miércoles, 21 de mayo de 2014

Mis queridos abuelos

Por Carmen G.

La casa se extendía a lo largo. A la derecha, la hilera de habitaciones; a la izquierda, el patio de baldosas grandes color arena, coronadas en sus vértices con pequeños rombos azules. La galería de chapa, las parras, las plantas… Un poyete con columnas torneadas, apoyadas en su banco y sostenidas por un frontispicio de material. A su costado, una puerta hecha por mi abuelo con maderas y tejido de alambre que, con dos escalones, permitía la entrada al fondo, donde continuaban las parras, con veredas de ladrillo y mucho espacio con piso de tierra. Allí un baño enorme, pero solo uno para toda la familia. Una cocina-comedor, con fogones, puerta y una pequeña ventana con postigos de madera. Y allá los gallineros. Y aún más lejos, el horno de barro…
Lo sigo viendo, y a su lado mi abuela, “la Yta”, dándole “las indicaciones” a mi abuelo para que prendiera la leña como si fuera la primera vez, cuando en realidad lo hacía una o dos veces por semana, desde siempre, desde toda la vida.
Mi Yta, su figura gigante para mí, en mi niñez, que solo cuando crecí pude dimensionarla en realidad: pequeña, con sus vestidos largos hasta el tobillo, tal como su delantal, su bello rostro casi sin arrugas, enmarcado por una cabellera entre rubia y pelirroja, con pocas canas, que por la espalda rozaba sus rodillas y ella recogía en un rodete a la altura de su nuca, armado por dos hermosas trenzas. (Cortarse el pelo, en su Andalucía natal, por ese tiempo, era un castigo y una marca para las mujeres de “mala vida”). Además lucía, mientras cocinaba o amasaba, una cofia a la usanza oriental, ¡no fuera a ser que cayera un pelo en la comida!
De Andalucía partió un día con mi abuelo y los padres de él, ya casados, ella con quince y él con diecinueve, rumbo a América.
Arribaron a Brasil y allí vivieron unos años, como cosecheros en un cafetal. No les gustó y siguieron buscando. Así, llegaron a Tucumán, pero luego se enteraron de que las zonas de puertos prometían más trabajo y fue así como anclaron en Rosario.
Mi abuela, pariendo hijos cada dos años. ¡Diez tuvieron!, de los cuales sólo conocí a seis, y de esos seis la única hija mujer fue mi mamá, que nunca se separó de ellos, ni aún casada.
Mi abuelo, un típico español del sur. Alto, cetrino, buen mozo y bastante cultivado. Apreciaba el teatro, la lectura, era buen guitarrero y “cantaor”, cualidades por las cuales lo invitaban a reuniones, a las que acudía presto (no tanto así al trabajo). Mi relación con él fue hermosa y pude entender por qué mi abuela lo amaba tanto.
Pero, dada esa situación, mientras les duró la juventud, fue ella, tan pequeña y por añadidura “analfabeta”, la que tuvo que luchar para sacar la familia adelante.
Jamás mendigó. Siempre obtuvo su dinero trabajando. Llegó a tener “su propio puesto” en el Mercado Norte. Mi abuelo, en la trastienda.
Con el correr de los años es como que él se quedó allí, siempre detrás de la Yta, como su sombra…
El matriarcado comenzó a imperar, inconsciente, tal vez como un pase de factura. Ella comenzó a ordenar, manejaba la casa, los hijos, el dinero. Él, mi abuelo, obedecía.
Yo me hice mujer a su lado y muchas veces chocábamos. ¡Claro, nos parecíamos tanto!
Me casé (era su sueño y el compromiso con mi madre. No dejarme sola jamás). Me fui de la casa…
Ella, que en ese momento apenas contaba con dos o tres años más de los que llevo yo ahora, se fue desdibujando. Lo viví día a día, porque no pasaba uno sin que fuera a verla. Su vida fue dura y se estaba cobrando los excesos. Mi abuelo, allí, su permanente compañía. Pero, a pesar de todo, de sus desencuentros juveniles, no cabe la menor duda que entre los dos nos llenaron el corazón de amor.
Se fue de este mundo una semana antes de mi primer año de casada y, como últimamente, mi querido abuelo detrás de ella.

1 comentario:

  1. Esto no vale, es un golpe bajo. ¡Me hiciste emocionar!
    Hermosa historia, un amor de los de antes...

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