miércoles, 28 de agosto de 2019

Mi pequeña gran mascota


Emilia Fabrega

La cuenta regresiva llegaba a su fin.
Expectativas acumuladas electrizaban el cuerpo y se manifestaban vigorosas en una sonrisa ansiosa, que desbordaba sus límites naturales.
Era lunes por la mañana de una primavera recién iniciada.
La cajita de zapatos esperaba altanera y elegante casi al borde de la mesa, como dispuesta a lanzarse a un precipicio de aventuras.
Lucia orgullosa su suntuoso ornamento realizado esmeradamente con coloridas figuras de papel glasé. Respiraba por cada uno de los múltiples agujeritos realizados en su tapa, inocencia y picardía de una infancia que a punta de punzón intentaba inyectar rayitos de vida.
Cintas de falletina cuadrillé se despeñaban trenzas abajo para rematar con dos enormes moños, que contrastaban con la blancura del almidonado guardapolvo.
Finalmente, llegaba la hora, partí con mis hermanos mayores hacia la escuela.
Cartera de cuero color marrón claro en una mano y apretada contra el pecho; con la otra, sostenía la cajita de zapatos con agujeritos en la tapa.
Los moños se zarandeaban de un lado para el otro, acompañando un paso acelerado devenido en pequeños saltitos de vez en cuando.
La semana anterior con Amalia, a quien llamábamos cariñosamente Mali, mi gran mejor amiga para siempre (de turno), habíamos ideado una especia de cronograma de peinados y accesorios para cada día de la semana, el cual debíamos cumplir casi con rigurosidad ambas.
De este modo dábamos comienzo a nuestra primera incursión en el mundo fashionista, que nos ubicaría a la vanguardia de la moda entre nuestras compañeritas de grado.
En cuanto a peinados, las variables eran: cola alta, media cola, dos colitas, una trenza y dos trenzas como ese día.
Para los accesorios, la oferta del mercado se reducía a cintas de razo o falletina, ancha o angosta de un color u otro.
Ese día, ya estaba estipulado, no volvería con mis hermanos, sino que iría a casa de Mali, donde nos esperaba con el almuerzo su encantadora madre.
También recibiríamos de regalo una mascota cada una, para lo cual habíamos preparado con tanta ilusión nuestras cajitas de zapatos.
Estaba convencida de que esta vez mi nueva mascota no sería tan problemática como si lo habían sido las dos anteriores… un corderito convertido en oveja llamado Nena y un pollito transformado en gallina de nombre Momona.
Acababa de adoptar “mi pequeña gran mascota”: un gusano de seda.
Tal vez si decía gusano me resultaba un poquito repulsivo, pero era ¡de seda! Esto le daba relevancia y trascendencia.
Comenzó así una seguidilla de días divertidos en los cuales Mali y yo lucíamos nuestras cabezas como gemelas y realizábamos paseos hasta la plaza, donde tras realizar nuestro circuito (hamaca, tobogán, calesitas, sube y baja) recogíamos hojas tiernas de morera para alimentar a nuestras mascotas.
Pero... como es sabido, en la infancia los hechos y las emociones transcurren y se suceden en tiempo vertiginoso. Fue así como cuando nuestras compañeras advirtieron y adoptaron nuestra moda de peinados, que ya nosotras la habíamos declarado en desuso.
En coincidencia, por esos días, mi gusano aparentemente se había cansado de comer hojas de morera y de pasar dentro de la cajita. Por lo tanto, se construyó un capullo y se retiró a descansar.
Hojas de mora marchitándose y un capullo inerte era la escena que se repetía diariamente al levantar la tapa con agujeritos.
Un día algo cambió…
Un par de miradas, una corriendo la caja y otra elevándose fueron suficientes para sospechar lo que estaba sucediendo.
Una mariposa blanca emprendía vuelo, remontándose torpemente en busca de los rayos luminosos que la aguardaban del otro lado de la ventana.
¿Mi gusano de seda se había transformado en mariposa?
Sensaciones, emociones, angustia, enojo… gran enojo. Todo en versión de niña de ocho o nueve años.
Duplicada esa edad, cuando los sentimientos ideales y emociones comienzan a garabatear sus primeros versos, aprendí a vivir esa transformación entre signos de admiración
¡Mi gusano de seda se transformó en mariposa! ¡Qué maravilla!
Y advertí que mi gusano nunca había tenido nombre (solo era el gusano de seda) y, por supuesto, merecía el suyo, uno que fuera único y que lo representara.
Entonces, teniendo en cuenta esa asombrosa transformación que le dio alas para elevarse; por su esencia y su destino decidí llamarlo para siempre: ¡Libertad!

