martes, 23 de abril de 2019

La motoneta


H. B. Carrozzo

Pienso que era por fines de diciembre del año 1961 o 1962. A eso de las cinco de la tarde sonó el timbre de nuestra casa y mi madre salió a atender. Pegó un grito de alegría. Cuando regresó estaba en un estado de excitación notable.
El que había tocado el timbre era Osvaldo, el carnicero de la vuelta de casa. A él le hacíamos nuestras compras habituales y además le habíamos comprado un número de la rifa que anualmente hacia la Asociación de carniceros. No sé si era el premio mayor o uno menor, pero habíamos ganado una motoneta Siam Lambreta 150. ¡Habíamos ganado un premio en una rifa! ¡Increíble!
Esta motoneta iba a cambiar nuestras vidas en los años siguientes. Por empezar, mis padres debían decidir si nos quedábamos con el premio o si la cambiaban por el equivalente en dinero. Y la decisión fue: la moto.
Ahora, nuestro padre tenía que aprender a manejar. Menuda tarea ya que nunca había manejado ni una bicicleta. Un amigo que tenía un “vehículo” similar le ofreció enseñarle. Y así todas las tardes se juntaban en casa y se iban al parque Urquiza a practicar.
Pasadas unas semanas mi padre nos quiso mostrar sus avances y cuando regresó de la habitual práctica nos pidió que saliéramos a la calle para conocer sus avances. Salió por Colón hacia el sur y al llegar a La Paz quiso girar en redondo para retomar Colón hacia el norte. Comenzó a girar a la izquierda y parecía que las ochavas y cordones se apartaban para dejarlo pasar justito. Pero el último cordón se empeñó en no moverse. ¡El cordón! ¡Cuidado el cordón! Mi viejo alcanzó a saltar de la motoneta y seguir caminado por la vereda como disimulando. La moto quedó trabada en el cordón como diciendo “¿y vamos a seguir o no?”.
Pasados unas semanas mi padre comenzó a ir a trabajar en su vehículo con lo que se le hacía fácil regresar a almorzar con nosotros.
Para el invierno se disfrazaba con guantes, pullover grueso, gorro de lana y se ponía hojas de diario debajo del pullover. Después mi madre le confeccionó un chaleco con una sábana vieja y relleno de diarios.
Cuando comenzaron las clases en el industrial, mi padre se empeñaba en llevarme a la escuela. Pero yo iba siempre con mi compañero, el gordo Perella. Era espectacular ver a la moto con tres pasajeros, sentados uno en cada asiento y el gordo en la rueda de auxilio. La moto iba casi en una sola rueda, por el peso de mi amigo Rafael. ¿Habrá sido la primera moto-colectivo de la historia?
La situación se repetía cuando mi padre salía con mi madre y mi hermana a pasear. Claro que mi hermana iba parada delante del conductor y si había un cuarto pasajero, se ubicaba en la rueda de auxilio.
Con el tiempo, mi padre se dio cuenta de que la moto no era para él, por los peligros de las calles y porque nosotros, ya pisando los quince años, la mirábamos como para empezar a usarla. Conclusión, “Motoneta Siam Lambreta 150 cc, se vende”. Y se vendió.
Esta fue la primera experiencia de la familia con un vehículo, después vendría la renoleta, el Fiat 1100 y el Gordini. Pero esa será otra historia.

