miércoles, 29 de octubre de 2014

Pantaleón

Por José Mario Lombardo

Primavera: verdor primero

Navegábamos por el Paraná viejo. Nos habíamos metido por el norte, por donde años después pasaría el puente Rosario-Victoria. La vieja lancha ronroneaba río abajo por el centro de ese enorme canal que es un brazo del Paraná. A nuestro lado, pasaba la interminable línea de árboles que contornean el agua marrón: el espinillo dueño y señor, el sauce que siempre llora sobre el agua, el timbó noble y canoero, los yuyos bajos que pese a las sombras crecen crujientes cobijando secretas guaridas, algunos ceibos con la melena adornada de flores rojas; y, por debajo, las pequeñas playas de arena, de esa arena que alguna vez trajo el río, rellenó los bajos para hacer lagunas para finalmente terminar en isla. Isla de arena, isla de agua y arena, isla viajera, movediza, cambiante, producto de correntadas, crecientes, limos y vegetales andantes, de verdes camalotales anclados en esas orillas que nunca son las mismas. Isla viva. Isla floral. Isla de pájaros. Pájaros que nunca terminan de volar, que siempre cantan, que vuelan hacia allá y vuelven porque algo los llama. Pájaros del aire, pájaros del agua, pájaros de ignotas lagunas internas: pequeños pájaros que pican los helechos silvestres, grandes pájaros curiosos y planeadores que buscan comida, patos del agua que asoman su cabeza como si salieran del agua marrón a buscar la luz, pato sirirí, chincherito en la rama, torcaza caminadora, gorrión glotón, calandria de puro canto, cotorra chilladora, carpintero trabajador, hornero albañil del monte. Y más allá, en la isla arenosa, los bichos de la tierra que viven de la tierra: vizcacha arisca y cuevera, nutria puro brillo de agua, cuis sigiloso, comadreja predadora y usurpadora de guaridas ajenas, carpincho barroso. Sobre los camalotes, culebras viajeras que pelechan sus cueros cambiantes dejándolos como invisible ñandutí entre los yuyos. Culebras que despiertan después del invierno tal como todo despierta a su alrededor, mientras la lancha navega cansinamente por el canal que cobija a sus habitantes submarinos, esos que parecen hacerse realidad cuando caen en la red o el anzuelo del pescador: el dorado de escamas como lentejuelas, el patí, el bagre, la boga; el mandubí y el surubí de cueros lustrosos grises y atigrados, el enorme manguruyú que se esconde en la isla como un duende del agua, las palometas insaciables y las perezosas viejas del agua durmiendo su siesta perpetua a la sombra de la orilla. Croan las ranas saltarinas y los sapos anfibios, cantan las chicharras y los grillos porque presienten el calor. Zumban las abejas sobre las flores silvestres y los insectos sobrevuelan las aguas quietas que aparecen en los charcos orilleros o en las lagunas costeras. Todo se complementa: los predadores en algún momento serán presa del otro que necesita su sustento, los yuyos alimentan insectos, las arañas tejen sus telas cazadoras. Todo se retroalimenta. Todos se devoran para volver a crecer. La isla se come a sí misma para no extinguirse: muere y nace al mismo tiempo.
La lancha lentamente llegó a su destino. Estábamos en el “Charigüé, allí donde desemboca el arroyo “Las lechiguanas”. Pantaleón, al frente de su rancho, nos esperaba en la costa. Atamos la lancha a un árbol seco que hacía de amarradero y saltamos al viejo muelle de madera. Nos saludamos y nos dimos a la tarea de preparar la comida. Pusimos un carpincho bien adobado en el horno de barro, que ya estaba caliente y preparamos ensalada de lechuga y tomate. Fue una amable reunión entre amigos. Pantaleón, muy contento, aprovechó mientras se hacía la comida para contarnos y cantarnos sus cosas: Era Pantaleón, y él lo expresaba con cierto orgullo, uno de los últimos trovadores en condiciones de contar el origen y desarrollo de nuestra música popular en la zona. Nos contó anécdotas relacionadas con Gardel, con Gabino Ezeiza, con Ignacio Corsini y, mientras hablaba, adornaba sus relatos con sus versos cantados por cifra o por milonga, en tonos mayores, tal como cantan los cantores que improvisan. Sin embargo, él leía sus versos en un arrugado cuaderno que ni tapas tenía y nos confesó que muchas veces, con la creciente, su rancho se inundaba y, por eso, él perdía sus versos cuando sus cuadernos partían aguas abajo con la correntada; pero apenas bajaban las aguas, el volvía a escribir aquellos versos perdidos.
Pantaleón era delgado, de estatura mediana, tenía el cabello blanco y rasgos criollos. Tenía voz aflautada, manos muy hábiles para la guitarra y la risa fácil. Vestía camisa arremangada, un gastado pantalón de gabardina y viejas botas de goma. Tenía por aquel entonces (setiembre de 1979) unos 75 años y había vivido su juventud, siempre en la zona de Rosario. Por eso, recordaba su vida transcurrida en medio del desarrollo ferroviario alrededor del puerto, ese puerto largo larguísimo que era la salida de nuestra riqueza agrícola. Los trabajadores del puerto y del ferrocarril que se fueron afincando en los alrededores de calle Oroño, Güemes, Alvear, etcétera. Pichincha, los comisarios, el transporte en la ciudad que crecía. Los tranvías. Los mercados. El mercado central, el del Abasto. Después, con el paso de los años, lo fue cautivando el río y, por eso, un buen día decidió cruzar y se quedó a vivir en la isla que lo recibió como un hijo más.
Cuando el asado estuvo listo, pese a su sabor salvaje no dejamos ni rastros del carpincho, lo regamos con buen vino y terminamos disfrutando anécdotas y canciones de Pantaleón, que no quería que aquella reunión se acabara: nos ofreció la isla en su canto, la ciudad con sus anécdotas para luego, por fin, resignado, aceptar que la fiesta llegara a su fin.
 Nos despidió en la costa. Apoyado en un palo del muelle, con el brazo en alto, vimos como nuestro amigo se perdía en la bruma de la tarde mientras la lancha nos alejaba.
Regresábamos en la lenta lancha río arriba. Teníamos a la vista las dos costas del Paraná, en una, la ciudad, el puerto, las barrancas: lo urbano, y en la otra: la isla con ese verde que no se acaba nunca.
Cuando amarramos, el sol ya se escondía. Dibujaba la ciudad como una mancha a contraluz e iluminaba cada vez más débilmente la otra costa. La de la isla. La del verdor primero. La de la primavera.
Pantaleón falleció en 1983.

Cine "Rose Marie"

Por Paquita Pascual

Fue un edificio más entre todos los que ya había construido. Entre Ríos 1253: diez plantas, semipisos de dos dormitorios, ambos al frente mirando al oeste.
Cuando le pregunté por qué le ponía ese nombre, me respondió: “Porque enfrente estaba el cine o ¿no te acuerdas?”. Pero yo sabía que había algo más.
En mis días de guardia, mientras esperaba a los clientes para mostrar las unidades, miraba con nostalgia el edificio de lo que hoy es el “Círculo Obrero” y se me agolpaban los recuerdos. Muchas veces alguna lagrimita humedeció mis mejillas. Veía a mi hermanito de tan sólo cuatro años jugando en las escaleras, mientras nosotras disfrutábamos de las tres películas que generalmente daban los domingos. “Violetas Imperiales” con Carmen Sevilla, Joselito, Lolita Torres, Rafael…Único nexo con la querida tierra que habíamos dejado.
En la clase de esta tarde donde se tocó el tema de la vorágine del tiempo que todo lo arrasa y todo lo… muere. Se evocó la desaparición de muchos cines que fueron deleite de nosotros niños y adolescentes Ambassador, América, Esmeralda, Sol de Mayo Radar, Gran Rex, Rose Marie… Y esto fue el disparador que me llevó, una vez más, a preguntarle a este recio empresario algo que siempre supe: “¿En quién pensabas cuando le pusiste el nombre Rose Marie al edificio de la calle Entre Ríos al 1200?”
Y esta vez su respuesta fue más amplia, no podría ser de otra manera; somos hijos de los mismos padres:
“Evoqué mi niñez y, sobre todo, a mamá que con tanto entusiasmo nos arriaba a todos al cine los domingos, previa preparación de bocadillos que saboreábamos en el intervalo. Eran tiempos de obediencia y aunque no me gustaban esas películas debía permanecer jugando en las escaleras y hacer tiempo hasta que ustedes salían”.
Esta pequeña historia me hace reflexionar. ¿Qué tan bueno es aferrarse a los recuerdos? Miramos impávidos como nos borran la vida, edificios históricos que otrora representaron nuestra esencia son abatidos por la pala demoledora de la modernidad, en muchos casos para hacer…nada.
Por suerte, la siniestra escavadora no puede extraer la memoria de aquellos sensibles que, como nosotros, gracias a Dios vivimos para contarle a nuestros nietos.