Pen Friends


Silvia Gusmerini

Siempre soñé con viajar.
Siempre sentí que el mundo iba más allá de los límites de mi casa.
Me preguntaba cómo serían otros lugares, cómo serían otras costumbres, cómo sería otra gente.
Y decidí intentarlo. Desde un rincón de mi cuarto, de mi alma y de mis sueños, iba a llegar a esos sitios que tanto había imaginado. Abriría al universo la pequeña ventana de mis trece años para volar lejos. Solo necesitaba lápiz, papel y nombres. Muchos nombres. De aquí, de allá, del mundo entero. ¡Lo iba a lograr!
La vetusta e impoluta biblioteca de la Cultural Inglesa sería el medio eyector hacia mi mágica aventura y de manos de Teresita, la bibliotecaria, encontraría la herramienta para ponerlo en práctica.
Dinamarca, Inglaterra, México, Indonesia, Túnez, Japón, Checoeslovaquia, Palestina, República Democrática Alemana, África. Sí, todos ellos sabrían de mí y yo de ellos. ¡El mundo a mis pies!
Y, así, comenzó el viaje. Mi inglés en formación sería la llave que me abriría todas las puertas.
Llegué primero hasta Hanz en Halle, República Democrática Alemana. Supe a través de él que su país estaba dividido y su capital Berlín también. Un muro la separaba en dos partes: la occidental y la oriental. Hanz vivía su adolescencia con la despreocupación de los dieciséis años y desde ese lugar compartimos intereses musicales, hobbies y experiencias.
Luego, volé a Palestina. Allí estaba Fariz viviendo en Nablus, ciudad de 3.000 años de antigüedad en la costa oeste del río Jordán. A cuarenta kilómetros de allí se encontraba Jerusalén, me dijo, donde tanto musulmanes como cristianos tenían lugares sagrados como La Mezquita de Al’Aqsa y el Domo de la Roca, los primeros; y El Santo Sepulcro, entre otros, los segundos.
De ahí, fui a encontrarme con Jivi en Praga, Checoeslovaquia. Con él aprendí que en su país había dos nacionalidades: estaban los checos, que vivían en Bohemia y Moravia, y los eslovacos, que vivían en Eslovaquia, cuya capital era Bratislava. No obstante, estas divisiones, la capital de toda la nación era Praga. Jivi estudiaba diez idiomas, entre ellos español y también japonés.
Me despedí de Jivi para ir en la búsqueda de Mituo en Tokyo, Japón. Sus hobbies, me contó, eran: practicar budo (mezcla de karate y judo), esquiar y jugar golf. Me asombré al saber que Japón era un país insular de cien millones de habitantes y que Tokyo tenía una población de diez millones. Descubrí que su gente amaba la naturaleza, era optimista y desarrollaba el arte floral (bonsai y bonkei).
Luego, fui a Túnez (África del Norte) a conocer a Naffati. Me entristeció mucho compartir su realidad: una familia muy pobre de doce hermanos, un papá agricultor y una vida con muchas carencias Con orgullo me dijo que, a pesar de su situación, había podido terminar sus estudios secundarios. Mucho más no pudimos comunicarnos, pues él solo podía hacerlo en francés.
Crucé el norte de Africa y aparecí en la costa oeste, en Sierra Leona más precisamente, protectorado británico por ese entonces. Llegué a Sefadu donde vivía Pipyn. Ella tenía diecisiete años, era inglesa, su papá trabajaba para el gobierno y había sido trasladado a este lugar. Estaba muy feliz allí, aunque había dejado todos sus amigos en Inglaterra. Mientras duró nuestro intercambio, Pipyn se mudó nuevamente. Esta vez el traslado fue a las Islas Turks and Caicos, territorio británico de ultramar, por ese entonces, un lugar solitario donde solo había edificios gubernamentales. Mi amiga allí comenzó a trabajar.
La dejé a Pipyn para ir ahora sí a Inglaterra, cuna de Los Beatles, y sentirme así más cerca de ellos. Steve, mi amigo inglés era de Thorne, localidad en el centro este del país. Tenía catorce años y en su foto mostraba un corte de flequillo al más perfecto estilo beat. ¡Un sueño para mí! Me mandó fotos, recortes de revistas y artículos que hablaban del furor del momento: ¡La Beatlemanía! ¡Qué más pedir!
¡Bye Steve! A Indonesia ahora. En Djakarta, su capital, me esperaba Tjoe. Era 9 de febrero y estaban celebrando el año nuevo. Djakarta, me contó, era una ciudad de cuatro millones de habitantes en el centro del país, donde llovía siempre y especialmente en el mes de febrero. Tjoe tenía dieciséis años y su hobby era coleccionar postales y escuchar música moderna.
De ahí, a Dinamarca a ver a Gustav, que era muy buen futbolista; y a México al encuentro de Adia, que coleccionaba estampillas.
En ese ir y venir, la llegada del cartero, con postales o con la típica correspondencia vía aérea con su contorno a rayas multicolor, formaba parte de la emoción de la aventura.
Fueron cinco años, el viaje llegaba a su fin. Entre continentes, países y costumbres sentía que ya lo había visto todo.
Así, se esfumaron los sueños y se llevaron con ellos la ilusión. La Tierra volvió a tener fronteras y la realidad a ser mi límite. La juventud atropellaba a la adolescencia con otros intereses y proyectos más realistas y concretos tal vez.
Una etapa se cerraba dejando abiertas puertas y mi alma en plenitud. Ya no era la misma. La riqueza y el valor de la enseñanza dejada marcaría más adelante el camino por recorrer formando en parte a la joven que luego fui, a la adulta que la sucedió y a la mujer madura de hoy, que sigue soñando y dándole oportunidades a la vida para que la ilusión nunca se acabe y las fronteras estén siempre abiertas ante los ojos y el corazón.

