miércoles, 28 de agosto de 2019

La elegida


Mónica Mancini

Era algo mayor para tener sus propios hijos. Sentía un gran vacío en su vida y conservaba un enorme caudal de amor en su interior, que andaba dando vueltas por ella, y que nunca encontró dónde o en quién depositarlo. Su soledad, al alejarse de toda su familia natal, la del campo, la hizo una gringa fuerte… que sabía lidiar con sus nostalgias y encarar la vida con decisión.
Será por todo eso que, cuando llegó su vecina con esa bebé recién nacida en sus brazos y le pidió que la sostenga unos minutos, sintió que algo cambiaba dentro de ella.
Anidar la niñita de solo unos días, calmar su llanto, la conmovió tanto, que deseó no devolverla y retener esa sensación para siempre. Fue en ese momento en que ambas construimos un lazo que nunca se deshizo.
 Fue un bálsamo en mi vida. Intentó instruirme en la fe, leyéndome la Biblia, inculcándome sus valores, pero sobre todo tenía la capacidad de transmitirme ese amor maternal que aprendió a descubrir a mi lado. Aún resuena en mí el rumor de su arrullo cuando me cantaba para que me durmiera y tampoco se pierde en mi memoria el olor especial que había en su casa cuando ella cocinaba, ni el de sus manos ávidas por dar caricias.
Las tardes de lluvia, en su compañía, se transformaban en una aventura. Nos sentábamos en el hall de su casa, ella en su sillón hamaca y yo en un banquito de madera casero, y desde abajo la observaba y la escuchaba leer historias que elegía cuidadosamente. Consideraba que no fueran tristes, para que no me causaran daño.
Su lectura era casi infantil. Deletreaba y, a menudo, me costaba seguir el hilo de la historia, pero eso era lo de menos, porque yo gozaba mucho de la situación, del tiempo que ella me dedicaba y del trato que me daba. Usaba algunas palabras de su dialecto para nombrarme y yo no las entendía, pero sonaban como otra más de sus caricias.
Le encantaba peinarme y trenzar mi pelo, planchaba las cintas blancas de mi uniforme, con infinito cuidado; luego, hacía los moños comparando que las puntas quedaran simétricas, lustraba mis “siete vidas”, de manera que siempre parecían nuevos, recortaba mi flequillo, forraba mis cuadernos con el azul araña y escribía las etiquetas con una caligrafía dibujada. Se ocupaba de preparar flores para que le llevara a mi maestra, deseaba que todos me quisieran y me trataran bien, hablaba de mí como si fuera una niña superdotada, realzando mis virtudes y negando totalmente mis defectos.
En su casa, había dispuesto de un cuarto especial para mí en el que no había juguetes costosos, pero juntaba una colección de frasquitos y cajas, con las que yo construía una granja similar a la del barrio; y ella era siempre la clienta que me compraba ávida todo lo que yo vendía. En el otro extremo del cuarto había instalado un pizarrón, con una prolija cajita con tizas de colores, de las caras, de esas que te dejaban los dedos fucsias o azules; y, por supuesto, ella era mi alumna, mutando según las circunstancias en la traviesa o en la excelente.
De los innumerables momentos que compartimos, muchos están atesorados en mi memoria, otros han ido desapareciendo, pero quedan las sensaciones, los olores, los lugares que recorríamos juntas y el deseo, siempre presente, de parecerme a ella.


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