La decisión


Ariel Igea

Aquella fría tarde mayo de 1985 regresaba a mi casa de la zona sur de La Plata, como pasajero del colectivo 307. Hacía mucho frío. Al descender levanté a tope el cierre de mi campera y coloqué mi bufanda de lana como barbijo. Apenas dos cuadras me separaban de mi casa. Había sido un día particularmente difícil. Una agria discusión en términos científicos con mi director de tesis acerca de la inclusión de un tema en el trabajo que muy pronto debía someter a evaluación para optar al grado doctoral, me había provocado un desánimo tal vez exagerado. Para ese entonces, atesoraba dieciséis años como docente universitario y tres como tesista, suficientes como para encariñarme con mi tarea.
Sabía, más bien intuía, que la noticia que debía darle a mi familia iba a caer como una bomba. Esa tarde, apenas unas horas antes, había recibido una llamada telefónica de la petroquímica multinacional con oficinas en avenida Paseo Colón, Buenos Aires, a la que había asistido por una solicitud de profesional de mi área un par de semanas antes. Su gerente de Recursos Humanos me citaba al día siguiente a una entrevista final, luego de haber sorteado las anteriores etapas selectivas. Me dijo sin ambages que solo quedaba acordar los términos contractuales, llenar la ficha del legajo y acordar la fecha de ingreso a la institución. También me dijo que mis servicios serían necesarios en la planta que la compañía tenía en la histórica ciudad de San Lorenzo, Santa Fe, y que me proporcionarían un alojamiento en Rosario para la familia.
Apenas abrí la puerta supe que la cosa iba a ser peor de lo imaginado. Silvia, mi esposa, me hablaba desde la habitación de nuestras hijas donde estaba cambiando los pañales a Florencia, la menor, a la sazón de seis meses de edad.
“¿A que no sabés que me pasó hoy?”, inquirió con una voz que sonaba alegre y, sin aguardar respuesta soltó: “Me ascendieron a supervisora de Impuestos”.
“Te felicito”, dije seguramente sin demasiada convicción porque al reunirse conmigo en la sala de estar de la casa, con la nena en brazos casi refunfuñó: “No parecés muy contento”.
Desde nuestro casamiento en 1974, Silvia trabajaba en la sección Rentas de la Municipalidad local y en todos esos años no había recibido ninguna reconsideración de su jerarquía. ¿Cómo hacía yo para decirle que tenía una oferta de trabajo que duplicaba mi salario docente y nos liberaba del pago de alquiler por dos años?
Busqué mi mejor forma de expresión, un lenguaje gestual que creí ayudaría en la conflictiva situación, pero no tuve éxito como me lo mostró su respuesta: “¿Vos estuviste tomando o te volviste loco? ¿Justo ahora me venís con esto?”
Nuestra situación económica era angustiante. El gobierno de Alfonsín, con sus sucesivos engendros económicos, como el Plan Primavera, el desagio y otras calamidades por el estilo, habían reducido la capacidad adquisitiva de mi sueldo de Jefe de Trabajos Prácticos con dedicación exclusiva a poco más que lo que pagábamos por el alquiler. Para frutilla del postre, Amelia, la madre de Silvia, se vino a vivir con nosotros al quedar viuda y sin sustento alguno ya que su marido nunca había aportado nada a la seguridad social.          -                                                                                                                                                  “Sé que no es una decisión fácil de tomar” dije con mi mejor tono de voz, que intentaba mostrar comprensión por su situación pero ponía en la balanza el futuro de la familia.
“Yo de aquí no me muevo. Andate solo, si querés; y vení a vernos cuando puedas” fue su tajante respuesta con una mueca que decía más que las palabras.
“Yo tampoco me quiero ir”, lloriqueó Victoria, nuestra hija mayor de ocho años. “Tengo todas mis amigas aquí”, agregó
“¿Adónde se mudan?”, rebuznó Amelia, como si ella no se viera obligada a acompañarnos dado su desamparo. “Yo tengo a mi hermano…” (el fulano ni siquiera asistió al sepelio de su cuñado, por lo que es fácil imaginar cuánto le importaba su hermana)
El resto de la tarde, la cena y la noche fueron lo más parecido a un velorio. Nadie habló y a la mañana siguiente, cuando debíamos partir cada uno para sus obligaciones los saludos fueron más fríos que el glaciar Perito Moreno.
Nuestro ingreso a Rosario, dos meses después fue inenarrable. Llegamos con el tanque de combustible de nuestro Fiat 125 potenciado casi seco. Me detuve para llenarlo en una estación de servicio de bulevar Oroño sin tener la menor idea de que en Santa Fe la nafta se mezclaba con alcohol por una reglamentación provincial. El carburador del Fiat se negó a procesar ese combustible y apenas arrancó el motor se detuvo. Teníamos apenas dos horas de tiempo para llegar y abrir el departamento que habíamos alquilado en el barrio Echesortu, ya que el camión de mudanzas nos venía siguiendo. Urgido por las circunstancias, envié a las nenas, a Silvia y a Amelia a esperarlo; mientras yo preguntaba por un mecánico que me solucionara el problema.
Cuando finalmente pude acceder a lo que sería mi casa por los próximos dos años, mis nervios estaban destrozados. Mi rostro debió ser un espejo de mi alma, porque Silvia y las nenas me proporcionaron un abrazo, un beso y otras demostraciones de cariño como hacía mucho tiempo no recibía. Amelia se mantuvo al margen.
Hace ahora treinta y cuatro años que vivimos en Rosario, Amelia ya no está entre nosotros y tenemos tres nietos rosarinos. Estoy contando esta historia porque la decisión nos cambió la vida.