La elegida


Mónica Mancini

Era algo mayor para tener sus propios hijos. Sentía un gran vacío en su vida y conservaba un enorme caudal de amor en su interior, que andaba dando vueltas por ella, y que nunca encontró dónde o en quién depositarlo. Su soledad, al alejarse de toda su familia natal, la del campo, la hizo una gringa fuerte… que sabía lidiar con sus nostalgias y encarar la vida con decisión.
Será por todo eso que, cuando llegó su vecina con esa bebé recién nacida en sus brazos y le pidió que la sostenga unos minutos, sintió que algo cambiaba dentro de ella.
Anidar la niñita de solo unos días, calmar su llanto, la conmovió tanto, que deseó no devolverla y retener esa sensación para siempre. Fue en ese momento en que ambas construimos un lazo que nunca se deshizo.
 Fue un bálsamo en mi vida. Intentó instruirme en la fe, leyéndome la Biblia, inculcándome sus valores, pero sobre todo tenía la capacidad de transmitirme ese amor maternal que aprendió a descubrir a mi lado. Aún resuena en mí el rumor de su arrullo cuando me cantaba para que me durmiera y tampoco se pierde en mi memoria el olor especial que había en su casa cuando ella cocinaba, ni el de sus manos ávidas por dar caricias.
Las tardes de lluvia, en su compañía, se transformaban en una aventura. Nos sentábamos en el hall de su casa, ella en su sillón hamaca y yo en un banquito de madera casero, y desde abajo la observaba y la escuchaba leer historias que elegía cuidadosamente. Consideraba que no fueran tristes, para que no me causaran daño.
Su lectura era casi infantil. Deletreaba y, a menudo, me costaba seguir el hilo de la historia, pero eso era lo de menos, porque yo gozaba mucho de la situación, del tiempo que ella me dedicaba y del trato que me daba. Usaba algunas palabras de su dialecto para nombrarme y yo no las entendía, pero sonaban como otra más de sus caricias.
Le encantaba peinarme y trenzar mi pelo, planchaba las cintas blancas de mi uniforme, con infinito cuidado; luego, hacía los moños comparando que las puntas quedaran simétricas, lustraba mis “siete vidas”, de manera que siempre parecían nuevos, recortaba mi flequillo, forraba mis cuadernos con el azul araña y escribía las etiquetas con una caligrafía dibujada. Se ocupaba de preparar flores para que le llevara a mi maestra, deseaba que todos me quisieran y me trataran bien, hablaba de mí como si fuera una niña superdotada, realzando mis virtudes y negando totalmente mis defectos.
En su casa, había dispuesto de un cuarto especial para mí en el que no había juguetes costosos, pero juntaba una colección de frasquitos y cajas, con las que yo construía una granja similar a la del barrio; y ella era siempre la clienta que me compraba ávida todo lo que yo vendía. En el otro extremo del cuarto había instalado un pizarrón, con una prolija cajita con tizas de colores, de las caras, de esas que te dejaban los dedos fucsias o azules; y, por supuesto, ella era mi alumna, mutando según las circunstancias en la traviesa o en la excelente.
De los innumerables momentos que compartimos, muchos están atesorados en mi memoria, otros han ido desapareciendo, pero quedan las sensaciones, los olores, los lugares que recorríamos juntas y el deseo, siempre presente, de parecerme a ella.


Cumplir años

Carmen Gastaldi


Entre las fiestas familiares, celebrar los cumpleaños de sus integrantes siempre ha sido un motivo de reunión y festejo, de regalos, de convocar amigos, de velitas para soplar, no sin antes haber pedido tres deseos. Ha sido motivo para compartir lo que se pueda, brindar y saborear la torta, que no sé por qué, pero siempre está.

No siempre todos los concurrentes lo hacen por gusto. Pienso que, antes que ir por obligación tendrían que quedarse en su casa. ¿No?

En mi infancia los cumpleaños de los niños se festejaban de otra forma. En la casa, con chocolate, pequeñas exquisiteces hechas por las mamás y por las abuelas. Casi siempre comenzaban a las seis de la tarde, para que pudieran concurrir los amiguitos que iban a la escuela en esos horarios

La manera en que nos entretenían dependía de las familias y de su bienestar económico. Algunas contrataban magos o proyectaban películas de dibujitos, e incluso solían regalar pequeños suvenires a los concurrentes.

Otras eran mucho más sencillas. En aquella época había alguna bibliografía sobre cómo organizar fiestas infantiles, como por ejemplo la búsqueda del tesoro escondido; o formar dos bandos, poner sobre la mesa un trozo de algodón, un grupo de cada lado, y a soplar y soplar muy fuerte. El que conseguía tirar el algodón al suelo era el grupo ganador. Entonces, íbamos a las prendas para los perdedores.

En casa se festejaba un solo cumpleaños: el de mi tío Antonio, hermano de mamá, solterón, joven, ídolo de la familia y aborrecido por mí. Cumplía sus años el 25 de mayo y, aprovechando la fiesta patria, todos concurrían a casa.

Ya alguna vez les conté que no recordaba haber sido tenida muy en cuenta por mi familia cuando era niña. ¿Cumpleaños, torta, regalos? Nunca.

