miércoles, 28 de agosto de 2019

Mi pequeña gran mascota


Emilia Fabrega

La cuenta regresiva llegaba a su fin.
Expectativas acumuladas electrizaban el cuerpo y se manifestaban vigorosas en una sonrisa ansiosa, que desbordaba sus límites naturales.
Era lunes por la mañana de una primavera recién iniciada.
La cajita de zapatos esperaba altanera y elegante casi al borde de la mesa, como dispuesta a lanzarse a un precipicio de aventuras.
Lucia orgullosa su suntuoso ornamento realizado esmeradamente con coloridas figuras de papel glasé. Respiraba por cada uno de los múltiples agujeritos realizados en su tapa, inocencia y picardía de una infancia que a punta de punzón intentaba inyectar rayitos de vida.
Cintas de falletina cuadrillé se despeñaban trenzas abajo para rematar con dos enormes moños, que contrastaban con la blancura del almidonado guardapolvo.
Finalmente, llegaba la hora, partí con mis hermanos mayores hacia la escuela.
Cartera de cuero color marrón claro en una mano y apretada contra el pecho; con la otra, sostenía la cajita de zapatos con agujeritos en la tapa.
Los moños se zarandeaban de un lado para el otro, acompañando un paso acelerado devenido en pequeños saltitos de vez en cuando.
La semana anterior con Amalia, a quien llamábamos cariñosamente Mali, mi gran mejor amiga para siempre (de turno), habíamos ideado una especia de cronograma de peinados y accesorios para cada día de la semana, el cual debíamos cumplir casi con rigurosidad ambas.
De este modo dábamos comienzo a nuestra primera incursión en el mundo fashionista, que nos ubicaría a la vanguardia de la moda entre nuestras compañeritas de grado.
En cuanto a peinados, las variables eran: cola alta, media cola, dos colitas, una trenza y dos trenzas como ese día.
Para los accesorios, la oferta del mercado se reducía a cintas de razo o falletina, ancha o angosta de un color u otro.
Ese día, ya estaba estipulado, no volvería con mis hermanos, sino que iría a casa de Mali, donde nos esperaba con el almuerzo su encantadora madre.
También recibiríamos de regalo una mascota cada una, para lo cual habíamos preparado con tanta ilusión nuestras cajitas de zapatos.
Estaba convencida de que esta vez mi nueva mascota no sería tan problemática como si lo habían sido las dos anteriores… un corderito convertido en oveja llamado Nena y un pollito transformado en gallina de nombre Momona.
Acababa de adoptar “mi pequeña gran mascota”: un gusano de seda.
Tal vez si decía gusano me resultaba un poquito repulsivo, pero era ¡de seda! Esto le daba relevancia y trascendencia.
Comenzó así una seguidilla de días divertidos en los cuales Mali y yo lucíamos nuestras cabezas como gemelas y realizábamos paseos hasta la plaza, donde tras realizar nuestro circuito (hamaca, tobogán, calesitas, sube y baja) recogíamos hojas tiernas de morera para alimentar a nuestras mascotas.
Pero... como es sabido, en la infancia los hechos y las emociones transcurren y se suceden en tiempo vertiginoso. Fue así como cuando nuestras compañeras advirtieron y adoptaron nuestra moda de peinados, que ya nosotras la habíamos declarado en desuso.
En coincidencia, por esos días, mi gusano aparentemente se había cansado de comer hojas de morera y de pasar dentro de la cajita. Por lo tanto, se construyó un capullo y se retiró a descansar.
Hojas de mora marchitándose y un capullo inerte era la escena que se repetía diariamente al levantar la tapa con agujeritos.
Un día algo cambió…
Un par de miradas, una corriendo la caja y otra elevándose fueron suficientes para sospechar lo que estaba sucediendo.
Una mariposa blanca emprendía vuelo, remontándose torpemente en busca de los rayos luminosos que la aguardaban del otro lado de la ventana.
¿Mi gusano de seda se había transformado en mariposa?
Sensaciones, emociones, angustia, enojo… gran enojo. Todo en versión de niña de ocho o nueve años.
Duplicada esa edad, cuando los sentimientos ideales y emociones comienzan a garabatear sus primeros versos, aprendí a vivir esa transformación entre signos de admiración
¡Mi gusano de seda se transformó en mariposa! ¡Qué maravilla!
Y advertí que mi gusano nunca había tenido nombre (solo era el gusano de seda) y, por supuesto, merecía el suyo, uno que fuera único y que lo representara.
Entonces, teniendo en cuenta esa asombrosa transformación que le dio alas para elevarse; por su esencia y su destino decidí llamarlo para siempre: ¡Libertad!

2 comentarios:

  1. Que hermoso relato Emilia. Una metáfora perfecta para simbolizar el valor y la belleza de ser libre.

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  2. Es la primera vez que leo sobre un gusano como mascota, pero el hecho de poder vivir su transformación fue sin duda todo un acontecimiento.
    Muy buen relato.
    Un abrazo.

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