Recuerdos


Ana María Rugari

Hoy es jueves y he terminado de hacer los huevos de Pascua para mis nietitos, lo único que me falta es ponerles las sorpresas, cerrarlos y adornarlos. Me encanta hacerlos y me distraigo. Tanto me distraje que, cuando fui a sacar uno del frío, se cayó y se rompió y vuelta a empezar derritiendo el chocolate. Ya está todo listo. La caja que irá a Posadas y los otros huevos para San Lorenzo, uno para mi vecinita y uno mucho más pequeño para una amiga que tengo en el Geriátrico cerca de casa.
Mientras los hacía recordaba cuando yo era chica, es decir hace casi setenta años, ¡cuántos! No se acostumbraba regalar ni comprar huevos de Pascua, porque no existían. Estaba solamente la rosca de Pascua con tres o cuatro huevos pegados en la masa y sobre la masa había crema pastelera. Se comía como postre al final de la comida del domingo de Ramos o del domingo de Pascua. Ahora, ¡hay tantas cosas diferentes a la época en que yo era chica!
Recuerdo un día de otoño, un domingo con un sol suave que acariciaba las mejillas, decidimos con mamá y mi hermana ir al cine. Miramos la cartelera de los cines cercanos a casa como, el Ambassador, El Nilo, Esmeralda o el Bristol, y no nos gustó ningún programa; así que decidimos salir a caminar por Pellegrini hasta el Parque Independencia, fuimos hasta el laguito y dimos algunas vueltas en una lancha con toldito. El agua estaba muy limpia y se podían ver los peces de colores; mejor dicho, de un solo color, eran todos anaranjados, eran muy bonitos. Viendo ahora, en estos días, el agua con papeles, latas, y sin peces, me lleno de melancolía. Volvimos a casa caminando por las veredas aún con sol y cuando llegamos tomamos un café (de Bonafide, Franja Blanca) con leche con unos pañuelitos rellenos de dulce de batata que mamá había hecho. Realmente no sé en qué momento los hizo, pero ella se las arreglaba para que siempre tuviéramos algo dulce para la leche.
Un día, mi hermana y yo estábamos algo aburridas, y mamá nos propuso algo maravilloso,
Hacer un bautismo general para todos los muñecos, no solo los nuestros, sino también los de las amigas vecinas de la cuadra. En esa cuadra éramos tres Ana María, Vilma vivía justo frente a casa y Ramona. Ramona era algo mayor y no tenía mamá, y ayudaba a su papá haciendo empanadas y tortas fritas para venderlas frente a las canchas de fútbol. Todas las chicas la dejaban de lado y a mí me pareció una ocasión especial para reunirnos.
Yo las iba a ir invitando para la gran celebración que tendría lugar el sábado siguiente por la tarde. Pero había un problema, éramos todas niñas y no había varones; por lo tanto, no habría sacerdote que bautizara. Pero mamá, siempre atenta a resolver obstáculos, invitó a mi primo segundo, Hugo, que estaba cursando el primer año del Seminario. Por suerte, aceptó. Mamá preparó una mesa redonda con un mantel blanco y puso sobre la misma una fuente honda también blanca. Le puso agua hasta la mitad y ya estaba todo preparado. Cuando llegó Hugo, mamá le puso una carpeta grande al crochet con borlas en los bordes y le unió los costados con un broche dorado.
El gran evento tendría lugar justo a las tres de la tarde. Todas las chicas trajeron más de una muñeca y dio comienzo el bautismo. Había muchas Martitas y Susanitas. Ramona había traído una muñeca negra algo deslucida, pero fue bautizada con el nombre de Esther.
Mamá había preparado la mesa del comedor para tomar la leche, que esta vez fue chocolate; había vainillas y una torta trenza, que lógicamente había hecho la mamá más maravillosa del mundo.
Ramona dijo que no podía quedarse, porque debía acompañar al papá a vender a la cancha. Le di unas vainillas y un pedazo de torta envueltas en una servilleta y me dijo que le había puesto Esther a su muñeca por Esther esa estrella que nadaba tan bien. La acompañé hasta abajo y se fue corriendo, pues el papá la estaba esperando en la puerta. Me sentí triste porque no podía participar de la fiesta y además porque todas las tardes la veía volver de la escuela, me saludaba con la mano y yo sabía que se tendría que poner a trabajar No sé qué habrá sido de ella ni dónde estará ahora. Cuando pienso en ella, la veo con su delantal celeste y el carrito con empanadas y tortas fritas.
Tengo retazos de recuerdos de las otras Ana María, pero Ramona, me golpeó fuerte, pues desde muy chica debía ayudar a mantener la casa.