Solo recuerdo una tarde, a la salida del colegio, haber invitado a tomar la leche a dos compañeritas; pero sí tengo muy presente a una vecina de la cuadra, maestra, de la que no sé el nombre porque todos le decían “la Liberatti”. Todos los años ella me traía un regalito para el 2 de julio y, cuando cumplí los doce, me regaló mi primera “carterita” blanca, pequeña y acharolada. ¡Nunca la voy a olvidar!

Nos fuimos del barrio. No la vi más.

Llegaron los quince. Pasaron de largo. Mamá ya no estaba.

Pasaron los años, muchos cumpleaños. Cuando estudiaba, comencé a trabajar y empecé a compartir el 2 de julio con algunas amigas.

Luego, más adelante con mi esposo, mis hijas, algún pariente y mi amiga. Por supuesto, lo organizaba yo. Nunca, jamás una sorpresa.

¡Han pasado muchos cumpleaños!, Aniversarios de vida, casi indiferentes para todos, una cena más, por supuesto no para mí.

Nunca me pidieron “¡que hable!, ¡que hable!”. Nunca, pero este 2 de julio, no hizo falta que alguien lo pidiera y en pos de todas esas ilusiones arrebatadas, decidí hacerlo yo.

Antes de prender las velitas, me puse de pie y dije: “¿Me pueden escuchar?”. ¡Sorpresa! Primero sonrisas, pero al enfrentar mi mirada logré su atención:

“Todos mis cumpleaños han pasado sin pena ni gloria, por eso hoy decidí que no sería así. Hoy quiero decir.

“Quiero decir que mi rostro ya no tiene la lozanía de otros cumpleaños, pero mi rostro no tiene arrugas, no. Mi rostro tiene años, años intensamente vividos, muchos de ellos inmensamente felices y otros no tanto.

“Quiero decirles que esas arrugas me dan poder, el poder de enseñarles a partir de lo vivido.

“Quiero decirles que, si están acá, es porque cada uno de ustedes tiene un sitio en mi corazón.

“Quiero decirles que hoy cumplo setenta y cinco años y me declaro una mujer joven, luchadora, fuerte, amante de mi familia y agradecida a la vida.

“También quiero decirles que ojalá lleguen a pisar este umbral y, que, parados allí, tal vez se acuerden de mí, de este momento, de este mensaje”.

Ellos no tienen la culpa, pero ¡también fueron parte!

lunes, 19 de agosto de 2019

El Circo (*)


José Mario Lombardo
 
En la sodería, había una hamaca. Las dos largas cadenas que sostenían su asiento de madera, pendían de la robusta rama de uno de los eucaliptus que bordeaban el solar trasero.
Nos hamacábamos parados hasta llegar a alturas, que nos permitían ver los techos de chapa del galpón y de la casa. Luego, nos sentábamos y, aprovechando el momento en que la hamaca se detenía por un instante allá arriba, nos descolgábamos temerariamente tratando de aterrizar lo más lejos posible.
Era como volar.
Y siempre había un salto superador. Siempre alguien llegaba “más allá”.
También era como aterrizar.
Al tocar tierra, el saltador de turno debía llevar los dientes apretados, los puños ateridos y los talones esgrimidos cual recios muñones para aguantar la clavada.
En el patio de la sodería había siempre una parva de pasto. Librábamos encarnizadas batallas a su alrededor tratando de subir a ella a sangre y fuego, a sable y lanza, a puño limpio y rodillas sucias.
Nos empastábamos parva arriba con la mira puesta en la luz de la victoria, o parva abajo perdidos en la noche de la amarga derrota.
Era el juego.
Era como soñar.
Y en la sodería teníamos un circo. Que era como volar. O jugar.
Era como soñar:
En nuestro circo, el equilibrista no podía caer nunca del alambre. En nuestro circo, el equilibrista caminaba en el aire llevando con sus dos manos la pesada y larga pértiga que le permitía mantener la perfecta posición vertical; pero si algún desgraciado movimiento atentaba contra su demostración de arrojo y valentía, nuestro equilibrista podía clavar la larga y pesada pértiga en el cercano suelo, evitando la vergonzosa caída. ¡Cuántas veces quedó nuestro equilibrista allá arriba, trabado entre el camino de alambre y su pértiga salvadora hincada en el suelo, mientras nuestro eficiente personal de pista corría presuroso en su auxilio! ¡Y cuantas otras, aquella esbelta vara fue a dar sobre el azorado público de la primera fila, cuando en algún momento de debilidad, que los tenía a menudo, nuestro héroe la abandonaba para proteger su buena estampa! (Y su integridad).
En nuestro circo, los animales amaestrados compartían la platea con el estimado público esperando el momento de su actuación: el “Chal” era el gato más dúctil del universo. Por ejemplo, en las funciones de matinée, era trapecista, porque lo colgábamos del trapecio y ante el asombro del estimado público, lo hamacábamos rudamente, mientras el inteligente felino no se soltaba ni loco del movedizo barral. En cambio, en las funciones de la tarde, cuando la sombra de los árboles ya había ganado todo el patio, el “Chal” se transformaba en el tigre de la malasia que obedecía dócilmente las indicaciones del “domador y su mágico látigo”, elemento especialmente diseñado para domesticar tigres de la malasia. El domador preparaba el “látigo mágico” atando en su punta un pedazo de sabroso chorizo colorado.
El “Chal” culminaba su número cuando el domador lo ubicaba en el suelo y, entre sus piernas, le mostraba sus brazos unidos en arco a la altura de la cintura con sus manos entrelazadas y el gato, en lugar de huir como cualquier gato, optaba por saltar ágilmente por sobre las manos del domador buscando acaso horizontes más afines a su condición, sin agradecer los aplausos del público, que no comprendía del todo las razones por las que el gato realizaba aquel salto. En realidad, seguro que el gato tampoco las podría explicar.
En nuestro circo, los trapecistas se convertían en personal de pista algunas veces o en payasos otras; y, cuando el público era poco, también pasaban a ser parte del mismo, porque sabíamos que un circo sin público no era un circo. Pero cuando les llegaba el momento de la actuación, sacaban a relucir las lujosas lentejuelas que siempre portaban en sus almas de artistas y subían a toda altura de la carpa, tratando cuidadosamente de no romperse precisamente el alma.
El circo no tenía carpa, de modo que “toda la altura de la carpa” era un modo de decir. De esa manera, la tarea de nuestros trapecistas no era ni más ni menos riesgosa que la del boletero o la del acomodador, pues “las alturas” las manejábamos con criterio, para evitar lamentos por algún alma averiada.
Y porque nosotros sabíamos que un circo sin público no era un circo, preparábamos palcos, plateas y gallinero para comodidad del “estimado”, ofreciendo entradas a precios populares: diez guitas al sol y veinte guitas a la sombra.
Así era nuestro circo que aún atesora, desde allá lejos y hace mucho tiempo, el grato recuerdo de un grupo de purretes jugando en aquel patio con olor a tamarindo y eucaliptus, con gallinas en el fondo y la parva de pasto en el centro.
Aquel circo, guarda nuestra historia entre los pliegues de una carpa que nunca existió, la misteriosa vida de cada uno de sus ocupantes y el presentido derrotero de pintorescos carromatos invisibles. Entonces hoy, vida transcurrida y recuerdo atesorado se juntan y danzan al conjuro de una extraña música que suena en el fondo del tiempo.     
En la función de mañana, entre personal de pista, payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y el estimado público, allí estarán el Jorge, el Juanca, el Gallego, el Negro, el Cacho, el Bocha, el Mario, el Fernando, el Horacio, el Chamigo, el Ronco, el Coco, Alida, Rosa, Inés, el Chaca, Mabel, el Garufa, los Rossi, los Rasse, el Bubi, el Rodo, el Gueley, Ester, el Martín, más todos los que seguramente estoy olvidando, junto con el gato “Chal”.
Al finalizar la función, última de la temporada, habrá desfile de la compañía.
Quedan todos invitados.