Soy "muy moderna"

Por Esther Cuperstein

Recuerdos que no se olvidan, la adolescencia, las modas y los descubrimientos...
Cada época marcó una nueva historia para relatar, recordar y divertirnos.
Anécdotas y momentos inolvidables.
Cuando éramos niños queríamos comportarnos como los mayores y, al pasar el tiempo, no nos interesaba. La vida es cambio y así hay que asumirla.
Cuando vimos llegar la tevé, era una magia, un lujo ya que el único medio masivo de comunicación era la radio.
Para escuchar música se prendía un gran combinado y se ponían discos.
Con el correr de los años, comenzó a escucharse “música moderna”. El tango y folklore eran cosas de viejos...
Comenzábamos a ver y escuchar temas modernos, algunos con letras muy simples y repetitivas de cantantes argentinos, acompañadas de ritmos muy especiales. Estaban los famosos “lentos o sueltos”, con coreografías y pasos muy divertidos.
Ya en la tele aparecieron programas donde enseñaban cómo moverse: “El Club del Clan”, “Sótano beet”. Desesperados, esperábamos para verlos.
Las revistas vendían posters con los distintos personajes y también con las canciones impresas para poder aprenderlas de memoria
Recuerdo la invitación a mi primer asalto. No entendía de qué se trataba. Una amiga un poco más grande lo organizo en la terraza de su casa. Cuando llegué me encontré con chicos y chicas, mesas con saladitos, gaseosa y música moderna. Todos los varones ya usaban pantalones largos. Solo uno vestía corto, lo que generó risas.
La costumbre de los asaltos se empezó a implementar para distintas reuniones sociales y cumpleaños. Las chicas esperábamos que nos sacaran a bailar, no queríamos planchar. Se danzaba una pieza y vuelta a sentarse a esperar. Hasta juegos muy picantes se solían armar: “la escoba”, “verdad y consecuencia”, “la botellita”, “la llave”
La ropa se modificaba comenzaban a salir los famosos vaqueros de marca, Levi’s, Lee y Wrangler. Los Farwest eran un quemo. Estaban los mini shorts, los chalecones de bremer, las botas largas charoladas.
 Los hombres, con pelo largo; y las mujeres renegábamos para tener el pelo lacio haciéndonos la famosa toca con un rulero y pinzas para que no se enrule el mismo.
Los tocadiscos empezaban a surgir. Había aparatos más pequeños, a pila o eléctricos muy originales. Estaban los nuevos casetes para grabar, que hasta hace unos años se utilizaban y eran de gran utilidad
Todo era novedad y asombro.
Ahora me pregunto: “¿Qué vendrá?”
Es que quiero seguir siendo moderna de verdad.

Homenaje a mi madre

Por Paquita Pascual

¡Qué difícil se me hace rescatar de mi atormentada niñez recuerdos felices! Pero sí, hubo un episodio en que mi nostálgica memoria invade de ternura mi alma.
En tiempos de guerra era muy difícil que a un niño se le compraran juguetes. Tampoco al niño se le hubiera ocurrido pedirlos; pero a mí me volvía loca un diábolo.
Ese dichoso juguete consistía en dos círculos de goma de distintos colores unidos por un aro de metal, una soguita muy fina y dos palitos.
Lo había visto en el recreo de mi escuela, donde unas niñas que no eran de mi grupo jugaban con el. Mi exagerada timidez me impedía pedirles que me lo prestaran. Así que mi pequeña figura se sentaba en un banquito y observaba como el taco era lanzado al espacio con un palito y con el otro lo rescataba.
Posiblemente lo había comentado en casa o la increíble intuición de mi madre lo percibió. Pero un día, al volver del colegio, mamá con esa ternura que tienen todas las madres me dijo: “Hazte la cama que no tuve tiempo de hacerla”.
No me extrañó el mandato, pues otras veces lo había hecho; pero cuál fue mi sorpresa cuando al levantar la almohada descubrí una caja rectangular. No quería abrirla, me temblaban las piernas. Sabía lo que había… Sí, allí estaba ese maravilloso juguete que tanto deseaba.
Hoy lo recuerdo y se me eriza la piel. ¿Cuantos días sin comer su pan habrá pasado mi madre? Eran épocas de racionamiento.
Ese maravilloso recuerdo me hace pensar que sin pan puedes vivir, pero no sin amor; y ¡yo fui criada con mucho amor!

Mamá

Por María Rosa Fraerman

Estás ahí, silenciosa y explosiva, atenta, algunas veces distante, como recordando tiempos, esos en que solo vos tomabas las decisiones.
Siempre fui la nena, tu nena, nunca me llamaste por mi nombre. Pobrecita la nena. Que caprichosa es la nena ¡La nena más buena! y hoy, decís que soy la nena más loca.
Me sobreprotegiste tanto que no me dejabas crecer: “No laves los platos, el Pul Oil te va a arruinar la manos. Dejá, los lavo yo, vos anda a jugar”. Nunca me pegaste ni un chirlo y eso que me lo merecía, por contestadora y callejera.
Jamás escuché una queja tuya, aceptaste con humildad la realidad que te toco vivir.
Mamá, ¿te acordás cuando a fines de de década de los cincuenta íbamos a comprar hielo para la heladera al Frigorífico La Florida? Yo quería que me llevaras a upa y tú caminabas más de cinco cuadras dándome el gusto, eran mis primeros caprichitos.
Cómo disfrutaba de las noches de verano tarde en la madrugada en la puerta de casa, espantando los mosquitos con una rama de paraíso hasta que me quedaba dormida, acurrucando mi cabeza en tu hombro.
El ventilador mucho no lo podíamos usar, decías que me iba a resfriar: “Mejor te apantallás con este cartón”.
Cuántas noches de invierno te despertaste para taparme, las veces que me llevabas el desayuno a la cama, me decías: “Dormí un poquito mas que es temprano”; aunque eran las diez de la mañana.
“¡Bajá de esa bicicleta que te vas a caer!”
“No vayas al rio, ¿a ver si te ahogas…?”
“Abrígate que te vas a resfriar”.
“Toma la leche que vas a tener hambre”.
“No estudies tanto, te vas a cansar…”
Mamá déjame crecer me vas a asfixiar.
Ya pasaron casi 60 años y seguís protegiéndome igual que cuando era una niña.
Hoy, con tus noventa y dos años, es un milagro, cuando cada mañana al despertar me decís:
Buen día nena.

Buen día mamá.

martes, 28 de octubre de 2014

Mami... mamita... mamá

Carmen G.

