miércoles, 15 de octubre de 2014

María, mi madre

Por Ana Teresa Padovani

Así de simple, se llamaba María. Había nacido en Campana y era la mimada, entre sus hermanos varones. Tuvo una infancia normal en una familia de trabajadores; una adolescencia llena de sueños, que no siempre se podían cumplir, hasta que llego el amor. Caminando por la vieja plaza, sintió unos pasos que la seguían. Era él, Tomás. Desde ese momento, estuvieron juntos para siempre.
De ese amor nací un día y esa María dulce, callada, cariñosa, se convirtió en mi madre.
Si bien era un momento que el amor no se demostraba con palabras, ella se ocupó de que siempre me sintiera amada. Era la reina de los pequeños detalles. No pasaba una noche sin que antes de dormir pasara por mi cuarto y me arropara, o me trajera antes de acostarme la botella de aluminio, con agua caliente, para que la cama estuviera más calentita en los fríos inviernos.
Ella no me contaba cuentos de Caperucita. Sus cuentos eran las viejas historias de familia, cuando su padre había salido de España para venir a Argentina, cómo había llegado al barco, cómo estaban vestidos los olivares o los naranjos que iba viendo en ese largo camino, cómo era su pueblo, Puerto Soller, en Palma de Mallorca, cómo era el camino.
Tenía el don de contarlo con tanta claridad, que cuando de grande pude llegar a conocer ese camino, sentí que ya lo había recorrido.
Era alegre. Cantaba mientras cocinaba, mientras hacia las tareas de la casa. Cuando yo llegaba de la escuela, dejaba lo que estaba haciendo, me servía la merienda y se sentaba a mi lado para escucharme. Nunca tenia apuro. Tenía bien claro qué era lo primero en su vida. Hoy, estoy segura que era una de esas personas que habían nacido para servir. Mimaba y amaba a papa. Cuidó a sus padres hasta el final. Cuidó a su hermano menor hasta que él se casó y formo su vida.
Yo me sentaba junto a ella, miraba su hermosa sonrisa, su cabello siempre prolijo; y sus manos yendo y viniendo, mientras zurcía, con el viejo mate las medias, que después de remendarlas quedaban otra vez como nuevas; y, así, también desaparecía el siete de mi pollerita enganchada en el gallinero; el agujero del pantalón, hecho jugando a las bolitas en el patio; y los botones mágicamente volvían a su lugar. Y ni hablar de los buñuelos en los días de lluvia.
Si me lastimaba, me curaba con un abrazo, con ese abrazo que hoy añoro, porque me daba tanta seguridad. De ella no aprendí a coser. Nunca me gustó. Pero sí aprendí a amar, a dar, a dar con generosidad, a compartir y sobre todo a escuchar. He sido afortunada por aprender esto en mi niñez, pues me ayudo a vivir en la esperanza.
Ella siempre estuvo orgullosa de su familia y por ella lo había dado todo. Era inteligente, muy sensible, atractiva. Tenía una sabiduría natural.
Esa forma de ser perduró hasta los últimos días de su vida. Le costó mucho partir. Fue demasiado rápido, pero fue demasiado todo los que nos dejó. Esta mujer que soy solo se lo debo a ella, que supo hacer de una simple casa un gran hogar.
Aun hoy, ya grande, cierro los ojos y me transporto a su regazo, y siento ese olorcito a mamá que es único y me parece revolver sus bolsillos buscando un chocolatín. Cuantas veces quisiera quedarme en ese país de mi infancia, preocupada solamente por el horario de la sopa de las muñecas y descubrir el mundo en un calidoscopio. Pero vuelvo aquí, donde están mis hijos y quiero ser lo mismo para ellos.
Nada más que una mamá. Una simple y muy querida mamá.

3 comentarios:

  1. Hermoso recuerdo, ella nos dio todo y su palabras que aún resuenan con esos consejos que trasladamos a nuestros hijos.
    Me gustó.

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  2. Bello relato el tuyo. Me encantó el olor a mamá... el afecto constante sin palabras, sus manos en las tareas de la casa.
    Sin dudas, vos sos una mamá con olor y sabor a mamá como fue ella.
    Susana Olivera

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  3. sos unica querida amiga, sos una gran mamá, una gran esposa y una gran amiga. Te quiero

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