(*) Este relato, cuando lo escribí, fue publicado en el diario “Actualidad “de General Villegas el 5 de junio de 1996; es decir, hace 23 años. Los sucesos que se narran ocurrían a mediados de los años 50 y en el momento de su publicación tenían unos 40 años. Hoy, los transcribo para volver a recordar.




Soy Graciela


Graciela Elías

Soy Graciela Elías. Actualmente, estoy trabajando como contador asesora de algunos pocos clientes. Además, desde hace dos años, soy jubilada de la docencia, que ejercí a nivel secundario y universitario durante cuarenta y ocho años.
Al jubilarme y además fallecer mi socio en la profesión, primero me angustié, la sensación de vacío era grande. Sentí que estaba llegando al final.
Pasado algún tiempo, comprendí que solo había entrado en otra etapa de mi vida.
Decidí encarar la profesión buscando a alguien que trabajara al estilo nuestro y lo logré. Hoy es mi mano derecha y espero que sea mi heredera. Esto me dio paz y seguridad para seguir, con pocos clientes, pero seguir.
 Entonces, me pareció lógico tratar de buscar nuevos objetivos para vivir bien con todo lo demás.
Pensé, pensé y concluí que deseaba entrar a transitar por aquello que aún no había experimentado. Sabía por mi primo de este espacio que brinda la UNR. Buceé en todos los cursos propuestos y me decidí por aprender a expresarme de forma más poética que lo hecho con tantos informes técnicos. La elección fueron los cursos “El Club del Cuento Lúdico” y “Contame una historia”.
“Contame una historia” me encanta, disfruto. ¿Por qué? Porque la propuesta de armar la historia a través de nuestras propias historias me pareció la forma cuasi perfecta de hacer Historia. Porque me sentí como pez en el agua con el grupo, algunos recurrentes asistentes, que reciben con buena onda a los noveles. Porque el respeto predomina y esto anima. Porque me doy cuenta que de alguna manera logramos catarsis nunca sospechadas.
Finalmente, ¿casualidad? En ambos cursos siento que estoy en mi lugar transcendental ¡un aula!, con el maravilloso tufillo que destila la buena confluencia entre profes y alumnos. Lo vivo hoy con alegría y me acompaña permanentemente el recuerdo de tantos y tantos alumnos que hicieron de la docencia mi compañera de vida.


Los bailes de carnaval

Nora Rotger



Era el año 1970 y nosotras éramos seis amigas que nos criamos juntas, en esa infancia en la que compartíamos el barrio, la escuela, el club, las salidas. Nos veíamos todos los días y las una de la otras sabíamos hasta los más mínimos detalles. Entre nosotras no había secretos.