Por circunstancias de la vida mi madre, hija de dos andaluces natos, nació en Brasil. Mis queridos abuelos, dejando atrás la crisis de fin del siglo XIX en España, pensaron en cambiar de continente y, como la mayoría, apuntaron hacia América y anclaron en los cafetales. Tres hijos más les nacieron allí, todos varones, entre ellos María Julia, mi mamá, que era la menor.
Pasados algunos años, las cosas parecían pintar un poco mejor en Argentina y hacia aquí vinieron y se instalaron por el resto de sus vidas.
Su bello rostro ovalado, enmarcado por una cabellera lacia, negra y muy brillante, a la que ella ondulaba con unas planchitas, porque era la moda de esa época, contrastando con su piel blanca y fina, la frente despejada dejando ver sus grandes ojos oscuros, una nariz pequeña y, como epílogo de su cara, una boca dibujada, roja que dejaba ver una sonrisa de perla blancas y muy parejas. De mediana estatura, “rellenita”, ocurrente y alegre. Así, veía yo a mi madre ¡bella!, tan bella como la fotografía que justo ahora está frente a mí, donde se la ve feliz, con sus primeros y únicos 25 años.
Siempre me inquietó la idea de casi no tener recuerdos de mi infancia a su lado. Tal vez, porque vivíamos con la Ita y sus hermanos varones, solteros todavía, le daban mucho trabajo y mi madre siempre trató de ayudarla para aliviarle esta situación. Tal vez, porque a los cuatro añitos yo ya estaba escolarizada y se dio la llegada de Norberto, mi hermanito. Tal vez, nunca me convencieron mucho las razones que encontraba. Lo cierto es que casi no recuerdo sus mimos, sus caricias, juegos compartidos, alguna nana cantada para mí. Siempre, en esta búsqueda, la figura de mi padre sale al paso. En los inviernos de gripe o anginas o de sarampión, él era quien me acompañaba al regreso de su trabajo, siempre con libritos de cuentos de regalo, el regalo de sus lecturas, pinturitas, cuentos para colorear. Ella era la que me brindaba los cuidados: el odioso té con limón y aspirinas adentro o el jugo de naranja con los mismos atributos. Durante años, jamás pude disfrutar de un rico té y o un buen jugo de naranjas, porque ese recuerdo no me lo permitía. Alguna vez estuvo internada, por “los nervios” me dijeron y ahí quedó todo.
Cuando nos mudamos de barrio “toda la familia”, yo comenzaba mi secundaria. Aquí si la recuerdo ocupada y preocupada porque yo estudiara, como me decía “por lo menos terminá la secundaria”. Ella había estudiado en el Colegio “La Santa Unión” un curso de manualidades. Recuerdo las amorosas cortinas con visillos, todas al crochet, toallas, manteles, colchas interminables, blancas, con hilo macramé, hechas por sus manos. Conservo una, muy bella, que no puedo usar, porque uno de sus extremos comenzó a desarmarse y nunca encontré a alguien que pudiera repararla. Y no que el hilo… y el punto…
Una tarde de verano, mientras se bañaba, descubrió algo en su axila izquierda. Una hora más tarde estábamos en su médico, pero la premura no sirvió de nada. Primero una pequeña cirugía, después otra muy importante e invasiva. El lapso: dos años y entonces todo estaría bien. Pero antes de ese tiempo comenzó el final. Ella 43 y yo con l4 para l5. Tal vez no podía entenderlo, no sé. Si sé, ahora, a lo lejos, que me negaba a aceptarlo, a pesar de ver sus retrocesos que cada vez me asustaban más y el único escudo de defensa que encontré fue atacarla, desde esa adolescencia aterrada y enfurecida, diciéndole que no creía en su enfermedad.
 Pasó, a pesar de mi empecinada resistencia, pasó.
 No pude acompañarla. No quise ver esa realidad. Llegué, detrás de todos hasta la puerta de mi casa, ese 7 de junio, un bello día de otoño que perdurará por siempre en mis retinas. El tibio sol del atardecer se sentó en el umbral a mi lado y, cuando se perdieron de vista, pensé en un viaje.
Si todo esto era apenas por un tiempo.

 En una noche clara y estrellada, ya en la primavera de ese año, yo dormía en mi habitación. De pronto, siento que a mis espaldas, alguien me arrebata la manta que me cubría y un frío intenso me recorre y sobresalta, al tiempo que escucho una voz casi celestial, la voz de un hombre que con dulzura y mucha convicción dice: “Todos tenemos un ángel guardián que nos protege y acompaña”. En ese instante siento que alguien, amorosamente me cobija, giro la cabeza pensando en uno de mis abuelos, pero no fue así. Al lado de mi cama, la silueta de mamá, mami, mamita, con los brazos como recogidos en el pecho, sin rostro, blanca, luminosa estaba allí, a mi lado. ¡Tremendo susto!, manoteé la luz y grité. Vinieron mis abuelos y ya no la volví a ver.
 De estos sucesos pasaron más de 50 años. Al tiempo, cuando los abuelos se fueron, revisando historias, me encontré con esta foto de ella, que tiene la particularidad de que aunque la cambie de lugar, cuando la miro siempre encuentro su mirada, acompañada de su sonrisa, viéndome. Yo tuve que vivir sin la presencia de mi madre, pero hasta ahora, hasta este mismo instante, siento su compañía.

Destierro (*)

Por Paquita Pascual
                  
Tú eres lo que me queda
desde que abrí a la luz
sin comprenderte

Yo dormía en tus brazos
envuelta en aromas de verbena
yo jugaba segura con tu nieve
y en el verano en tu columpio
me hamacaba.

Yo vivía feliz en mi inocencia
en tus alas invisibles me acunaba
con un soplo glacial me conducías.

Y luego el horror, el espanto
el estruendo triste salpico de sangre
mi carne joven.

Caminé por la guerra de tu mano
pero ni el odio ni la barbarie
dejarán que no te quiera

¡Oh madre! ¡Oh compañera!
Vivirás conmigo en el destierro
Pero jamás olvidarte pueda.
           

(*) Escrito en homenaje al “Día de la República”, que se celebra el 14 de abril.

Para quienes dan todo sin pedir nada

Por Norma Pagani
                                                                            
Estando de viaje, recibí un correo de mi hija Verónica, donde me informaba que su mascota Keity iba a tener cachorritos. Esa noticia me alegro mucho.
Cuando regresé, al recibir el llamado de Andrea, otra de mis hijas, lo primero que le dije fue “¿te enteraste que voy a ser bisabuela?”, refiriéndome a la perrita, a lo que ella me respondió: “Y también vas a ser abuela”.
Imaginen mi sorpresa y asombro.
´”¿Cuándo?”, pregunte.
Los sollozos no me permitían escuchar.
Lloraba yo de emoción y no alcanzaba a comprender qué había ocurrido, ya que los tratamientos se habían interrumpido y solo diez días había faltado de casa y no había ninguna novedad. Mi esposo no entendía lo que sucedía hasta que tomo el teléfono y Andrea se lo conto: “Es el corazón el que me da este hijo, es la mano de Dios que llevó a un ser caritativo y generoso a levantar el teléfono para avisarme que alguien tenía un capullito de carne, para que yo con mi amor pudiera abrir y cuidar. En breve lo tendré conmigo”.
Los días que transcurrieron entre el 27 de octubre y el 13 de noviembre de 2013 fueron eternos para nosotros, pero mágicos para mis hijas, ya que las continuas reuniones con profesionales, médicos, tiendas de ropa y todo lo necesario para recibirlo, ocupaban las horas que alternaban con sus trabajos.
Y llego ese mediodía: el varón que siempre soñé. El príncipe que se unió a la corte de las dos princesas. Otro rayo de luz para iluminar nuestras vidas.
Ya tiene casi un año. Después de superar los primeros tres meses, el corazón y la sangre se unieron para ser el hijo, el sobrino y el nieto amado. Su sonrisa compradora, sus ojos expresivos, sus gestos, su carisma, su predilección por el abuelo y la unión que tiene especialmente con la mamá sola sin un compañero, los complementa a ambos plenamente, haciéndolos eternamente inseparables.
Gracias mi Dios por esta alegría, por darle a mi hija la posibilidad de poner ese ser en su camino que la convirtió en mamá, que le dio la posibilidad de dar y recibir amor.
Gracias por mis nietas y por el nuevo ser que está creciendo silenciosamente en el vientre de mi hija menor a quien ya amamos y esperamos con ansias.
Gracias también por darme a mí la posibilidad de ser mamá por seis, casi siete.

