miércoles, 28 de agosto de 2019

Cumplir años

Carmen Gastaldi


Entre las fiestas familiares, celebrar los cumpleaños de sus integrantes siempre ha sido un motivo de reunión y festejo, de regalos, de convocar amigos, de velitas para soplar, no sin antes haber pedido tres deseos. Ha sido motivo para compartir lo que se pueda, brindar y saborear la torta, que no sé por qué, pero siempre está.

No siempre todos los concurrentes lo hacen por gusto. Pienso que, antes que ir por obligación tendrían que quedarse en su casa. ¿No?

En mi infancia los cumpleaños de los niños se festejaban de otra forma. En la casa, con chocolate, pequeñas exquisiteces hechas por las mamás y por las abuelas. Casi siempre comenzaban a las seis de la tarde, para que pudieran concurrir los amiguitos que iban a la escuela en esos horarios

La manera en que nos entretenían dependía de las familias y de su bienestar económico. Algunas contrataban magos o proyectaban películas de dibujitos, e incluso solían regalar pequeños suvenires a los concurrentes.

Otras eran mucho más sencillas. En aquella época había alguna bibliografía sobre cómo organizar fiestas infantiles, como por ejemplo la búsqueda del tesoro escondido; o formar dos bandos, poner sobre la mesa un trozo de algodón, un grupo de cada lado, y a soplar y soplar muy fuerte. El que conseguía tirar el algodón al suelo era el grupo ganador. Entonces, íbamos a las prendas para los perdedores.

En casa se festejaba un solo cumpleaños: el de mi tío Antonio, hermano de mamá, solterón, joven, ídolo de la familia y aborrecido por mí. Cumplía sus años el 25 de mayo y, aprovechando la fiesta patria, todos concurrían a casa.

Ya alguna vez les conté que no recordaba haber sido tenida muy en cuenta por mi familia cuando era niña. ¿Cumpleaños, torta, regalos? Nunca.

Solo recuerdo una tarde, a la salida del colegio, haber invitado a tomar la leche a dos compañeritas; pero sí tengo muy presente a una vecina de la cuadra, maestra, de la que no sé el nombre porque todos le decían “la Liberatti”. Todos los años ella me traía un regalito para el 2 de julio y, cuando cumplí los doce, me regaló mi primera “carterita” blanca, pequeña y acharolada. ¡Nunca la voy a olvidar!

Nos fuimos del barrio. No la vi más.

Llegaron los quince. Pasaron de largo. Mamá ya no estaba.

Pasaron los años, muchos cumpleaños. Cuando estudiaba, comencé a trabajar y empecé a compartir el 2 de julio con algunas amigas.

Luego, más adelante con mi esposo, mis hijas, algún pariente y mi amiga. Por supuesto, lo organizaba yo. Nunca, jamás una sorpresa.

¡Han pasado muchos cumpleaños!, Aniversarios de vida, casi indiferentes para todos, una cena más, por supuesto no para mí.

Nunca me pidieron “¡que hable!, ¡que hable!”. Nunca, pero este 2 de julio, no hizo falta que alguien lo pidiera y en pos de todas esas ilusiones arrebatadas, decidí hacerlo yo.

Antes de prender las velitas, me puse de pie y dije: “¿Me pueden escuchar?”. ¡Sorpresa! Primero sonrisas, pero al enfrentar mi mirada logré su atención:

“Todos mis cumpleaños han pasado sin pena ni gloria, por eso hoy decidí que no sería así. Hoy quiero decir.

“Quiero decir que mi rostro ya no tiene la lozanía de otros cumpleaños, pero mi rostro no tiene arrugas, no. Mi rostro tiene años, años intensamente vividos, muchos de ellos inmensamente felices y otros no tanto.

“Quiero decirles que esas arrugas me dan poder, el poder de enseñarles a partir de lo vivido.

“Quiero decirles que, si están acá, es porque cada uno de ustedes tiene un sitio en mi corazón.

“Quiero decirles que hoy cumplo setenta y cinco años y me declaro una mujer joven, luchadora, fuerte, amante de mi familia y agradecida a la vida.

“También quiero decirles que ojalá lleguen a pisar este umbral y, que, parados allí, tal vez se acuerden de mí, de este momento, de este mensaje”.

Ellos no tienen la culpa, pero ¡también fueron parte!

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