martes, 28 de octubre de 2014

El cine

Por José Mario Lombardo

Este relato fue publicado en el diario “Actualidad” de General Villegas el 19 de agosto de 1995. En aquel año se recordaba la primera función de cine realizada en París por los hermanos Lumiére en el Salón Indio del Gran Café del Boulevard. Como hemos estado hablando sobre temas que se acercan a algunas partes de este artículo, lo transcribo casi exactamente, solo con pequeñas correcciones.
Ya desarrollada brevemente la historia de la historia, aquí comienza la película:
A las seis de la tarde, en un lunes de pleno invierno, el sol ya se ha ido. A las seis de la tarde empieza la función de vermú en el Cine Teatro Español.
Hoy lunes dan: el noticiero, un capítulo de la serie en episodios del “Capitán Márvel” y después del intervalo una de terror en blanco y negro: “La tumba de la momia”. ¡Casi nada!
Como ayer falté al matiné por razones de fuerza mayor, pues jugaba Eclipse y el domingo pasado el Capitán Márvel había quedado atado a las vías del ferrocarril con el tren viniendo de frente, la única posibilidad que yo tenía de ayudarlo era viniendo el lunes. Y aquí estoy. Antes de entrar me compré unas pastillas de menta en el quiosco de don Pedrín. Los días lunes siempre está don Pedrín. A mí me conoce y siempre me da saludos para mi viejo, pero hoy no está. Está el hijo. El arquero.
Yo, como don Fábrega, me siento siempre en la misma butaca, casi en el centro, tirando hacia la izquierda de la pantalla. El gallego me ve y se viene a sentar conmigo. El gallego es un gran amigo. Hicimos el primario juntos en “La 17” y, ahora, como va al “Nacional” y yo no, nos encontramos de vez en cuando aquí, en el cine.
Comienza “El Nodo” y el gallego ataca mis pastillas de menta. El Generalísimo Franco, en la pantalla, inaugura la obra hidroeléctrica correspondiente. Siempre inaugura una obra hidroeléctrica. Después viene “San Fermín” y los toros corren a unos tipos vestidos de blanco con los pantalones arremangados y pañuelos al cuello supuestamente rojos (Recordar que todo es blanco y negro en la pantalla). Al final, aparece el alcalde muy ufano con la flor de siempre en la solapa y, acompañado por la banda municipal, felicita a los heridos.
En el Noticioso Argentino hace como dos años que no aparece Perón. Pero no faltan: los festejos boquenses en la Bombonera –¡Para mejor Boca!– después de ganarle un clásico a Racing sobre la hora; un tipo que fabrica bandoneones no sé dónde y la última etapa del Gran Premio del año pasado. Se abalanza el caballo y fin del noticioso.
Cuando el Gallego tira el papelito de la última pastilla, aparece el Capitán Márvel atado en las mismas vías y lo está por amasijar el mismo tren del domingo pasado; pero a último momento logra desatar el meñique de la mano izquierda, se suelta y gira como una luz antes de que lo enganche el miriñaque de la locomotora.
Ocurre que giró justo para el lado de allá y salió volando rasante… ¡Por eso, el domingo no lo vimos!
El Gallego, que sin pastillas no se aguanta, sale a comprar otro paquete. Cuando vuelve, ¡otra vez el Capitán Márvel atado como un salamín! Esta vez una cinta transportadora lo lleva irremediablemente hacia una cierra circular enorme.
Se acabó. Continuará. Si no vengo el domingo que viene, al pobre Capitán me lo dividen en dos.
Intervalo. Salida al hall. Visita al baño. Repaso de la cartelera y vuelta a la butaca. Afuera, en la noche cerrada, ya helaba. Tan temprano y ya helaba.
Empieza la película. Los títulos son más oscuros que la noche, los nombres de los artistas hay que adivinarlos y la música es más un presentimiento que un arte de combinar sonidos. En la primera escena nomás, el profesor y la hija se meten en la tumba de Tutankamón o algo parecido, que está más oscura que los títulos, y se chocan con un sarcófago. El profesor haciendo una fuerza bárbara, le levanta la tapa, entonces, abriendo los ojos con asombro, le dice a la hija que ha encontrado ¡una momia!
Aquí, voy a aclarar que, a pesar de la oscuridad, alguien espía. Son unos morenos vestidos con unas ropas parecidas a las de aquellos hindúes que mataban a Gunga Din en otra película; pero que sin embargo allí estaban y con cara de pocos amigos, porque cuando el profesor se va con la hija y con la momia, los tipos hacen blanquear en la terrible oscuridad, los ojos, los dientes y esgrimen unos puñales así de largos. En la cabeza me parece que llevan un turbante blanco.
La película, en verdad, me tiene un poquito inquieto. Girando disimuladamente la cabeza, observo que el Gallego se ha deslizado por la butaca y tiene la nariz a la altura de las rodillas, adoptando una posición muy dificultosa como para poder mirar. Además ha dejado de comer pastillas. Ahora se come las uñas.
El profesor con toda la comitiva –porque, lógicamente, lo acompaña una comitiva– se ha vuelto a Londres trayendo consigo a la momia. Esto, contra la opinión de la mayoría que supongo quería que fuese enviada por encomienda, y la mía, pues yo hubiera dejado que se quedara tranquilamente en su sarcófago acompañada por sus amigos de turbante.
Londres también está muy oscuro y además muy frio, porque hace un frío en el cine que debe venir de la pantalla y para completarla siempre es de noche en la bendita película. Por eso, debe ser que ni el profe ni la hija ni la comitiva se dan cuenta que son vigilados, que son observados... ¿Por quién? ¡Por los tipos de turbante! –también se vinieron para Londres los de turbante–.