Nuestros padres también se conocían entre sí, lo que favorecía la relación, ya que como no nos dejaban ir solas a ningún lado; y siempre conseguíamos que se juntaran dos o tres madres y nos acompañaran.

Unas de las salidas más esperadas eran los bailes de carnaval, cuatro noches seguidas al año que tanto disfrutábamos. El lugar elegido: Náutico Sportivo Avellaneda.

Era la noche del sábado, la primera, los preparativos empezaban tipo seis de la tarde. “¿Qué te vas a poner?”, “¿me prestás tu remera blanca?”, “¿nos pintamos un poquito?”. La ilusión se ponía en marcha.

Cuando llegábamos al club, las madres de turno se sentaban en una mesa y nosotras, con la consigna de reportarnos cada media hora y no separarnos, salíamos a dar vueltas por el lugar. Estaban la pista de arriba, donde generalmente estaba la orquesta; la de abajo, donde sonaban los lentos y era más oscura; y la de la arena, que para nosotras era la prohibida.

Éramos casi todas de la misma edad, pero entre nosotras estaba Martita. Ella era la mayor, pero lo que la hacía diferente era que fue la primera que tuvo novio y, por supuesto, él estaba también en el club esperándola.

La noche transcurrió sin problemas.

Al momento de irnos, siempre antes de terminar el baile, nos juntamos y faltaba Martita. La salimos a buscar tratando de cubrirla para que las madres no se dieran cuenta, pero Martita no aparecía. Ya rozábamos en la desesperación, cuando una de las madres se dio cuenta de la situación y, reto de por medio, nos mandó a recorrer todo el club hasta encontrarla.

Pasaban los minutos y Martita seguía sin aparecer hasta que, de pronto, se hizo un silencio en todo el club, paró la música y por alto parlante se escuchó una voz que dijo: “A la señorita Marta Flores, por favor presentarse en la puerta de entrada que su madre la está esperando”.

Por supuesto, ante semejante requerimiento, apareció enseguida, muerta de vergüenza y de miedo, diciendo que estaba en el baño, cosa que nosotras sabíamos que era mentira y que las madres tampoco creyeron.

Ese año, el carnaval para nosotras tuvo una sola noche. Las madres enojadas, a modo de penitencia, dijeron que no nos acompañarían más.

Martita se sintió muy culpable y, aún hasta hoy, cada vez que lo recordamos se disculpa, solo por haber estado con su noviecito y olvidarse de los mandatos y consejos que nos imponían en esa época

¿Era para tanto?