El barrio del centro


Patricia Pérez

Parece una paradoja, el barrio del centro.
Habíamos comprado una casa que se encontraba en Zeballos entre San Martín y Sarmiento. Allí, fue donde nos mudamos.
Eran otras épocas, en las que los niños podían caminar por la calle y jugar en las veredas.
Mi madre me mandaba a la granja que estaba en San Martín y Zeballos. Yo iba con la bolsa de red con manijas redondas de plástico, hoy reemplazadas por las bolsas de tela de propaganda.
No existían las botellas de plástico, así que se compraba la gaseosa en botellas de vidrio, como la Bidú Cola o la Indian Tonic, llevando el envase.
También estaba el viejo almacén en 9 de julio y San Martín.
Tenía sus frascos de vidrio repletos de mercadería que se expendía suelta por peso. Te envolvían la compra en un papel que se cerraba como una empanada. Tenían la vieja balanza de plato.
Los mostradores eran largos de madera y las vitrinas de puertas corredizas
En la esquina de Zeballos y San Martín, en diagonal a la granja, estaba “La casa de las lanas”. Era un negocio en el que conseguías de los hilados y lanas más variados, con el tiempo se convirtió también en academia de tejidos porque apareció la hermosa máquina de tejer Knitax.
Todo era familiar. Te saludabas con los vecinos, y hasta el almacenero te esperaba y a cambio de la compra te regalaba un chupetín.
La casa donde vivía era planta alta; pero muy espaciosa y con todas las comodidades.
Yo me entretenía tejiendo historias que ideaba cuando abría la ventana del patio de atrás y veía los vidrios tipo vitral, que hacían de techo cubierto del patio de debajo de nuestros vecinos.
En otro momento, subía a la terraza, que era enorme y desde allí veía esa cantidad de familias que vivían amontonadas. Poco después supe que a sus viviendas se las llamaba conventillos.
Eran construcciones raras. El frente, una sola entrada, y al atravesar la puerta te encontrabas con una gran cantidad de habitaciones arriba y abajo, que tenían en común un patio. Allí jugaban los chicos. En las barandas se veían tandas de ropa colgada. Vivía gente de bajos recursos; y a mí me llamaba la atención, porque se juntaban muchos chicos en el patio e inventaban juegos que me parecían divertidos.
Muchas veces me asomaba para satisfacer la curiosidad.
Había distintos conventillos, los del patio en el medio y del otro lado de mi casa había otros con techos altísimos y balcones a la calle. Se les decía pensiones.
Con el tiempo, los viejos conventillos comenzaron a desaparecer, fueron derrumbados y reemplazados por edificios.
El barrio se fue transformando en altas construcciones y departamentos con pasillos anchos y llenos de flores.
Hay muchos negocios y cuesta conseguir estacionamiento.
La casa donde yo vivía está, porque era una construcción moderna. Lo único que se cambió fue su puerta principal por una más segura.
Ya no es el barrio donde nos conocíamos todos, donde jugábamos en la puerta. Hoy es parte del microcentro.
Ahora pasan apresurados los señores con ataché.

Abuela Nani, un viaje en el tiempo


Gustavo Fernández

“vaya mi gratitud a tu gran enseñanza en este viaje en el tiempo. Gracias, abuela Nani”


