miércoles, 28 de mayo de 2014

Made in casa

Por Ana María Miquel

Aunque sean universitarias, trabajen fuera del hogar, tengan o no tengan hijos, por lo general las mujeres mendocinas conservan las tradiciones y la cultura familiar. Es así como, cuando el verano toca a su fin y comienza ese hermoso otoño lleno de ocres y dorados de los álamos, ellas como laboriosas hormiguitas comienzan a almacenar sabores del verano para el invierno.
Muchas veces se juntan en alguna finca un grupo de amigas y trabajan todas para una y una para todas. Es decir, hoy todas le fabricamos dulces, tomates en conserva, duraznos al natural para fulanita; mañana lo haremos para menganita, pasado para sultanita y después para mí. Y se pueden ver esas laboriosas manos que no paran y se van poniendo blancas y arrugadas de tanto estar con las frutas o también oscuras por envolver frascos en papel de diario o por preparar el fuego para poner grandes ollas con los frascos a hervir. Es un frenético trajín en el cual nadie queda afuera y todas las manos son bienvenidas. No paran ni las manos ni las voces. Se habla mucho, se canta, se ríe, se saca el cuero a las que no están o a los maridos, se vuelven a contar partos y experiencias de todo tipo.
Lo mismo hacen los hombres cuando el frío arrecia y hacen “la matanza”. Es la matanza de un cerdo para almacenar reservas para el invierno. Ese día, el de la matanza, solo van los hombres al campo desde muy temprano. Matan el animal, recogen la sangre para las morcillas, lo cuerean, lo cuelgan, sacan las vísceras y algunas partes que se pueden comer esa misma noche, asadas, bien regadas con vino, con un hogar a leña constantemente abastecido y, luego de semejante festín, se tiran algunos colchones en el piso y todos a dormir. Participan los chicos desde los diez años o menos. Eso es cosa de hombres. A la mañana siguiente, llegarán las mujeres y entre todos vuelta a poner en marcha la maquinaria de la producción: fabricar, chorizos, jamones, bondiolas, morcillas y no sé cuántas cosas más. Para dejarlas en grandes cajones con sal a macerar y luego colgar de los techos de un galpón.
Estas tareas se hacen generalmente al aire libre, entonces los paisajes son muy distintos: para las mujeres días esplendorosos, con mucho sol, brisas suaves al atardecer, montañas relucientes y viñas desbordantes de racimos de uvas. En cambio para los hombres, son días de temperaturas bajo cero, montañas blancas inmaculadas durante el día y rosadas cuando despunta el sol. Y las viñas, solo esqueletos sin hojas. También los olores son distintos: en el verano el olor a fruta madura y en el invierno el olor a sangre, carne asada, ajos y cebollas.
Un otoño en que estaba por venir a vivir a Rosario con mis hijos y mi marido, me puse a preparar sola todas las reservas del invierno. Fue así como mis hermanos me proveían de la materia prima. Mi cocina en Mendoza era un estallido de colores: cajones con rojos tomates, otros con uvas de distintos colores, peras y duraznos. Pero en esa época era joven y fuerte, y esa tarea me encantaba y me dedicaba a ella con mucho empeño, ya que después era un placer ver las estanterías con frascos de tomates al natural para las salsas, o ensaladas, aceitunas griegas cubiertas de aceite de oliva, dulces de todo tipo y por supuestos, frascos de duraznos al natural. También fabricaba el arrope de uva, que es un dulce con una textura a miel y que solo se hace con uvas; como así también preparaba las uvas en grapa o ginebra. Estas eran una delicia.
En botellas blancas de litro o tres cuarto, se van colocando capas de uvas, las más hermosas, en tandas de colores: blancas, rosadas, negras, verdes, y a cada grano de uva se le deja el cabito cortado con una tijera. Cuando el frasco ya está lleno, se las cubre con grapa o ginebra, se tapan bien con la máquina y se dejan macerar durante un tiempo, pueden macerar días, meses o años, como están conservadas en alcohol, no se echan a perder. Y luego se sirven con un café, para entrar en calor, en una fría noche de invierno.
Tampoco debo olvidarme de la jalea de membrillos y los panes de dulce de membrillo secados al sol, como tampoco de las bolsas de aceitunas griegas. Son curadas en bolsas de arpillera con sal. Las cuales se van dando vueltas y vueltas durante varios días o se las cuelga de un gancho y van escurriendo su amargor. Hasta que después de quince o veinte días se las pruebas y si están saladitas y carnosas, no amargas, se las saca de la sal, se las limpia sin agua y se enfrascan cubiertas de aceite de oliva. Son más frascos para guardar.
Vuelvo a ese período en que me había puesto a elaborar todas estas exquisiteces en mi cocina para traer a Rosario. De duraznos al natural, había fabricado cincuenta frascos. Una noche le digo a mi hija que trajera un frasco del mueble del comedor, ya que no tenía postre para la cena. Vuelve con las manos vacías y me dice que no hay ninguno. “No puede ser”, le digo, “los debo haber guardado en otro lado”. Voy a revisar el mueble y el estante estaba vacío. Vi que mi hijo mayor –que tendría 14 o 15 años–, disimuladamente se iba a su dormitorio. Seguimos buscando en otros lugares, pero no había mucho que buscar. Apareció nuevamente mi hijo en la cocina y con toda humildad me dijo: “Mamá, yo me los comí”.
No lo podía creer, ¿cómo se había comido cincuenta frascos de duraznos y no había dejado ni rastros y en qué momento lo había hecho? Entonces confesó.
Él asistía a una escuela secundaria agrícola, que quedaba bastante lejos de nuestra casa. Por lo general, se llevaba el almuerzo, que eran sándwiches de berenjenas en escabeche o de milanesas y algunas frutas. Pero cuando llegaba a casa a eso de las tres de la tarde y los hermanos estaban en la escuela o yo dormía la siesta, porque trabajaba como maestra por la mañana, él abría un frasco de duraznos, se tiraba en la alfombra del comedor y se lo comía, mientras miraba televisión. Luego, guardaba el frasco vacío en el armario de los frascos vacíos. Esa producción de duraznos no la llegamos a probar el resto de la familia, pero según él: ¡estaban buenísimos!
Y yo no pude decir nada porque jurídicamente sería ¿un robo por hambre o por saborear las comidas de mamá?
Cuando llegué a Rosario con la gran producción, ésta se fue repartiendo por distintas manos, desde los tomates en conserva, las uvas en grapa y los dulces. Y mis compañeras de trabajo diciéndome que todo era muy rico; pero ¿para qué trabajar de esa manera, si podía ir al supermercado y comprarlo hecho?
Con el tiempo fui dejando de preparar tantas cosas, pero por suerte, mi hija continúa con la tradición y, al menos, fabrica todos los dulces que se comen en su casa y durante todas las épocas del año. Además de berenjenas en escabeche, pasta de garbanzos y otras menudencias.

Se predica con el ejemplo. Y mis nietas saben distinguir un producto o comida casera de uno comprado en el supermercado.

2 comentarios:

  1. Ana María, qué bella historia !!! Hermosa etapa has vivido !!! Tu relato es una maravilla por el ejemplo de lo que significa vivir
    compartiendo y realmente en comunidad. Qué ricas recetas !!! Me imagino que estarás orgullosa que tu hija siga con la
    tradición. Te felicito.

    ResponderEliminar
  2. Como nos cambia la ciudad, aquí predomina la comodidad, tenemos mucha diversión al alcance y dejamos de lado lo primordial.
    Todo evoluciona o involuciona...

    ResponderEliminar