos todos estaban radiantes de felicidad; ya la familia había crecido
bastante, había llegado el varón.
Mientras jugábamos con mis primos, los adultos
estaban en preparativos porque nos íbamos a la playa. Minutos después
descubriría nuevas sensaciones. Íbamos caminando no era lejos y, de pronto,
quedé extasiada, todo fue magia arena por doquier, gente por todas partes
sombrillas y el mar, la inmensidad, no veía el fin, el agua cobraba vida y de
pronto se acercaba, se engrandecía tomaba forma y se alejaba ya más calma, lo
que creo que me quedó claro que desde ese día amé el amar…
No sé
cuánto tiempo pasábamos en la playa. Fuera de todo el cariño recibido, los más
bellos recuerdos son allí en la costa, hacíamos castillos y grandes puentes, a
mi papá lo tapábamos de arena y cuando nos descuidábamos pegaba el salto y
comenzaba a corrernos hacia el agua.
Mi hermana
siempre, pegada a mi madre; ellas no se introducían al mar, porque le daban
miedo las olas. Yo las amaba. Era muy divertido, mi papá me subía al hombro y
al agua pato o me balanceaba y soltaba. Amaba el agua salada del mar, de mi
mar.
Esas ondas
tenían magia, me atrapaban, se apoderaban de mí, era como encontrarse con un
viejo amigo al cual abrazabas y no querías soltar.
Las
visitas a esta hermosa ciudad en familia fueron hasta que cumplí mis dieciséis
años. Ese fue el último verano, el más bello recuerdo. Ahora, era distinto ya
era grande pero no perdíamos el juego.
Nuestras
vacaciones siempre eran en casa de familiares mi mamá. Ella tenía una hermana y
mi papá también; entonces, íbamos unos días en cada casa, con todo lo que
significaba a quién visitaríamos primero. Yo amaba a las dos tías. Cata, la
hermana de mi papá, era más seria, pero no dejaba de ser cariñosa. Con ella se
hablaba bien, te sentabas bien: una señorita debía tener buenos modales. Isa
era lo más me gustaba, me gustaba más estar con ella; me hacía reír era muy
disparatada, era muy natural, coqueta tan bonita como mi mamá. Si llovía, me
hacía buñuelitos y yo comía hasta el hartazgo o hasta el empacho; y, con sol,
era una sola opción: el mar, que ella amaba tanto como yo.
Pasaron
unos quince años hasta que volví, ya con mi propia familia. Papá ya no estaba,
lo habían secuestrado, quedamos deshechos, nunca más volvimos a ser los mismos;
pero la vida me regaló tres amados hijos y con ellos volví al mar, cuando
llegué me sentí revivir, me habían devuelto la energía. Cuánto lo había
extrañado, cuánto había necesitado ese contacto, un poco era como estar
nuevamente con mi padre. Mis hijos varones disfrutan de la inmensidad tanto
como yo; a mi hija no le gusta tanto, no concibe la playa sin un arbolito,
necesita sombra natural.
Cuando me zambullí después de tanto tiempo, sentí que me reconocía; las olas me sacudían y envolvían, algunas como esa tía grandota que te da un abrazo y te descoloca, ja, así de hermoso era sentir ese amor. Ya no me harían al agua pato ahora tenía que tirar yo a los patitos.
He vivido en muchos lugares y en Mar del Plata ni me enteré cuándo viví, yo siento que es parte de mí y no sólo de mi historia sino de mi propio ser, por eso cuando nos reencontramos, somos el cuerpo y el alma. Eso me sucede a mí.
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