El Gallego se incorpora animándose a mirar un poco, justo cuando el jefe de los de turbante que no usa turbante, sino que viste sombrero negro tipo hongo bastante inquietante, pone unas hojas que parecen de eucaliptus o de laurel dentro de un jarro con agua hirviendo: mucho vapor, mucha oscuridad, nada de sonido, nada de música. En otro plano, un inglés de la comitiva en su habitación, fuma tranquilamente mientras simula leer –digo que simula porque con esa luz no me va a decir que está leyendo–. Aparece otra vez el de sombrero negro todavía con el tarro de agua hirviendo y no tiene mejor idea que acercarse a la momia que está plácidamente acostada en una especie de catre. Qué ganas de molestar, si se le vuelca el agua y la quema no me imagino qué puede pasar. Pero pasa: con los vapores la momia comienza a moverse. Mueve los dedos, la mano, el brazo y, por fin, ¡se sienta cómodamente en el catre!
¡Mamita! ¡Con los vahos de eucaliptus resucitó Tutankamón!
El gallego desaparece abajo del asiento. Yo me tapo un ojo y miro con el otro, porque me han explicado que se logran interesantes efectos ópticos.
Pero la película no da respiro: por una ventana se ve al inglés que fuma y lee. La imagen se va agrandando; mientras se escuchan extraños sonidos de pasos: sshhic… tang… sshhic… tang. Se darán cuenta que ese ruidito molesto lo produce la momia, porque parece que Tutankamón era rengo. Se me cierran los ojos. Dicen que el frío da sueño.
Cuando se me abren los ojos, el inglés ya es finado. Hay una mano crispada en la pantalla y el ruidito se aleja. Este Tuntankamón debe ser medio rencoroso, no le ha gustado para nada el clima londinense y se lo nota muy molesto.
La película es cada vez más oscura, el cine está cada vez más oscuro y se me ocurre que la noche ha de ser cada vez más negra. Me siento solo y estoy solo. El Gallego no está. Tanteo debajo de su butaca y no está. ¿Se fue? Encuentro un pedazo de uña. Debe ser del Gallego.
El profesor y la hija no acaban de salir del espanto producido por la muerte de su compañero y ya el de sombrero negro insiste con los vahos de eucaliptus. La momia, que otra vez está acostada vuelve a sentarse. La noche de Londres es tan oscura como la que me espera a la salida y no sé con cual quedarme. La momia camina (sshhic… tang… sshhic … tang) por la veredita del chalé del profesor y va perdiendo los vendajes hechos seguramente con gasa de muy mala calidad. En cualquier momento Tutankamón se nos queda en cueros. ¡Y con el frio que hace! La hija del profesor está en su habitación en el mejor de los mundos, yo estoy mudo y en el cine debo estar solo. ¿Quién le avisa que la momia se le viene al humo? ¡Nadie! Para completar la escena, la piba, frente al espejo comienza a ponerse una extraña crema blanca en la cara parecida a la manteca derretida y por detrás de su imagen reflejada, aparece ¡la imagen de La momia!
Con el tremendo e inesperado alarido de la hija del profesor, salgo despedido hacia los pesados cortinados del fondo. Ahí, me doy cuenta de que no estaba solo, en las últimas butacas una pareja no se interesa mucho que digamos por lo que ocurre en la película, el acomodador duerme apuntando los pies hacia la estufa y el Gallego, arrodillado al final del pasillo y aferrado a las cortinas, pide perdón a los cielos por haber concurrido al cine un lunes de invierno.
Ya no me detengo a averiguar qué diablos pretende hacer el director de la película con esa maldita momia, con el profesor, con la hija y con la salud de la población. Salgo al hall del cine que es un desierto. Hace mucho frío porque estoy temblando. Afuera la noche es negra. Adentro la película es más negra todavía. Yo me voy. Me las tomo. Salgo a la vereda y el hijo de don Pedrín mira el reloj extrañado: “Falta para el final”. ¡Claro que falta!, pero no me voy a agotar en explicaciones. Tengo frio y basta: Me voy. ¡Y no puedo dejar de temblar!.
Camino solo y aterido por esas calles frías y oscuras, porque hasta las vidrieras de los negocios están apagadas. No hay un alma en el centro. Cuando estoy por llegar a la esquina de la tienda creo percibir una especie de shhic… tang… shhic… tang. No. Ya es demasiado. No me animo a llegar a la esquina. El ruidito va creciendo. Para mí que me quedé dormido en el cine y estoy soñando. Pero no. Ahora hasta veo una sombra larga que se va acercando a la esquina por la calle transversal. ¡Mamita! Me subo al escalón de la vidriera y me quedo pegado a la persiana de la tienda mientras la sombra se acerca: shhic… tang… shhic… tang. Entonces, cuando parece que ya no hay salida. Cuando estoy pensando seriamente en volver sobre mis pasos y meterme de nuevo en el cine, aparece un hombre encorvado sobre su bastón arrastrando penosamente su pierna derecha. Cuando me ve me dice sorprendido: “¡Que susto me diste!, está tan oscuro que no te reconocí. Dale mis saludos a Pepe”. Yo salgo corriendo como si me persiguiera la momia mientras le contesto a los gritos: “Serán dados don Pedrín. Serán dados”.
 Don Pedrín iba al quiosco a remplazar al hijo. Al arquero.

3 comentarios:

  1. Aquí demuestras tu vena de escritor, muy bueno.
    Una abrazo

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  2. me encantó..........................muy buen relato ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

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  3. José Mario, qué bien pintada la situación y qué divertida ¡¡

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