Los espejos

Por María Elena Domenech

Con 4 años de edad todo se ve de abajo hacia arriba como una ola gigante que, agitada, se nos viene encima. Todo es fantásticamente enorme, desdibujado en sus dimensiones, inimaginables para la mente de una criatura.
Así, veía yo a la casa de mi abuela paterna donde pasaba varios días cada vez que me pedía que me quedara a dormir por una noche. Estaba ubicada en la zona centro, calle Paraguay 650, y ofrecía demasiados rincones y habitaciones que me producían tanto temor como gran curiosidad.
Era su única nieta y allí hacía lo que quería sin tener un solo gesto de desaprobación. Lo más atractivo era entrar a un mundo desconocido: el consultorio de su marido, médico oftalmólogo, y jugar con todos los aparatos y cajas con lentes de prueba que allí había. Eso, pensándolo ahora y siempre, era sencillamente una insensatez; pero mi abuela, que conmigo había perdido la cordura, me lo permitía . Recuerdo un escritorio enorme con los recetarios médicos, el juego de tintero, pluma y secante, que quedaba muy sucio después de mis visitas, y unos sillones de cuero negro fríos y grandes. Las ventanas que daban a la calle estaban atrapadas por grandes y pesados cortinados negros.
En la casa había salas con sillones, algunas pinturas, esculturas y un piano, siempre oscuras y emanando ese olor a humedad tan desagradable. Nunca veía a nadie y, siempre que podía, evitaba pasar por allí, ya que las sombras de las esculturas me aterraban y anulaban cualquier intento de acercarme al seductor piano. Elegía, entonces, caminar por el primer patio, enorme y lleno de macetas casi de mi altura con todo tipo de plantas. A ese patio daban todas las habitaciones principales , cada una de ellas con imponentes muebles de estilo francés y los grandes protagonistas de la casa: los espejos.
Inamovibles, atemporales, sigilosos imponían respeto a la intrusa que alteraba la quietud de ese hogar. No podía evitarlos, estaban en todos lados, me perseguían desde la puerta de los roperos, paredes del dormitorio, coronando los grandes muebles del comedor, hasta en los aparadores de la cocina. Me sentía vigilada por ellos que se levantaban ante mí aumentando mi pequeñez.
Para refugiarme de su control, me amparaba en el segundo patio, no tan grande y donde daban las pequeñas habitaciones que eran de dominio de la empleada de la abuela, María, que vivía allí y desempeñaba todo tipo de tareas.
El comedor principal era escenario de las grandes reuniones familiares y cada soplo de vida que allí se generaba era reflejado por los espejos. Todo lo que allí pasara era recreado por ellos que absorbiendo vidas ajenas las almacenaban en su interior dejando un registro de historias pasadas. Cualquier rayo de sol que se colara por las altas puertas de las habitaciones, desencadenaban un carnaval de chispas, mascaritas de colores, que rebotando en las paredes estallaban en arco iris agonizantes.
En realidad yo me veía de cuerpo entero en alguno de ellos y, con la ayuda de un banco donde trepaba, me acercaba a los más altos. Me parecía una casa de gigantes. ¿Por qué todo era tan alto allí? ¡Había tanto para tocar y curiosear entre los brillos y las sombras! Los cajones del tocador fueron saqueados muchas veces y el ropero de la abuela, que era mi preferido, me daba gran trabajo, porque no llegaba a los estantes donde estaban las cosas más atractivas. Sin embargo, los deseos eran satisfechos por la misma dueña que ponía a mi alcance sus mejores prendas para que yo me disfrazara y paseara por la casa haciendo sonar sus tacos chancleteados sobre la pinotea oliendo a cera de las habitaciones. Todo era deslumbrante y nada se me negaba. Había que disfrutarlo porque obviamente nada de eso era permitido en mi propia casa.
Podría pensar que aquellos pesados espejos fueron los más consultados para la toma de decisiones; los sombreros de la abuela tenían que tener su consentimiento para ser usados; el lugar elegido para que el árbol de navidad se multiplicara y causara asombro entre las visitas; con qué labial de la abuela pintarrajeaba mi cara y qué joyas lucía en mi cuello antes de ir a jugar ; la pollera plato o tubo de la ropa de María para salir en domingo; cada cual se asomaba a ellos y veía lo que cada uno quería ver.
Un día se quedaron solos y se fueron cubriendo de polvo pegado a la humedad. Solo la línea fina que va dejando el pasaje de un dedo pone al descubierto unas horas de su brillo.
Cuántos de nosotros, hoy, quisiéramos ser Alicia y atravesarlos para encontrarnos con las imágenes añoradas, los recuerdos de años muertos, la juventud que tuvimos.

Horas

Por Carmen G.
           
…regreso lentamente desde algún lugar
recóndito de mi memoria.
Una ventana, semiabierta a la tarde, lo hace posible,
la luz crepuscular se filtra trayendo
la voz silenciosa de la noche que
irremediablemente se acerca, estremeciendo
con un raro placer mi cuerpo, mi alma…

Tal vez no sabía que hay horas
en que los recuerdos se adueñan del espacio,
que nos envuelven, apoderándose de nosotros.

Esta hora, este crepúsculo ha despertado en mí

la imagen de mi antigua casa y, otrora mi familia.

El legado de mi madre

Por Nora Nicolau

Cierto día al regresar de la escuela y entrar a casa escuché a mi madre comentar asombrada sobre el “El loco Berni”, su compañero de los bailes juveniles. Él se había casado por segunda vez. No entendí por qué le había impresionado tanto esa noticia. Al pasar los años me enteré por familiares y amigos que el joven Berni pasaba sus vacaciones en Roldán. En esa localidad estaba afincada la familia de inmigrantes suizos franceses en la cual había nacido mi madre. Antonio Berni (1905-1981) iba de visita a casa de familiares, y se conocieron en las kermeses y otras fiestas que se realizaban en el pueblo. Elena, mi madre, no pasaba desapercibida porque su belleza física y espiritual hacía atractiva su figura y fascinaba al ya incipiente artista plástico. Su tez muy blanca, los cabellos muy rubios ondulados y unos luminosos ojos celestes encendían su mirada y su alma.
Mi madre era muy expresiva, se comunicaba muy bien con las personas y era muy alegre. Vivió su infancia y juventud en la chacra de sus padres y cursó hasta cuarto grado. En la familia, era la penúltima hija del matrimonio y conoció cinco hermanos, aunque mi abuela dio a luz nueve hijos. Como era muy frecuente en aquellos años, dos niños habían fallecido muy pequeños y otra hermana de veinte años se había suicidado, según cuenta la tradición familiar, por temor al cometa Halley anunciado antes y aparecido en 1910.
Poco supe sobre la vida de mi madre, comentado por ella o por mi padre, porque como hijos de inmigrantes no estaban acostumbrados a contar nada de su personalidad ni de sus antepasados. Además, la fotografía era poco usada.
Daba la impresión de que era una persona muy feliz. Era protegida especialmente por su hermano mayor y supo disfrutar de la vida dura del campo. Más difícil fue su vida matrimonial, aquí en Rosario, donde demostró gran fortaleza e inteligencia. Tuvo que acostumbrarse a la vida de ciudad; a otra familia, la de mi padre, con costumbres y nacionalidades distintas a las suyas. Mi abuelo paterno era español de Mallorca y su esposa argentina, descendiente de italianos. Además compartían la vivienda que estaba unida al negocio familiar abierto todo el día, hasta los domingos a la mañana, en los primeros años de su matrimonio. Mi madre se fue integrando al barrio y, con esa sencillez y transparencia de la gente del campo, era reconocida y muy apreciada.
La primera década de su vida en Rosario, con dos niñas que pudo dar a luz en el comienzo de su adultez, entre los treinta y cuarenta años, fue construyendo con mi padre una familia muy trabajadora, rodeada de parientes y en comunicación con muchas personas durante el día.
En relación con mi padre es curioso saber que habían nacido en el mismo año con un mes de diferencia y fallecieron en el mismo año, con un mes de diferencia. Estuvieron siempre juntos, porque trabajaban en el negocio familiar contiguo a la casa paterna.
Cuando nosotras, mi hermana y yo, éramos aún niñas, mi padre enfermó y todo fue cambiando. Ella cuidó a su esposo durante diecisiete años, día y noche y cuando iba ingresando a la tercera edad, con sesenta y dos años, falleció un mes antes que mi padre.
Nunca perdió sus buenas maneras y su don de gente. Jamás comentó fuera de su casa sus pesares, que eran muchos. Ni los familiares sabían las penurias que fue pasando. El negocio se cerró y nadie trabajaba en la familia, porque a mi padre le prohibieron hacer trabajo físico y mental.
Allí, apareció su fortaleza.
Tuvo que hacer trámites desconocidos para ella en las reparticiones oficiales, ordenar toda la familia y acompañar la enfermedad de su esposo junto con mis operaciones de columna, que se sucedieron en dos años de sufrimiento intenso.
Otra imagen que tengo muy presente de mi niñez era su interés por la educación. Se levantaba a las seis de la mañana y comenzaba a despertarnos para ir a la escuela siempre silbando o tarareando y, mientras yo desayunaba, ella leía el diario que llegaba todos los días a casa. Hoy, yo soy adicta a la lectura de los diarios. Acompañó nuestras tareas escolares con el temor de no saber y nos dejó marcado su interés por conocer y aprender.
No participaba en política, pero sufrió la interferencia de la misma en su vida cotidiana porque estábamos controlados y perseguidos por la “jefa de manzana” peronista que estaba diariamente hablando por teléfono en nuestro negocio. A mi madre le interesaba la lectura del Boletín de las sesiones de la Cámara de Diputados, que recibía puntualmente por correo.
En las reuniones familiares discutía de política acaloradamente con un cuñado, aquí en Rosario, y con su hermano mayor, en Roldán, porque eran fanáticamente peronistas. Estaba bien preparada y tenía fundamentos para ser opositora a ese movimiento.
Este fue otro de sus legados que inconscientemente nos dejó.  
Al recordar algunos aspectos de la vida de mi madre les he mostrado mi “superyó”, según la Psicología. Es decir, lo que todos llevamos heredados de nuestros padres y de la cultura que recibimos. 