Muñecos


Susana Olivera

Había salido a caminar después de almorzar y me había alejado bastante del pueblo. Quedó atrás el camino arbolado. Por un trecho continuó señalado el sendero, pero después desapareció la huella y todo era pasto duro y alto que crujía bajo mis pies. “Debe haberlo secado la última helada que fue muy dura –pensé-. Mejor no me alejo demasiado. Esto está muy solitario”.
Me detuve un momento, porque era hermoso ver el horizonte, cosa que no es posible viviendo en la ciudad. Me llené de silencio y de sol tibio que me daba de lleno en la cara. Decidí caminar lentamente para demorar el regreso y en eso estaba cuando vi algo semioculto, casi enterrado en los pastizales. Era un muñeco grande con cabeza y miembros de pasta y cuerpo de trapo, vestido con ajadas ropas de bebé. Le faltaban los ojos y una pierna. ¿Quién lo habrá perdido en estas soledades? ¿Cómo llegó allí?
 Me sobrecogió el encuentro. Tal vez, fue el silencio o la soledad. O el imaginarme qué pequeñas manos lo habrían acunado. ¿Alguien lloraría su pérdida? ¿Por qué ese destino de abandono?
Volé hacia atrás en el tiempo. Muy atrás. A mi infancia, a mis muñecos. Tenía muchos. La “Marilú” con brazos y piernas articuladas y con ojos movibles de largas pestañas. Preciosa. Unos muñecos de goma mellizos que tomaban mamadera y hacían pis. La “Nancy Lee” que era más bonita que la Marilú, pero no tenía articulaciones. Una muñeca de paño lenci con largas piernas “La Chichoma”. “La Keka”, que caminaba llevada de la mano; pero era más pesada que “Linda Miranda”, llamada así porque “es linda, mira y anda”, como decía una publicidad de entonces. Y, entre otros, un bebote como el que yacía abandonado en el camino.
Se llamaba Tomi. Tenía su cuna con colchón, almohada y sábanas floreadas hechas por la tía Águeda.
Y recordé. Recordé que sucedía algo extraño con él. Siempre aparecía con los ojos hundidos. Mi padre con sus manos hábiles los reparaba constantemente.
—¿Qué le hacés? ¿Lo golpeás? Hace dos días que lo arreglamos y esa no fue la primera vez. Ya lo habías traído pocos días atrás.
—No sé papá- respondí. Lo encuentro así. Tapadito en su cuna, pero sin ojos.
—Cuidalo. No le golpees la cabeza. Los ojos no se le hunden solos.
“Claro que no”, pensaba yo. Si yo lo dejo en su cuna, al lado de mi cama, no puede ser que cuando me despierto y lo voy a buscar no tenga los ojos.
Y volvía a ocurrir. A veces, después de una semana; otras, a los dos o tres días. Últimamente, a diario.
—No lo arreglo más. Así que cuidalo. Me da mucho trabajo. Primero, sacarle toda esa ropa que vos le ponés. Después, quitarle la cabeza y arreglarle los ojos. Pero para eso debo poner a calentar a baño maría la lata con la cola, esperar que esté lo suficientemente blanda para ponerla sobre el mecanismo que sostiene los ojos, sujetarlo adentro de la cabeza hasta que se endurezca la cola y después volver a poner la cabeza. Y eso no es fácil: primero hay que reemplazar el cordón que la sostiene al cuerpo y después coserla otra vez. No lo arreglo más.
—Lo voy a cuidar mucho. Pero yo no sé qué pasa. Se acuesta a dormir bien y cuando me despierto tiene los ojitos hundidos.
—Solos no se hunden. Cuidalo.
Algo debía hacer. Decidí que dormiría conmigo. Y esa fue la solución por unos días. Creí que el problema estaba acabado; pero ese día, cuando desperté, Tomi estaba en su cuna sin ojos.
Fui llorando a la habitación de papá y mamá.
—Alguien sacó a Tomi de mi cama, lo puso en su cuna y le hundió los ojos.
—Yo lo saqué- dijo mamá. Estabas incómoda. Pero tenés que tener la seguridad de que yo no le hundí los ojos…
—Tomi se quedará cieguito- dijo papá muy serio. Yo no te lo arreglo más. Y dejá de llorar.
Mimé a Tomi como las mamás miman a su niño enfermo. Le cambié su ropa, que era la que había quedado chica a mi hermano menor. Y jugué con él todo el día. No acepté compartir nada con mis hermanos.
Así siguieron las cosas. Yo no dejaba a Tomi ni un momento. “No puede hacer nada, así como está”, me decía.
Una mañana de domingo lo fui a buscar a su cuna y ¡tenía sus ojos! Corrí a contarle a papá y él, sonriendo, me dijo: “No lo golpees. Cuidalo”.
—Claro que sí… ¿Vos lo arreglaste, verdad?
—No podía verte triste, pero ahora sí, cuidalo.
Me sentía feliz. Tomi estaba sano y papá lo había arreglado para mí. Esa noche lo acosté con todo cuidado en su cuna, lo abrigué y me dormí con una sonrisa.
Pero a la mañana siguiente se me borró la sonrisa: otra vez la pesadilla. En la cara del muñeco, dos agujeros negros.
Lloré. Primero quedito, como si fuera solo para Tomi, pero después a los gritos con sollozos escandalosos. Vinieron todos: mis padres, mis hermanos. Les mostré el muñeco. Mamá lo alzó y preguntó a los chicos si ellos sabían algo. Pepe, el más chico, se sonreía ocultándose detrás de los mayores, que negaban automáticamente con la cabeza.
—Pepe se está riendo, ma.
—¿Vos sabés algo Pepe?
—Ella pisó mi mejor granadero y lo rompió. Y pateó a todos los otros soldaditos. Por eso también muchos se rompieron o perdieron sus tambores o sus cascos.
—Fue sin querer. Tropecé y me caí. Estaban desparramados por toda la galería.
—¿Por qué yo no supe de todo esto?- quiso saber papá.
—Nosotros casi no jugamos con soldaditos de plomo. Se los hemos pasado todos a Pepe. Y no sabíamos del “accidente”.
—Pepe me pidió cinco pesos para no decir nada- comenté. Dijo que con esa plata iba a reponer los soldaditos rotos.
—Devolvé ese dinero- dijo papá. Vamos a ir juntos a la juguetería y se acabaron los ojos hundidos.
Se restableció la paz y se acabó el misterio del muñeco sin ojos.
Parece mentira. ¡Qué nimios parecen estos hechos recuperados por una emocionada memoria! Causa ternura esto de recordar nuestros juegos compartidos más de una vez: yo era el general de la fortaleza enemiga y los varones eran los papás de las muñecas; y, tras eso y como condimento, nuestras peleas.

La sala de espera


Nora Rotger

Acá estoy, sentada en la sala de espera de un consultorio, lugar que durante los últimos quince años de mi vida se ha hecha cotidiano, diría que casi es mi segunda casa. Es que cuatro veces por semana paso mis tardes esperando a Clara de sus sesiones de fonoaudiología, terapia ocupacional, psicología y alguna más que siempre se agregan.
A veces tejo, a veces leo y hoy escribo. Escribo, por supuesto, sobre mi hija, mi hija y su condición; y esta penitencia de estar horas y horas que, para mí, son improductivas; pero que para ella son vitales y eso hace la diferencia.
Alguien alguna vez me dijo: “El autismo no duele”. Y yo reflexiono: “¡Sí que duele!”. Duelen las miradas vacías, duelen los silencios profundos, duele el no saber si está triste o contenta; y, ahí, me empiezo a poner triste yo; pero de pronto siento una ruidosa carcajada y aparece Clara por la puerta y, con su mejor y más luminosa sonrisa, me regala un mandala que acaba de pintar para mí; y, entonces, me olvido de todo porque me doy cuenta que todo vale la pena.