Siempre me pregunté por qué en este mundo hay historias que son indudablemente importantes, por eso son escritas; y por qué tantas otras igualmente valiosas quedan en el relato solamente de unos pocos.
Quedan allí, en la repisa de los recuerdos como ese autito de colección de mi niñez, que alguna vez recorrió conmigo tantos caminos de alegría.
Pero quedó ahí. Ni mis hijos quisieron jugar con él y, sin embargo, ahí todavía está, aunque lleno de tierra, esperando por quien quiera compartir una aventura con él.
Y es así, como mi autito, que tantas historias quedan guardadas en el corazón o el cerebro de las personas. sin siquiera ser conocidas. Por eso, viajé en el tiempo para buscar allí los recuerdos de esta gran historia: mi abuela Nani.
En este viaje imaginario mi punto de partida real es aproximadamente 1966. Tengo cinco años y comienzo a descubrir ese maravilloso ángel que Dios puso en mi camino: mi abuela Nani.
De origen irlandés, con una pequeña pero esbelta figura y de cabello blanco ahí estaba ella.
De sonrisa amable, vos suave y caricias de miel.
Siempre dispuesta a cumplir mis pedidos. Desde cocinar las más deliciosas exquisiteces que puedan imaginar, hasta coser con su vieja máquina mi gorro de cocinero o mi bolsita de bolitas de vidrio.
Fue con ella con quien una tarde me subí a su colectivo imaginario y recorrí las calles de tierra de mi pueblo, como si estuviera en un mundo desconocido pero lleno de maravillas, descubriendo a cada paso nuevas sensaciones, nuevas experiencias.
Todavía conservo en mi recuerdo los descansos bajo la sombra de un añoso paraíso, donde ella aprovechaba para llenarme de caricias y contarme cómo funcionaba ese mundo que comenzaba a transitar, desde ese entonces, con la premisa con la cual venía formada: “No aflojes, lucha, se puede, sé feliz”.
El patio de su casa era el más maravilloso parque de diversiones en el cual con hermano y primos jugábamos, cuidando de no pisar sus flores y admirando al estoico abuelo Juan cultivando su quinta.
Poco a poco el tiempo pasaba y, sin embargo, la abuela Nani no envejecía; al menos, en su aspecto, aunque sí recuerdo que comenzaba a quejarse muy sutilmente de sus articulaciones, pienso hoy en artrosis, para lo cual ella todas las mañanas con religiosa tradición horaria inglesa, tomaba dos cucharadas de azúcar con un dedo de vinito tinto.
Pero aun así siempre presente con sus consejos, con sus sabrosas comidas, con sus paseos de ensueño.
Recuerdo un día en el que nos subió a todos sus nietos al tren, en esos años a vapor, y nos llevó a pasar el día de mi tía Beba, que vivía en un pueblo cercano al nuestro. Me parece ver la alegría desbordando de nuestros cuerpos frente a tan increíble aventura, el humo de la locomotora entrando por las ventanillas y su pelo blanco con rodete, que era el faro de su sonriente rostro. Viajar a su lado, cobijados por sus brazos que parecían ser tan largos que nos cubrían a todos. Era el éxtasis total.
Tantos momentos… Vivencias, historias fueron dejando escurrir el tiempo entre nuestros cuerpos y ahí estábamos, preadolescentes y a la carga íbamos. Nani siempre estaba dispuesta para nuestros pedidos. “Abuela, haceme papas fritas chiquitas en grasa”; “arreglame el ruedo de mis pantalones” “¿me compras las cuadraditas de chocolate de la despensa de doña Coati? Y la magia se repetía: allí estaban.
Seguimos transitando el camino y el abu Juan nos dejó. Fue un hombre de salud delicada toda su vida, y a quien Nani cuidó, veneró y atendió toda su vida con ejemplar amor. Por primera vez en mi vida, vi llenarse sus ojos de lágrimas. Solo pude abrazarla y tratar de devolver un pedacito de tanto amor recibido.
Nona Nani se mudó a mi casa, con la aprobación incondicional de toda la familia y otra vez volvíamos a tener más tiempo para compartir. La vida transcurría y unos años más tarde, recuerdo que yo tenía diecisiete, partí para Rosario a la Universidad como decíamos en esos tiempos y transcurridos unos meses, mi madre, hija de Nani, enfermó gravemente.
Ahí, estaba Nani, como siempre, dispuesta a colaborar. ¡Qué digo colaborar! ¡A hacerse cargo de mi casa, con su hija enferma y tres hombres en la casa! Y ya con casi 79 años.
Pero, sin embargo, como tantas otras veces, al pie del cañón. Sin quejas, sin reproches, con esa sonrisa enorme que era un oasis para esos malos momentos que transcurrían. Y los meses pasaban hasta convertirse en años y su cuerpecito siempre erguido parecía no acusar tanto trajinar. No sé cómo hacía, pero hasta tenía tiempo para leer el diario y comentar durante las comidas la actualidad de las noticias. ¡Qué mujer maravillosa!
Vino mi casamiento y ahí estaba Super Nani compartiendo mi alegría; pero como dicen los entendidos la vida es un ying-yang permanente y, al poco tiempo, falleció mi padre luego de una dolorosa y larga enfermedad; y fue ahí donde por primera vez vi a mi Super Nani aflojar más de la cuenta. Al abrazarla, en lágrimas me confesó: “Se fue mi hijo más querido”. Y, como con mi abuelo, solo pude abrazarla con todo el amor del mundo.
Tanta lucha desgasta los guerreros, leí alguna vez por ahí; y que gran verdad. Nani, ya casi 86, mostraba los lógicos embates de los golpes y de los años. Pero siempre con la misma actitud. Sin quejas, sin lamentos.
Mi hermano, quién vivía con mi madre y ella en mi pueblo, al casarse decide que lo mejor para Nani era enviarla a vivir con su otra hija Beba; y allí fue ella con su bolso y con sus años.
Llenó de consejos y recomendaciones a mi hermano antes de partir con respecto al cuidado de mi madre; y, luego, se marchó a su nuevo hogar.
Pasó el tiempo y nació Seba, mi primer hijo y su primer bisnieto, y allí volví a ver a esa esplendorosa señora con su rodete impecable y su dulce sonrisa, que a pesar del paso de los años parecía no cambiar.
Pero en este mundo lo único no permanente es la vida y Super Nani comenzaba a transitar ese camino sin retorno; y fue así cómo un día mi tía Beba me llamó para decirme que, si quería verla antes de partir, fuera a visitarla.
Armé mi bolso con lo imprescindible y raudamente viajé a verla. Al entrar en su habitación, ahí estaba la abuela Nani, en su mundo, creo que muy cerca de las nubes, casi por ascender a su merecido cielo aun esplendoroso su cabello. La abracé y le susurré al oído: “¡Hola abuela!”. Me sonrió tan dulcemente como tantas veces y me pidió su cepillo de pelo. Con una destreza envidiable, acomodó su rodete, devolvió su cepillo y se durmió.
Pocas horas después nos dejó.
Cuando arranqué este relato, lo hice diciendo cuanta historia no ha sido escrita. Si bien pienso a quién podría interesarle, cuál es la trascendencia, me respondo que, para mi Nona Nani fue para mí Napoleón, Sarmiento, Gandhi, Alfonsina o Evita. No por su aporte material o físico, pero sí por el legado inmenso de ¡jamás bajar los brazos, luchar por sus tus ideales y ser feliz! ¿Y qué mejor legado para la historia de este mundo que el de mi Nona Nani?
Gracias, abuela Nani. ¡Te amo!