El cine

Por José Mario Lombardo

Este relato fue publicado en el diario “Actualidad” de General Villegas el 19 de agosto de 1995. En aquel año se recordaba la primera función de cine realizada en París por los hermanos Lumiére en el Salón Indio del Gran Café del Boulevard. Como hemos estado hablando sobre temas que se acercan a algunas partes de este artículo, lo transcribo casi exactamente, solo con pequeñas correcciones.
Ya desarrollada brevemente la historia de la historia, aquí comienza la película:
A las seis de la tarde, en un lunes de pleno invierno, el sol ya se ha ido. A las seis de la tarde empieza la función de vermú en el Cine Teatro Español.
Hoy lunes dan: el noticiero, un capítulo de la serie en episodios del “Capitán Márvel” y después del intervalo una de terror en blanco y negro: “La tumba de la momia”. ¡Casi nada!
Como ayer falté al matiné por razones de fuerza mayor, pues jugaba Eclipse y el domingo pasado el Capitán Márvel había quedado atado a las vías del ferrocarril con el tren viniendo de frente, la única posibilidad que yo tenía de ayudarlo era viniendo el lunes. Y aquí estoy. Antes de entrar me compré unas pastillas de menta en el quiosco de don Pedrín. Los días lunes siempre está don Pedrín. A mí me conoce y siempre me da saludos para mi viejo, pero hoy no está. Está el hijo. El arquero.
Yo, como don Fábrega, me siento siempre en la misma butaca, casi en el centro, tirando hacia la izquierda de la pantalla. El gallego me ve y se viene a sentar conmigo. El gallego es un gran amigo. Hicimos el primario juntos en “La 17” y, ahora, como va al “Nacional” y yo no, nos encontramos de vez en cuando aquí, en el cine.
Comienza “El Nodo” y el gallego ataca mis pastillas de menta. El Generalísimo Franco, en la pantalla, inaugura la obra hidroeléctrica correspondiente. Siempre inaugura una obra hidroeléctrica. Después viene “San Fermín” y los toros corren a unos tipos vestidos de blanco con los pantalones arremangados y pañuelos al cuello supuestamente rojos (Recordar que todo es blanco y negro en la pantalla). Al final, aparece el alcalde muy ufano con la flor de siempre en la solapa y, acompañado por la banda municipal, felicita a los heridos.
En el Noticioso Argentino hace como dos años que no aparece Perón. Pero no faltan: los festejos boquenses en la Bombonera –¡Para mejor Boca!– después de ganarle un clásico a Racing sobre la hora; un tipo que fabrica bandoneones no sé dónde y la última etapa del Gran Premio del año pasado. Se abalanza el caballo y fin del noticioso.
Cuando el Gallego tira el papelito de la última pastilla, aparece el Capitán Márvel atado en las mismas vías y lo está por amasijar el mismo tren del domingo pasado; pero a último momento logra desatar el meñique de la mano izquierda, se suelta y gira como una luz antes de que lo enganche el miriñaque de la locomotora.
Ocurre que giró justo para el lado de allá y salió volando rasante… ¡Por eso, el domingo no lo vimos!
El Gallego, que sin pastillas no se aguanta, sale a comprar otro paquete. Cuando vuelve, ¡otra vez el Capitán Márvel atado como un salamín! Esta vez una cinta transportadora lo lleva irremediablemente hacia una cierra circular enorme.
Se acabó. Continuará. Si no vengo el domingo que viene, al pobre Capitán me lo dividen en dos.
Intervalo. Salida al hall. Visita al baño. Repaso de la cartelera y vuelta a la butaca. Afuera, en la noche cerrada, ya helaba. Tan temprano y ya helaba.
Empieza la película. Los títulos son más oscuros que la noche, los nombres de los artistas hay que adivinarlos y la música es más un presentimiento que un arte de combinar sonidos. En la primera escena nomás, el profesor y la hija se meten en la tumba de Tutankamón o algo parecido, que está más oscura que los títulos, y se chocan con un sarcófago. El profesor haciendo una fuerza bárbara, le levanta la tapa, entonces, abriendo los ojos con asombro, le dice a la hija que ha encontrado ¡una momia!
Aquí, voy a aclarar que, a pesar de la oscuridad, alguien espía. Son unos morenos vestidos con unas ropas parecidas a las de aquellos hindúes que mataban a Gunga Din en otra película; pero que sin embargo allí estaban y con cara de pocos amigos, porque cuando el profesor se va con la hija y con la momia, los tipos hacen blanquear en la terrible oscuridad, los ojos, los dientes y esgrimen unos puñales así de largos. En la cabeza me parece que llevan un turbante blanco.
La película, en verdad, me tiene un poquito inquieto. Girando disimuladamente la cabeza, observo que el Gallego se ha deslizado por la butaca y tiene la nariz a la altura de las rodillas, adoptando una posición muy dificultosa como para poder mirar. Además ha dejado de comer pastillas. Ahora se come las uñas.
El profesor con toda la comitiva –porque, lógicamente, lo acompaña una comitiva– se ha vuelto a Londres trayendo consigo a la momia. Esto, contra la opinión de la mayoría que supongo quería que fuese enviada por encomienda, y la mía, pues yo hubiera dejado que se quedara tranquilamente en su sarcófago acompañada por sus amigos de turbante.
Londres también está muy oscuro y además muy frio, porque hace un frío en el cine que debe venir de la pantalla y para completarla siempre es de noche en la bendita película. Por eso, debe ser que ni el profe ni la hija ni la comitiva se dan cuenta que son vigilados, que son observados... ¿Por quién? ¡Por los tipos de turbante! –también se vinieron para Londres los de turbante–.
El Gallego se incorpora animándose a mirar un poco, justo cuando el jefe de los de turbante que no usa turbante, sino que viste sombrero negro tipo hongo bastante inquietante, pone unas hojas que parecen de eucaliptus o de laurel dentro de un jarro con agua hirviendo: mucho vapor, mucha oscuridad, nada de sonido, nada de música. En otro plano, un inglés de la comitiva en su habitación, fuma tranquilamente mientras simula leer –digo que simula porque con esa luz no me va a decir que está leyendo–. Aparece otra vez el de sombrero negro todavía con el tarro de agua hirviendo y no tiene mejor idea que acercarse a la momia que está plácidamente acostada en una especie de catre. Qué ganas de molestar, si se le vuelca el agua y la quema no me imagino qué puede pasar. Pero pasa: con los vapores la momia comienza a moverse. Mueve los dedos, la mano, el brazo y, por fin, ¡se sienta cómodamente en el catre!
¡Mamita! ¡Con los vahos de eucaliptus resucitó Tutankamón!
El gallego desaparece abajo del asiento. Yo me tapo un ojo y miro con el otro, porque me han explicado que se logran interesantes efectos ópticos.
Pero la película no da respiro: por una ventana se ve al inglés que fuma y lee. La imagen se va agrandando; mientras se escuchan extraños sonidos de pasos: sshhic… tang… sshhic… tang. Se darán cuenta que ese ruidito molesto lo produce la momia, porque parece que Tutankamón era rengo. Se me cierran los ojos. Dicen que el frío da sueño.
Cuando se me abren los ojos, el inglés ya es finado. Hay una mano crispada en la pantalla y el ruidito se aleja. Este Tuntankamón debe ser medio rencoroso, no le ha gustado para nada el clima londinense y se lo nota muy molesto.
La película es cada vez más oscura, el cine está cada vez más oscuro y se me ocurre que la noche ha de ser cada vez más negra. Me siento solo y estoy solo. El Gallego no está. Tanteo debajo de su butaca y no está. ¿Se fue? Encuentro un pedazo de uña. Debe ser del Gallego.
El profesor y la hija no acaban de salir del espanto producido por la muerte de su compañero y ya el de sombrero negro insiste con los vahos de eucaliptus. La momia, que otra vez está acostada vuelve a sentarse. La noche de Londres es tan oscura como la que me espera a la salida y no sé con cual quedarme. La momia camina (sshhic… tang… sshhic … tang) por la veredita del chalé del profesor y va perdiendo los vendajes hechos seguramente con gasa de muy mala calidad. En cualquier momento Tutankamón se nos queda en cueros. ¡Y con el frio que hace! La hija del profesor está en su habitación en el mejor de los mundos, yo estoy mudo y en el cine debo estar solo. ¿Quién le avisa que la momia se le viene al humo? ¡Nadie! Para completar la escena, la piba, frente al espejo comienza a ponerse una extraña crema blanca en la cara parecida a la manteca derretida y por detrás de su imagen reflejada, aparece ¡la imagen de La momia!
Con el tremendo e inesperado alarido de la hija del profesor, salgo despedido hacia los pesados cortinados del fondo. Ahí, me doy cuenta de que no estaba solo, en las últimas butacas una pareja no se interesa mucho que digamos por lo que ocurre en la película, el acomodador duerme apuntando los pies hacia la estufa y el Gallego, arrodillado al final del pasillo y aferrado a las cortinas, pide perdón a los cielos por haber concurrido al cine un lunes de invierno.
Ya no me detengo a averiguar qué diablos pretende hacer el director de la película con esa maldita momia, con el profesor, con la hija y con la salud de la población. Salgo al hall del cine que es un desierto. Hace mucho frío porque estoy temblando. Afuera la noche es negra. Adentro la película es más negra todavía. Yo me voy. Me las tomo. Salgo a la vereda y el hijo de don Pedrín mira el reloj extrañado: “Falta para el final”. ¡Claro que falta!, pero no me voy a agotar en explicaciones. Tengo frio y basta: Me voy. ¡Y no puedo dejar de temblar!.
Camino solo y aterido por esas calles frías y oscuras, porque hasta las vidrieras de los negocios están apagadas. No hay un alma en el centro. Cuando estoy por llegar a la esquina de la tienda creo percibir una especie de shhic… tang… shhic… tang. No. Ya es demasiado. No me animo a llegar a la esquina. El ruidito va creciendo. Para mí que me quedé dormido en el cine y estoy soñando. Pero no. Ahora hasta veo una sombra larga que se va acercando a la esquina por la calle transversal. ¡Mamita! Me subo al escalón de la vidriera y me quedo pegado a la persiana de la tienda mientras la sombra se acerca: shhic… tang… shhic… tang. Entonces, cuando parece que ya no hay salida. Cuando estoy pensando seriamente en volver sobre mis pasos y meterme de nuevo en el cine, aparece un hombre encorvado sobre su bastón arrastrando penosamente su pierna derecha. Cuando me ve me dice sorprendido: “¡Que susto me diste!, está tan oscuro que no te reconocí. Dale mis saludos a Pepe”. Yo salgo corriendo como si me persiguiera la momia mientras le contesto a los gritos: “Serán dados don Pedrín. Serán dados”.
 Don Pedrín iba al quiosco a remplazar al hijo. Al arquero.