jueves, 15 de agosto de 2019

Del otro lado del Atlántico


Mirtha Prince

Mis abuelos Angela y Félix eran españoles.
Yo sentía curiosidad por saber su origen. Nunca perdí la oportunidad de preguntar, cuando algo me interesaba.
Los sábados eran los días de visita obligada e impostergable a su casa. Los momentos familiares eran formidables. Mientras los adultos tomaban mate, los chicos saboreábamos esas batatitas asadas, que el abuelo preparaba en el horno de la cocina a leña.
Todos estábamos en la galería, de cuyo enrejado pendía una glicina que cuando florecía daba un perfume único e irreproducible, que anhelo sentir.
Es así como ese día con muchas ganas de saber comencé con mis preguntas:
¿De dónde eras abuela?
De El Perdigón, un pueblo de la provincia de Zamora.
¿Lo recuerdas? ¿Cómo era?
Un pequeño pueblo apiñado. Con viñedos, muchos frutales, olivares, chivateras, rebaños de ovejas, que allí pastaban. Había cabañas prehistóricas de piedra, donde nos guarnecíamos en caso de tormenta.
Yo veía al sol, muy grande, las nubes como espuma blanca, el cielo increíble. Grandes llanuras, montañas, cerros, colinas, campos solitarios, inmensos, parecen no tener fin.
El chillido de los pájaros ponía sonido o música a la quietud del lugar.
Genoveva, mi hermana, y yo éramos pastoras, tejíamos mientras cuidábamos las cabras.
Al promediar la tarde el sol empezaba a esconderse y nosotras regresábamos a casa.
Durante el relato sus ojos se enrojecían.
Mientras, el abuelo iba y venia con el mate. El también tenía sus ojos rojos, no acotaba nada, solo silencio.
Entonces dije:
Y vos abuelo, ¿de dónde eras?
Del mismo lugar.
Pensé, ¿se conocían?
Mi cabeza explotaba. Nadie dijo nada. ¿Alguien sabia? Yo no estaba enterada.
Susana es mi prima, de igual edad, siempre estábamos juntas, nunca hablamos del tema.
De regreso a casa le dije a mi mama:
¿Se conocían los abuelos?
Ellos te van a contar- respondió.
Pasaron los días y al sábado siguiente volví con más preguntas y así comencé: “Abuela, ¿lo conocías al abuelo en El Perdigón?, ¿me contas la verdadera historia?”
Ella inicio su respuesta: “Mi padre era Milito Fernández y el de Félix, Manuel Blanco. Eran socios tenían viñedos y una importante bodega, construida bajo tierra, para mejor fermentación y conservación del vino. Por la actividad societaria, ambas familias estábamos siempre juntas, pero las desavenencias comerciales hicieron que terminaran en una ruptura. Mi padre Milito Fernández decide abandonar su terruño, con Eulogia (mi madre), Félix, José, Genoveva, Anastasio, mis hermanos, y yo. Así, partimos hacia Sudamérica, precisamente a Argentina”.
¿Cómo fue el cruce del Atlántico?- le pregunté.
Fue en un vapor, que también tenia velas por una emergencia. El carbón no cesaba de consumirse.
El viaje fue largo, aburrido, movido y de muchos rezos, cuando las nubes oscurecían por la llegada de una tormenta. Varios días solo vimos celo y agua. Cuando nos aproximamos al continente había pájaros. No sé que eran.
No recuerdo cuantos días navegamos
Al fin, el barco se detuvo, se acercaron carruajes donde trasladaron navegantes, bártulos, baúles donde atesorábamos nuestros recuerdos.
Ya terminaba 1901.
Poco a poco, llegamos al hotel de Inmigrantes, donde estuvimos cinco días y, de allí, fuimos a Quilmes.
Pasó un tiempo. Transcurría 1902, creo septiembre. Grande fue nuestra sorpresa.
Los Blanco habían desembarcado en Buenos Aires y con la misma suerte de los Fernández arribaron a Quilmes. Eran Manuel Blanco, su esposa Ramona y sus hijos Félix, Manuel, Julia, Socorro y Benita.
El reencuentro entre los jóvenes fue emocionante, retomando la amistad.

Con el tempo Ángela y Félix transformaron esto en una historia de amor y, al igual que Manuel y Genoveva, contrajeron matrimonio.
Milito Fernández decidió trasladar a su familia hacia Arrecifes. Las recientes familias siguieron su decisión e incursionaron en un almacén de ramos generales.
Al poco tiempo, el padre de mi abuela, un ser muy rencoroso regresa a su Perdigón, donde encuentra el final de su vida, al caérsele una cuba de vino encima, en la más absoluta soledad.
Haba una expresión en ellos, que marcaban con orgullo “allá en mi tierra”.
En su casa la pasábamos muy bien, cuantas travesuras y aventuras inolvidables, ¡qué tiempos aquellos!
Cuantas cosas podría escribir. Cómo no recordarlos, si son parte de m propia vida
Pienso: “Dejaron su patria, se reencontraron aquí, formaron su familia, tuvieron hijos, nietos y bisnietos argentinos. Encontraron trabajo, paz, dignidad y se quedaron aquí”.