Nuevo en clase


Hugo Longhi


Primer día de clases en el curso para adultos en la facu. Mundo nuevo para mí. ¿Expectativas? Todas. ¿Incógnitas? Muchas más.
Por fin, algo familiar. El aula es la misma a la que asisto a otro curso por el mismo programa. Al ingresar, veo a unas cuarenta personas de edades indefinidas. Bastantes se conocen de años anteriores. Besos, abrazos y sonrisas sinceras entre ellos es la imagen que me queda.
Me ubico al fondo y, como corresponde, trato de pasar desapercibido. Mantener la boca cerrada para no equivocarme es, en estos casos, una fórmula tan cobarde como eficaz.
Al ratito llega el profesor y se me rompe el molde. Luce arito, tatuajes y ropa casuals. Cero estandarización. No llega solo, una dama de cabello prolijamente cortito lo acompaña. En principio imagino que es una auxiliar o asistente de cátedra. Más tarde cambiará su rol.
El profesor comienza su charla y se me disipan dos dudas. Ahora sé bien de qué se trata la cosa y que se va al diablo aquello de orador parlante-auditorio oyente. La propuesta es que todos debemos participar. La opción es interacción o bostezo. Por una vez, tenemos que saber elegir bien.
Descubro que muchos de los asistentes, ya con trayectoria en el curso, manifiestan abiertamente y con confianza sus pensamientos. Es obvio que se sienten cómodos. A la par alientan a los demás para que se sumen a esa cruzada. Comienzo a abandonar de a poco mis temores iniciales.
De pronto, la dama se convierte en pareja del profesor. Él habla mucho al frente; ella bien poco. Se me ocurre pensar que en casa debe ser a la inversa. Pero mejor no me meto en esa.
El reloj avanza en dirección a la puerta de salida. Yo sigo esa ruta. Con el mismo sigiloso silencio con el que accedí me retiro. Me voy caminando a través de la deliciosa noche y es en ese instante en que engendro estas vivencias que plasmé en forma de breve relato.
Esto es todo, pero . . . continuará.