Un barrio especial

Por Juan José Mocciaro

El anuncio de un matutino de nuestra ciudad invitaba a un Circuito Turístico, a realizarse un domingo a las 16. El lugar de encuentro era Salta y Riccheri. Estaba a cargo del arquitecto José Jumilla, que acostumbraba a realizar estos recorridos. Era una gran oportunidad para recorrer “Pichincha” y saber de sus misterios.
El relato comenzó así: a principios de la década de 1910 se establecieron entre las calles Pichincha (hoy Riccheri) y Suipacha, desde Salta a los paredones del ferrocarril las llamadas “casas de tolerancia”.
Pero no solo había prostíbulos en el barrio, también existió una infraestructura de apoyo. Entre 1913 y 1914 se construye un teatro picaresco, el “Teatro Casino”, ubicado en la esquina noroeste de Riccheri y Jujuy, con una platea de 600 asientos con posavasos, 8 palcos reservados y 200 tertulias. En la misma esquina, pero sudoeste, funcionó otro teatro, llamado “Varieté Avenida” o “Varieté de Doña Julia”. Había, además, una casa de juegos en Riccheri 127, una sinagoga en calle Güemes entre Riccheri y Suipacha, por la cantidad de chicas judías y polacas residentes. Muchas de ellas están enterradas en el Cementerio de Granadero Baigorria en un apartado especial entre murallas.
Para mantener el orden, la Comisaría 9ª. en Salta entre Ovidio Lagos y Riccheri. También acompañaban esta urbe, comedores, parrillas, dispensarios, donde se ofrecían espectáculos musicales, entre ellos actuaron Carlos Gardel y Enrique Caruso.
Toda esa área era tranquila hasta las cinco de la tarde y a partir de esa hora todo se transformaba en un gran movimiento hasta la madrugada. Tenía el aspecto de ser día durante la noche.
En plena época de esplendor se podía encontrar más de dos mil mujeres de varias nacionalidades “trabajando”, resultando las más solicitadas las de origen francés, muchas de ellas llegadas engañadas por trabajo o simple cuento amoroso. Existían “galanes” pagados por la mafia, que recorrían distintos países con ese fin.
El más importante era el “Madame Zafo” (Riccheri entre Güemes y Brown), con una fuente de agua perfumada y una calesita donde se encontraban las mujeres, todas francesas, en exhibición a la visita de la distinguida clientela. El barrio llegó a figurar en las guías mundiales de turismo, confeccionadas en Estados Unidos y en Francia.
Por ese entonces la actividad era legal, los muchachos esperaban curiosamente cumplir los 18 años y tener su libreta de enrolamiento para concurrir.
En estos “lugares de reunión” se resolvieron muchos de los problemas políticos municipales y santafesinos, se eligieron muchas de las candidaturas y cargos políticos. No por casualidad el “Madame Zafo” era llamado también la “casa del gobernador”.

Inserción pedregosa

Por Paquita Pascual

Mi nostálgica personalidad me invita a transitar por los recuerdos. Yo me resisto. Conozco el camino; hay pasajes pedregosos que tuve que transitar, hoy los puedo eludir, pero son la base de mi hoy… ¡y del ahora!
Me habían instalado en un país ajeno del que solo sabía que teníamos la misma lengua; pero nadie me habló de los modismos dialógicos.
Aún resaltan frescas en mis pupilas las imágenes de aquella escena, cuando muy decididas con mi hermana ingresamos a un comercio para comprar un par de calcetines.
El empleado que nos atendió no nos comprendía y nos hizo repetir varias veces nuestro pedido. Al ver la dificultad que éste tenía, se acercó un compañero para ayudarlo y después otro… y otro… y otro. Y, de pronto, nos vimos rodeadas de jóvenes que nos hacían preguntas: ¿qué de dónde son?, ¿con quién viven? ¡Ya se habían olvidado de lo que fuimos a comprar! También nosotras. Todo lo que queríamos era salir de allí y refrescar nuestra cara, que nos ardía como un tizón encendido.
Estas escenas se repetían muchas veces. Cada vez que debíamos hacer compras, salíamos de casa, con todo el ímpetu que nos daba nuestra juventud; pero al entrar en los comercios nuestro coraje cedía. Y todos sabemos que ¡cuando el coraje cede, la vergüenza se agiganta!
Debíamos aprender los “benditos modismos”, pero ¿de quién? No conocíamos a nadie. Al escuchar un tango en el que la voz del cantor se estaba difundiendo a través del éter, ¡nos dimos cuenta! ¡Eso era! Debíamos prestarle más atención a la radio, sobre todo a las letras del tango.
Y, así, cambiamos nuestra “chabala” por mina; “pebeta” por percanta. Nuestro departamento era el “bulín” o “cotorro”. Papá pasó a ser un “chabón”, porque no nos dejaba salir solas. Poco a poco nos fuimos entendiendo más con la gente. Ya no nos poníamos coloradas cuando entrábamos en los negocios.
Pero hubo alguien que alertó a papá: “¿Usted sabe don Aurelio que sus hijas están hablando en lunfardo?”. Nos habíamos convertido en unas arrabaleras. ¿Cuánto duró aquello?
Meditando años después entendí que la gente no se burlaba de nosotras, simplemente querían escuchar nuestro castizo acento madrileño.

Una historia bajo tierra

Por José Mario Lombardo

En marzo de 1971 comenzaban los trabajos para la ejecución del “Emisario 9”. Este conducto pluviocloacal cruza gran parte de la ciudad de Rosario, nace en el oeste y se dirige por la zona norte rumbo al río desembocando en el Paraná a la altura de calle Vélez Sarsfield. Se diseñó con la idea de sanear prácticamente toda la cuenca hídrica de Rosario, atenuando las continuas inundaciones en la zona y solucionando la carencia de desagües cloacales.
El enorme conducto corre por el centro de distintas calles y fue construido a cielo abierto en ciertos tramos y en túnel en otras partes de su recorrido, dependiendo principalmente de la profundidad. Este conducto troncal, luego se complementaría con emisarios secundarios que con su aporte, completarían la red de desagües.
Corría el año 1969 y con mis compañeros estábamos cursando los últimos tramos de nuestra carrera de ingeniería civil, cuando vimos en los transparentes de la facultad una invitación para colaborar en el cálculo estructural del conducto, ofreciéndose una beca de estudios para aquellos que quisieran participar.
Varios fuimos a ofrecer nuestro aporte y se conformó, con la dirección del ingeniero Bender, en el Departamento de Mecánica Aplicada un interesante equipo de trabajo.
Un grupo se dedicaría al estudio de suelos de la zona y otro se abocaría al cálculo del conducto propiamente dicho. Los trabajos de nivelación, delimitación de la cuenca, cálculo de caudales para definir las dimensiones del conducto en los distintos tramos y la profundidad y pendiente del mismo habían estado a cargo de un equipo formado en la Dirección de Hidráulica de la Municipalidad, bajo la dirección del ingeniero Miglierini.
Voy a evitar mencionar otros nombres, pues esto lo estoy haciendo sin buscar elementos o informaciones mas allá de las que me proporciona la memoria y no quisiera olvidar a algunos de aquellos que participaron en ese equipo de trabajo.
Aboquémonos entonces a describir el tipo de conducto que debíamos calcular. Era el mismo en varias parte del trayecto de sección circular y en sus tramos de mayor tamaño una especie de elipse acostada, de manera que se optó por simplificar su forma considerando un arco en la parte superior y dos contrafuertes laterales que unían por debajo el fondo curvo que lo definimos como una viga curva apoyada sobre apoyos elásticos. Estos apoyos venían a ser simplemente el terreno sobre el cual se posaría el conducto.
Otras de las premisas consistía en lograr un conducto de paredes de hormigón armado lo más delgadas posible, contra la tradicional conformación de estos conductos que tenían paredes de gran espesor. Esto nos llevaba a estudiar, por otro lado, el tipo de hormigón a utilizar para hacerlo resistente a los efluentes que transportaría el conducto; pero digamos que eso sería otro asunto que en este momento dejaremos de lado.
Planteadas las cosas así, recordemos en un pantallazo de qué elementos disponíamos para encarar el cálculo. Digamos que la base teórica dependía mucho de nosotros y la teníamos a nuestro alcance. Yo trabajé sobre la viga curva de la base. En este aspecto, se conocía todo lo concerniente al comportamiento de vigas apoyadas sobre apoyos elásticos en todo su trayecto; pero poco se podía encontrar con respecto a una viga que se curvaba y, además, esas curvas variaban de radio. Fue así como, estudiando los distintos sectores de la dichosa viga, llegamos a un sistema de ecuaciones que si mal no recuerdo era de veinticuatro ecuaciones con veinticuatro incógnitas, donde los elementos de esas ecuaciones eran además expresiones trigonométricas o logarítmicas propias de las soluciones de ecuaciones diferenciales que interpretaban las deformaciones del dichoso conducto. Esto ya superaba nuestras posibilidades en cuanto a capacidad operativa para resolver sistemas de ecuaciones tan complejos.
Desde el punto de vista de los elementos tecnológicos con que se contaba para resolver estos intríngulis; disponíamos en el Departamento de máquinas mecánicas de cálculo que nos permitían sumar, multiplicar, dividir y obtener raíces cuadradas, además contábamos con nuestra inefable regla de cálculo, muy útil pero con grandes posibilidades de acumular errores; y, por último, habíamos recibido lo que podemos definir como las primeras computadoras portátiles, que eran un poco más grandes que una máquina de escribir, se programaban por sistemas de tarjetas magnéticas y ni pensar de disponer de visores de manera que los resultados se imprimían en papel y sus memorias eran tan limitadas como la mía.
Tanto usamos esas máquinas que al poco tiempo ya éramos verdaderos expertos en programar las más extrañas operaciones.
Pero, insisto, resolver con esas máquinas aquellos dichosos sistemas de ecuaciones nos resultaba tarea imposible de realizar, de modo que tuvimos que recurrir al Centro de Cómputos de la Universidad Nacional de Rosario. Sus integrantes serían los encargados de sacarnos del agua con la ayuda de “Doña Berta”. Era esta buena señora del tamaño de un mueble grande y, encima, necesitaba de una habitación con aire acondicionado; si no, se negaba a trabajar. “Doña Berta” en realidad era una máquina IBM 1130, que primero estuvo en el edificio de avenida Pellegrini para luego pasar a La Siberia, como se conoce a la Ciudad Universitaria de Rosario. Esa máquina trabajaba con el sistema de tarjetas perforadas y tenía tan solo 8 kb de memoria, digamos que prácticamente nada; pero fue con la pericia de los técnicos a cargo del Centro de Cómputos que finalmente pudimos contar con los resultados necesarios para llevar adelante nuestro cálculos. Esos resultados eran emitidos por la computadora en unas inmensas planillas, que permitían descifrar los números que interpretaban el comportamiento de la parte inferior del caño.
Esos resultados, por fin, marcharían a unirse y complementarse con los del arco superior para obtener los resultados definitivos.
Lo más interesante de este relato, dejando de lado las alternativas del cálculo y la importancia del Emisario 9, es que nos permite vislumbrar como se ha ido acelerando en los últimos tiempos la disponibilidad de herramientas que nos permitan acceder con mayor agilidad a las más diversas tareas: entre 1930 y 1970 teníamos máquinas de calcular mecánicas, reglas de cálculo, sistemas gráficos para resolver ciertos problemas, tableros de dibujo, máquinas de escribir, teléfonos fijos, etcétera. A partir de 1980, todo eso comienza a ser remplazado por el uso de la computadora que hoy ya es portátil, con programas cada vez más accesibles, y desaparecen: la regla de cálculo, el tablero de dibujo, la máquina de escribir; aparece internet y comienza a cambiar todo el sistema de comunicaciones y de almacenamiento de datos.
Quizá podamos preguntarnos si todo esto ha sido bueno o malo. Digamos que no hay respuesta certera al respecto; pero podemos asegurar que, como siempre, será el hombre o la mujer quien determine el buen uso de la tecnología disponible. Siempre la tecnología necesaria y no la última será la mejor, y siempre la aplicación adecuada de la misma nos otorgará el resultado más satisfactorio.
Seguramente todo seguirá evolucionando y mientras por un lado aparezcan nuevas tecnologías innovadoras; por el otro, la premisa será la de continuar con la tarea de aprender a utilizarlas y aplicarlas con el mejor de los criterios.


Mi mamá

Por Norma Azucena Cofré

Llega el día de la madre, viejita, no estás físicamente; pero sí en mi vida de la forma más sublime.
Tengo una imagen que me sigue siempre, mamá, cuando ibas a cambiar los pañales a mi hermanito. Yo tenía seis años, te miraba con admiración, te veía tan grande –creo que te miraba desde el suelo, porque miraba hacia arriba–, tan hermosa, me parecías inalcanzable, única, una bella mujer. Eras Mi Mamá, la más linda de todas.
No tenías ropas finas, pero sí elegancia, actitud.
Te ayudé con mi escasa edad, cuando hacías la temporada de cosecha, en el trabajo más hermoso. Me llevabas para cuidar al bebé, mientras te ausentabas.
Cuando decías “chicas hay que poner la mesa”, Alicia corría a tomar a mi hermano en los brazos, el bebé comenzaba a llorar; decías “Norma, hacé dormir al nene”. No sé por qué, pero se tranquilizaba y se dormía.
Mamá, vieja querida, me sentía tan orgullosa de vos. Miraba todos tus movimientos, cuando cosechabas en la huerta las verduras que cocinarías ese día; cuando matabas una gallina, la tomabas de las patas con una mano, con la otra agarrabas la cabeza, hacías un movimiento apoyándola en la rodilla y dabas un tirón fuerte, y la gallina se desnucaba, aleteaba mientras se llenaba el cogote de sangre, hasta perder toda voluntad. Se formaba una morcilla, era mi presa favorita.
Cuando estabas en la cocina y mientras preparabas kilos de grasa para freír, hacías rellenos de empanadas, dulces caseros, tortas fritas, ¡te escuchaba cantar!: “No cantes hermano no cantes, que Moscú está cubierta de nieve y los lobos aúllan de hambre” o, “Porque no engraso los ejes, me llaman abandonao; porque no engraso los ejes me llaman abandonao. Si a mí me gusta que suenen, pa que los quiero engrasao, si a mí me gusta que suenen, pa qué los quiero engrasao”. Eras, viejita linda, como dice mi amiga Ana María, el alma de nuestro hogar. ¡Ah! Me estaba olvidando de los cumpleaños. A todos nos festejabas el cumpleaños, decías que hay que festejar la vida. Nos hacías una torta grande con betún, como llamabas al merengue; y perlas plateadas y un chocolate riquísimo con la leche que le comprabas a los gallegos. Eran los cumpleaños más lindos, aunque no tenían cotillón ni suvenires. ¿Sabes mamá?, creo que nunca te conté. Cuando vine a vivir a Rosario y llegó el cumple de Rosana, comencé con los preparativos y mi cuñada Paulina aparece cargada de gaseosas, fiambres y queso para hacer sándwiches, snaks, etcétera. Le pregunto: “¿Y eso?”. Me responde: “¡Para la fiestita!”. La miré con cara rara, ¿qué clase de fiestita? No sentía olor ni sabor a cumpleaños. Faltaba el chocolate que vos nos preparabas. Me costó mucho aceptar el cambio, hasta que me acostumbré a esa modalidad.
Mami, fuiste tan sabia, tan inteligente, aunque no pudiste ir a la escuela más que hasta segundo grado. Nos contaste que la escuela estaba muy lejos, y en los inviernos los esteros se desbordaban y no se podían cruzar ni a caballo; pero leías y hacías cálculos mentales. Tu madre, la abuela Emma, se había educado en un colegio de monjas y les enseñaba. Siempre manejaste dinero y el negocio que abrieron con papá. No se te escapaba nada.
Otra cosa que me gustó mucho: jamás dudaste de nosotras mamá, aunque supieras que estábamos mintiendo. Eso hizo, por lo menos en mí, que me sintiera avergonzada si pensaba una mentira y prefería omitir antes de tratar de engañarte. Fue una gran enseñanza, vieja, que me quedó grabada y la apliqué “como casi todo” –porque me siento idéntica a vos en todo– en la educación a mi familia de la que estoy orgullosa.
En tu juventud viviste en Santiago, la capital de Chile. Conociste cosas y sabores que sentías que también debíamos disfrutar. Éramos muchos hermanos, siempre cosías sin haber estudiado ese arte, solo por amor y el deseo de vestirnos bien. Llegaba la Navidad y decías: “Para Navidad hay que estrenar, tenemos que estar lindos porque nace el Niño Jesús”. A quién le hacía falta zapatos, se los comprabas; a quién le hacía falta ropa, se la confeccionabas. Preparábamos la mesa con las bebidas y ensaladas; ya que el tradicional asado lo comíamos al lado de la estaca. Así, esperábamos al niño Jesús.
Se gastaba una sábana, jamás la emparchabas, con ella hacías pañales porque eran muy suaves y, decías “la miseria llama a la miseria, nunca vas a ver en la casa de tus padres, una sábana emparchada o una frazada que no sea campomar” La economía debe alcanzar para cubrir necesidades, cuando compres algo tratá de que sea bueno, tampoco te empeñes, todo tiene un tiempo”. ¿Te acordas viejita? Me hiciste una pollerita escocesa tableada, me tomaste las medidas, cosiste, cuando me la probaste por segunda vez y, para ubicar el botón, la tenías que achicar porque se me caía, te enojabas y me decías: “¿Hasta cuándo voy a tener que achicar tu ropa?”
 Llegaba a la ciudad alguna fruta o verdura que no conocíamos, porque eran caras y no había en la zona, y comprabas, aunque fuera un puñado y nos hacías probar a todos. 
¡Cuántos recuerdos mamá! ¿Cómo hacías para dar tanto amor? La agricultura, y no exagero, en un espacio del patio tenía todas las verduras necesarias para el hogar; las gallinas, los chanchos, los perros, los árboles frutales; el negocio, con él “te ayudaba Zulema”; cocinar, lavar, coser, tejer –ahí, sí, te fallaba la estética, aunque igual estábamos abrigados– Nunca te vi cansada, viejita hermosa, ni con dolores que supongo los habrás tenido; tampoco con los calores de la menopausia. Hasta en eso me parezco a vos: no padecí calores. Cuánto te amo mamá. Te dejé siendo muy joven para seguir mi destino. Soy madre de cuatro hijos y soy muy feliz. No hace falta que me pregunte si fuiste feliz. Demostraste con cada uno de tus hijos la felicidad de ser mujer y ser madre.
¡Feliz día, mamás!

Hoy te recuerdo

Por Luis Molina

El tiempo pasa, lento en la juventud, rápido en la madurez, siempre inexorable.
Hoy la recuerdo, tantas décadas han pasado y ya un lustro que me dejó. Luego, quizás por soledad, comencé a escribir.
En la foto la veo con sus veinticuatro años y su bebé en brazos. No me reconozco.
Supo luchar, superar el dolor de perder una hija de solo siete meses en una época donde la meningitis era mortal. Con poco más de un año no lo recuerdo, quizás mi mente quiso borrar ese momento.
Nunca tuvo lujos y sé que los deseaba. Luchó con denuedo por cada cosa que obtuvo, perdió su compañero tan solo a siete años de casada. Con un hijo pequeño, viuda joven no claudicó, soñaba que este fuera alguien en la vida. Por eso, lo preparó desde pequeño, con poco más de cuatro años lo inició en la lectura y las matemáticas. Así, aprendí a leer, sumar, restar y los primeros pasos en la multiplicación. Yo odiaba la tabla del cuatro, pero ella insistió.
Aun con cinco años comencé la escuela, donde me aburría haciendo palotes. Prefería estar en casa, donde practicaba con el diario “La Tribuna” que mi padre compraba por su afición al turf.
En mi segundo año escolar mi padre partió. Ella le puso el pecho a la vida: horas de trabajo en más de una casa, además de aplicar inyecciones que le restaban horas de descanso, más cuando debía levantarse hasta un par de veces en la madrugada para ir a cumplir el horario de un antibiótico. No importaba si era invierno.
En clase siempre me tocó leer. La maestra me hacía pasar al frente por mi facilidad y pronunciación, quien diría que era mérito de ella, premio a su constancia, en aquel tiempo en que me enseñó mis primeras letras, a pesar de su casi analfabetismo.
Vivió una niñez dura, en un ámbito y época donde la mujer y los hijos debían permanecer en segundo plano. Pero a mí me enviaba con mi guardapolvo impecable y almidonado. Duro iba el morocho a la escuela.
Su rectitud era intachable. Nunca olvidaré aquel día que con vergüenza debí pedir disculpas y devolver el soldadito de plomo que traje de la casa donde ella trabajaba. El respeto y la honestidad no se negociaban.
Henchida de orgullo recibió la noticia de que yo había sido elegido “El muchacho del mes” por el Rotary Club entre todas las escuelas de Rosario. Gastó la página del diario donde salió la noticia, con foto incluida. Cuando me regaló esa página para que mis hijos la leyeran, ya casi no se podía hacerlo. El recorte tenía más de treinta años.
Le fallé, no quise seguir la secundaria. Preferí trabajar, no me entusiasmaba volver caminando por detrás del cementerio a las once de la noche. Avenida Francia, en aquel tiempo se cortaba en Pellegrini y se convertía en un baldío de casi tres cuadras con un sendero entre el matorral, debía concurrir en horario nocturno para poder trabajar en el día.
Tendría diez u once años cuando trabajé por primera vez. Envolvía manubrios cromados de bicicleta con arpillera para que no se rayaran. Me pagaban $ 0,50 por una tarde de trabajo. A los doce, comencé como cadete de farmacia. El ruso Limanovich no me quería ver parado, así que si no había que hacer nada en el local me enviaba al entrepiso a acomodar mercadería. Este tenía una pequeña ventana ideal para bombardear con bolitas de naftalina a los pibes vecinos. Luego, me mudé enfrente a un taller de mecánico para dentistas. Era mejor la paga y, además, me movía en bicicleta. Así, mientras aprendía un oficio recorría la ciudad a mis anchas, me encantaba la calle. De paso, ella podía contar con algunos pesos más.
Tuvo suerte de conocer un buen hombre, con quien tuvieron una hija, mi hermana. Yo aprendí un oficio. Nos mudamos a Pergamino, donde conocí un ambiente diferente e hicimos nuestra primera casa. Al regresar a Rosario unos años después, hubo que volver a empezar desde los cimientos; pero tuvo su casa. Estoy en ella escribiendo ya tarde en la madrugada.
En la década del setenta me independicé en el trabajo. Siempre me decía: “Guardá, comprá un terreno”. Nunca la escuche. Claro, la guitarra eléctrica, la música, las chicas, eran demasiada tentación. Me dediqué a disfrutar. Hoy me arrepiento, pero es tarde.
Un día me casé formando mi familia, ella fue abuela, a pesar de no hacer buenas migas con su nuera. Comencé a tener problemas económicos, el alquiler con dos hijos se me complicó. Dividió la casa dándome un lugar, mis hijos crecieron, llegaron las nenas. Ella tenía problemas de salud pero su orgullo y determinación la mantuvieron en pie.
Mi hermana se casó. Ella siguió cumpliendo años, en silencio sin pedir nada, orgullosa siempre. Como yo trabajaba lejos de Rosario, no la atendí como debía, mi matrimonio tambaleaba, menos tiempo le dediqué.
Un día notamos que algo estaba fallando. Se caía hacia atrás. El neurólogo nos dijo que sus neuronas estaban muriendo y, luego, lo peor: el Alzheimer, ese asesino silencioso que la cambió, la enfermedad que la llevó de a poco durante largos dieciocho meses hasta el final.
Pienso…
¿Qué sentiría hoy al leerme?
Poder poner en sus manos y decirle: “Este es mi libro mamá”.
Recordar juntos aquellas primeras letras que me enseñó, aquellos $ 0,50 que me dio el mejor día de mi vida a pesar de nuestras estrecheces y volé a la biblioteca “Magnasco” a hacerme socio recorriendo una vida de aventuras en cada tomo de la colección Robin Hood, junto a Salgari, a Poe, a Verne y tantos otros.
Sentarla frente al monitor para que vea que dicen de su hijo en Europa o América gente de diversos países. Pero ya no está.
Solo en la madrugada, pienso en ella, y solo se me ocurre decirle…
Gracias mamá.